Jaime Garache llegó a su domicilio pasadas las ocho. Arrastraba los pies y su estómago protestaba. Había entrado en quirófano muy temprano, con la esperanza de volver a casa a la hora del almuerzo, comer con Lola y regresar por la tarde para culminar el ensayo que llevaba a cabo en el laboratorio. Ésa era una de las ventajas de vivir en una ciudad pequeña, y la aprovechaba siempre que podía.
Aquel día únicamente tenía dos intervenciones programadas, ambas de escasa importancia. Sin embargo, una complicación inesperada en la segunda había trastocado todos sus planes. No había vuelto a casa. Ni siquiera había podido almorzar.
El cansancio no había hecho mella en su aspecto. Su notable altura y su cuerpo atlético favorecían su prestancia, lo mismo que su abundante mata de pelo rizado y negro, que solía peinarse hacia atrás con fijador. Llevaba el traje y la camisa impecablemente planchados, ya que había usado ropa quirúrgica durante todo el día. La crema empleada tras lavarse desprendía un delicado perfume. Sólo sus ojos verde aceituna revelaban su profundo cansancio, un cansancio que, por desgracia, iba convirtiéndose en una dolorosa rutina. Las horas que pasaba trabajando superaban con creces las dedicadas a su familia y a sí mismo. Necesitaba un poco de paz. Tenía puesta una sincera esperanza en el traslado. Estaba seguro de que cambiar de ciudad y de responsabilidad le proporcionaría una vida mejor...
Su primera sorpresa al llegar a casa fue encontrar la puerta cerrada con llave. Dos vueltas. Miró el reloj. Sin duda, su esposa y alguno de los chicos estaban en casa, quizás habrían entrado por el jardín. Si Lola venía cargada con algo de compra la entrada del jardín resultaba más cómoda. «Sí, seguro que ésa es la explicación», discurrió mientras giraba dos veces la llave.
Dejó la carpeta sobre el mueble de la entrada —una bonita cómoda antigua de caoba, de líneas extraordinariamente simples para la época de la pieza—, se despojó de la americana y la corbata y las tiró sobre la esbelta silla que, junto a una alfombra persa, completaba la decoración del vestíbulo.
—¡El jefe está en casa! —chilló.
En general su grito era seguido por las bulliciosas zancadas del pequeño, recién duchado, con pijama y zapatillas, y por el taconeo de Lola. Aguzó el oído; sólo silencio.
—¡Ya he llegado! —insistió levantando la voz—. ¡Y estoy muerto de hambre!
En ocasiones, recordó, el pequeño se escondía en el hueco de la escalera o en el aseo para darle un susto. Eso cuadraría también con las dos vueltas de llave. Gritó:
—¡Si se trata de alguna broma, déjalo para otro día! Vengo muy cansado.
De pronto le invadió un extraño sentimiento de urgencia. Echó a correr, escaleras arriba, en busca de su mujer.
Jaime y Lola compartían una única estancia, muy amplia, que habían dividido en dos partes, cada una con un dormitorio y un pequeño despacho. Después de muchos años de matrimonio seguían llevándose bien, sin embargo, la fuerte respiración de ella y el ligero sueño de él les había decidido a separar la estancia. Empujó la puerta, pero no consiguió abrirla. Estaba atrancada. Vaciló; las explicaciones lógicas se agotaban.
—Lolilla, ¿estás ahí? —preguntó nervioso.
Nadie le contestó. Movió varias veces la manilla; la puerta no cedió. Acercó el hombro y empezó a golpear la hoja sin dejar de llamar a su mujer. Tras varias embestidas algo se desplazó en el interior. Consiguió, con una nueva carga, abrir un hueco; introdujo la cabeza y comprobó que era la mesa de despacho de Lola lo que atrancaba la puerta.
Empujó con ambas manos el escritorio y lo separó. Entró.
Necesitó un solo instante para hacerse cargo de la situación. Aunque las persianas estaban bajadas, entraba suficiente luz. Aquello no tenía sentido. El resto de los muebles se hallaba protegiendo los balcones y su mujer estaba sobre la cama, en posición fetal. Vestía su mejor traje de chaqueta y llevaba puestos los zapatos de tacón. Inmóvil, pero no dormida; con la mirada perdida y los ojos muy hinchados, pero sin llorar.
Todo el mundo podía tener un día fatal y necesitar aislarse del mundo, proteger la intimidad de forma compulsiva. Sin embargo, algo no cuadraba.
—¡Lolilla! ¿Qué pasa? ¿Por qué está todo cerrado? —Tras un pequeño lapso, preguntó, más asustado—: ¿Dónde están los niños, les ha ocurrido algo?
«¡Los niños, siempre los niños!», le reprochó ella interiormente. Contestó sin aspereza.
—Están bien; han ido al cine.
—¿Al cine? —Jaime sopesó la información, que no dejaba de resultar extraña—: Lolilla, ¿han cambiado el «día del espectador»?
Lola intentó dominar las lágrimas y permaneció callada. Él inspiró hondo de nuevo. Se quitó los zapatos y los colocó con cuidado al borde de la cama. Luego se tumbó junto a su esposa.
—De acuerdo, has tenido un día espantoso; ya somos dos. Aprovechemos el rato antes de que vuelvan. Cuéntame qué te ha pasado.
—¡Ahora no, por favor! Estoy cansada.
—De acuerdo, hablemos de nada. ¿Has comido en casa?
La juez no le hizo caso. Él se incorporó y la amenazó con hacerle cosquillas, pues ella las detestaba. Tampoco funcionó.
—Jaime, estoy agotada. Me he tomado unas pastillas, sólo quiero dormir.
—¿Pastillas? —La mente del médico entró en ebullición—. ¿Qué pastillas te has tomado?
—Unas para dormir, no recuerdo cómo se llaman. Estaban en el botiquín.
Jaime se levantó de un salto, se acercó al armario y extrajo la gran caja roja donde guardaba los fármacos, fuera del alcance de los niños, el envase de Orfidal era el único que estaba abierto. Volvió a tumbarse.
Respiró hondo. Se estaba poniendo nervioso.
—¿Cuántas has tomado?
—No lo sé... Varias.
—Dos son varias, y también doce y veinte.
—Vale, creo que fueron dos.
Se calmó, pero, con una chispa de enfado, reprendió a su esposa:
—No puedes hacer eso, ¿lo sabes, no?
Ella respondió enseguida.
—Necesito dormir; sólo dormir... si puede ser para siempre.
—¿Cómo se te ocurre decir una tontería así, mujer?
Ella se incorporó, tenía el cabello revuelto y el maquillaje corrido. Un cerco negro, mezcla de rímel y lágrimas, bordeaba sus ojos.
—No logro vaciar esta angustia que se me acumula en el pecho, Jaime. Es como si me estuviera ahogando; me cuesta hasta tragar la saliva. Estoy convencida de que, si sigo despierta, me moriré. —Volvió a tumbarse inmediatamente.
Su marido salió corriendo hacia su dormitorio; volvió con su maletín negro, del que extrajo el fonendoscopio. Mientras se colocaba las gomas en los oídos, fue soltando los botones de la blusa de su mujer.
—No lo entiendes, Jaime, lo que me duele es el alma.
Su marido no respondió, ocupado en soltar los corchetes que mantenían el sujetador en su sitio. Nunca había sido demasiado hábil en esa tarea. Por un instante se le pasó por la cabeza criticar aquella prenda de algodón, ruda y sin donaire. Lola decía que los modelos de abuela le resultaban cómodos, y, aunque él protestaba, jamás se ponía las atractivas piezas de encaje que él le había regalado. Finalmente, no dijo nada; no parecía un buen momento. Cerró los ojos y oyó el soplo; su mujer lo tenía desde joven. Se tranquilizó. No era el corazón, aunque las manchas en el alma tenían peor solución.
—Todo bien —concluyó.
—Lo sé. No te preocupes —respondió ella, y se abrochó de nuevo.
—Si estás bien, ¿por qué lloras?
No recordaba haber visto nunca a Lola en aquel estado. Había tenido altos y bajos en su vida profesional y personal, pero era una mujer esencialmente vital, decidida y alegre. Y, por encima de todo, era una persona práctica. Siempre insistía en que la desesperanza es un sentimiento fofo y, como todas las cosas vanas, inútil. Y practicaba lo que decía: se crecía ante las dificultades; luchaba, protestaba, buscaba nuevos caminos para salir de los problemas. Sin embargo, en aquel momento estaba vencida por completo. Subió de nuevo a la cama y se acurrucó a su lado. Cogió su cabeza con ambas manos y la besó en los labios. Pequeñas lágrimas rodaban por la mejilla de Lola.
—¿Por qué no me has llamado? Sabes que hubiera venido de inmediato... Es por María Bravo, ¿verdad? Vi la esquela.
Ella asintió. Jaime la recostó sobre su pecho hasta notar que su respiración se acompasaba. Luego, cuando estuvo seguro de que dormía, se levantó despacio; posó su cabeza sobre la almohada y la tapó con la colcha. Fue entonces cuando el objeto cayó al suelo.
Era uno de los cuchillos más grandes de la cocina.
—¿Qué demonios pasa aquí? —murmuró. Estaba claro que su esposa estaba irracionalmente asustada. Porque aquellos remedios eran de película casera. Cerrar la puerta con dos vueltas, atrancar las entradas de su dormitorio, poner un cuchillo bajo la almohada... Pero todo aquello no podía guardar relación con María Bravo; debía haber algo más. Salió de la habitación, no sin dejar encendida la luz de la mesilla de noche. Miró el reloj. Los niños no tardarían en volver del cine. Buscó en la agenda el número de teléfono de Susana, la secretaria de su esposa.
Alargó la mano hasta llegar al aparato, lo cogió y marcó. Lola era muy reservada con su trabajo, y probablemente Susana no supiera nada. No obstante, tenía que intentarlo.
Respondió al segundo tono; debía de estar junto al teléfono.
—¿Susana?
—Sí, ¿quién es?
—Soy Jaime, el marido de la juez MacHor —aclaró.
—¡Ah, doctor! Me llama por doña Lola, ¿verdad? Ha hecho usted bien; yo también me he quedado preocupada. Lo cierto es que me he marchado del funeral acongojada. Parecía... No sé cómo definirlo... Desencajada; sí, eso es, desencajada.
—¿Funeral? ¿Cómo? ¿Es que ha asistido al funeral?
—Sí, señor. Ya le dije que no debía tentar al demonio, pero ya sabe que es terca como una mula... Perdone, no quería decir eso... Bueno, sí quería decirlo, aunque no así...
—No se disculpe, Susana, es la pura verdad; siga, por favor.
—Pues, como le decía, ella no me hizo caso. Primero me mintió diciendo que no iba a ir, y luego, cuando destapé el pastel, farfulló que era su obligación y, claro, pasó lo que estaba previsto.
—Lo que estaba previsto...
—Sí. Puedo contárselo todo porque, en el último momento, decidí acompañarla. No podíamos dejar que fuera sola... Además, se había dejado otra vez el móvil en el despacho.
—Pues le agradezco mucho que lo hiciera, Susana —contestó, con media sonrisa. Su mujer se olvidaba el móvil en todas las esquinas.
Escuchó con preocupación creciente lo que Susana narraba, con su habitual desparpajo.
Arriba, Lola MacHor continuaba sumida en un extraño sopor. No podía abrir los ojos, sin embargo, estaba lo bastante despierta para recordar los últimos acontecimientos. La iglesia, el juzgado, las explicaciones de Galbis. Incluso parecía emperrada en rememorar el cielo, que durante todo el día se había comportado tan irracionalmente. La tormenta, el sol, los grises velados y las nubes. Un cúmulo de inclemencias para representar el desastre.
—De modo que, en realidad, lo del sepelio no fue tan dramático —preguntó Jaime a Susana, que intentaba narrar con detalle la escena por teléfono.
—Al menos, eso no salió del todo mal —confirmó la secretaria—. Lo demás fue peor.
—¿Lo demás? ¿Es que también fue al cementerio?
—¡Qué va! Llamaron Galbis y el juez Inchaso, requiriendo su presencia.
—¿El juez Inchaso? —preguntó.
—Sí, es un magistrado mayor, algo nervioso... ¿Le conoce?
Jaime le conocía de alguna de las cenas que organizaba el tribunal seguramente una celebración de Navidad. Tenía un carácter muy inquieto que le hacía estar en permanente movimiento. Cuantos trabajaban con él terminaban adquiriendo algún tic o pidiendo el traslado antes de que fuera demasiado tarde.
—Inchaso localizó a Galbis, y éste intentó infructuosamente localizar a su esposa. Yo cogí el recado, me acerqué hasta donde estaba ella y le pasé el teléfono. Las noticias debían de ser malas porque ella palideció al instante. Cuando me devolvió el teléfono me dijo, con sorna, que creía que Ariel cabalgaba de nuevo. Ya no sé nada más, pero me temo lo peor. Créame, ese tío, Ariel, es malo, realmente malo. He visto a muchos criminales y hay algo en él que lo hace muy peligroso, no sé qué es, pero es así. Doña Lola me dijo que debía ir al hospital. Le pregunté si quería que la acompañase, ni siquiera estaba en disposición de conducir, pero dijo que no. En fin, todo lo que rodea esta historia huele a podrido. Si quiere mi opinión, creo que su esposa se siente culpable por no haber conseguido meter a ese tipo entre rejas.
Jaime se abstuvo de adherirse al juicio de Susana.
—Sólo una cosa más, Susana, ¿dónde andaban sus guardaespaldas?
—Estaba sola. Supongo que les habría dado esquinazo.
Seis horas después de aquella conversación, de madrugada, Lola MacHor abrió los ojos. Estaba echada sobre la cama, tapada con un edredón, pero con su mejor traje. ¿Por qué? ¿Qué había ocurrido?
De repente se acordó del motivo y, de nuevo, un escalofrío se extendió por su espalda. Ariel; otra vez Ariel. El mal es una fiera ávida de sangre. Nunca logra saciarse, nada la colma. Cerró los ojos, pero supo que no podría recuperar el sueño. La angustia inicial había desaparecido; el dolor, no. Quizás fueran las pastillas. Recordaba vagamente que había ingerido varias. De todos modos, poco importaba cómo se sentía. La amenaza estaba ahí fuera, esperándola. Atrancar las ventanas no iba a acabar con ella. Estar en casa no significaba estar a salvo. No era la primera vez, aunque ahora tenía miedo; mucho miedo.
¿Por qué habría atendido la llamada de Galbis y del juez Inchaso? Si no lo hubiera hecho, en aquellos momentos estaría en pijama y dormida.
En la puerta del hospital había estrechado efusivamente la mano del juez, mientras él se disculpaba por la intempestiva llamada. Notó que su piel estaba fría, pese a los casi veintiocho grados de temperatura ambiente.
—Gracias por venir, Lola. Sé que tienes las maletas a medio cerrar y que estabas en un funeral; lo último que deseaba era retrasarte, pero cuando llegó el parte forense barajé de inmediato la posibilidad de avisarte. Como corría el rumor de que ibas a asistir al sepelio de la niña, me pareció oportuno que conocieras este dato antes de ir. Sin embargo, llegué tarde.
El juez Inchaso se atusó repetidamente los pocos cabellos que le quedaban en la cabeza, negros y lacios, y se colocó de nuevo la montura de las gafas sobre el tabique nasal, dos de sus manías.
—Te lo agradezco, Laureano... ¿Cómo está?
—Le han ingresado en la UCI, eso ya nos da una pista. El forense confirma que, antes de tirarle por el barranco, le machacaron: múltiples contusiones y vejaciones varias. Según el informe, los atacantes se emplearon a fondo; violencia extrema. Para que te hagas una idea, el parte de lesiones consta de cinco páginas por ambas caras... Le fracturaron algunas costillas a puñetazos; una le ha perforado el pulmón derecho. No sé qué le pasa también en el bazo, o en el hígado, no me he enterado bien.
—¡Vaya por Dios! ¿Le has podido tomar declaración?
—Aún no. Me disponía a salir hacia allá, pero al enterarme de quién era, y, sobre todo, al leer la identificación del supuesto agresor, me he acordado de ti.
—¿Identificación?
—Sí. El conductor de un vehículo que pasaba en aquel momento por la carretera vio a un hombre negro que arrojaba algo por el barranco. El conductor es de no sé qué organización ecologista y estuvo a punto de bajar a encararse con el infractor, pero lo vio tan fornido que se lo pensó mejor y avisó a Medio Ambiente. Al atar cabos, han conseguido localizarle. Ha colaborado de inmediato y hemos hecho un retrato robot. Es éste. —Le entregó un boceto dibujado con el ordenador—. Me dicen que es un conocido tuyo: Norberto Rosales.
—Lo es; le llaman Ariel —respondió MacHor en un suspiro.
En realidad, ya lo sabía, antes incluso de la insinuación de Galbis. Fue la primera opción que barajó cuando Telmo Bravo desapareció. El anciano había ido a por él, sin darse cuenta de con quién se la jugaba. Inchaso interrumpió sus pensamientos.
—¿Quieres asistir al interrogatorio? Los médicos me han llamado hace unos minutos. Me han dicho que ya está consciente.
Dudó unos instantes. Miró el reloj y siguió dudando. Tenía tiempo de sobra, pero la verdad era que no quería subir. Sólo faltaban unos días para su partida. Esperaba que pasaran lo más rápido posible. Hablar con Telmo Bravo no la ayudaría en sus propósitos. No obstante, la posibilidad de ver a aquel cabrón por fin entre rejas podía compensar el trabajo extra y una nueva noche en vela.
—De acuerdo, Laureano, te acompaño. Pero ya sabes que me voy, y que el caso es tuyo...
—¡Lo sé, lo sé! Aun así, tú conoces el percal mejor que yo. Además, eres mujer; ante un hombre enfermo y resentido, tu ayuda puede serme muy útil.
—¿Sabe Telmo que su nieta ha muerto?
—Ni idea. Yo, desde luego, no se lo he dicho...
Tras un leve forcejeo con el encargado de la UCI y quince minutos de espera, el médico accedió a que los dos jueces y el secretario judicial entraran.
El rostro del anciano (la parte que no estaba cubierta de tubos o gasas) provocaba repulsión. La nariz parecía un amasijo de carne, sangre y marcas de la seda de los puntos; el labio superior estaba partido y, como el ojo derecho, tan inflamado que MacHor dudó que pudiera musitar palabra.
El juez Inchaso comenzó las presentaciones visiblemente nervioso, más, si cabe, de lo que en él era habitual. Lola permaneció en silencio, en segunda fila, observando a Telmo Bravo. Bajo la sábana se adivinaba su cuerpo robusto y pequeño. Advirtió que tenía las uñas de los pies largas y descuidadas, lo mismo que las de las manos. En la profundidad del iris azul derecho, el único que tenía abierto, leyó una terrible angustia. Sospechó que se debía al dolor, pero enseguida rectificó. Era terror, el mismo terror de los ojos de su nieta.
Cuando el juez Inchaso insistió por tercera vez, Telmo tampoco le respondió. No obtuvo de él ni siquiera su nombre; mucho menos el de su agresor. A los diez minutos, el médico les invitó a volver transcurridos al menos tres días, resultaba evidente que su paciente estaba en estado de shock. Inchaso maldijo en voz alta, pero accedió. MacHor, antes de retirarse, se acercó a la cama y acarició el brazo del anciano.
—Lo siento —murmuró.
No solía permitirse estrechar lazos con las víctimas, nada que pudiera hacerle perder objetividad; sin embargo, ahora violó su propia regla. Fue tras ese gesto cuando él comenzó a hablar. Su voz fue tenue pero audible.
—No conseguí ni siquiera tocarle, señoría. Es muy fuerte. Y sus matones...
Se le llenó el ojo de lágrimas y se le quebró la voz.
—Se pondrá bien —le consoló la juez—. Cuando formule la denuncia la policía detendrá a su agresor y la justicia actuará con toda contundencia.
—No puedo hacerlo.
—¿Ha sido él, verdad?
—Fue él... Él.
MacHor respiró hondo y preguntó con el tono más inocente de su registro:
—¿Ariel?
—Sí.
—Entonces, con mayor razón.
El anciano tragó saliva.
—No puedo hacerlo.
MacHor no insistió. Sabía que necesitaría tiempo.
—Cuénteme qué ocurrió, por favor. No se preocupe por nada, sólo cuéntemelo.
Escuchó en silencio. Primero las frases deslavazadas. Luego la historia, repleta de amargura y culpabilidad, que brotó a borbotones. Sólo en contadas ocasiones MacHor le interrumpió con algún comentario o para pedirle una aclaración. En todo momento se mantuvo con los ojos cerrados. Le pareció que si los abría podría toparse con el espíritu de María Bravo.
—Había llevado la escopeta. Esperé en la calle hasta que le vi entrar en su discoteca. Le seguí por el bar hasta un almacén interior, donde se reunió con varias personas. Le chillé: «¡Hijo de puta, ven aquí si eres un hombre!». Entonces, no sé de dónde, salieron dos tíos enormes, colombianos o algo así. Empezaron a pegarme, los dos a la vez. Yo sólo sangraba, señoría, no sé más. Después Ariel ordenó que me metieran en el maletero de un coche y dijo que me iba a dejar en algún descampado. Aunque me dolía todo y la sangre me llenaba la boca, cuando me encontré allí me eché a reír: a pesar de haber quitado el Sagrado Corazón de mi puerta, Dios me había escuchado. La paliza había sido horrible, pero aguantaba. Luego el coche se paró. Al verle con el bate de béisbol, comprendí que no había acabado. Le gustó mucho pegarme, míreme... Finalmente me sacó del coche y me lanzó por el barranco.
—Le cogeremos —insistió la juez—. Si usted formula la denuncia, esta vez le cogeremos. Irá a la cárcel. Pagará por... todo lo que ha hecho. ¿Formulará la denuncia, Telmo?
El silencio inundó la unidad.
—¿No quiere verle en la cárcel?
—Aseguró que si lo hacía, nos mataría. Y lo hará. Yo ya soy viejo, pero ella es una niña.
Un resorte interno le hizo dudar antes de contestar, pero finalmente MacHor le dijo:
—Le protegeremos, Telmo. No se preocupe, tenemos medios para hacerlo.
El hombre contestó en tono neutro.
—Los inocentes acaban muertos, y sus asesinos se pasean por la calle.
La juez tragó saliva, esquivó su mirada y cambió de tema.
—¿Quiere que avisemos a alguien?
—No.
—Sería bueno que algún familiar viniera a ayudarle...
—No. Me las arreglaré. ¡He sido un estúpido, eso es todo!
La juez insistió.
—¿Formulará la denuncia?
—Creo que no. María ya ha sufrido bastante.
MacHor no supo ocultar a tiempo su pena y se le saltaron las lágrimas. Telmo se dio cuenta.
—¿Qué ocurre, jueza?
Inchaso decidió intervenir.
—No ocurre nada, señor Bravo. Tranquilícese.
—¡Sé que pasa algo! ¡Señoría, dígame qué pasa con mi nieta! ¿Está bien?
—Ha muerto, señor Bravo. Lo siento —respondió Inchaso, directo. Lola tuvo tiempo de maldecirlo entre dientes.
La cara de Telmo Bravo se volvió cetrina. Una de las máquinas comenzó a pitar desaforadamente. El médico los echó sin contemplaciones.
—¡Por favor, doctor, tenemos tanto interés como usted en él! —exclamó Inchaso.
—Lo sé, pero a mí me compete su vida. Esperen a que se recupere; luego podrán tomarle declaración o hacerle firmar las denuncias que quieran.
—Muy bien, enviaremos protección. Quiero evitarle visitas desagradables.
—Eso es cosa suya —respondió el médico de mal humor. Tenía suficiente con las listas de espera y los accidentes de tráfico para que la policía le colocara a uno de sus números en la puerta de la UCI.
—Vayámonos, Lola; poco podemos hacer aquí ya.
—Me quedaría más tranquila si esperáramos un poco y nos confirmaran que se ha recuperado.
—¿Crees que formulará la correspondiente denuncia, Lola?
MacHor permaneció pensativa, pero el juez Inchaso era demasiado nervioso para dejarla reflexionar.
—¿Lo hará?
—He visto en sus ojos que tiene miedo, pero habiendo muerto su nieta, creo que lo hará... ¿Te has dado cuenta de lo que ha dicho? «Si cuento lo que he visto, me matará.» ¿Qué es lo que habrá visto?
—En fin, Lola, siento haberte hecho pasar por esto...
—En absoluto... Por favor, Laureano, avísame si finalmente decide hablar...
—Creo que te vas de viaje. Tu conferencia en Singapur es el comentario de moda. Espero que les pongas en su sitio.
—¿En su sitio, a quiénes? —replicó ella con ironía.
—¡A los periodistas, naturalmente! —rió el juez.
Lola abandonó el hospital por la puerta delantera. Caminó sin prisas hasta el aparcamiento. Eran cerca de las siete, pero aún hacía calor. Le encantaban esos días en que de repente aparecían rachas de luz que, suspendidas de los árboles, convertían la atmósfera en un lugar mágico.
Pese a que su automóvil estaba bien aparcado, había una nota en el parabrisas. Dio una vuelta a su alrededor, y buscó dónde le habían golpeado. Todo estaba en orden. Cogió el papel con cierta rabia.
No era una multa de tráfico.
Jaime, en la cama, no dormía. Poseía un fino sentido del oído y se dio cuenta de que su mujer se levantaba. Permaneció unos segundos a la escucha; luego se incorporó.
Tras la conversación con Susana, se había quedado muy preocupado. Optó por revisar la correspondencia de su mujer y su bolso. Necesitaba saber qué justificaba su actitud: el funeral por María Bravo no era suficiente razón. Tenía que tratarse de algo más grave. Fue en el bolso donde encontró la nota. Arrugada, pero legible. Y comprendió.
Desde que se dedicaba a la justicia en su vía penal, Jaime temía por la integridad de su esposa, pese a la escolta permanente. Sabía que Lola había dejado de contarle los detalles escabrosos. Era muy probable que incluso ella hubiera creado en su mente una zona vedada, perfectamente estanca, donde almacenar la podredumbre, la amargura y los miedos. Sin embargo, aquella nota había roto los candados.
«Tu coño es el siguiente, pelirroja. Y contigo acabaré el trabajo si no me dejas en paz. Recuerda, te vigilo.» Se sucedían varias frases semejantes, escritas en letra firme. Un devastador recordatorio del horror.
—Lolilla, ¿estás despierta, te encuentras bien? —Entró en su alcoba. Lola todavía llevaba su traje de chaqueta nuevo, pero ahora iba descalza. Jaime notó que estaba muy pálida. La ausencia de color contrastaba con el cerco negro que bordeaba sus pequeños ojos, enrojecidos.
—Creía que estaba sola —musitó maquinalmente.
—Te equivocas, Lolilla, nunca lo has estado. Tranquilízate, ha sido un mal día, sólo eso.
Jaime le levantó con suavidad la barbilla, para que pudiera mirarle. Susurró:
—Lolilla, he encontrado la nota en tu bolso...
Como si aquella frase le quemase, la mujer se agarró la cabeza con ambas manos y empezó a temblar. Él se agachó.
—No te preocupes, estoy aquí.
—Eso no importa; es un adversario superior a nosotros. No hay protección posible. No podemos hacer nada más que salir corriendo.
—Lolilla, por favor, la nota es más que desagradable y te ha dejado descolocada, pero intenta ver esto con la cabeza fría. Has estado en situaciones mucho peores. Es un matón sin escrúpulos, fuerte, lo admito, pero tú te las has visto con asesinos múltiples... Debes sobreponerte. Acuéstate un rato, lo verás todo de otro color por la mañana.
Las lágrimas rodaban por su mejilla, cada vez más gruesas. Encogida, dio media vuelta y volvió a la cama sin decir palabra. Él la siguió y se sentó en el borde del lecho.
—Lolilla, por favor, no te pongas así. Piénsalo un momento, sabes que tengo razón...
Y entonces Lola empezó a hablar en tono monocorde, como alejándose de lo que narraba, pero recuperando una historia que sólo una vez, hacía muchísimos años, había mencionado a Jaime calificándola de vejación, negándose a apuntar otros datos y asegurándole que no quería recordarla nunca más. Era su agujero negro, un lugar privado, incompartible, sin salida, y que, ahora, decía ella con la cabeza apoyada en la almohada, había reaparecido.
—Tú no puedes comprenderlo; yo sí le conozco, le conozco demasiado bien. Forma parte de mi pasado, un episodio del que todavía sigo huyendo...
—Lolilla...
—¡Déjame seguir! —ordenó—. Es cierto. He instruido algunos crímenes. En un par de ocasiones, quizás tres, en este momento no me acuerdo, esos hombres me amenazaron con matarme. Incluso alguno, como sabes, casi lo logra. Casi... Ese adverbio, ese pequeño matiz lo cambia todo. Porque, a mí, la muerte no me dice nada. Veo morir, como veo nacer, sin lograr en ninguno de los dos casos identificarme con esas experiencias, ni comprender enteramente la lección.
»Sé que nací. Me contaba mi padre que aquel día embestía como un animal, a cabezazos contra la puerta de aquel túnel que me conduciría a la luz. Supongo que, como yo, todos queremos abandonar la caverna sin aire y ver el semblante que durante nueve meses nos susurraba canciones simples. Me dijeron que pasó exactamente así, pero yo no lo recuerdo. Y si, sabiendo que pasé por ello, soy incapaz de recordarlo, ¿cómo voy a representarme a la muerte si resulta un espacio aún más desconocido, más remoto, más vago? Para hacer mía la experiencia de la muerte me faltan un sinfín de detalles. Cuando alguien me amenaza con matarme, nunca veo cerca el momento. No conozco a la muerte más que de oídas, ¿me comprendes?...
Él asintió con la cabeza:
—Lo entiendo, Lolilla, pero, por las mismas, puedes dar la vuelta al argumento y enfrentarte a esta nueva amenaza...
Le miró fijamente.
—No es nueva, Jaime, es una experiencia que me resulta... familiar.
—¿Me estás diciendo que tú...? ¡No puede ser!
—Lo recuerdo todo: el día, un domingo, y también el mes, y el año. Hasta retengo la imagen de la hora en mi reloj de plástico. Había salido temprano de casa. Todos los domingos compraba el pan recién hecho y los churros en el puesto del señor Tomás, para el desayuno. Aquel día las calles estaban casi vacías. Por la fiesta y la frustración del empate a cero de España con la selección rusa, en partido de clasificación. Comprar el domingo por la mañana era mi encargo. Lo hacía contenta porque iba sola, como una chica mayor, porque disfrutaba del momento y porque me encantaban los churros. Esperaba con gusto el momento en que Tomás, el churrero, me entregaba la bolsa de papel. Siempre estaba caliente y se llenaba enseguida de manchas grasientas, aún más calientes.
»Era la segunda vez que me ponía aquella ropa, que mi madre había rescatado del baúl donde guardaba la ropa de verano. Eran unos shorts blancos, preciosos, con cuatro bolsillos y una camisa floreada. Amapolas. Todavía había rastros de humedad en el aire tras la tormenta del día anterior y, por la hora, se sentía el frío, pero me puse aquellas prendas de todos modos: no podía dejar pasar un día más sin volver a lucirlas.
»La casa de la churrería, junto a la calle Rivera, estaba medio en ruinas. El propietario pretendía tirarla y el Ayuntamiento no le dejaba, porque el churrero, el último inquilino, no quería marcharse y tenía derechos. La autoridad había obligado al casero a apuntalar la fachada y a colocar andamios y una red, con un grueso plástico por debajo, para evitar que una teja o algún cascote se desprendieran y mataran a alguien. Los hierros, alineados, estaban muy bajos y, a su sombra, el día se oscurecía, como si los plásticos se bebieran la luz.
»Había que meterse entre ellos para acceder al portal de la casa, que siempre estaba cerrado, y también a la churrería. Yo lo hice a la ida, y, con el pan y los churros calientes en las manos, también a la vuelta. Estaba feliz y metí la cara en la bolsa marrón, de donde emergía, muy tieso, un churro pintado de azúcar. Le di un mordisco tan grande que casi me lo como entero. Fue el último churro que he tomado en mi vida.
»Quemaba, pero estaba muy sabroso. Recuerdo que se le había pegado mucho azúcar. Lo saboreaba cuando me di cuenta de que el portal, clausurado, estaba abierto. Me detuve, curiosa. De la puerta brotaba un intenso olor a podrido. De amontonarse ahí veinte gatos muertos no olería peor.
»Acerqué la cabeza. Únicamente quería fisgar un poco. Entonces un brazo emergió de la oscuridad, me agarró del pelo y tiró de mí hacia el interior. Se me cayó el pan, y también los churros, que se diseminaron por el suelo. Conseguí ver a mi asaltante cuando ya me tenía contra la pared. Me sujetaba por la garganta, haciendo presión. Llevaba un jersey rojo de cuello alto, con las mangas cortadas a tijeretazos, y unos pantalones azulones de albañil. O, al menos, mis ojos de niña creyeron que lo eran, porque estaban llenos de manchas y de polvo blanco. Olía a sudor. Y a vómito. Era un hombre inmenso, o eso me pareció. Al menos, medía dos palmos más que yo y tenía la fuerza de un buey. Intenté zafarme de su brazo, dando manotazos al aire, sin conseguir nada...
—No sigas, Lola, me hago cargo. Perdóname, no lo sabía...
Ella siguió como si no le hubiera oído.
—Yo no lograba zafarme, pero él, que mantenía libre su mano izquierda, sí lograba lo que iba buscando. Puedo asegurarte que el dolor que sentía en la garganta era menor que los pinchazos que soportaba en el interior del pecho cada vez que él pasaba sus asquerosos dedos por mi cuerpo. Y, sin embargo, por lo que luché desesperadamente fue por mantener alejado su rostro de mi cara, estirando con fuerza los brazos y conteniéndole por los hombros. Por eso, en un momento en que peleaba con su cremallera, se descuidó y dejó de apretarme contra la pared. Logré arañarle la cara y chillar. Al instante recibí un bofetón que me dejó tambaleando. Cuando me despabilé, había perdido la blusa de flores, y una baba que sabía a vino rancio me cubría el rostro y bajaba hasta el pecho. Tuve suerte y conservé los shorts blancos. Tomás, el churrero, oyó mi grito. Se asomó y vio sus churros y el pan en el suelo, y el portal abierto. Nunca más volví a toparme con aquel tipo, aunque cada vez que veo un jersey de cuello alto rojo se me extravía el pulso.
»Ariel no se le parece, pero me ha amenazado con lo mismo. Y te aseguro que puede lograrlo. Sé que no es racional, pero esa nota me ha devuelto a aquel portal. Y he completado de nuevo mi viaje de vuelta, sin churros ni pan, tropezando con la nada por la calle vacía, cubierta con la camiseta de Tomás, que olía a sudor, y sobre todo a churros. Sin poder pronunciar palabra. Sin contestar a las preguntas de mi madre, llorosa, que no hacía más que mirar hacia mis pequeños pantalones para intentar saber lo que no se atrevía a preguntar; ni al interrogatorio del policía amigo de mi padre, que ya no estaba en casa porque se había ido a buscar jerséis rojos de cuello alto por los alrededores, con su palo de golf del tres en la mano.
»Estos recuerdos llevan ahí casi cuarenta años. Tú no puedes comprenderlo, pero ese miedo, ese asco que me sube desde la boca del estómago nunca se olvida. Está ahí. Se esconde bajo la superficie, por debajo de lo cotidiano, como un poso mugriento, sigue atado con imperdibles al alma y su olor persiste aunque te frotes con estropajo. No es racional, pero te aseguro que prefiero que me maten a pasar por la experiencia de María Bravo.
Lola se dio la vuelta, y Jaime salió de la habitación. Él no jugaba al golf y no tenía palos del tres, mas no iba a permitir que ese hijo de puta tocara a su esposa. Fue a buscar el bolso de Lola. El teléfono de Galbis tenía que estar en la agenda de su móvil. Tardó en localizarlo, porque los bolsos de su esposa eran la última versión del de Mary Poppins. Tras dos paquetes de pañuelos, una caja enorme de pastillas Juanola, dos monederos, unas medias de repuesto, varios tickets del supermercado, un collar roto, dos juegos de llaves con llaveros enormes y lo que parecía el manillar de una puerta, sacó el maldito teléfono. Cuando ya lo tenía en la mano, comenzó a sonar.
Jaime miró el reloj sobresaltado. Eran las cinco de la mañana. El aparato no identificaba el número del emisor de la llamada.
—¿Sí, quién es? —preguntó con energía.
Al escuchar una voz masculina, la persona que llamaba se excusó.
—Lo siento, he debido de equivocarme al marcar.
—¿Por quién pregunta? —insistió Jaime, que había notado el acento norteamericano.
—Necesito hablar con la jueza MacHor.
—En ese caso, acertó con el número. Sin embargo, es muy tarde, o mejor dicho, muy temprano.
—Discúlpeme. Debo de haber calculado mal la hora española. Llamo desde Singapur.
—Pues aquí son, más o menos, las cinco de la mañana. —Y con voz conciliadora, añadió—: Pero no se preocupe. Me llamo Jaime Garache. Soy su marido y estoy despierto.
—No sabe cómo siento haberles importunado. Me llamo David Herrera-Smith, soy el director de la Oficina de Integridad Institucional del Banco Mundial. Necesito hablar con su señoría con cierta urgencia. Telefonearé luego, a una hora más prudente.
—No se moleste, aprovecharemos la ocasión. Si me da su recado, yo se lo hago llegar.
Herrera-Smith respiró.
En un suburbio del infierno; allí se sentía cuando decidió marcar el número de España. Las horas siguientes al amenazador encuentro habían sido terribles. No hacía más que recriminarse su comportamiento. Sorprendentemente, siempre que sus ocupaciones le permitían el doloroso lujo de pensar, venía a su cabeza la voz y el rostro de la juez MacHor. Volvió a mirar su fotografía. Vio paz; vio honestidad paseando por aquella melena larga de color pelirrojo claro; vio profesionalidad tras los ojos marrones, serios pero no duros; vio una posibilidad... Trabajaba con criminalistas, trabajaba en coacciones, podría ayudarle.
Llevaba cinco largas horas haciendo ver que escuchaba conferencias y ya no podía más. Su lugar en la mesa presidencial tenía algo de cepo. En cuanto llegó el descanso se encerró en un despacho y cogió su móvil. E ignorando la culpa (pese a lo que había dicho, sabía que en España era muy temprano), llamó a la juez MacHor.
—Director Herrera-Smith, ¿puedo ayudarle en algo?
—¡Sí, sí, estoy aquí! Verá, me resulta un poco difícil pedirle esto, pero...
—¿Le ocurre algo? —preguntó Jaime sorprendido.
—En realidad, sí, pero no puedo hablar de ello por teléfono. En fin, lo que quería pedirle... rogar a la juez...
Jaime dejó pasar unos segundos, sin embargo, el otro no prosiguió.
—Señor Herrera-Smith..., ¿sigue usted ahí?
—Sí, perdone; lo que quería pedir a su señoría es que estudiara la posibilidad de adelantar su viaje... Nosotros nos haríamos cargo de los billetes, eso no sería ningún problema...
Jaime respondió con rapidez:
—Mister David, a la juez le vendría muy bien. De hecho, lo hemos comentado. Le afecta mucho el jet lag, y, si va tan justa de tiempo, no estará en las mejores condiciones para pronunciar su conferencia.
—¡Perfecto! Si parte hoy mismo, a mediodía, llegará a Singapur el jueves. Hay un vuelo de Singapur Airline que sale de París... De hecho, ya he reservado billetes a su nombre, por si aceptaba. Se los han enviado por e-mail. Llegaría a las seis cincuenta hora local...
—Puedo confirmarle que estará encantada. ¿Serían tan amables de disponer un transporte para ella?
—¡Por supuesto! Iré personalmente a recibirla. Y puede darle las gracias de mi parte.
Jaime colgó. Una sonrisa iluminaba su cara. Buscó el número de Galbis y le telefoneó. Luego, entró en Internet, abrió el e-mail del billete a Singapur, compró pasajes para París e imprimió las tarjetas de embarque, incluyendo las del trayecto a Singapur.
Pasadas las seis, se acercó a despertarla.
—Lolilla, tienes que levantarte. Debemos coger un avión, salimos de viaje...
—¿De viaje? ¿Cómo que salimos de viaje? ¿Adónde vamos?
—Primero, volamos a Barcelona. Luego, de Barcelona a París; desde allí, a Singapur. Voy a ir contigo durante la primera etapa.
—Te equivocas de fechas, Jaime; mi pasaje es para el viernes. Además, he decidido no ir... Estoy terriblemente... cansada. Sería incapaz de pronunciar una conferencia en este estado.
—Pues correremos; yo soy un buen atleta. De momento, enfilamos hacia Singapur...
—¿Y los chicos? —preguntó—. ¿Es que no te das cuenta de que también puede ir a por ellos? Este tipo de persona carece de escrúpulos...
—No te preocupes. Estará todo bajo control. Hablaré con tu madre, que por algo se queja de que no le pedimos que haga de canguro... Además, eres tú la que está en el punto de mira... Lolilla, ¿sabes con certeza que es él?
—Sí —contestó. No fue capaz de pronunciar su nombre.
—Bueno, ¡vayámonos!
Ella sopesó la oferta unos segundos.
—No puede ser, Jaime. Sólo cabe esperar que los buenos lleguen a tiempo, por una vez.
—Mira, Lola, no podemos dejar que nos amedrenten de esta manera. No estoy dispuesto a claudicar.
La mujer se levantó, se secó las lágrimas y se acercó a su marido. Y allí de pie, con la vista entornada, le confesó:
—Jaime, escúchame, es importante. Lo he estado pensando esta noche. Cuando me muera, no quiero que compres una de esas cajas de madera oscura; esas que llevan tanto barniz. Quiero una caja de pino claro, recta; sencilla, nada de adornos. ¡Y nada de esquelas!
—¡Por Dios, Lola! ¡Te estás comportando como la heroína de un melodrama de cuarta! Mira, también he llamado a Galbis. Su gente se está ocupando del asunto.
Ella permanecía quieta, como estudiando las opciones.
—Ala, nuestro avión sale a las ocho treinta. Ya te enfadarás por el camino, ¿vale? Por cierto, deberías revisar la maleta; te he metido lo que me ha parecido bien, pero puede que me haya dejado algo.
—¿Y los chicos? No hay nada en la nevera... Y Telmo Bravo. Está en el hospital... —Su voz ya no traslucía irritación.
—Eso ya no te compete, Lola. Estás a un paso de cambiar de trabajo. La nevera la llenaremos por Internet. Y siempre podemos aceptar algún guiso de tu madre.
Lola rehizo la maleta en diez minutos. Jaime había metido tres camisones; los dos vestidos eran de manga larga y los zapatos no conjuntaban. Pero no había olvidado su novela, ni sus pendientes, ni su neceser, repleto. El pasaporte y los billetes impresos estaban sobre la maleta, junto a su cartera de documentos.
—Eres un cielo —le dijo, con la voz llena de ternura.
—Lo sé, pero date prisa. El avión no esperará ni siquiera a la juez MacHor. Despídete de los niños.
Lo hizo y salió de casa con los ojos llenos de lágrimas. Se contuvo de inmediato. Su chofer y sus dos guardaespaldas la esperaban. También estaba Galbis.
—¡Subinspector! ¿Qué hace usted aquí?
—Les acompaño al aeropuerto. Así no tendrán que hacer colas.
—Se lo agradezco, aunque no hacía falta que viniera.
—Sus guardaespaldas no tienen competencia fuera de las fronteras. Seré su escolta, si no le molesta...
—¿Molestarme? ¡Nunca me he alegrado tanto de ver su cara!
Ya en el coche, no pudo resistirse a la tentación.
—Galbis...
—Señoría...
—¿Sabe dónde está?
—No, pero no se preocupe, su físico es inequívoco; le obligará a ocultarse.
—Galbis...
—Si le inquieta su familia, no tema: ya me he ocupado de eso.