La juez no salía de su asombro. Sentada ante el teléfono, conectado al sistema de manos libres, se negaba a aceptar que nadie respondiese a su llamada.
Había concertado una conferencia con Paul Woolite para esa hora. Había hecho la gestión ella misma, porque cuantas menos personas estuvieran involucradas, mejor. Pero como lo habitual es realizar los trámites de secretaria a secretaria, se había hecho pasar por su propia auxiliar y, tras superar varios filtros, había contado a su homónima del Banco que una significada magistrada de la Sala Penal del Tribunal Supremo español (empleó ese título porque estimó que si aludía a la Audiencia Nacional le prestarían menos atención) necesitaba con urgencia hablar con el presidente Woolite. Subrayó que se habían conocido en el meeting del Banco en Singapur, y que se trataba de un caso que podía ser grave y le afectaba directamente. También destacó que era gran amiga del recientemente fallecido David Herrera-Smith. La referencia a Singapur fue mano de santo, porque la secretaria había gestionado el dossier de prensa que había llevado el presidente a las jornadas y recordaba vagamente el nombre de la juez española, lo que transformó el circunspecto distanciamiento inicial en esa cordialísima voluntad de cooperar que caracteriza a los yanquis convencidos. Cuando acabaron su parlamento, Lola, exhausta, se alegró una vez más de haberse obligado, meses antes, a refrescar su inglés.
La secretaria consultó, o así informó a su interlocutora, la agenda, repleta, del presidente, pero encontró una hora en que estaría en el despacho y podrían hablar con libertad. Quedaron en conectar a los dos mandatarios al cabo de unas horas. El presidente Woolite esperaría la llamada de su señoría a las ocho y media en punto, hora de Washington; dos y media de la tarde en Madrid.
MacHor preparó minuciosamente, y por escrito, lo que quería preguntar a Woolite. Sabía que no hablaba español y ella no siempre iba a salir tan bien parada de un diálogo en inglés. Era preferible buscar antes las palabras. Cuando faltaban pocos minutos para la hora de la cita, lo tenía todo dispuesto.
A las dos y media en punto marcó el número de la línea privada de Woolite. Dejó que sonara más de una docena de veces antes de colgar. Comprobó su reloj; era la hora acordada. Un mal presentimiento hizo que aflorara un mar de dudas: algo muy extraño estaba ocurriendo. Quizás tuviera algo que ver con el expediente que guardaba. Desechó el pensamiento por infantil. Esperó cinco minutos y volvió a marcar. Tampoco obtuvo respuesta.
Se concentró en la tecla de la rellamada, que pulsó más de una docena de veces. Todos los intentos fueron fallidos. Finalmente, a las tres menos cuarto tecleó el número de la centralita del Banco Mundial, tras escribir en varias frases en inglés lo que quería decir.
Contestó una neutra voz de mujer.
—Banco Mundial, ¿en qué puedo ayudarle?
MacHor pensó que, en realidad, aquella señora había querido decir: «¿Por qué me molestas?», pero con su voz más amable dijo:
—Buenos días, señora. Llamo desde España, Tribunal Supremo —repitió dos veces vocalizando lo mejor que pudo—. Su señoría la juez MacHor tenía concertada una cita telefónica con el presidente Woolite, para hace unos minutos. Hemos intentado, en varias ocasiones, establecer la conexión, pero en esa extensión no responden a nuestra llamada. La magistrada está muy extrañada, dado que se conocen personalmente. Era una conversación al más alto nivel, desde una línea privada... En fin, quisiera saber si ha surgido algún problema técnico y, en este caso, si usted sería tan amable de intentar la conexión desde la centralita.
—Si quiere lo intento, señora, pero no creo que lo consiga —escuchó en su idioma.
—¡Qué suerte, habla usted español!
—Soy española, señora; de Pontevedra, para más señas.
—¡Pues nadie lo diría, podría usted pasar por californiana sin dificultad! —replicó Lola, en un arranque de sinceridad.
—Por californiana, mexicana, chilena y hasta japonesa... Es lo que tiene esta profesión. Todo se te pega.
—¿Puedo saber cómo se llama? —preguntó la juez.
Siempre es más fácil si se cuenta con el nombre de pila.
—Me llamo Lourdes, ¿y usted?
—Yo me llamo Lola. Es un placer saludarla.
—Lo mismo digo.
—Lourdes, me encantaría seguir hablando, pero la juez espera. Y estoy segura de que sabe que las autoridades siempre tienen prisa.
—Lola, me temo que va a ser imposible. Incluso tratándose de una compatriota.
—¿Ah, sí? Sin embargo, esta misma mañana hablé con la secretaria personal de Woolite, y quedamos en efectuar la llamada justo a esta hora.
—Eso ocurrió a las ocho, pero las cosas han cambiado.
—¿Cómo dices? —pasó intencionadamente al tuteo.
—¿Has visto las noticias?
—Bueno, he leído los periódicos nacionales, si te refieres a eso. Guerras, hambre, violencia de género. El pan nuestro de cada día. Pero no entiendo qué tiene que ver con que la oficina del presidente no responda... ¿No habrá habido otro atentado?
—No, gracias a Dios.
—Entonces, ¿qué ocurre?
—Verás, Lola, no seré yo quien juzgue el asunto; he visto demasiadas cosas. Y, además, se graban todas las conversaciones. Pero, si quieres un consejo de compatriota, te lo doy, es gratis: consulta Internet.
—Lo haré, desde luego, pero...
—Verás, quizás yo sea la funcionaría más antigua de esta casa. Me quedan tres meses para jubilarme. He conocido a cinco presidentes. Y todos han muerto de la misma forma...
—¿Cómo dices? ¿Ha muerto el presidente Woolite?
—En lo que a tu señoría se refiere, sí. Uno más: un ataque de gloria —añadió la telefonista lacónicamente.
—Discúlpame, pero cada vez entiendo menos...
—Hablo del virus, Lola, del virus de la gloria que los envenena a todos. Unos cuantos aduladores, dos fiestas, un pequeño porcentaje del PIB, y ya están contagiados. Un nombramiento merecido, no lo he dudado nunca, un ascenso arriesgado; otro, a todas luces imprudente. Más PIB. Una mansión lujosa, algún ejercicio de filantropía, sitio de honor. Teléfono rojo; pantalón honoris causa, avión de papel con asientos de cuero, y, finalmente, acaba uno completamente enfermo.
—Pero... —balbuceó Lola.
—Lo he visto en cinco ocasiones. Llega cuando toca, como la gripe o las cigüeñas. Ahora todo vuelve a estar en su sitio... Hazme caso, Lola, consulta Internet.
La comunicación se cortó. Nada más oír el clic, MacHor corrió a Google News. La escueta noticia figuraba en primera página. «El sindicato del Banco Mundial, que representa a cerca de diez mil empleados, ha presentado ante la Oficina de Integridad Institucional una denuncia contra su presidente por un trato de favor a una funcionaría amiga, con violación del protocolo interno. Esta mañana, en rueda de prensa, el representante del sindicato ha exigido su dimisión. A esa misma hora el presidente convocaba a varios periodistas para defenderse de las acusaciones. Insinuó que la denuncia se apoyaba en los intereses de algunas empresas multinacionales que operaban en Latinoamérica».
—¿Latinoamérica? ¡Han sido capaces de llegar hasta él!
Se quedó unos minutos petrificada. ¿Tenía Woolite algo que ver con aquel expediente? Se estaba volviendo paranoica. Pero la noticia hablaba de empresas que operaban en América Latina, en Venezuela por ejemplo. ¿Estaría el grupo Buccara involucrado? Necesitaba más información.
Volvió a Google. En poco tiempo las fuentes se habían multiplicado. Y las noticias se centraban en una joven de ojos cautivadores, con unos incentivos económicos que no le correspondían. No encontró más referencias a empresas multinacionales ni a Latinoamérica.
Recordó las palabras de la telefonista gallega. Lourdes tenía razón. Nadie es inmune al virus de la gloria, aunque Lola introducía ciertos matices. A su juicio, lo que separaba a algunos hombres de los restantes, lo que los encumbraba a la condición de dioses menores, pero dioses, era la falta de competencia. Nada de medidas. Son importantes, sin comparativos. Piedras angulares. Son, y los demás lo saben, como saben que ellos no son, gentes ordinarias, prescindibles, suficientemente estúpidas para no ser, suficientemente listas para darse cuenta de su condición. Al parecer, Woolite había llegado a ese punto. Y en el último ataque de gloria se había creído Dios. Miró de nuevo la pantalla y reajustó su juicio: la funcionaría era una preciosidad.
Volvió a marcar el número de la centralita del Banco Mundial. Ahora contestó una voz masculina que la informó de que Ms. Lourdes Delgado había concluido su turno hacía quince minutos. Podía probar al día siguiente.
Colgó. Era curioso. Había pensado que ella podría aclararle la situación. Sólo habían conversado unos minutos. Únicamente sabía su nombre y su lugar de nacimiento. Desconocía si era rubia o morena, casada, soltera, viuda, si era feliz... Sin embargo, sus vidas habían quedado enganchadas por unos instantes. Lourdes no conocía a Herrera-Smith, ni tenía noticia del expediente Canaima, pero MacHor hubiera querido volver a hablar con ella. Por un instante pensó en esos clientes de los bares que, a partir de cierta hora y cierta cantidad de alcohol, se confiesan y desnudan ante un barman sin rostro.
Se acercó a la ventana y contempló la calle. Los empleados del Ayuntamiento podaban los árboles. Una a una, las ramas sin hojas caían ruidosamente sobre el asfalto, con el desmadejamiento de la muerte. Ella misma se sintió como un árbol podado. Cada brazo que levantaba era sajado sin remedio. Primero, el juez Moran; luego, Iturri; ahora, Woolite. Aquel expediente estaba definitivamente maldito.
Algo llamó su atención. Aquel coche... ¿No era el que la seguía? A aquella distancia no conseguía ver si la aleta estaba abollada. «No es más que un coche negro», se dijo.
El silencio que dominaba su despacho comenzó a hacérsele insoportable. Salió al pasillo. Se sintió mejor allí, rodeada de ruidos y de gente revoloteando. Recorrió varios pasillos, se acercó a la máquina de café y se preparó una taza, pese a que sabía que era demasiado fuerte para su gusto. Por fin volvió a su despacho y miró de nuevo por la ventana. El coche seguía aparcado en el mismo lugar.
En uno de sus arranques, sin llamar a sus guardaespaldas, salió del edificio y se paseó por la acera de enfrente, observando el vehículo con disimulo. Tenía la aleta abollada; los cristales, tintados de un gris ahumado.
Cruzó y lo rodeó, tratando de ver la matrícula. Volvió a su despacho casi corriendo, repitiendo las letras y los números como una salmodia, e inmediatamente llamó a Iturri. Esta vez no salió el contestador.
—Lola, ¿cómo estás? Me alegra que me llames. Creo que ayer me salí un poco del tiesto...
—Estoy bien, gracias... No te preocupes. Acabo de ver lo del presidente Woolite. ¿Te has enterado? —preguntó todavía con la voz avinagrada.
—Sí, me he enterado. En realidad, conozco los hechos desde anoche.
—Había quedado en hablar con él esta misma mañana. ¡Qué mala suerte! En fin... ¿Crees que este asunto está relacionado con nuestro expediente? En la rueda de prensa, Woolite dijo que era un montaje financiado por multinacionales que operan en América Latina. Y no hay que olvidar que a Herrera-Smith también le engancharon por... Lo que quiero decir es que... —agregó un tanto incómoda.
—Te he entendido, Lola. Pese a la coincidencia, estoy seguro de que no están relacionados. Lo que pasa es que se ha vuelto a cumplir el proverbio chino...
—¿Qué proverbio?
—Pon un amor en tu vida y te destrozará el corazón; pon una amante y te partirá la cartera. La vida misma —dijo con sarcasmo.
—¿Es un proverbio chino?
—¿Por qué no? Hay millones de chinos, seguro que a alguno se le ha ocurrido algo similar.
Lola se echó a reír.
—¿Por qué será que tantos hombres inteligentes tropiezan con la misma piedra? —le preguntó—. Un paseo por el ego, un cruce de fluidos y la vida por la borda. Otro nombre en la lista de los estúpidos.
—No sé por qué ocurrirá, pero es cierto —aceptó el policía distraídamente.
—Oye, Juan...
—No vuelvas a las andadas, ¿vale? Siento mucho que las cosas no hayan salido como tú preveías; en fin, así es la vida. En lo que a mí respecta, el expediente Canaima está archivado.
—Lo sé, pero necesito pedirte un favor. He vuelto a ver el coche negro, el de la aleta abollada. Está aparcado delante del juzgado. Y no es el primer día. ¿Puedes comprobar una matrícula?
—Me había olvidado de ese detalle. Sí, por supuesto, díctame esa matrícula; lo comprobaré.
—¿Tardarás mucho?
—Como estoy fuera de Madrid se lo encargaré a alguien. No sé cuánto tiempo tardaremos, depende del número de pasos que debamos dar. Puede tratarse de un coche en propiedad directa. En ese caso, el ordenador nos escupe inmediatamente un nombre. Pero lo más normal es que sea de alquiler, factura, investigación de tarjetas de crédito, etcétera, o incluso robado o con matrículas falsas. Es decir, si todo va bien, lo tendré al final de la tarde. Con seguridad, mañana.
—Te lo agradezco mucho, Juan.
El timbre de su voz sonó extraño.
—¿Qué te ocurre, Lola? Sé que algo te ronda.
—Malas vibraciones, eso es todo.
—No te dejes dominar por tus miedos, ¿vale? Estoy seguro de que ves fantasmas...