2. HERR PROFESSOR FAUST

—No, no, ¡no! y ¡NO!... Han sido sesenta años de trabajo constante, casi noventa de vida, he visto avanzar nuestra ciencia desde la Nada, fui uno de los de Peenemünde, asistí a las explosiones de Álamo Gordo y contribuí a construir la primera central atómica del mundo. He visto con estos ojos el nacimiento de la aviación y ahora puedo ver, surcando los cielos, a esos pájaros de acero que cortan la estratosfera a 3 Mach. He asistido al descubrimiento de los láser, al lanzamiento de los primeros satélites tripulados; he tenido en mis manos las fotografías transmitidas por el Lunik 9 y por el Mariner IV, conozco en qué punto maravilloso se encuentran los avances de la biología genética. El Hombre está a punto de vencer el cáncer y de lograr la Vida Artificial; nuestros astrónomos intentan comunicarse por todos los medios posibles con inteligencias extraterrestres, El Mundo entero está entrando con paso firme en una era revolucionaria que nos llevará a la cumbre de grandes cosas. Yo mismo estoy a punto de obtener el aislamiento de la Antimateria... ¿Y AHORA TENGO QUE RESIGNARME A DESAPARECER DE LA CIRCULACIÓN, AHORA PRECISAMENTE?

Herr Professor se revolvió furioso en la cama de la clínica. Las paredes blancas y las persianas suavemente cerradas daban a la habitación un aire casi irreal, como si la hubieran envuelto en un nimbo de algodón hidrófilo. A su lado, la botella de oxígeno iba dándole, artificialmente, la vida que aún podía respirar.

Lo sabía. Se lo habían dicho francamente diez minutos antes: no había nada que hacer. La arterioesclerosis había aparecido tardíamente, pero noventa años son mucho tiempo de vida y hay que saber perder cuando es necesario. ¡Eso querían algunos! Los oía, paseando arriba y abajo por el corredor contiguo, esperando el instante en que estirase la pata para revisar sus papeles y adjudicarse el triunfo que él y sólo él estaba a punto de obtener y que la maldita arterioesclerosis iba a...

—¡Que no! —gritó.

Entró una enfermera aséptica, como un fantasma sonriente. Le arropó con palabras que ella creería dulces y le dejó a los dos minutos con una recomendación:

—...y no se mueva, profesor, no es bueno excitarse... Manténgase quietecito, ¿eh?... Y, si me necesita, no es necesario que grite. Yo entraré apenas oiga el timbre.

Herr Professor se mantuvo un instante inmóvil. Sentía que su cerebro funcionaba bien, demasiado bien para el cochino endurecimiento de sus arterias. Igual que había hecho otras veces, con la misma seguridad de no encontrar respuesta —porque nadie más en la Tierra poseía su virtud y, por lo tanto, le había sido inútil ejercitarla— proyectó su mente con fuerza increíble en una llamada angustiosa. ¿Sería posible que nadie en el mundo pudiera responder, dondequiera que fuese, a su llamada mental? Ya sabía que era inútil, pero estaba a un paso de la muerte y su último aliento le impulsaba inconteniblemente a ejercitar —aunque fuese por última vez— ese poder oculto que de nada le había servido a lo largo de sus noventa años de vida.

Llamó, llamó y su llamada se extendió en silenciosas y potentísimas ondas mentales sobre la superficie del planeta a miles de veces la velocidad de la luz. Un S.O.S. mental que él mismo nunca se creyó capaz de proyectar, porque nunca hasta ese mismo momento había visto tan de cerca su propia muerte y tan vecinas las aves agoreras que iban a aprovecharse de ella.

Súbitamente, fue como si el suave nimbo de algodón que le envolvía se rompiera por un lugar junto a su lecho. Y, poco a poco, una extraña figura tomó forma en aquel agujero de materia anulada. Un ser de apenas un metro veinte de estatura, con el rostro humanoide cubierto de pelusa verdosa y una especie de protuberancia córnea saliéndole del centro de la despejada frente fue apareciendo junto al lecho. Iba el extraño ser vestido con una especie de túnica ligera de metal plateado, que le caía en pliegues sobre las piernas desnudas que terminaban en unos pies calzados con extraños zapatos en forma de pezuña de cabra. Herr Professor tuvo un estremecimiento ancestral:

—¡Mefistófeles!...

—¿Qué está diciendo? —preguntó el recién llegado, arrugando la nariz.

—¿No es usted Mefistófeles?

—¿Y quién es ese?

El profesor movió la cabeza unas cuantas veces.

—Perdone... No es... nadie. ¿Pero usted, quién es?

—Oiga, amigo, esa es buena... Se dedica usted a lanzar llamadas mentales de socorro a diestro y siniestro por toda la Galaxia, uno viene aquí a echarle a usted una mano y, y ahora... Está bien, ¿qué quiere?

—Saber quién es usted.

—¡Es usted un pesado!... Está bien, ahí va... y no me pregunte más, que no hay demasiado tiempo. Procedo del cuarto planeta de la estrella que los astrónomos de la Tierra llaman Ross 154, ¿sabe usted cuál es?

Herr Professor asintió anonadado y repitió como una lección recién aprendida:

—Una estrella M5 situada a 9,9 años luz, de magnitud 13,2 y luminosidad 0,0004. Movimiento angular, 0,69.

—Muy brillante su memoria, Herr Professor. Y ahora, ¿para qué me ha llamado?

—Bueno, yo... —vaciló el profesor, con poco aliento—, yo no le llamaba a usted, precisamente...

—¡Ya lo sé! Usted no tenía idea de mi existencia, pero sus ondas mentales han llegado hasta mi planeta y desde allí me han enviado a mí en su ayuda.

—¿Y cómo ha llegado hasta aquí?... ¿En un platillo?

—¡Profesor, está usted un poco atrasado en cuestiones técnicas! Para nosotros, la nave espacial está ya periclitada. Nos trasladamos de un lado a otro por teleportación desde hace muchos siglos... ¿No se llama teleportación entre ustedes?

—Sí... —murmuró el profesor— lo llamarnos así, aunque no tenemos ni la menor idea de en qué consiste.

—Ni le importa tampoco, al menos por ahora. Lo que importa es que usted ha pedido ayuda y que yo he venido a prestársela. ¿Qué es lo que quiere?

Herr Professor calibró rápidamente en su cerebro la cuestión. Allí estaba, ante el suceso más extraño con que nunca habría podido tropezar y con la absoluta necesidad de elegir sin perder un segundo.

—No quiero morirme todavía.

—Me parece muy lógico.

—Pero es que los médicos me han dado menos de un día de vida.

—¿Ah, sí?... ¿Y qué tiene usted?

—Noventa años y arteriosclerosis. Tengo el sistema circulatorio hecho un pedrusco y hay una colección de coágulos dispuestos a obturarme el corazón de un momento a otro.

—¡Vaya! —el extraño ser apartó de un manotazo la frazada que cubría el cuerpo flaco y enorme de Herr Professor. Las manos eran como pezuñas y terminaban en unas uñas larguísimas y maravillosamente ciudades. El ser comenzó a pasar y repasar su mirada sobre el cuerpo arrugado del anciano, que sintió como si aquellos ojos le penetrasen y le recorriesen mucho más allá de la piel, hasta lo más profundo de sus vísceras. Luego, el ser se apartó y volvió a cubrirle con la frazada—. ¡Vaya! —repitió.

—¿Vaya, qué?

—Que los médicos tienen razón.

El profesor iba a preguntar cómo lo había averiguado, pero se contuvo. Un ser que era capaz —¿lo era, realmente?— de cruzar diez años luz por la fuerza de su propia voluntad, podía muy bien ver a través de los tejidos la enfermedad que estaba a punto de conducirle a la tumba.

—¿Y?...

—Que puedo curarle.

—¿Cómo?

—Perdone, Herr Professor, ¿le importa curarse o cómo curarse?

—Quiero vivir.

—De acuerdo. Yo puedo hacer que viva.

—¿Cuánto?

El ser se encogió de hombros, o hizo al menos el gesto más parecido a aquella actitud humana. La cuestión no parecía importarle demasiado.

—Bah... Depende... Veinte, treinta años más...

—¿Tanto?

—¿Por qué no?... No hay más que reparar los desperfectos.

—¿Y usted puede?

El ser señaló a sus espaldas con la especie de dedo pulgar que tenía al extremo de su mano:

—De allá me han encargado que viniera a echarle a usted una mano. Yo cumplo órdenes.

Herr Professor se sintió más aliviado.

—Está bien, amigo. Quienquiera que usted sea. ¡Adelante!

Se incorporó en la cama, como si estuviera dispuesto a que le hiciera aquel tipo lo que quisiera, pero el hombrecillo —si es que se le podía calificar efectivamente de hombrecillo— se rascó dubitativo la punta de su apéndice córneo.

—Está bien, pero antes...

—Antes, ¿qué?

—Como usted podrá comprender, mi gente no me ha enviado así, sin más ni más, a salvar una vida en un planeta semisalvaje.

—¿Qué quiere usted decir?

—Pues... muy sencillo, que quieren algo de usted, a cambio de que ahora le ayudemos.

—¿Y qué quieren de mí?

—Su cerebro. Nunca hasta ahora hemos tenido ocasión de sentir ondas mentales tan potentes de ningún ser de la Galaxia, sobre todo por el sector de este sistema.

Herr Professor tuvo un estremecimiento:

—Pero, ¿cómo les voy a dar a ustedes mi cerebro?... ¿Cómo voy a vivir, entonces?

—No se trata de que nos lo entregue usted ahora, naturalmente. Sólo queremos que usted nos firme un contrato, mediante el cual yo o uno de los míos volveremos dentro de treinta años a recoger su cerebro, cuando usted haya muerto definitivamente. A cambio de eso, yo le pongo en condiciones de vivir como un hombre durante ese tiempo. ¿Eh, qué le parece?

Treinta años. Más que suficientes para que todo estuviera a punto y para dar en las narices a aquellos cretinos que querían aprovecharse de su cercana muerte. Treinta años... ¡Ciento veinte años de vida! Mucho más de lo que nunca se hubiera atrevido a pedir, incluso en sus remotos tiempos de creyente. ¿Qué importaba si luego unos extraterrestres le arrebataban el cerebro para hacerlo virutas?

—¡Bien! ¿A qué está esperando?... ¡Venga ese papel, o lo que sea, para que lo firme!...

La enfermera acudió presurosa a la llamada del timbre. Una docena de cabezas asomaron tímidamente por la puerta y aún acertaron a oír la voz potente de Herr Professor, antes de que la puerta se cerrase de nuevo:

—¡Señorita, tengo hambre!... ¡¡Mucha hambre!!

La enfermera abrió sus bonitos ojos como platos.

—Pero, profesor... ¡Si usted!...

—¿Yo qué? ¿Es que no tengo derecho a comer?

—Claro que sí, profesor —tartamudeó la enfermera, riendo para sus adentros ante la renovada energía que había aparecido en la voz y en los ojos del moribundo—. ¿Qué quiere usted que le traigan?

—Un buen bistec... ¡Muy crudo!

—Sí, profesor... ¿Y algo más?

—Medio litro de leche fría... ¡Y pronto!

La enfermera asintió y dio media vuelta para salir. El profesor se quedó mirando las caderas bien torneadas de la chica y, antes de que abriera la puerta, la llamó de nuevo:

—¡Señorita!...

La chica se volvió.

—Dígame, profesor...

—Si no es indiscreción... ¿Cómo se llama usted?

—Margarita, profesor...

Herr Professor se quedó mirándola un instante boquiabierto:

—¡Margarita!... —murmuró para sí.

—Eso mismo, profesor... ¿Quiere usted algo más?

—No... Gracias, ahora no... Tal vez más adelante...