II
Robert (o Prometeo, como le había presentado el profesor Chang) sintió que caía por un pozo. No podía distinguir nada, porque además la aceleración terrible de la caída le impedía utilizar los músculos del cuello para contemplar el fondo o los costados de aquel túnel aterradoramente negro y silencioso. Y sobre todo comenzó a experimentar la sensación realmente insufrible de que estaba condenado a caer durante toda la eternidad. Intentó gritar y ninguna voz salía de su garganta. Procuró asirse con sus brazos a derecha e izquierda, pero le rodeaba por doquier el vacío más absoluto.
Hizo un esfuerzo sobrehumano y consiguió recordar que se trataba de un experimento, que la sensación de caída pudiera deberse a cualquiera de los fenómenos que le habían explicado los psicólogos del Centro. Recordó también vagamente que se le había mencionado el hecho de que cuando la neurona alcanza un nivel de metabolismo muy bajo, el paciente experimenta la vivencia de eternidad, precisamente debido a un enlentecimiento de los procesos cerebrales. Y curiosamente pasó por su imaginación la lectura de una historia procedente del siglo XXI en la que un sujeto se había suicidado al ingerir drogas alucinógenas por no poder resistir esa sensación.
Pero al mismo tiempo pensó que posiblemente el experimento había fracasado, que él (Robert Norman) estaba realmente muerto. Más aún, creyó por un instante que sus primeros contactos con el profesor Chang, su recepción de aquella mañana por el equipo científico del Centro de Investigaciones Parabiológicas había sido un sueño. Decididamente, iba a volverse loco de un momento a otro, puesto que, incluso, comenzaba a dudar si él era realmente Robert Norman u otra persona: lo único evidente era aquella sensación de eternidad y aquella caída en el vacío, en el que era imposible palpar un solo asidero mental o táctil.
Luchó con todas sus fuerzas contra esta impresión de disgregación anímica que pretendía convertir en jirones su mente. Y le valió de mucho su entrenamiento psicológico en el Centro, en el que ya habían previsto las primeras fases de la experiencia.
De repente se oyó un chasquido seco. Parecía como si algún nervio hubiera quedado desgarrado, o como si alguien hubiese partido en dos un haz de leña seca. Y Robert se encontró de bruces sobre la arena de una playa.
Pero la visión era muy borrosa. La semejanza con un sueño era patente. El campo de la visión se limitaba a lo que tenía delante de sí en un momento dado. Era como si no fuera él el que mirase a los objetos, sino que los objetos se desplazaban diabólicamente para ser vistos por él. Además, no había relación entre los órganos de los sentidos. Sintió, por ejemplo, el contacto minúsculo de los granitos de arena sobre su boca, pero, en cambio, sus manos no tocaban nada, seguían debatiéndose en el vacío.
Empezó a mirar hacia la derecha y creyó distinguir a una mujer que agitaba los brazos. Le pareció que era Pandora, pero fue sólo un instante, porque en seguida distinguió delante de sí una inmensa sábana líquida que se agitaba como el pecho de una mujer. Había además extrañas formas flotando sobre el agua. Por ejemplo, una especie de tronco de árbol con forma de mamífero acuático.
El color del mar era completamente gris, y además era imposible distinguir el cielo, porque en aquel extraño paisaje no existía horizonte, sino que el mar se combaba hacia arriba, como intentando llenar toda la visión de los ojos. Tampoco podía distinguir cómo estaba él mismo vestido y en donde pisaba. Lo que se desarrollaba delante de su vista era como una película proyectada en una sala completamente oscura; fuera del marco de la pantalla era imposible distinguir nada. Y, por supuesto, el desarrollo de la película no dependía de él.
Pero lo que vio bastó para llenarle de espanto. El mar se hinchaba, como si fuese una vejiga de goma. Pronto la joroba alcanzaba unas dimensiones gigantescas y entonces se convertía en una ola que avanzaba contra él. No podía retroceder porque tenía los pies clavados en el suelo. Había que resignarse a la suerte y guarecerse en el pensamiento de que estaba sufriendo sólo una experiencia.
La ola se precipitó sobre él. Tuvo la sensación terrible de que gravitaban varios kilómetros de agua por encima de sus pulmones y de que era completamente imposible emerger a la superficie ahogado y además laminado como una oblea de gelatina por varias toneladas de presión.
Comenzó a boquear con dificultad creciente. Sentía que un magma espeso, que no era agua ni tampoco cualquier cosa conocida, penetraba inexorablemente en sus bronquios y bronquiolos. Sintió también que se le escapaba el fluido mágico del oxígeno. Y en ese momento compadeció a todos los ahogados del mundo, a todos los que habían sufrido el martirio del garrote o de la horca, a todos los enterrados vivos, a todos los que, en fin, les había faltado en el último momento de su existencia algo tan trivial y al mismo tiempo tan importante como es el aire.
La angustia era tan espantosa que deseó realmente morir de una vez para siempre, suponiendo que más allá de la muerte sólo existiera la Nada y que en esos momentos no estuviera ya en el reino de los muertos. Sintió además una ira terrible contra los científicos que le habían inducido a tomar parte en aquella experiencia. Pero estas vivencias aparecían y desaparecían como meteoros sobre un fondo infinitamente negro de la angustia física y vital que no cesaba de atornillarle cada vez con más fuerza.
—Bajen a cero el último microelectrodo —ordenó el profesor Chang—. Y en ese momento todos los monitores que detectaban la actividad eléctrica cerebral de Prometeo dejaron de emitir su pitido característico. Robert había muerto, y por eso dejó en ese mismo instante de respirar con ansia el rico oxígeno que enviaban las bombas a sus pulmones. Su rostro quedó rígido. Sólo el color carmín de las mejillas demostraba que no era un cadáver, sino un ser vivo.
Monique-Pandora giraba eternamente en un tíovivo que describía imperturbable su órbita circular, sin apartarse un solo milímetro del trayecto. Y todo sin un solo chasquido, sin el leve traqueteo de los carricoches de la feria que realizan su recorrido circular.
Intentó luchar contra el movimiento y le fue imposible. Lo más angustioso era la impresión de regularidad perfecta de aquella trayectoria circular. Luego empezó a sentir esas náuseas secas que no conocen el alivio del vómito.
Y de repente se encontró a orillas de una piscina de aguas negrísimas. Tuvo la impresión de que las aguas de aquel estanque llegaban hasta el mismo centro de la Tierra y empezó a sentir un tremendo terror a que alguien o algo la empujara hacia allí, sin que, por otra parte, pudiera mantenerse en la superficie.
Y, efectivamente, ese «algo» o ese «alguien» comenzó a empujarla. Inició su caída y sólo había un reborde de ladrillo rojo para sostenerse. Se agarró, pues, con todas sus fuerzas, con el agua ya hasta la cintura. Sólo veía el trozo de reborde, pero también la impresión era imperfecta: cambiaba continuamente, como en un sueño. Lo que sí era extraordinariamente vivo era la sensación de ser atraída irremisiblemente hacia abajo y el dolor en las palmas de las manos, unido a la sensación de enorme esfuerzo físico que tenía que desarrollar. Uno de los ladrillos se desprendió de su argamasa y Monique tuvo que agarrarse en otro lugar.
Pero los ladrillos se desmoronaban como si fuesen terrones de azúcar y Pandora perdió su último punto de sustentación.
El profesor Chang descendió a cero el voltaje del último de los microelectrodos de funcionamiento conectados con el cerebro de Pandora. Ésta dejó inmediatamente de flexionar y extender sus dedos, como si estuviera intentando agarrar una sábana que se le escapaba hacia sus pies. La vela de su vida lanzó sus últimos destellos y una dulce serenidad se adueñó de sus facciones.
Estaba ahora ante una pared. Un fuerte sol del mediodía hacía despedir chispas de las partículas de mica empotradas en los bloques de piedra. Robert se llevó instintivamente las manos a los ojos. Vivía ahora aquellos momentos no como si fueran los de un sueño, sino que aquello era ahora plenamente real.
Tocó el muro y experimentó el contacto tibio de la piedra acicalada en la bañera de los rayos solares. Sintió, incluso, con una gran precisión, las asperezas del material y el pinchazo de las pequeñas espículas de feldespato. Y bajo sus pies sentía un sueño compacto, un suelo fabricado curiosamente por adoquines hexagonales, de una regularidad espantosa.
Se volvió de espaldas a la pared y halló delante de sí una niebla preñada de hostilidad hacia él. Entre la niebla y la pared soleada apenas mediaban tres metros. El suelo adoquinado terminaba allí bruscamente, como si la niebla en vez de ser una masa fofa fuese un cincel afilado que hubiese cortado en rebanadas aquella decoración. Robert se dio cuenta en seguida que estaba vestido con el mismo traje «funcional» que los científicos le habían entregado. Posiblemente es que habían presentido aquella paradoja de estar más allá de la vida y, sin embargo, poder arrastrar al otro lado de esa barrera los objetos que estuvieran en contacto con su cuerpo en el momento de la separación final. Y, sin embargo, ni los microelectrodos y sus cables de conexión, ni cualquiera de las cánulas y jeringuillas que estaban asaetando en esos momentos su cuerpo en el mundo de los vivos se hallaban allí con él.
Pero el equipo del profesor Chang había sido, al parecer, extraordinariamente precavido. Robert se palpó, en efecto, los bolsillos y el cinturón y se encontró con que, sin darse cuenta, había llevado todo un arsenal al otro lado de la frontera. Extrajo primero una pistola láser de pequeño calibre y luego cien cargas, un minúsculo soplete de plasma y hasta una linterna nuclear. Y, por si fuera poco, observó con satisfacción que le colgaba del cinto un magnífico cuchillo de monte.
La niebla se curvaba, además, a derecha e izquierda, de tal forma que el muro apenas tenía una longitud de diez metros. Por lo menos para la vista. Y tampoco más de cinco metros de alto, porque aquella masa blancuzca se combaba también como un toldo impidiendo la visión del cielo. ¡Así que estaba atrapado en una burbuja de apenas treinta metros cuadrados de superficie!
Robert se trazó un plan de actividad. Era posible, por un lado, avanzar entre la niebla. Y esto fue lo que intentó al principio, encendiendo la linterna nuclear, pero los rayos quedaban apresados en la masa esponjosa. Sólo conseguían ceñirlos de una claridad dorada que ofuscaba la vista. Además, sentía pavor ante el hecho de perder aquella isla segura, en donde al menos la visión era posible. Por eso retrocedió rápidamente, encontrándose para su satisfacción (pues por un momento le había pasado por la mente la idea de que aquello desapareciera a su regreso) con el mismo muro y con la misma superficie adoquinada.
Cambió la táctica y comenzó a palpar el muro por si encontraba algún punto débil, pero en todas partes mostraba la misma resistencia. Por supuesto, contaba con la pistola láser, ¿pero merecía la pena agotar las cargas? Prefirió, pues, dejar ese recurso para un último extremo. Las únicas alternativas que le restaban eran intentar escalar el muro, cosa realmente imposible por lo liso de la superficie, a no ser que aplicara el soplete de plasma. Pero esto exigiría, sin duda alguna, mucho tiempo y no estaba muy seguro de hallarse en la misma situación que cuando intentó penetrar en la niebla, con el agravante esta vez de que tendría que explorar el edificio (suponiendo que aquello fuese un edificio) en condiciones mucho más difíciles. Optó, pues, por la última de las alternativas: la de ir avanzando con cautela hacia uno de los extremos de la pared. Eligió la derecha.
Se aseguró antes de que todas sus herramientas se hallaban en su sitio y en especial la pistola y el cuchillo. Miró a este último y sintió un amor intenso por todo lo real. Aquellos instrumentos que llevaba en la cintura o en los bolsillos y aquel traje de plástico era lo único que pertenecía a su mundo. Hubiese sentido una inmensa pena si, por alguna circunstancia, tuviera que deshacerse de alguno de aquellos artículos del mundo de los vivos. ¡Era tan confortador el palpar algo sólido, el mirar algo de cuya existencia estaba completamente seguro!
Llevaba ya recorridos unos pocos metros cuando se dio cuenta de que sus pasos no hacían ningún ruido y de que sus manos al apoyarse en la pared no producían el típico crujido del granito cuando es acariciado. Quiso gritar y la interjección se convirtió en una simple mueca. En aquella región reinaba, por lo visto, el silencio más absoluto. «Un silencio de tumba», pensó, y este pensamiento le hizo estremecerse de terror, porque efectivamente se hallaba en la tumba y aquella metáfora tenía ahora y sólo ahora, por primera vez en la historia del hombre, un sentido literal.
Y no tuvo por eso siquiera el consuelo de oír su propio grito de horror cuando su mano se encontró, de repente, con otra. Fue como si hubiese recibido una descarga eléctrica. Retrocedió de un salto y se apoyó contra el muro temblando. ¿De quién era aquella mano? Intentó convertir en un esquema mental aquel brevísimo contacto táctil. Parecía, en efecto, que había tocado una mano carnosa, suave. Algo le hacía suponer que se trataba de una mano femenina. ¿Podría ser la de Pandora?, pensó de repente, pero las probabilidades de que su compañera de excursión, Monique, hubiese incidido en el mismo lugar eran de uno contra ciento, por lo menos. Pero valía la pena comprobarlo. En última instancia, podría llevar en su mano izquierda la pistola y hacer fuego, caso de que aquella mano fuese la de un enemigo.
Volvió, pues, a avanzar por el muro, trazando un gran arco con el brazo derecho mientras apuntaba con la pistola. Pero la pistola había chocado contra algo resistente y estuvo a punto de disparar casi por reflejo. Además, su mano derecha había encontrado de nuevo la mano misteriosa y ahora pudo reconocer exactamente la presencia de un anillo: ¡precisamente el anillo que llevaba Pandora!
Sí, era efectivamente Monique-Pandora. También ella le había reconocido. Faltaba la percepción visual, pero el tacto no podía engañar. Los dos expedicionarios habían estado a punto de destruirse mutuamente (suponiendo que el concepto de destrucción tuviera sentido en aquel mundo), puesto que también Monique había tomado las mismas precauciones que él. ¡Lo que había tropezado segundos antes era, precisamente, las dos pistolas!
Se hablaron en un curioso lenguaje: él escribía con el dedo en la palma de Monique y ella le contestaba de la misma forma. Lo primero que le preguntó Robert fue:
—¿Estás bien?
—Bien.
Y luego se entabló el siguiente diálogo mudo:
—Hay muro izquierda.
—También muro derecha.
—¿Suelo adoquines?
—También.
—¿Niebla alrededor?
—También yo.
—¿Regresamos derecha?
—Sí.
—O izquierda.
—Derecha.
A veces tenían que repetir algunas letras del mensaje, pero el método era eficaz.
Robert arrastró a Monique. Le había indicado que no se separase de él ni un solo instante. Aquel contacto suave y al mismo tiempo firme era la mejor defensa contra aquel mundo hostil que le rodeaba.
El rostro y el cuerpo de Pandora se desprendieron de los jirones de bruma. Aún no se había repuesto del susto y temblaba imperceptiblemente. Su pecho, espléndido, era un velero en un mar rizado. Se abrazaron los dos expedicionarios. Monique parecía en aquel planeta de la muerte una torcaz que se hubiese posado sobre la torre más alta de un pudridero madzeísta. Luego se hablaron utilizando los cuchillos como estilográficas y procurando exagerar los movimientos de los labios. Pronto quedaron cubiertos de frases numerosos adoquines.
—¿Qué hacemos ahora? —Ir andando entre la niebla.
—Es peligroso.
—Pero no nos queda otro remedio. No podemos permanecer aquí indefinidamente.
—¿Cómo es posible que tengamos ahora dos cuerpos?
—Lo ignoro. Aquí todo es paradójico.
—¿Nos valdrán de algo las pistolas?
—No lo creo, pero por lo menos nos dan más seguridad.
—¿Qué puede haber más allá de la niebla?
—Lo sabremos ahora. Ten valor.
Lo que les hizo, en realidad, apresurar la expedición fue la visión del muro. Parecía como si el sol oculto estuviera alcanzando su ocaso. Había desaparecido, en efecto, la intensa iluminación de hacía algunos instantes, para dejar paso a una claridad dorada que preludiaba la oscuridad más absoluta. Pronto no les quedaría ni siquiera el asidero de aquellas formas que se destacaban perfectamente. Y por eso, dando un último vistazo a la pared, para permitir a la vista una última satisfacción sensorial, entraron en la niebla. Ella le tenía cogido a él por el cinturón y con la otra mano empuñaba el cuchillo. Él iba tanteando, mientras sostenía la pistola en su mano derecha.
Para su espanto, los dos expedicionarios se dieron cuenta de que dentro de aquel magma lechoso era imposible la visión. Ni siquiera colocándose la mano delante de los ojos se podía ver nada. ¡Sólo el tacto y las sensaciones de frío, de calor y de dolor permanecían en aquel paraje siniestro. Y lo curioso es que se prolongaba por debajo de la niebla el mismo pavimento de hexágonos monótonamente regulares. Pero eran cada vez más fríos y más húmedos al tacto. Avanzaron así hacia adelante, sin ninguna referencia cardinal, y durante un lapso de tiempo que a ellos les pareció eterno.