Capítulo 8

—¿Tiene un veredicto, señor Castaño? —preguntó Iturri.

Se habían reunido en el despacho de MacHor, el día 28 de diciembre. Pese a las fechas, Roque Castaño se había mostrado encantado ante la posibilidad de revisar un expediente sospechoso. Era un hombre de mediana edad, moreno, ni grueso ni delgado, de estatura normal, sin más peculiaridad que un fino bigote, al estilo de los años cuarenta.

Como había augurado Jaime, Castaño resultó similar a un ama de casa salida de madre, salvo que su obsesión no se centraba en el polvo, sino en la limpieza fiscal.

Jaime les había contado una anécdota que, a su juicio, situaba perfectamente a Castaño. En cierta ocasión habían comido, él y Castaño, con un compañero del colegio. Éste les contó los problemas que había tenido para adquirir su vivienda, porque el propietario exigía una parte del precio en dinero B. Al cabo de pocos días tanto él como el antiguo propietario recibieron la visita de un inspector de Hacienda. Se había excusado ante Jaime con un sentido «He tenido que hacerlo». Jaime creía que sólo su matrimonio con una juez amante de la ley hasta la náusea mantenía intacta la amistad.

—Sí —respondió el fiscalista, sombrío—. Lo he comprobado todo meticulosamente.

—¿Y qué ha obtenido?

—¡Nada!

Se levantó y se paseó por la habitación.

—¿Nada? ¿Nos está diciendo que este expediente está limpio?

—Desgraciadamente, así es. No hay duda de que las cuentas ordinarias correspondientes a la construcción de esta carretera, acueducto y aledaños son correctas.

—¿Desgraciadamente? —se extrañó Iturri—. Es una buena noticia ¿no?

Castaño negó con la cabeza de forma vehemente.

—En absoluto, inspector. Tengo un olfato finísimo para estos asuntos, casi un don, y sé que en este expediente hay gato encerrado, aunque no pueda demostrarlo.

—Pero no ha detectado nada delictivo, ¿verdad? —insistió el policía, y comenzó a recoger sus bártulos. Quería mucho a Lola MacHor, pero, en aquel caso, se equivocaba. Herrera-Smith debía descansar en paz, para siempre. Y él tenía muchos otros expedientes en los que volcarse.

—No puedo demostrar que haya algo delictivo, eso es cierto.

—Bueno, confieso que esperaba otra cosa, pero, en fin, asunto concluido. Un caso que se cierra antes de abrirse. ¡Una bendición!

MacHor le lanzó una mirada asesina. Luego preguntó con suavidad a Castaño:

—Dice que sospecha que hay algún delito escondido que no logra hacer aflorar. ¿Puede decirnos de dónde ha sacado esa conclusión?

—Naturalmente, señoría: de la pulcritud. Todo está inmaculado, limpio como una patena. Sólo existe una puñetera desviación al alza... Con perdón.

—Disculpe mi ignorancia, señor Castaño, pero, en mi mundo, una desviación es una tendencia anormal, casi siempre patológica, en un comportamiento. Solemos ver las desviaciones como algo perjudicial. Sin embargo, usted afirma que este expediente le huele mal, precisamente, porque no tiene desviaciones.

—Déjeme que se lo explique. Para nosotros, una desviación es la diferencia entre la medida de una magnitud y el valor de referencia. Si una regla cuesta 1 euro y a la empresa le ha costado 0,8 euros, diremos que hay una desviación a la baja de 0,2 euros, es decir, del 20 %. Si se ha presupuestado la tonelada de cemento Portland 42,5N a 48 euros y finalmente se han pagado 50, diremos que hay una desviación al alza de 2 euros, es decir, del 4,16 %.

—Creo que eso lo entiendo. Se parece bastante a nuestro concepto, aunque para ustedes se trata de números. Pero tengo una duda. En su mundo, ¿esas desviaciones son o no una desgracia? Porque según lo que sugiere... ¿No sería mejor atenernos a lo normal?

—¡Por supuesto que son una desgracia, como los ratones o las cucarachas! Sin embargo, existen. ¿O acaso hemos sido capaces de erradicar a los ratones?

Lola le miró fijamente, mientras procesaba la información. Desde luego, Castaño era un tipo peculiar, por no decir rarísimo.

—¿Puede explicar de nuevo lo de los ratones? De forma sencilla, para que yo lo entienda, por favor.

—Lo intentaré. Una carretera es una obra de ingeniería compleja, donde intervienen muchos factores que no son fáciles de controlar. Por ejemplo, depende del tipo de terreno, llano o montañoso, del entorno, del clima de ese año, de la evolución de los precios de las materias primas, de lo que uno se encuentra en el subsuelo que no esperaba, del alcance de los estudios previos, etcétera. Por ese motivo, los costes de una carretera presentan numerosas variaciones, tanto temporales como espaciales. Además, influyen otras variables externas no controlables. Se lo explico con un ejemplo: si el ciclo económico es desfavorable, la mayoría de las empresas constructoras carecerán de cartera y se lanzarán a hacer ofertas temerarias, casi rozando el precio de coste, porque les resulta más interesante tener los recursos activos. Mientras que si el ciclo es expansivo y las empresas están muy ocupadas, no se postularán para hacer obra pública más que por una cantidad de dinero superior. Ese factor, sólo ese factor, puede hacer variar los precios cerca de un 40 %. En suma, el precio promedio de un kilómetro puede, finalmente, multiplicarse por dos o por tres respecto a lo presupuestado al inicio. Y, por si esto fuera poco, no toda la carretera será uniforme: un tramo puede costar cuatro millones el kilómetro y otro tramo, que sea montañoso o que pase por un terreno protegido a efectos medioambientales, con las precauciones de impacto correspondientes, puede ponerse en ocho. ¿Comprende la variabilidad?

—Desde luego. Lo que no veo claro es lo de los ratones. Vamos a ver, señor Castaño, ¿quiere usted decir que, como este expediente no tiene variaciones, o sea, ratones, está con la mosca detrás de la oreja?

—Sí. Es rarísimo que no haya desviaciones en una obra que mueve tantos millones de euros. En toda empresa real algunas partidas se desvían de lo presupuestado. Unas al alza, otras a la baja. En un sitio se moderan los costes y se mantienen los estándares fijados muchos meses antes; en otro se quedan cortos. En fin, desviaciones sin patrón, al azar, como la vida misma.

—Y eso no ocurre en esta obra.

—No, señor. Todo está en o bajo los costes estándares. Sólo hay una partida en que están por encima. Como si alguien esperara que yo viniera, y se hubiera preparado.

—Sigo sin entenderlo —confesó Lola.

—Pues es muy sencillo. Imagine que yo represento al Banco Mundial y voy a inspeccionar estas cuentas. ¿En qué me fijaría? Obviamente en las partidas que presentan desviaciones positivas, es decir, en aquellos sitios donde se ha gastado más de lo debido. Pues bien, en esta obra no hay desviaciones al alza. Es como si se hubieran preparado para una inspección.

Iturri arqueó las cejas, pero se abstuvo de hacer comentario alguno. Terminó de recoger sus cosas. Castaño continuó.

—La obra está construida siguiendo escrupulosamente las especificaciones del contrato. No se desvía ni un ápice del coste promedio de la ejecución de un kilómetro de carretera convencional, o de acueducto, teniendo en cuenta que es de nueva alzada, y que no incluye corrección de impacto ambiental. Eso no es lógico.

—¿Sigue todas las especificaciones?

—Estrictamente, señoría. Es más, en atención a lo accidentado del terreno, y a que la carretera está diseñada para una velocidad de ochenta kilómetros por hora, su precio anda algo por debajo del mercado. Los tres túneles y el viaducto también respetan los precios.

—Muy bien, no hay desviaciones, pero puede haber otras cosas. ¿No es posible que, simplemente, se emplearan materiales de peor calidad? Esas cosas son difíciles de precisar.

—No, según estas cuentas —interrumpió el financiero—. El firme, la explanación, las estructuras, el drenaje, los pequeños derribos... Lo he mirado todo. Se ha seguido de forma estricta el plan previsto. Lo cual es muy lógico: es lo primero que se mira.

—Quizás las cuentas sean falsas —especuló Iturri—; un caso de doble sistema de libros o de contabilidad creativa.

—No a la segunda posibilidad. Si lo hubieran intentado, yo lo habría descubierto. Soy especialmente hábil con esos gerentes creativos, con masters caros. ¿Y sabe por qué? Porque yo soy más creativo que ellos —afirmó con contundencia.

Lola pensó que el hacendista pecaba de soberbia. Uno deja de ser el mejor cuando otro le supera, así de sencillo, lo cual puede ocurrir en cualquier momento. No obstante, guardó sus juicios para sí.

—Respecto a la posibilidad de los dobles libros, lo cierto es que me atrae, sí. Creo que los tiros van por ahí, pero necesitaría más datos para poder posicionarme. En los documentos básicos que usted trae no hay pistas de cuentas en Suiza o en las Caimán. Haría falta una inspección a fondo. Si usted me lo encargara, yo colaboraría gustosamente en esa tarea...

—Por desgracia, señor Castaño, no estoy facultada para ordenar una investigación en toda regla.

—¡Pues es una verdadera pena!

Iturri estaba convocado a una reunión en poco más de media hora y quería acabar con aquel sujeto. Lola, sin embargo, parecía disponer de todo el tiempo del mundo.

—Señor Castaño, supongo que usted ha estudiado con detenimiento todos esos informes...

—Supone bien.

—En ese caso, se habrá hecho una idea de sus zonas grises, me refiero a lo que sea potencialmente vulnerable.

—Tengo mis sospechas, si es eso lo que pregunta.

—Si tuviera capacidad para hacer alguna investigación, ¿por dónde empezaría?

No dudó ni un segundo.

—Es obvio, señoría: por las señalizaciones.

—¿Las señalizaciones? ¿Es obvio?

—Sí. Verá: las carreteras deben estar señalizadas verticalmente, con señales, hitos, banderolas, carteles o paneles complementarios, y también horizontalmente, con bandas continuas y discontinuas pintadas en el firme...

Le interrumpió enfadada:

—¡Sé conducir! Dígame, ¿por qué empezaría por ahí?

—Pues es muy sencillo: es justo allí donde está la madriguera del ratón.

—¡Pero acaba de decir que no hay ratones!

—Ratones no, pero hay un ratón.

La juez se estaba hartando de tanto roedor. Además, no le gustaba jugar al escondite. Los hechos delictivos no ejercían sobre ella el mismo tipo de seducción que sobre Castaño.

—¿Puede ser más explícito?

—¡Naturalmente! Hay un pequeño ratón corriendo por las señalizaciones.

Lola miró a Iturri y comprobó que había perdido todo interés en la explicación y estaba preparado para marcharse.

—De acuerdo —dijo poniéndose en pie—. Mire, señor Castaño, yo soy de letras. Eso significa que entiendo de conceptos, de leyes, pero no de números. Los números, los porcentajes, las medidas y, por supuesto, las desviaciones, me abruman, me superan. ¿Me comprende? —El inspector acató con un ligero gesto—. Bien, me alegro. Además, odio a los roedores, a todos. Chillo y me subo a las sillas cuando los veo, como en una película mala. De modo que le agradecería que dejara a esos bichos en paz, y se centrara en el tema. Haga el favor: necesito que me lo explique de forma que yo lo entienda. Eso es vital, si no lo comprendo yo, tampoco lo comprenderá el juez instructor, y el sobreseimiento de la causa estará servido. ¿Usted quiere que estos señores huyan de las garras de la Real Hacienda?

—Ya veo que ustedes no saben paladear estas cosas. En fin, se lo resumiré. En la construcción de esta carretera se subcontrató la señalización. Es decir, que la tarea no la realizó la empresa central (la constructora Buccara S.A., que fue la que suscribió el contrato con Venezuela y el Banco Mundial), sino otra empresa, con la que aquélla firmó un contrato. Esto es práctica habitual; nada que objetar.

—Muy bien, una empresa construyó la carretera y otra la señalizó.

—Así es. La empresa que, como usted dice, señalizó la carretera se llama Ronda 66... En sus cuentas, hay un ratón... —Viendo el gesto adusto en el semblante de la juez, rectificó—: Perdón, lo que quería decir es que las cuentas de esta empresa presentan la única desviación positiva del... —Miró a la juez, y añadió—: En dos palabras, es la única que se pasa de precio. Exactamente, un 52 %. Una cifra nada despreciable. Me extrañó encontrarme una mancha de ese tamaño en un paño inmaculado y me tomé la libertad de investigar un poco...

Iturri dio un respingo.

—¿Investigar?

—Sí —dijo sacando un folio de la carpeta—. Llamé a Venezuela. Tenga, señoría, ésta es la factura del teléfono. Tendrá que abonarla a mi oficina, ya que son unidades administrativas distintas; en otro caso, supondría un desvío improcedente de fondos...

MacHor le cortó de inmediato.

—No se preocupe, se lo abonaremos. Por favor, continúe.

—Telefoneé a Caracas, a la sede de la empresa de señalizaciones, y pregunté por el gerente que había llevado esa obra. La secretaria me dijo, entre susurros, que ya no trabajaba allí. Pedí la dirección de su casa o de su nuevo trabajo. ¿Saben qué me dijo la joven?

—Pues no.

—Que al gerente le habían echado una maldición.

—¿Que le habían echado qué? —chilló Iturri. Su aguante había alcanzado su límite.

—Dijo que le habían lanzado una maldición. No me mire así, inspector, déjeme que se lo explique: mientras se construía la carretera, a este pobre hombre, que era un empleado modélico que llevaba quince años en la empresa, le despidieron. Eso ya fue bastante duro. Tenía cuatro hijos y otro en camino. Pero aún había de llegar lo peor: un mes después murió en extrañas circunstancias.

—¿Extrañas circunstancias? ¿Quiere decir que lo asesinaron?

—¡Ah, eso no lo sé! Pero es una coincidencia curiosa. ¿No les parece extraño?

—En absoluto —declaró Iturri, levantándose—. Lo siento, tengo que marcharme. Me esperan en una reunión. Gracias, señor Castaño. Ha sido usted de gran ayuda. Ahora todos dormiremos más tranquilos. Adiós, Lola; ya te llamaré.

Ella no contestó. Se limitó a observar cómo abandonaba su despacho. Cariacontecido, Castaño se alisó con gesto meticuloso los extremos del bigote. Finalmente preguntó:

—Entonces, señoría, ¿ya está?

MacHor asintió.

—Me temo que, sin pruebas, no podemos hacer nada. Como dice el inspector Iturri, el caso está cerrado.

Se estrecharon la mano, pero el inspector se resistía.

—Señoría, ¿a usted le importa que yo siga investigando?

—¿Qué quiere decir exactamente con investigar?

—Que haga algunas pesquisas...

La juez dudó unos instantes.

—Supongo que no habrá problemas, siempre que se mantenga usted dentro de la legalidad. Pero ha de saber que actúa por su cuenta. Este juzgado nada tiene que ver en eso...

—¡Por descontado, señoría, soy un funcionario del erario público, y siempre me atengo a la legalidad!

Siguió en pie, sin moverse, con la mirada fija en la juez.

—¿Algo más, señor Castaño?

—Queda una pequeña, pero importante, cuestión, señoría.

—Usted dirá...

—Tengo que saber quién correrá con los gastos de la investigación.

Necesitó unos segundos para contestar. En realidad, no sabía qué debía decir.

—Bueno, si se trata de cantidades pequeñas, mi tribunal se hará cargo, aunque eso no depende del todo de mi voluntad. Sin embargo, puedo proponer a gerencia que la Administración sufrague ese gasto. Si la cantidad es elevada...

Como si llevara preparada la respuesta, Castaño propuso inmediatamente:

—A ver qué le parece este trato: si consigo algo y usted logra instar un proceso, su tribunal paga todos los gastos, incluyendo mis horas de dedicación. Cobro a setenta euros la hora de sesenta minutos. Si no consigo nada, sólo cobraré la mitad de los gastos y no facturaré las horas.

—Me parece justo. Sin embargo, debo advertirle de que, en el caso, no seguro, de que mi petición sea admitida, la Administración es lenta a la hora de hacer efectivos los pagos...

—¡Qué me va usted a contar a mí, señoría!

—Una cosa más. Dice que si no logra hechos, la Administración sólo pagará la mitad de los gastos. ¿Quién correrá con el resto?

—Yo mismo: dinero de mi bolsillo.

MacHor pensó en David Herrera-Smith, en sus cansados ojos azules, y se decidió.

—Muy bien, si son moderados compartiré personalmente esos gastos con usted. ¡Espero que Jaime me perdone!

—¡Estupendo! —exclamó Castaño.

—Pero con una condición, que imagino aceptará. Quiero saber de antemano, ahora mismo si es posible, qué es lo que piensa hacer.

Roque Castaño sonrió maliciosamente.

—Es fácil, señoría: voy a localizar la madriguera. ¡Sería la primera vez, en veinte años, que se me escapa uno de esos ratones!

La juez sonrió, aunque, tras tantas referencias al gremio de los roedores, empezaban a picarle las piernas. Despidió a Castaño y se encerró en su despacho. Necesitaba hablar con Iturri. No había querido hacerlo con el inspector delante, pero, en el momento en que se quedó sola, no pudo aguardar más.

Iturri cogió el teléfono casi al instante de sonar.

—Lo siento, Lola, estoy en medio de una reunión...

—Tengo que hablar contigo.

El inspector accedió sin protestar, como si, en realidad, estuviera esperando la llamada.

—Dame un segundo. No cuelgues.

MacHor esperó con los ojos cerrados, tratando de sosegarse y pensar con objetividad. No lo consiguió. Estalló cuando volvió a escuchar su voz.

—¡No puedo creer que hayas hecho esto, Juan!

—Hacer ¿qué? El tío del bigotillo, el experto de los expertos, elegido por tu propio marido, ha examinado el informe y no ha encontrado nada. Punto y final. Tu amigo yanqui estaba deprimido y se suicidó: fin de la historia.

—Has visto las fotografías, Juan. Fue una encerrona para extorsionarlo.

—De acuerdo, Lola, tienes pruebas de que la china le hizo guarradas y luego intentó coaccionarlo. Pero no nos consta que fuera por el jodido expediente. Lo más probable es que buscara dinero. Es la más común de las historias, más vieja que el mundo: un vejete rico, viudo y solo; una chica apetitosa, unas fotografías comprometedoras...

—¡Pero Castaño dice que hay algo en el expediente Canaima que huele mal!

—Ese tío es un obseso, Lola, ¿es que no lo ves? Encontraría defraudadores entre los clientes de una guardería infantil. ¡Estoy seguro de que sueña con ellos! Menos mal que mantengo domicilio fiscal en Bélgica...

—¡Es extraordinario! —se quejó MacHor—. ¿Dónde has aparcado el instinto?

—Lo tengo activado, como siempre. Me dice que no hay nada debajo de lo que se ve.

—¡Se lo debo a Herrera-Smith, Juan, se lo prometí! Y creo que te equivocas.

—Sigue mi consejo, Lola: envía el alfiler de corbata a sus hijos y olvídate. No le debes nada.

—¡No me esperaba esto de ti, Juan, no me lo esperaba!

—Lola, el problema no está en mí, sino en ti. ¿Quieres saber cómo lo veo yo?

—No.

—Pues te lo diré de todas formas: lo que ocurre es que echas de menos la acción del juzgado de a pie. Y te has tomado este caso como un sucedáneo, como un entretenimiento. Pero no hay nada de nada.

—No es cierto. Yo soy una persona pacífica.

—Eres como yo; necesitas estar metida en líos, necesitas la adrenalina. Deberías venir a la Interpol. Aquí, conmigo, serías feliz.

Un cumulo de sensaciones contradictorias la envolvió, pero las desechó rápidamente:

—No necesito a la Interpol, Juan; ya soy feliz.

—Bien..., si estás segura...

Ella no respondió. Se quedó casi aguantando la respiración. Iturri continuó.

—Lola, me alegro de que Herrera-Smith viera fantasmas; ha permitido que nos reunamos de nuevo. ¡Créeme, ha sido un verdadero placer! Avísame si surge algo nuevo, aunque lo dudo. Llámame, también, si quieres que nos veamos... Podemos quedar, simplemente, para charlar. Tomar un café como hacen los amigos, sin cadáveres ni fotografías porno sobre la mesa, aunque esto último es opcional... ¿Lo harás?

Lola sintió otro escalofrío en el cuello. No sabía qué decir, de modo que apretó la tecla roja y colgó. Recogió el expediente y lo guardó bajo llave. Apagó el ordenador y salió dispuesta a irse a casa. Necesitaba abrazar a su marido.

No se lo permitieron.

—¡Lola, Lola, no te vayas! —le chilló Tania, una de las oficiales del juzgado.

—¿Ocurre algo?

—Ocurre. Tengo al teléfono a un tal Lorenzo Moss. Dice que es secretario de Estado de algo y que le conoces... Entre nosotras, no parece más que un gilipollas con el ego subido. ¿Cuándo se ha visto que un señorito secretario no haga llamar a su secretaria?

—Gracias, pásamelo —cortó Lola volviendo a encerrarse en el despacho.

Echaba de menos a Susana. Aquella oficial tan democrática que la tuteaba y nunca llamaba a la puerta la incomodaba profundamente.

—Joder, Lola, ¿de dónde has sacado a esa joya? —protestó Lorenzo.

—Estaba aquí cuando llegué. Venía con el puesto. Es funcionaría. Yo no puedo, como tú, escoger a mi equipo —se disculpó, aunque, por una vez, estaba de acuerdo con él.

—Me ahorro los comentarios, pero yo que tú la arrojaría con disimulo por la ventana. Estoy seguro de que hay alguna eximente... Bueno, dejémoslo. Dime, ¿cómo va tu nuevo cargo? No hemos hablado desde que volviste de Singapur.

—Es cierto. Espero que no me llames para invitarme a otra conferencia de gente guay. Tuve bastante.

—¡No me extraña, con todo el jaleo de aquel tío que decidió suicidarse! Muy desagradable, sí... Pero no, te llamo para otra cosa. Verás, mi mujer, y yo mismo, somos buenos amigos de Jimena Wittman y de su marido. El próximo sábado organizan una cena benéfica en el hotel Palace.

—¿Quién es Jimena Wittman? Me suena un poco el nombre, pero no la sitúo. ¿Debería conocerla?

—¿Te suena un poco? Joder, Lola, ¿en qué mundo vives?

—No sé, ¿en Madrid?

—¿Es que no lees Hola, Lecturas o alguna de esas revistas?

—Sólo cuando voy a la peluquería y no he llevado un libro... Es decir, casi nunca.

—Pues si las leyeses, sabrías de quién hablo. Es la estrella intocable de la prensa del corazón; la más elegante, la más rica, la más guapa. La nueva Isabel Presley.

—¿Eso significa que se ha casado muchas veces, o que está recauchutada?

Lorenzo se echó a reír.

—Ramón es su segundo marido, sí, pero no lo decía por eso... Dirige una macrofundación de ayuda a las mujeres africanas. Esa cena es para recaudar fondos.

—Pues me alegro por las mujeres africanas, pero no sé qué tiene que ver conmigo. Yo no ando sobrada de fondos, ni tengo pasaporte angoleño, de momento.

—¡Coño, Lola, déjame hablar! Cada día estás más puñetera.

—De acuerdo, Lorenzo, me callo.

—Verás, como su fundación se centra fundamentalmente en las mujeres, a ella le hace ilusión verse rodeada esa noche de eso que ahora llaman la nueva mujer española. Ya me entiendes: apoderamiento femenino, superación de la discriminación; cuestiones de género, vamos. Le gustaría contar con mujeres emprendedoras, solidarias, triunfadoras en algún campo del saber, de la ciencia o del arte... Es evidente que ya mantiene relaciones con muchas, incluso en el ámbito internacional, pero cuando nos reunimos para ultimar la lista, pensé en ti de inmediato.

—¿En mí? ¡Lo que faltaba! Yo no soy representativa de nada... Sólo mis platos de pasta al ajo son famosos. Además, una cena de ese tipo... En fin, no es de mi estilo.

—Piénsalo, Lola. Allí estará la flor y nata de la sociedad madrileña, también del mundo de la justicia. Vocales del Consejo General del Poder Judicial, fiscales y magistrados... Sería un buen momento para dejarte ver... No recuerdo haberte encontrado en ningún acto del Círculo de Bellas Artes, ni en el Club Siglo XXI... Esto no es Pamplona, guapa... Cuando haya que renovar cargos en el Tribunal Supremo, tu nombre no estará en ninguna lista...

—¡No empieces con tus enredos, Lorenzo! Yo no soy un político; en mi mundo impera la profesionalidad...

Moss no la dejó terminar.

—¡Cuéntame una de chinos! —Inmediatamente se arrepintió y añadió—: Además, Lola, en la cena no sólo habrá políticos, también los principales empresarios españoles. Ramón Cerdá se ha encargado de que estén todos.

MacHor dio un respingo.

—¿Ramón Cerdá?, ¿te refieres al presidente del grupo Buccara?

—El mismo, ¿le conoces?

—No, pero de él sí he oído hablar. ¿Qué tiene que ver con esa tal Jimena?

—¡Es su marido! ¡No me puedo creer que no lo sepas!

—Pues no lo sabía, lo siento.

—Compra el Hola de esta semana y te empapas: ocupan portada. Podrías venir con tu marido. Estoy seguro de que Jaime también hará buenos contactos. Jimena recauda fondos para investigar un remedio asequible contra el sida; ya sabes que el que existe sólo pueden permitírselo los ricos. Y sostiene programas coordinados contra la malaria, creo. Anda, Lola...

Se produjo un leve silencio, que MacHor aprovechó para reflexionar. Finalmente desistió. Era demasiado arriesgado.

—No lo sé, Lorenzo. No puedo decirte nada, de momento.

—Haremos una cosa. Yo cuento con vosotros; si no podéis, me llamas. ¡Pero no lo hagas!

—De acuerdo, quedamos así.

Por fin logró colgar. Lorenzo era persistente cuando quería algo.

Llamó al chofer y le pidió que la llevara a casa, pero que antes parase en algún quiosco. Iba a comprar la revista.

Pasaban unos minutos de las seis de la tarde. Jaime estaba cerrando la puerta de su casa cuando ella llegó.

—¡Lolilla, qué suerte que vengas tan pronto! Me acaban de llamar del Centro; tengo que marcharme. Un caso urgente.

—Esperaba que pudiéramos charlar un rato. Solos por una vez...

—Lo siento, cariño, pero dos de los perros han muerto. Creen que la causa más probable es un tromboembolismo pulmonar. Debemos comprobarlo antes de continuar. ¡Nunca nos aprobarán ese fármaco si tiene ese efecto secundario, nunca!

Tratando de parecer conciliadora, le contestó:

—Lo entiendo, Jaime, por supuesto, pero si los perros ya están muertos, puedes retrasar la autopsia hasta mañana...

—Sí, claro, pero cuanto antes lo sepamos, mejor. ¡La patente está en juego, y hemos convocado a la prensa para pasado mañana! Son muchos millones, ¿sabes?

—No creo que sea preciso ofrecer a la prensa todos los detalles...

—Ya sabes que ese no es mi estilo...

—Lo sé.

—Por cierto, había encargado pizzas; así no tendrás que cocinar. ¡No me esperes levantada! Creo que tardaré.

Lola le siguió por el pequeño jardín delantero hasta el coche. Sabía que no era un buen momento, pero no pudo esperar.

—Jaime: tu amigo, Castaño, no ha encontrado indicios de delito en el expediente.

—Pues si Castaño no ha visto nada, es que no hay nada ¡Es el mejor! Me alegro por ti, Lolilla: un problema menos... ¡Otra cosa, casi la olvido! ¿Podrías plancharme la camisa blanca, la de doble puño? Me gustaría ponérmela para la rueda de prensa. He intentado hacerlo yo, pero ya sabes qué mal se me dan los puños... Lo siento, tengo que irme, hace un rato que me esperan. ¡Y gracias por plancharme la camisa!

—Jaime...

—Lo siento, cariño; hablaremos mañana —dijo arrancando.

 

 

—¿Soy feliz? —se preguntó, ya en la cama.

Carecía de respuesta. Ni siquiera estaba segura de saber, a aquellas alturas, qué era la felicidad o dónde se compraba. Cuando era joven pensaba que cada etapa de la vida aportaría su propia dosis de felicidad: éxito laboral, matrimonio, hijos, dinero... Tenía ya muchas de esas cosas: estaba casada con Jaime desde hacía más de dos décadas, un compañero inteligente, atractivo y fiel. Por otro lado, había logrado un puesto importante en la judicatura. Tenía unos hijos magníficos. El dinero... No podía quejarse. Vivían holgadamente. Sin embargo, no tenía paz y andaba corta de alegría. Recordaba con añoranza los primeros años de matrimonio, cuando les faltaba de todo, pero todo les sobraba. Aquellas épocas en que la ternera era un plato de lujo y la palabra estrenar no figuraba en su diccionario. Épocas de penuria y de profunda alegría. Ahora estrenaba conjuntos de Armani, pero estaba siempre nerviosa, preocupada por mil asuntos que le impedían degustar la vida. Cuando disponía de tiempo para pensar notaba el agujero de la boca del estómago, un dolor que aseguraba, a gritos, que algo le faltaba. Quizás Iturri tuviera razón y ella misma fuera la causa del problema. Trasladarse a Madrid había empeorado las cosas. Ya nunca veía a Jaime, cuyos éxitos se multiplicaban. A él se le notaba contento, en perpetuo movimiento, tanto que cada vez resultaba más difícil mantener una conversación, tener siquiera algo de qué hablar.

Quizás le pidiera demasiado a la vida.

Volvió a pensar en Iturri y en su ofrecimiento. Era tentador: charlar sin prisas, reír, ser escuchada, sentirse apreciada. Por las extrañas asociaciones de ideas, Iturri le llevó hasta Herrera-Smith. Y de pronto se dio cuenta de que había una cosa que no había hecho: llamar al presidente del Banco Mundial. Herrera-Smith había dicho que, si tenía problemas, acudiera a Paul Woolite.

La tarde había volado. Eran las dos de la madrugada. Jaime no tardaría en llegar. Se levantó y abrió el armario. Rebuscó en el último cajón. Hacía tiempo que no lo hacía. Sacó el camisón de seda negra y se cambió la ropa interior de algodón. Luego volvió a la cama, alisó la colcha y se puso a leer.

La despertó el conocido y estridente sonido metálico del despertador. Las siete menos cuarto. La luz de la mesilla estaba encendida; la novela, a los pies de la cama. Se acercó hasta el dormitorio de su marido. La cama estaba sin deshacer. No había dormido en casa.