Capítulo 18

Semana tras semana, Lola MacHor escuchaba cómo algunos de los imputados abandonaban la sala asegurando que no la olvidarían. La amenazaban con volver, con topársela en el lugar más insospechado, con que se vería obligada a recordarlos. La primera vez la juez había sentido una fuerte opresión en el pecho, que la acompañó durante días. Lo mismo ocurrió la segunda ocasión, y también la tercera. Luego se esfumó el factor sorpresa, pero durante mucho tiempo el resultado fue el mismo: vértigo, ansiedad, noches en blanco y pronunciadas ojeras. Finalmente se acostumbró y aprendió a vivir con las amenazas. Y a dormir con ellas.

El cambio no había sido rápido ni tampoco completo. Fuera cual fuera el grosor del callo, tras una nueva remesa de intimidaciones le quedaba siempre un regusto en la boca y una punzada en el pecho. Involuntariamente, la retina almacenaba el odio y los puños en alto, y recuperaba la imagen a cámara lenta cuando había bajado la guardia, entre las sombras de la noche. Lo cierto era que la juez había logrado aislar esas inquietudes con la agilidad suficiente para poder dormir con decencia. Sin embargo, había otras imágenes menos amenazantes, pero mucho más dolorosas, que ni el tiempo ni la costumbre aliviaban.

Las víctimas eran las que le robaban el sueño, personas sacrificadas al dios de la ley que abandonaban su tribunal sin el resarcimiento que habían pretendido. Ante sus rostros desesperanzados la presión volvía al pecho de la juez. Ella cumplía con lo que la ley dictaba, le gustara o no el resultado. A veces los fallos la contrariaban o apenaban, y en alguna ocasión, pocas, las sentencias la horrorizaban.

Como en el caso de María Bravo. Su muerte había aumentado su lista negra, siempre demasiado larga: Andrés Hidalgo Gil, diez años, colgado por el cuello hasta morir. El padre se había negado a ingresarlo tras el primer intento de suicidio. Esa negativa, el informe del psiquiatra y su falta de decisión (ella consideró dictar la orden de internamiento, pero luego no la firmó) habían apretado el lazo. Aurelio Aldaba, cuarenta y dos años, padre de tres hijos, víctima del ladrón a quien la policía había capturado en dos ocasiones y ella había soltado otras tantas, debido a errores de procedimiento del fiscal. Ángela Armisén, veinticinco años, cinco recibiendo palizas, y otros tantos perdonando a su maltratador; muerta en la bañera de su casa, desangrada. Estaba embarazada de doce semanas.

Y María Bravo, metro sesenta y uno, cincuenta y dos kilos, tan joven que no tenía carné de identidad. María, violada a los quince años...

En realidad, el de María había sido un caso muy complejo. Ella, mientras llevó la instrucción, y después el juez Terrés habían cumplido de forma escrupulosa con el rito. Sin embargo... Sin embargo, en ciertas ocasiones, la ley puede ser realmente injusta. Injusta y ciega, y sorda.

Decir que una violación es un acceso carnal opuesto a la voluntad de la víctima es no entender nada. Decir que es un delito contra la libertad sexual implica carecer de perspectiva. No es ése el bien jurídico protegido, fundamentalmente. Violar puede implicar cópula, sí, pero sobre todo es un ejercicio de dominación. Ejercer poder. Violar es sujetar el cuello, y los brazos, poseer la capacidad de infligir dolor, de arrancar gritos y bragas. Violar es profanar el templo, el del cuerpo y el del corazón. Y siempre duele más el alma que el cuerpo. Por eso las señales de la violencia se ven más en la rabia y la vergüenza que en la vagina.

Pero la ley no entiende esa lógica.

Cerró la ventana y volvió a su mesa. Tomó el expediente y lo abrió. Aunque no era demasiado voluminoso, tratándose de una denuncia por violación, el sobre de listas azules, destinado al material gráfico, estaba repleto. Lo evitó y pasó directamente a leer la declaración del presunto violador. Lo recordaba negando el delito, paladeando su declaración, subrayando que él no necesitaba forzar voluntades. Y al decirlo, sonreía. Enseñaba los dientes como si estuviera concediendo una entrevista a un periodista. Aquella suficiencia le había desagradado profundamente. Con un impulso, MacHor cogió el sobre azul y buscó su retrato. En su presuntuoso rostro chocolate brillaban sus ojos negros, desafiantes, un poco hundidos. Intuyó que le disgustaba ser fotografiado. Quizás sólo le molestara el sitio, las dependencias policiales, o el número colgado en el pecho. De perfil aparecía más amenazador, con aquel cuello de toro del que colgaba, a modo de vergajo, una nuez prominente.

Norberto Rosales, alias Ariel por el impecable aspecto que siempre lucía, tenía un expediente de manual de criminología. Una adolescencia difícil, como tantos otros de su raza, desarraigados de su tierra, su familia y sus costumbres. Al salir de su tercer reformatorio se había convertido en un líder latino indiscutible. Sin embargo, él no deseaba ejercer de cabeza de un ratón escuálido, encerrado en su gueto. No quería la admiración de peruanos hambrientos o ecuatorianos chingados, carentes de pasado y faltos de futuro. Él tenía aspiraciones de más calado. Dinero, posición y clase... Una cierta modalidad de respeto. Norberto Rosales anhelaba vivir como los blancos, gastar su dinero con ellos. Había sido suficientes veces carne de cañón para los psiquiatras penitenciarios, empeñados en cuadrar sus estadísticas para presentarlas en congresos de tres al cuarto. En aquellas sesiones, realizando estúpidos tests e inventando historias de abusos sexuales, maltrato y vejaciones, Norberto Rosales había logrado comprender a los que envidiaba y, sobre todo, conocer sus defectos y debilidades.

Carecía de escrúpulos, era listo y tuvo suerte. A los veintidós años era un ciudadano español decente, propietario de una conocida discoteca frecuentada por universitarios. Pagaba puntualmente los impuestos que le correspondían por ella. No hacía lo mismo con sus otros negocios, más lucrativos. La cocaína y las drogas de diseño que se trapicheaban tras la barra le procuraban un plus considerable de ingresos. Ese y los demás servicios especiales le permitían la vida de lujo que siempre soñó. Las redadas de la policía se sucedían, pero en ninguna se habían hallado pruebas de lo que todo el mundo sabía.

Tenía, no obstante, un punto flaco. Aunque era calculador, y sabía gestionar sus negocios y hacer factibles proyectos que otros, forjados como él, no hubieran siquiera entendido, su personalidad se volvía extremadamente violenta cuando le llevaban la contraria o las cosas se torcían. En esos momentos parecía disfrutar de la propia violencia, la irracionalidad y el paroxismo. No había explicación para sus golpes de genio, que ya había detectado un psiquiatra del reformatorio, quien se limitó a plasmarlo en su informe y a recomendar un medicamento carísimo, que nunca había tomado. La policía lo había detenido en tres ocasiones acusado de agresión, si bien hasta la fecha sólo había recibido una amonestación. En todos los casos, cortados por el mismo patrón, la autoría era suya, pero sus víctimas, una tras otra, se retractaron y retiraron las correspondientes denuncias.

María no lo hizo; su abuelo se lo impidió. Era su única nieta. Tenía quince años y estudiaba tercer curso de secundaria. Era buena estudiante, aunque sin ambición. Su madre la había abandonado al poco de nacer y su abuelo, agricultor, se había hecho cargo de ella. Era una chica silenciosa que no se relacionaba bien con la gente de su edad. Los prefería mayores. Para ser aceptada por sus compañeros vestía como si fuera a la caza de hombres en celo. Ellos casi nunca se fijaban en aquel cuerpo a medio desarrollar, y si las chicas la aguantaban era porque, sin ser competencia, traía las copas y les daba jabón.

Su abuelo no le permitía salir, pero ella se escapaba cuando, como aquella noche, había una fiesta en la discoteca de moda. Allí vio por primera vez a Norberto Rosales. Estaba rodeado de chicas que le cortejaban como moscas a la mierda. A una de ellas la conocía de vista, iba a su instituto y vivían en el mismo barrio, aunque era varios años mayor. En aquel entorno, la joven se dignó saludarla y le susurró algo a Rosales al oído. A él le brillaron los ojos. Las vírgenes blancas escaseaban.

María se extrañó de que, con tantas chicas despampanantes, le hiciera un gesto tan amistoso y se acercase. Se atusó nerviosamente las trenzas y trató de estirar su falda blanca de volantes. Pero él no miraba las arrugas. María se dio cuenta enseguida y borró la tímida sonrisa que se había instalado en sus labios pintados de rojo carmesí.

Cuando aquel enorme brazo negro y musculoso la rodeó, tiró hacia abajo de su escuálido top intentando, sin éxito, cubrirse el ombligo. Él apreció el gesto como un delicioso aperitivo y rió abiertamente.

—¿Cómo te llamas, preciosidad?

—María; me llamo María —respondió temblando. Su sonrisa forzada fue más un espasmo de miedo que de placer.

—Bonito nombre, así se llamaba mi madre, que en paz descanse —le susurró al oído, como hacía con todas. Había aprendido en los despachos de los psiquiatras que la vulnerabilidad del ser humano ante los sentimientos ajenos les hace bajar la guardia.

—Lo siento —musitó la niña, algo más calmada.

—No te preocupes, cariño, ocurrió hace mucho tiempo, cuando yo era muy chico.

El brazo fue bajando por la espalda de María. En ese preciso momento, lamentó haber hecho aquella compra y rogó a Dios que él no se diera cuenta. Pero su falda de tres volantes estaba cortada a la moda y encajada en su cadera, dejando irremisiblemente al descubierto el minúsculo tanga negro. Lo había adquirido con sus ahorros, a escondidas. Su abuelo nunca se lo hubiera permitido. Lo estrenaba aquel día.

Hubo varias testigos que aseguraron haberla visto reír cuando él la invitó a dar un paseo en su BMW. Basándose en esas declaraciones y las pruebas de tóxicos y alcohol, el caro abogado llegado de Madrid arguyo relación sexual consentida. Nada de violación. La historia tenía un cierto componente violento, sí, pero ¿acaso la juventud no busca siempre nuevas fronteras para el placer?

Todo apuntaba hacia un juicio fallido; no obstante, el abuelo siguió en sus trece. Creía en la ley, creía que estaba llamada a proteger a las personas temerosas de Dios, como él y como su nieta. Durante el proceso Ariel se mostró arrogante. Su estatura y su desarrollada musculatura le otorgaban un aspecto imponente. Él lo sabía. Apareció vestido con un traje gris de Armani, camisa y corbata rosas, y el pelo peinado hacia atrás, anudado en una pequeña coleta. Sonreía a cuantos le miraban. Él era Norberto Rosales, un prometedor empresario, mientras que aquella joven no era nadie. Por eso, cuando todo terminó, dijo a los periodistas que había barajado la posibilidad de instar un pleito por injurias, pero que había desistido por compasión hacia aquel viejo, que bastante tenía con aguantar a la loca de su nieta.

Novato y agobiado, el letrado de la acusación, adjudicado de oficio, no mencionó que se había hallado semen de Norberto en la vagina de la niña (lo que evidenciaba que no había usado preservativo, habitual en una relación consentida); tampoco que era virgen. La denuncia fue archivada, y él quedó libre por falta de pruebas.

Había llegado a la última fotografía. Mostraba el descampado junto al río donde habían hallado a María la mañana siguiente a los hechos. Estaba encogida, en posición fetal, sobre un lecho de cristales de cerveza y colillas de cigarrillos rubios. Llevaba raya al medio; las dos trenzas habían resistido la lucha. Tenía golpes por todo el cuerpo. Y mordiscos. Y la piel desgarrada. Y el alma en coma. Su top rojo, rasgado, a duras penas cubría sus nacientes pechos; su falda blanca de volantes había aparecido a un par de metros, junto a un contenedor rebosante de basura. El pequeño tanga negro, comprado con sus ahorros, de rebajas pero aun así caro, fue recuperado por el equipo forense. Estaba entre la maleza.

Desde que la encontraron, sus ojos, de por sí inexpresivos, parecían muertos. No explicó lo sucedido, no habló con la policía, ni con los médicos que la atendieron. Sólo respondía monosílabos. En los seis meses siguientes no se movió de casa. Sólo despertó para matar a ese feto que salió prematuramente, en su propia habitación.

La juez anotó la hora y el lugar del funeral en su agenda y cerró el expediente. En la carpeta pegó un post-it, donde escribió con letras mayúsculas: «Archivo».

Se levantó a cámara lenta, se aseguró de que llevaba consigo el móvil y salió del despacho.

—¿Se va, señoría? —preguntó Susana.

—Sí, salgo un momento... Te veo con cara rara, ¿pasa algo?

—Siempre pasa, señoría, pero puede esperar.

—Lo sé, aunque si no me lo dices, me impedirás saborear el café.

—Vale. Ha llamado Galbis de nuevo. Quiere verla. Se ha ido a hacer unas gestiones. Me ha dicho que calcula terminar dentro de una media hora.

—¡Estupendo! —respondió.