Tras la cena, los postres y los villancicos, se sentaron los tres en el salón, con la puerta cerrada. Jaime a la derecha de Lola; el policía, enfrente. Por las rendijas de la persiana del balcón se intuía un pedacito de su rectángulo de césped, ventaja de vivir fuera de la capital.
Era muy tarde. Los alrededores permanecían silenciosos, aunque a veces llegaba el rumor de una canción navideña, procedente de alguna otra casa donde continuaba la fiesta, o algún aullido de perro con aspiraciones. Arriba sus hijos no acababan de retirarse: las maderas crujían, las cisternas se vaciaban, se oían murmullos jocosos, lo bastante apagados para evitar que Lola subiese.
MacHor empleó cerca de media hora en repasar los pormenores del caso y la cronología de los hechos. Narró, sin omitir detalle, su conversación con el dignatario norteamericano, el brindis, el suicidio, la visita del FBI y la recuperación del expediente sobre el proyecto de la región de Canaima. Finalmente, les expuso las posibilidades de sacar a la luz el contenido del informe, según su conversación con Gabriel Uranga.
Al referirse al juez Moran, MacHor se limitó a informarles de que no podían contar con él, dado su nombramiento. Como de pasada —aunque con toda la intención—, mencionó también que, desde su regreso, tenía la sensación de que la seguían.
—Bueno, eso es todo. Espero no haber olvidado algún detalle. —Vaciló un instante y añadió—: Aunque, si fuera así, seguro que saldría después. Ahora te toca a ti, Juan: ¿qué opinas?
Iturri, con la vista fija en la copia del expediente, no contestó.
Lola conocía bien sus interminables silencios, momentos suspendidos en el tiempo durante los que rumiaba la información hasta convertirla en minúsculas piezas que luego, convenientemente ordenadas, ensamblaba para obtener sus brillantes juicios. Sabía que debía tener paciencia y amoldarse a la cadencia de sus pensamientos. Pero no consiguió permanecer tranquila, de modo que se entretuvo contemplándole. No había cambiado apenas. Mantenía todavía la barba corta, perfectamente cuidada. Llevaba el cabello oscuro y liso cepillado hacia atrás y engominado, como antaño. Sin embargo, se le notaba la madurez. Las canas de las patillas, la barba y la nuca hacían su porte más elegante. Aunque no estaba gordo, su estómago obligaba al último botón de su chaleco a aferrarse con desesperación a la hebra que lo unía a la pieza. Tenía las piernas estiradas y los pies cruzados, y se hallaba ligeramente recostado en el sillón de cuero. Había entrelazado las manos, con los pulgares juntos y en alto; a intervalos regulares los alejaba para chocarlos de inmediato, como si aquel gesto actuara de diapasón de su mente. Vestía pantalón de pana y una americana jaspeada en la misma gama de marrones. La corbata, de lana, y las coderas de ante le conferían ese aspecto que alcanzan los cazadores a la vuelta de los años. Sin olvidar la pipa, siempre cerca.
«Después de todo, ¿qué es sino un cazador?», se dijo mientras le miraba.
Al levantar la vista se topó con la mirada de Jaime. Se sonrojó. Sin saber qué decir, se levantó.
—¡Qué sed da el turrón! Voy a por un poco de agua. ¿Alguien quiere?
Cuando volvió con la jarra de agua, Iturri, hasta entonces perdido en su denso espacio silencioso, levantó la cabeza. Le sonrió, pero él se limitó a acelerar el ritmo de sus pulgares. Lola no se enfadó. Suspiró, miró a su marido y se encogió de hombros.
Si se hubiera realizado una encuesta entre quienes rodeaban a Iturri, el retrato hubiera sido unánime. Quienes colaboraban con él pronto le conocían. Se comportaba como un oso cuando se le llevaba la contraria, carecía de delicadeza y su juicio era implacable. Sus prontos habrían salido a relucir de inmediato, del mismo modo que lo hubieran hecho su profesionalidad y su hermandad con el infierno. Si Lola hubiese sido la entrevistada, la descripción hubiera sido completamente distinta. Ella era una de las pocas personas que había notado la ambivalencia de su carácter.
Dos caras en una misma máscara. Un semblante severo e incluso despreciativo, que ataba tan corta su sensibilidad que parecía no tenerla. Lola sabía que se trataba de una pose; un estilo que él se había propuesto cultivar, pero que se desvanecía al observar su mirada. Sus ojos se desbordaban a la menor crecida. Permanecían alerta, en estado de perpetua tensión. Cuando alguien mencionaba un dato interesante, cuando el inculpado dudaba, cuando encontraba una nueva pista, Iturri aherrojaba su cuerpo en su artificial corsé. Sin embargo, era incapaz de hacer algo similar con sus ojos. Le delataban. Centelleaban con ese brillo fulgente, ansia extrema. En ellos Lola leía el mensaje cifrado: timidez, soledad, amor... ¿cómo saberlo? Poco importaba; había una verdad en Iturri que ella conocía; la verdad que quedaba en sus ojos, tras despojarle del disfraz; su verdad absoluta, pura; el mismo Iturri.
Sí, conocía esa mirada. Jaime también, aunque a él le había sido vedada la visión de su alma rociada de sentimientos, de necesidad de amar y ser amado, su avidez. Se obligó a dejar de pensar en ello. Era un tiempo lejano, extrañamente de paso por su vida. Era su amigo. Siempre lo había sido, pese a todo. Ese roce de deseos había sido una andanada de soledades en la oscuridad, una amistad corregida.
Iturri se incorporó de un salto y, sin pronunciar una sola palabra, como si estuviese solo en el mundo, sacó una escobilla del bolsillo de su camisa y la metió por la boquilla de la pipa concienzudamente, hasta dar con algún tope. Tiró de ella y la sacó impregnada de una sustancia negruzca, repelente. Dio la vuelta a la escobilla y repitió la operación, introduciendo el lado limpio por el extremo opuesto de la boquilla. En esta ocasión asomó con un aspecto verdaderamente repugnante. Iturri la dobló con cuidado sin preocuparse de sus dedos, y la depositó en el cenicero. Durante la operación Lola y Jaime entrecruzaron miradas expresivas, en silencio. Juan fumaba pipa desde hacía años; conocían el ritual.
Con la misma parsimonia, Iturri sacó su estuche de tabaco, extrajo un puñado de hebras rubias y llenó con ellas la cazoleta, apretándolas con el pulgar. Luego cogió el mechero, lo acercó a la cachimba, que sujetaba con los dientes, y comenzó a hablar. Tenía la manía de hablar con la pipa en la boca, de modo que resultaba difícil entenderle. Cuando se dio cuenta, repitió la frase.
—¿Y dices que, desde que volviste de Singapur, tienes la sensación de que te siguen?
—Así es, pero lo importante ahora es llegar a lo sustancial de...
No le permitió terminar.
—¿Y por qué tienes esa sensación? —Su frase sonó rotunda, casi agresiva.
Lola respondió algo molesta:
—Pues no lo sé, Juan. No es más que una sensación; no puedo explicarla. Además, lo importante es...
Con tediosa solemnidad, Iturri continuó:
—De acuerdo, no puedes describirme esa sensación, pero, al menos, podrás precisar algún detalle, algún hecho, por minúsculo que sea, que te haya hecho pensar que te estaban siguiendo. Estarás conmigo en que las sensaciones no se construyen sobre el vacío.
—En ese punto tiene razón, Lolilla —musitó Jaime.
Mientras meditaba su respuesta, MacHor se fijó instintivamente en la reacción de Iturri. Sólo su marido la llamaba así, Lolilla. Para todos los demás era señoría, o juez MacHor, o Lola. Para todos, incluido Iturri. Sin embargo, esta vez no percibió ningún nuevo brillo en su mirada; ni sus manos ni sus gestos delataron cambios. «Sí, ahora somos realmente amigos», se dijo satisfecha.
—Pues no sabría decirte —contestó al cabo—. Quizás sólo es una paranoia. No sería de extrañar, dadas las circunstancias, pero me ha parecido ver a las mismas personas en sitios muy distintos, y hay un coche...
—¿Qué coche? —interrogó Iturri casi violentamente.
Lola levantó las manos en señal de impotencia y contestó con voz rendida:
—No lo sé. Ambos sabéis que no me gustan los coches; no me fijo en ellos.
—Pues mañana y pasado mañana y todos los días venideros vas a hacerlo —ordenó Iturri.
Jaime, que notaba que su esposa empezaba a acusar la rigidez del policía, añadió:
—Es importante, Lolilla, que te fijes en el color, en el modelo y, si puedes, en la matrícula. Como es el chofer quien conduce, tú puedes concentrarte en esos detalles. Tu coche tiene los cristales de atrás tintados; si de verdad hay alguien, no se dará cuenta de que lo observas.
—De acuerdo, vale. Sé que se trata de un coche negro. Lleva los cristales tintados y tiene una abolladura en un lateral. Prometo que, la próxima vez, estaré atenta. Apuntaré los números y letras de la matrícula. Y ahora, ¿podemos volver al caso?
—No, lo siento, Lolilla; esto es más importante —interrumpió su marido—. Ese expediente lleva semanas, quizás meses, a buen recaudo, y no ha ocurrido ninguna debacle; eso quiere decir que puede permanecer dormido un poco más. Lo importante ahora es que podamos garantizar tu seguridad. ¿No te parece, Juan?
Iturri acató con la cabeza, sin mucho convencimiento. Por lo general, era incapaz de disimular.
—Llevo guardaespaldas, Jaime, ¿te parece poca protección? ¡No puedo hacer nada, ni siquiera tomar un café, sin tener sus ojos en mi cogote! —exclamó enfadada.
—Lo sé; aun así, debo insistir en que dejes a los profesionales hacer su trabajo. Juan sabe, mucho mejor que tú y que yo, qué es importante y qué no.
—Bien —acató ella concisamente.
—Bien, ¿qué?—insistió Jaime.
—Que le haré caso. Tendré cuidado, no despistaré nunca a la escolta y anotaré las matrículas de todo el que pase dos veces a mi lado. Pero ahora tengo un problema más cercano: qué hacer con este asunto. No sé qué decisión tomar. Soy incapaz de perfilar una táctica y, mucho menos, una acción concreta. ¿Volvemos al caso, Juan?
Lola hizo aquella pregunta con candidez, lo cual no era habitual en ella. Las relaciones entre un juez y un miembro de la policía científica suelen ser correctas, pero jerárquicas. La policía hace su trabajo empleando todas las herramientas que el Estado de derecho le facilita, pero bajo las órdenes del juez. Él es quien acepta o rechaza una acción, quien decide, quien lleva la voz cantante. MacHor conocía a los miembros de su policía; los novatos la miraban con cierto reparo; los antiguos, con respeto, pero ninguno le llevaba la contraria cuando daba una orden. Ninguno, salvo Juan Iturri. Como agente de la Interpol, no formaba parte de su equipo, y cuando tuvo que integrarse tampoco se sometió nunca a su imperio. Jamás fue servil, ni siquiera conciliador. Sin embargo, lejos de molestarla, la indisciplina y la insociabilidad de Juan Iturri le parecían deliciosas. Con él podía hablar, pensar en voz alta y discutir. No eran juez y policía, sino dos sabuesos en busca de la verdad de un hecho. Por eso MacHor no exigió que contestara, sólo que compartiera con ella sus pensamientos. Esta vez no se hizo esperar.
—¡Estamos en ello, Lola, nunca lo hemos dejado! —replicó el policía—. Si te siguen, es señal de que el caso está abierto. Alguien teme que existan documentos comprometedores que tú puedes hacer públicos. Es posible que no estén seguros de lo que tienes, o de si lo tienes, y por ello te observan. Ya ha pasado tiempo, pero siguen ahí. Eso es muy interesante. Labor policial: paciencia, constancia, presupuesto. Si apuntas esa matrícula, es posible que averigüemos quién te sigue. Y si lo averiguamos, quizás nos acerquemos a las personas implicadas en esos hechos. Como ves, todo está unido...
—Es curioso...
—¿Qué es curioso?
—Pues que ellos me teman. ¡Ni yo misma sé qué es lo que tengo! ¡Lo ignoro! Dime, ¿qué hago, Juan? ¡Y no te vayas por las ramas!
—Iremos paso a paso, como siempre hemos hecho.
—Eso lo entiendo, lo que quiero es saber cuál debe ser nuestra primera jugada.
—Obviamente, el primer paso es averiguar la verdad central.
Lola se echó a reír. Su risa era casi histérica; estaba perdiendo la ecuanimidad.
—¿Te parece que pongamos un anuncio en el periódico? «Se busca la verdad perdida. Y no cualquier verdad: sólo la central. Se recompensará. Razón: inspector J. Iturri. Interpol.»
—Ya veo que estás de mal humor. Deja que te lo explique.
—Vale, explícate.
—Dices que has leído ese expediente varias veces y que no has encontrado nada sospechoso.
—Así es —asintió la juez.
—Sin embargo, no es cierto —aclaró Iturri—. Lo que deberías haber dicho es que no has «visto» nada sospechoso, lo cual es absolutamente normal. No te enfades —añadió al ver su cara—. Se trata de documentación técnica de la construcción de una carretera y aledaños. Está claro que ni tú ni Jaime ni yo sabemos una palabra de cementos, firmes o señalizaciones. Ninguno de nosotros tratamos con inspectores de Hacienda, ni leemos cuentas de gastos durante el desayuno. Aunque tuviéramos delante un desfalco de miles de millones, no lo veríamos. Son números; no viven en nuestro barrio.
—En eso tienes razón, Juan. ¡Necesitamos a un experto que examine esos papeles y nos dé su opinión profesional!
—Exactamente. ¡Ahí tienes tu primera jugada!
Con media sonrisa enmarcando su boca, la juez añadió:
—¿Se lo llevarás a alguno de tus amigos de «la unidad»?
Negó con la cabeza.
—Creo que sería más prudente evitar los cauces reglamentarios. No tenemos idea de lo que vamos a encontrar, y luego todo se sabe. Hay gente que podría molestarse si se entera de que le investigamos. Buccara, la empresa encargada de las obras, es una corporación enorme, y, por lo que yo sé, Ramón Cerdá, el presidente, está muy bien relacionado con el empresariado y la clase política. Hemos de ir con pies de plomo.
—Entonces, ¿cómo lo hacemos?
—Creo que tengo la solución —interrumpió Jaime.
Ambos le miraron con extrañeza.
—Hay un antiguo compañero de colegio, un viejo amigo, que nos puede echar una mano. Se llama Roque Castaño; es inspector de finanzas, uno de los mejores. Para él, un defraudador es lo que para vosotros un asesino múltiple: no importa de dónde venga, a cuánto ascienda su renta o cuál sea su apellido. Un defraudador es un defraudador.
—Pues nos va a ser muy útil —aseguró Iturri.