Capítulo 5

Mantener la mente en blanco es la mejor técnica para compartir tiempo con un cadáver, pero a la juez MacHor le fue imposible seguir el protocolo. Conocía al anciano, a su nieta y, al menos por referencias, al niño malogrado que yacía sobre su mesa.

No se sentía culpable. Pese a las acusaciones del viejo, sabía que había actuado correctamente. Le dolía el daño involuntario que la instrucción había causado, sin embargo, por encima del dolor, lo que Lola MacHor sentía era un profundo hastío. Acababa de cumplir cuarenta y seis años y había pasado los cuatro últimos en el Tribunal Penal de Pamplona, ejerciendo de juez. Según cómo se mirara, sus días se habían convertido en una aciaga sucesión de rutinas sombrías. Llegaba a las nueve de la mañana —a veces cinco minutos antes, nunca cinco minutos después— y se instalaba en su despacho o en el tribunal. Escuchaba desdichas y más desdichas, vicisitudes sabidas y mentiras estudiadas. Siempre tenía que vérselas con un pavo real con vaqueros prietos y camiseta ceñida, que mostraba altivo el brillo de su cuchillo de sierra. Tampoco solía faltar la sibilina serpiente de tez oscura y ojos acuosos, con un gatillo suelto escondido bajo su humildad de foráneo.

Sí, los días que pasaba en los tribunales se habían convertido en una colección de rutinas. Si se marchara, no necesitaría equipaje. Si se muriera, nadie la echaría en falta, porque, en realidad, no hacía nada de provecho. Representaba un guión mudo en un patio de butacas en ruinas. Sí, Lola MacHor estaba harta de gente imposible de recuperar. ¿Dónde estaba la gran fuerza del universo, la insondable profundidad del alma humana? ¿Dónde quedaba el vigor de la paz, el perfume de la inocencia? ¿Dónde el ideal de la reinserción y del imperio de la ley? A ella sólo le facilitaban una puntual ración de podredumbre. Todos sus protagonistas eran espíritus cantando a la sangre, alientos de color gris humo. Sí, su trabajo se componía de un triste rosario de automatismos, cadena perpetua. Y gracias a Dios, porque cuando su trabajo se miraba desde otro ángulo, y aquel día era una buena prueba de ello, la sangre corría —y no era una metáfora— por su mesa.

Como el humo de un cigarrillo, el pitido del teléfono móvil quedó suspendido sobre el aire viciado de aquel decorado esperpéntico. La juez desvió la mirada hacia la mesa, asqueada. El aparato se hallaba bajo la sábana. Sus vibraciones movían la tela de modo siniestro, como si el pequeño brazo retornase a la vida.

Lola dejó que sonara. Quien llamaba perseveró.

Sintiendo cierto reparo, palpó el hatillo y extrajo con cuidado el teléfono. Luego se alejó hasta la otra punta del despacho y contestó:

—¿Sí?

—¿Tienes ya el texto? —Era una voz masculina, jovial, casi juvenil. La pregunta fue tan inesperada que la juez, segura de que su interlocutor había apretado las teclas equivocadas, apuntó con voz severa:

—Lo siento, se ha equivocado de número.

—Lola, ¿eres tú?

—¿Con quién hablo? —preguntó indecisa.

—¡No puedo creer que no conozcas mi voz! Si últimamente hablamos casi a diario...

—¡Lorenzo, Lorenzo Moss!... —musitó Lola. Lo que faltaba para completar el cuadro picassiano.

—El mismo que viste y calza. ¡Por Dios, cuánto tardas en coger el teléfono! Un día compraré pegamento y te lo pegaré en la mano; será la única forma de que no lo pierdas...

Agradeciendo volver a la vida real, Lola sonrió. Conocía a Lorenzo desde hacía casi veinte años. Ella acababa de llegar a Madrid para buscar materiales para su tesis doctoral, y él, tras una brillante licenciatura en Económicas, estaba cursando un master en finanzas y, sobre todo, era el divertido novio de una compañera del departamento de Derecho penal. Las sacaba a tomar pinchos día sí, día también, para evitar decía, que los libros les sorbieran el seso. El noviazgo se había ido al garete, pero Lola había continuado teniendo noticias suyas, y había coincidido con él algunas veces, suficientes para estar al día de su trayectoria profesional.

MBA por Yale, tras un breve paso por Morgan. Stanley, en la oficina de Nueva York, y dos años en el Banco Mundial, Lorenzo Moss había acabado recalando en el Servicio de Estudios del Banco de Santander, y de allí, sorprendentemente, había sido catapultado hasta el mismísimo corazón del poder. Desde hacía pocos meses ocupaba la Secretaría de Estado de Economía, dependiente del Ministerio de Economía y Hacienda. En ese tiempo no había logrado desprenderse de su pose de agresivo ejecutivo madrileño. Por eso Lola lo recordó en su forma habitual, dando órdenes por el móvil y sin dejar de gesticular.

Moss era un hombre capaz; nunca nadie había puesto eso en tela de juicio. Sin embargo, su pose y actitud no casaban bien con la izquierda. Algunos malintencionados murmuraban que su cargo no había sido gratuito, sino devolución de servicios prestados.

Lorenzo era bien parecido, rubio, de ojos claros, entre grises y azules. Vestía trajes caros comprados con gusto y camisas de rayas con cuello blanco, naturalmente con las iniciales bordadas. Su abuelo era general en la reserva y su suegro había rescatado recientemente un título nobiliario. Desde luego, no respondía al prototipo de un hombre de izquierdas, ni siquiera de la Nueva Izquierda, aunque quizás tampoco lo fuera: entre curvas de demanda e índices de inflación, un economista puede camuflar bien sus principios, si es que los tiene.

En los círculos financieros madrileños se le conocía como David, en referencia a los antiguos dibujos animados. No llegaba a ser David el Gnomo, pero su metro cincuenta y cinco distaba bastante de la media por abajo.

—¡Lorenzo! Perdóname, tengo la cabeza en otro sitio. El teléfono no ha identificado tu número y eso me ha despistado.

—Es natural; no te llamo desde mi móvil, sino desde el despacho del ministro.

MacHor respiró. Moss tenía la fea costumbre de hablar por el móvil sin bajar el tono de voz. Cuando tuvo el despacho en la calle Serrano, los viandantes, con seguir unos minutos su estela, podían formar un rentable paquete de acciones. MacHor esperaba que en su nuevo cargo fuera más discreto, aunque no tenía demasiada confianza. Que le llamara desde un fijo la tranquilizó.

—Me llamas desde el despacho del ministro... —repitió.

—Afirmativo. Él acaba de ponerme contra las cuerdas y, naturalmente, yo te llamo para pasarte el marrón. Me ha dado un máximo de cuarenta y ocho horas; le he prometido que lo tendría en ese momento. ¿Has acabado ya de preparar tu conferencia?

—No, Lorenzo, lo siento.

—¡Juez MacHor, por favor, necesito esos folios ya!

Lola cerró los ojos y calculó los días que restaban para aquella reunión. Contestó taxativa:

—Queda tiempo suficiente, Lorenzo; no me metas prisa sin necesidad. ¡Bastante tengo con lo mío! Además —añadió empezando a enfadarse—, te recuerdo que no estoy escribiendo para tu ministro, ni para ti. Los marrones se transfieren por línea jerárquica y yo no estoy en vuestra nómina.

—¡Lola, Lola, Lola! ¡Igualita que hace veinte años! ¿Te das cuenta de lo cuadriculada que eres? No puedes andar por el mundo con esa actitud inflexible.

—¿Cuadriculada, tú me llamas a mí cuadriculada?

Él siguió hablando sin prestarle atención.

—Supongo que habrás leído algo acerca de la postura que están adoptando algunas organizaciones no gubernamentales, en relación con la reunión de Asia. Quieren, a toda costa, asistir al meeting...

—Sí, he leído que a algunos de sus representantes se les ha negado el permiso de entrada en Singapur. Sin embargo, Lorenzo, todo eso me es ajeno. Yo no pertenezco al ámbito político, ni tengo relación con esas organizaciones.

—¡Por supuesto que no! Pero esos roces están provocando que se mire con lupa cada uno de los actos que van a celebrarse. Comprenderás que, dadas las circunstancias, la gente del Banco Mundial quiera leer los textos antes de que se dicten en la reunión... Como tu nombre ha sido sugerido por este ministerio, nos han llamado...

—Lorenzo, sabes que yo...

—¡Espera, déjame hablar antes de ponerme verde!

—De acuerdo.

—Como sabes, acaba de abrirse en Madrid la Oficina de Integridad Institucional del Banco Mundial. David Herrera-Smith, su director, es un reputado abogado... Rico, bien relacionado, un personaje... —Se fue acelerando mientras hablaba, hasta que estalló—: ¡Hemos luchado muchísimo para tener la oficina permanente en España y éste será el primer acto oficial que organiza! ¡Si no sale perfecto, me cortan el cuello, o algo peor! ¿Lo entiendes, Lola? ¡Necesito ese texto ya!

Pronunció las frases con voz firme, cargándolas de la seriedad del mandato de un superior. La juez se mordió el labio y apretó los párpados. Cuando el silencio se hizo incómodo, el hombre trató de excusarse.

—No me interpretes mal, Lola...

—Lo que acabas de decir no se presta a muchas interpretaciones —sentenció ella intentando mantener un tono gélido.

—No seas así. Te aseguro que no estás catalogada entre las personas políticamente incorrectas.

—¡Ah, no sabía que estuviera catalogada! ¿Lo estoy? —insistió con tozudez.

—¡Negativo! Nada de eso, Lola, en absoluto... Lo que ocurre es que los jefes no quieren dejar nada a la improvisación. Ten en cuenta la importancia de la reunión. Herrera-Smith ha dejado su espléndido despacho de abogados en Washington para venir a Madrid. Debo asegurarle que todo discurre como la seda. Lo comprendes, ¿verdad? ¡Por todos los demonios, MacHor, vas a hablar de corrupción, vaya un tema caliente! Hace una década ni siquiera hubiéramos podido incluirlo en la agenda...

Tras unos segundos, MacHor respondió:

—Mira, Lorenzo, la cruda realidad es que aún no he conseguido terminar mi conferencia. Para ser sincera, confieso que aún estoy en los albores. Sin embargo, me queda mucho tiempo. Y tengo por delante dieciséis horas de avión. ¡Cuánto pueden dar de sí! En suma, que no debes preocuparte. Soy una buena profesional. Sabes que la conferencia que dicte estará a la altura de tus expectativas; en otro caso, no me la hubieras encomendado. Si el señor Herrera-Smith quiere hablar conmigo, que me llame. Le atenderé encantada.

—Pero ¿qué le digo al ministro? —replicó Moss.

—Es fácil, dile que he tenido cosas importantes entre manos.

Ahora fue el político quien no pudo contenerse.

—¿Cosas importantes? ¿Dices que has tenido cosas importantes que hacer? Lola, ¿qué puede haber más importante que esta conferencia? Te recuerdo que el propio ministro ha apoyado tu nombramiento...

MacHor no le permitió terminar la frase.

—¡Lorenzo! —replicó, maravillándose de lo calmada que sonaba su voz—. Si dices una palabra más, una sílaba más, cuelgo el teléfono y te buscas otro ponente.

—¡Qué susceptible estás, chica! Retiro lo dicho, pero no olvides que yo mismo he sugerido tu nombre para dictar esa conferencia.

—Lo sé. Lorenzo, tengo que dejarte; estoy ocupada... —informó. Empezaba a hartarse de aquella conversación.

—¿Ocupada, que estás ocupada? Oye, querida jueza, que hablas con un secretario de Estado. Y en Singapur se reunirán los gobernadores de todos los bancos centrales, la mayoría de los ministros de finanzas del globo, los Pulitzer de la prensa y los principales banqueros... Ni en Davos... Creo, objetivamente, que una juez de provincias no tiene otra cosa más importante que hacer que ese texto...

Ahora fue MacHor la que se permitió desfogarse. Aquello parecía un partido de tenis.

—¿Me preguntas si hay algo más importante para una juez de provincias que pronunciar una conferencia que ninguno de los asistentes escuchará, porque están tan pagados de sí mismos que se creen por encima del bien y del mal y, por supuesto, por encima de la ley? De acuerdo, te diré qué es más importante —le temblaban la voz y las manos—: tengo el cadáver de un niño de raza negra sobre mi mesa. Lo han matado a cuchilladas. Probablemente su madre, de quince años, o quizás su abuelo, un campesino de dientes amarillentos. La sábana que lo envuelve es blanca, pero está llena de sangre y de restos de líquido amniótico; el cuerpo, todavía unido a la placenta, está frío. Si estuvieras aquí podrías, como yo, respirar el hedor de la putrefacción. Me he visto obligada a abrir todas las ventanas. Por eso empiezan a aparecer moscas... ¿Necesitas que te diga lo que puedes hacer con tu invitación, señor secretario de Estado?

—¡Joder, Lola, lo siento, no era más que una forma de hablar! No sabía que instruías un caso así. Supongo que te habrá afectado.

—No estoy hablando en sentido figurado. En este momento, ese cadáver está sobre mi mesa, aguardando a que llegue el equipo forense y lo retire.

—Lo siento muchísimo, yo... —La disculpa sonó sincera, pese a venir de un político.

—Mira, yo también lo siento. Acabaré en cuanto pueda y te pasaré mis notas. Es lo máximo que puedo prometerte.

—Creo que será suficiente. ¿Te han llegado los billetes?

—Aún no.

—Son electrónicos, cuando consultes tu e-mail verás la referencia. No podrás quejarte; la Oficina se ha portado. Viajas en clase preferente, de modo que podrás aprovechar cada minuto del vuelo. Además, te hospedas en el Sheraton, como Herrera-Smith. Así podréis cambiar impresiones. Ambos vais a ser novatos en Madrid; seguro que la ocasión sirve para que hagáis buenas migas.

Llamaron a la puerta. Los del instituto forense venían a recoger el cadáver.

—Tengo que dejarte, Lorenzo, ha llegado el relevo. Trabajaré este fin de semana y te contaré algo el lunes. Y te agradezco el detalle: siempre viajo en turista.

—No hay de qué. Nos vemos, mi jueza preferida.

Lo metieron en una bolsa de plástico modelo estándar. Era demasiado grande, pero en los envases para pruebas el feto no cabía. La cremallera aplacó la luz, y la oscuridad se tragó el rostro, tostado como el de su padre. Mientras veía moverse a los criminólogos, la juez se concentró en el marco de plata que descansaba sobre su mesa. Sus dos hijos pequeños sonreían divertidos, los dos mayores estaban serios y erguidos, tratando de parecer naturales.

—Lo siento, chicos; pero estoy deseando irme a Madrid —dijo en voz alta. Y la embargó una sensación de liberación extremadamente agradable. Ellos aún no lo sabían, pero se trasladaba a la Audiencia Nacional. La corrupción política o el blanqueo de dinero se le antojaron mucho más apetecibles que las violaciones y los crímenes pasionales.

—Listo, señoría, esto ya está —informó el forense desprendiéndose de los guantes—. Le mandaré el informe lo antes posible.

—A mí no, al juez de guardia —respondió.

—Vale: mandaré también una copia al juez, aunque sólo con verme es capaz de desmayarse —insistió el forense tercamente.

—De acuerdo —aceptó MacHor sonriendo.

Ya sola, cerró la puerta del despacho por dentro. Todavía le temblaban las manos. Descolgó el teléfono. Dejó abiertas las ventanas. Se quitó la americana y se tumbó en el sofá de cuero, vistoso pero incómodo. Respiró hondo y cerró los ojos, pensando en su trabajo.

Tras sacar las correspondientes fotografías y retirar el cuerpo, el equipo forense había empleado algún desinfectante. Pero, mezclado con el olor a lejía, podía sentirse la presencia del pequeño niño malogrado. Por un momento todos los desvelos, todas las fatigas se hicieron presentes. Definitivamente, se había equivocado de camino. Había corrido, había escalado, había ascendido, no obstante, todo aquello la había conducido a una tierra de nadie. ¡Cuánto había perdido! Antes era una mujer agradable, alegre, que se permitía ser despistada o instintiva; ingenua, incluso. Eso había quedado atrás.

Abrió los ojos de improviso. Se puso en pie, colgó el teléfono y se atusó la melena.

Iban a hacerlo. Emigrarían de nuevo. Madrid. La Audiencia Nacional esperaba.

Se conocía demasiado bien; si no aprovechaba momentos como aquél, nunca acumularía suficiente valor para explicarles aquella decisión. La vida es corta y cada día que pasa acelera su marcha. No podía esperar más. Recuperó su americana y se dirigió a la puerta.