1. PROMETEO SÁNCHEZ

Ustedes ya lo sabían: nos vieron desde lo alto y nos consideraron peligrosos, tan peligrosos que no creyeron que fuéramos dignos de formar parte de su Confederación Galcática... por lo menos durante unos cuantos millones más de siglos, es decir, hasta que aprendiéramos sobre nuestras propias carnes y sobre las carnes de los tataranietos de nuestros tataranietos lo que era el Sentido Común que reinaba más allá de nuestro insignificante planeta.

Así, pues, establecieron una red compacta de naves de vigilancia en torno a la Tierra y esperaron. Nosotros —quiero decir, nuestros bisabuelos, nuestros abuelos, nuestros padres— seguimos progresando lentamente, pasamos de un descubrimiento a otro, de un poder a otro poder un poquito mayor, de un conflicto internacional pequeño a sucesivos conflictos internacionales más complicados, hasta que un día, de pronto, el nudo no tenía modo diplomático de deshacerse y se recurrió —conforme a las previsiones establecidas en lo alto— a medios más expeditivos. Unos cuantos miles de megatones desencadenados convirtieron el planeta en un erial radiactivo y los cuatro mil millones de seres humanos nos vimos reducidos a unas pocas colonias de entes despavoridos y famélicos, esparcidas por las escasas zonas en las que el índice de radiactividad era apenas lo bastante bajo para permitir la supervivencia.

Los Vigilantes se dijeron: Bien, ahora a esperar. Y nos dejaron tranquilamente que retrocediéramos varios milenios en nuestra civilización y que nos convirtiéramos en auténticos seres primitivos, sin más ambición que buscar el sustento inmediato y aparearse por las bravas para que la humanidad no terminase de perecer.

Arriba, los Vigilantes estaban tranquilos. No había peligro inmediato de recuperación, sino todo lo contrario. De vez en cuando —y cada vez más a menudo— nacía algún mutante, algún ser de aspecto monstruoso, con tres brazos o con una sola pierna, que era rápidamente eliminado de las primitivas sociedades humanas como un divieso inoportuno. Se ofrecían sacrificios de mutantes a los dioses y los Vigilantes estaban satisfechos, porque aquellos sacrificios eran un modo bárbaro, pero válido, de expresar y reconocer la superioridad de nuestros poderosos señores. Incluso alguna vez se dignaban descender por algún tiempo —siempre corto— para recibir personalmente nuestros sacrificios. Se complacían como seres superiores en la adoración que les profesábamos y llegaron a confiar en nosotros del mismo modo que nuestros tatarabuelos confiaron en los perros y en los gatos que tenían domesticados en sus viviendas.

Pero un día...

Un día nació un mutante. Sus padres, Amadeo Sánchez y Carolina Thrugger, eran aparentemente normales. Pero el niño, Prometeo, ostentaba una cabeza doble grande que las de tamaño normal entre nosotros, surcada de venitas moradas que la hacían parecer una proyección aérea del planeta. Los Viejos de la tribu organizaron el sacrificio del recién nacido perro, llegado el momento, cuando ya toda la comunidad estaba reunida en torno a la pira, se descubrió que el niño y sus padres habían desaparecido.

Organizamos expediciones armadas en su búsqueda, recorrimos palmo a palmo los bosques y los barrancales vecinos, las cuevas y las parameras gigantes. Nada. La familia del mutante se había esfumado y todos nos quedamos un poco entristecidos, porque un sacrificio humano siempre nos producía un cierto placer indefinible.

Con el tiempo, sin embargo, nos olvidamos de los Sánchez.

No faltaban niños mutantes a quienes sacrificar y, cuando carecíamos de ellos, nos conformábamos con una ternera de dos cabezas o con un cordero de seis patas. No era lo mismo, ya lo sé, pero... En fin, que nuestra vida era realmente bella y que los Vigilantes nos toleraban con relativa displicencia.

Un día —cuando habían ya pasado más de quince inviernos desde la desaparición de la familia con su mutante de gruesa cabeza surcada de venitas— uno de nuestros muchachos más jóvenes regresó del bosque dándole vueltas a un objeto desconocido. Le preguntamos qué era aquello y nos respondió que se llamaba «rueda» y que, unidas dos de ellas con un palo por su parte central, serviría para trasportar con cierta comodidad cargas muy pesadas. Probamos el juguete del muchacho y comprobamos que su manejo era útil y que las ventajas que reportaba significaban un considerable ahorro de esfuerzo. Lo adoptamos, naturalmente, y organizamos un sacrificio extraordinario de mutantes para celebrar nuestro progreso.

Cuando la pira se elevó sobre nuestras cabezas llamando al cielo con la alegría de las llamas, descendió majestuosamente una de las naves de los Vigilantes y unos cuantos de ellos, cubiertos con sus leves túnicas azules, ocuparon los sitiales de honor para presenciar, como era su costumbre, el sacrificio. En aquel día de alegría, sus rostros ligeramente verdosos nos causaron menos respeto que de costumbre y hubo uno que pareció advertirlo. Miró en torno, buscando la causa real de nuestra alegría desbordada y no tardó en descubrir nuestro artefacto. Frunció el ceño y sus tenues antenas se contrajeron, llamando la atención de sus compañeros. Entonces, todos vieron la cosa.

El que actuaba como jefe preguntó y nosotros le dijimos, a nuestro modo, que habíamos hecho aquello con nuestro único esfuerzo. No parecieron muy conformes con nuestra explicación y se marcharon en su nave, sin esperar a ver el sacrificio del toro de seis cuernos que guardábamos para el final, como plato fuerte de la fiesta.

Lo de la rueda fue lo primero, pero siguieron otras cosas. Otro muchacho del pueblo vino una tarde navegando por el río a bordo de un tronco hueco. El tronco era fácil de horadar y, en pocas semanas, tuvimos una flotilla que nos permitía el viaje rápido y cómodo por las aguas de río, hasta las comunidades vecinas, a las cuales podíamos dar nuestros productos a cambio de otros de los que nosotros carecíamos.

Claro que esta vez, el muchacho no se escapó sin un interrogatorio completo por parte de los Ancianos. Y el chico terminó confesando que lo del tronco hueco se lo había enseñado un extraño ser de gran cabeza monda vestido con pieles, que había encontrado en el bosque.

En la memoria de algunos de nosotros surgió el recuerdo casi olvidado del desaparecido Prometeo Sánchez. Hubo una reunión extraordinaria del Consejo de Ancianos y en ella se enfrentaron las tendencias caducas de los más viejos, que proclamaban ante todo la necesidad de acabar con todos los mutantes, frente a las más moderadas y oportunistas de los más jóvenes, que pensaban ante todo en la conveniencia de explotar los conocimientos —o la sabiduría, depende de cómo se tome— del desconocido habitante de los bosques vecinos.

La opinión que anteponía nuestra conveniencia a los ritos ancestrales predominó y se organizó una expedición pacífica a los bosques, para atraernos al mutante. Le perseguimos inútilmente durante unos cuantos días pero, al fin, logramos establecer contacto con él y atraerlo a nuestra aldea, después de haberle prometido que nada malo habría de sucederle y que le protegeríamos incluso de los poderes de los Vigilantes. Sabíamos, por supuesto, que con aquella actitud nos poníamos tácitamente en contra de nuestros dioses reconocidos y encarnados, pero no nos importaba, porque esos dioses no hacían nada por nosotros, mientras que el mutante nos había proporcionado ya dos modos distintos de salir de nuestra ignorancia y avanzar en el camino de un progreso que habíamos olvidado. Hubo protestas, naturalmente, pero predominó por fin el que todos consideramos el mejor sentido.

Pasó poco tiempo, poquísimo, antes de que Prometeo Sánchez comenzase a dar sus frutos para nuestra comunidad. Nos enseñó a dibujar signos con los cuales entendernos a distancia y nos bautizó aquel método con el nombre de «escritura». Nos enseñó a medir nuestras cosechas y a calibrar los valores absolutos y relativos de las cosas y llamó a aquello «cálculo». Nos enseñó a fabricar armas más potentes, con las cuales la caza resultaba un deporte delicioso. Y aprendimos con él el modo de mejorar nuestras plantaciones y hacerlas más abundantes con menor esfuerzo, por un sistema de irrigación a partir del agua del río vecino. Fabricó para nosotros un extraño artefacto que producía fuerza a partir del vapor de agua calentada por un fuego constante y nos enseñó los lugares donde yacían los minerales preciosos y nos enseñó también el modo de destilar los metales del magma por medio de un fuego concentrado.

De vez en vez, para disimular ante los Vigilantes, organizábamos grandes sacrificios de animales mutantes —ya nunca de personas, porque Prometeo nos lo había prohibido— pero no pudimos evitar que nuestros dioses, en sus visitas, se dieran cuenta poco a poco del rápido progreso que estábamos adquiriendo. Les vimos sucesivamente pensativos y hoscos, como si nuestra felicidad no les dejase enteramente satisfechos o como si los sacrificios que les ofrecíamos no fueran suficientes. A menudo veíamos sus naves brillantes vigilarnos desde escasa altura y, entonces, teníamos que procurar que Prometeo se escondiera para no ser descubierto. Esta prudencia fastidiaba a nuestro mutante, que protestaba cada vez que le metíamos casi a la fuerza en una de las cabañas, cuando oíamos el silbido característico que denunciaba la proximidad de una nave de los vigilantes.

Sin embargo, nuestras precauciones fueron finalmente inútiles. El día en que fuimos poseedores de máquinas de vapor y de corriente eléctrica a partir de la presa que construimos sobre el río, el día en que supimos por fin aprovechar las minas de cobre y de hierro que había en nuestros confines, el día en que ya los niños sabían leer y escribir y en que los números no fueron más un secreto para nosotros, vimos cubrirse el cielo con numerosas naves de los Vigilantes y les vimos descender en las proximidades de la aldea y bajar de ellas en actitud torva que presagiaba desgracias sobre nosotros. Quisimos improvisar un sacrificio para aplacarlos, pero se negaron rotundamente a nuestros agasajos. Aquella vez venían con un fin muy definido y lo expusieron sin tapujos ante el consejo de Ancianos reunido apresuradamente: querían saber quién nos había enseñado en tan corto espacio de tiempo todas las cosas que habíamos aprendido.

Se les dijo que todo aquello lo habíamos aprendido con nuestro esfuerzo, pero no nos creyeron. Una cosa así, decían, tendríamos que haberla encontrado al cabo de miles de años y, sin embargo, las habíamos encontrado en un lapso de tiempo espantosamente corto. Querían saber de dónde habíamos aprendido todo aquello y estaban dispuestos a recurrir a cualquier método para averiguarlo. Pero nosotros nos mantuvimos firmes en nuestras posiciones, diciéndoles, para serles agradables, que habíamos alcanzado aquel progreso en honor a ellos y gracias a su intercesión, propagadora de favores entre todos los pobres seres humanos. Nada sirvió. Los dioses jefes ordenaron a sus pequeños dioses subordinados una batida por la aldea y, si era necesario, por los bosques vecinos.

No necesitaron llegar hasta los bosques. Sin que pudiéramos hacer nada por impedirlo, pasó poco tiempo antes de que dos de aquellos dioses verdes de frágiles antenas y túnicas celestes trajeran ante sus grandes jefes a Prometeo, al que encontraron en la cabaña en la que le habíamos escondido. Prometeo Sánchez irguió su enorme cabeza calva, negándose a postrarse como todos hacíamos ante los Vigilantes, y el que parecía el jefe de todos ellos le miró largo rato en silencio. Hubo entre ambos como una trasmisión de ideas, o de imágenes, no sé. Pero todos nos dimos cuenta de que se hablaban en silencio, como si entre ambos no hubiese necesidad de palabras para entenderse. Luego, Prometeo Sánchez bajó su cabeza mutante y las venillas violáceas que la surcaban empalidecieron. Entonces y sólo entonces el gran dios Vigilante habló al pueblo.

En sus palabras hubo un largo y abierto reproche a nuestra actitud, por haber permitido que un ser Abominado, un mutante, nos llevase por el camino abyecto del Progreso Maldito hacia la Gran Ofensa que significaba nuestro pequeño avance. Dijo también que una Gran Ofensa tenía que pagarse con un Gran Castigo y que este castigo consistiría en la destrucción de nuestros canales y de nuestras minas, de nuestras máquinas y de nuestros vehículos.

En cuanto a Prometeo, los Vigilantes guardaban para él un castigo más cruel que el que habría supuesto su inmediato sacrificio por su condición de mutante. Un castigo que significaría al mismo tiempo el suplicio del mutante y el recuerdo imperecedero, para nosotros, del poder tremendo de nuestros amos.

Le encadenaron con fuertes hilos plásticos a la cercana montaña del Tártaro y trajeron desde sus lejanos mundos un monstruo alado de dos cabezas llamado Finx. El monstruo se alimentaba durante el día con las entrañas abiertas de Prometeo y, llegada la noche, los Vigilantes descendían de sus naves y regeneraban por medio de desconocidas drogas los tejidos devorados, para que pudieran ser de nuevo consumidos por su monstruo cuando llegase la mañana.

De vez en vez, la sombra siniestra del Pinx se cierne sobre nuestra aldea, en su camino hacia el Tártaro para seguir devorando eternamente a Prometeo, a nuestro mutante. Es como una latente amenaza que los Vigilantes han puesto sobre nuestras cabezas, para que recordemos su omnímodo poder. Pero nosotros hemos abierto nuevamente las minas, en secreto, y hemos reconstruido la máquina de vapor y los canales de riego que abrió para nosotros Prometeo Sánchez. Han nacido nuevos mutantes y no los hemos sacrifico. Algunos de ellos, por supuesto, han comenzado ya a darnos sus frutos. Hay uno que se llama Alberto y que se ha dejado crecer una larga cabellera y asegura —y nosotros lo creemos, naturalmente— que con la fórmula de cálculo que ha descubierto y que dice que

E = m c2

llegaremos muy lejos, tan lejos que lograremos seguramente ahuyentar a los Vigilantes de nuestro mundo.

Todos soñamos con liberar un día de sus cadenas a nuestro primer mutante vivo.