La cena resultó relajada y hasta divertida; las viandas, exquisitas. Herrera-Smith parecía sereno, casi contento. Tan cortés como ocurrente. Vestía de etiqueta, como todos los caballeros; las damas, sin excepción, de tiros largos, pero con distinta fortuna. La representante alemana, entrada en años y en kilos, destacaba con un traje blanco de lentejuelas, con un escote en pico que cosechó todas las miradas, y que animó la conversación de las esposas de los dignatarios. Cualquier persona ajena a aquel evento hubiera supuesto que se trataba de la novia, y que la boda se celebraba con cierta urgencia.
MacHor había seguido la norma de los tres adjetivos (discreto, corto y oscuro) que se imponía cuando acudía a un acto social en el que desconocía la costumbre imperante. Llevaba un traje negro de gasa convenientemente entallado y un chal de seda a juego. Se había recogido el pelo en un moño alto. Creía, con acierto, que el negro resaltaba sus rasgos pelirrojos. Pero sobre todo era socorrido.
Como David le había prometido, estaba sentada a su mesa, pero no tuvo ocasión de hablar con él. Los de la organización la habían situado entre la primera dama de Singapur y el gobernador del Fondo por la Guyana. La primera dama, en su condición de anfitriona, se mostró atenta, preguntándole mil y un detalles sobre España. Todavía vivía en el tópico de las corridas de toros, y no pudo evitar confesarle que la sola visión de un hombre vestido de luces y calzado con aquellas zapatillas de baile enfrentándose a un animal enorme le producía escalofríos. Lola le habló de los sanfermines, para que se sorprendiera todavía un poco más. Luego la conversación derivó hacia las maravillas de la gastronomía y las películas de Almodovar, en definitiva, las portadas de The Economist o del suplemento de los diarios de principal tirada. Al gobernador por la Guyana no le interesaban ni España ni sus toros. Parecía obsesionado por el contagio de las fluctuaciones en los mercados financieros y cuando Lola admitió sentirse perdida en aquel lenguaje de volatilidad, bonos convertibles y warrants, aprovechó la ocasión para explicarle la última crisis provocada por las empresas tecnológicas y augurar la inminente quiebra del mercado inmobiliario. Lola resistió ambos envites con paciencia y buen hacer, pero se alegró sobremanera cuando llegaron los brindis.
El tercero lo pronunció el director Herrera-Smith. Con una copa de champán en la mano, y sin ayudarse de ninguna nota, expuso con voz clara:
—Excelentísimo señor primer ministro Lee Hsien Loong, muy distinguida señora de Lee Hsien Loong, señor director gerente De Rato, señor presidente Woolite, señores gobernadores, damas y caballeros:
»En nombre de la Oficina de Integridad Institucional del Banco Mundial y del mío propio, deseo dar la bienvenida a todos los presentes a estas Jornadas del Fondo Monetario Internacional y del Grupo del Banco Mundial, en las que se van a tratar temas de transparencia y lucha contra la corrupción.
»Quiero empezar agradeciendo las atenciones que hemos recibido del pueblo y del gobierno de Singapur, paradigma del progreso limpio y sostenido que ha logrado la región entera. Todos sabemos que la lucha contra la corrupción tiene profundas consecuencias en el crecimiento económico mundial y la inversión internacional. La experiencia de Singapur encierra muchas lecciones extrapolables a otros lugares, que les animo a descubrir.
»Queridos amigos, aunque los desafíos son enormes, tengo esperanza en la capacidad de la comunidad internacional de aunar esfuerzos para afrontar este reto de la corrupción. Los corruptos, los extorsionadores han de saber que no se saldrán con la suya, que siempre nos tendrán delante. Como sabiamente me ha enseñado uno de los ponentes invitados a este meeting, en dichas materias ceder equivale a perder. El espíritu de cooperación es el principio básico de nuestras instituciones. Reafirmemos y reforcemos una vez más este espíritu de solidaridad y luchemos todos juntos contra esta lacra.
»Muchas gracias a todos. Y con ese espíritu de gratitud, deseo proponer un brindis...
Sin excepción, todos los invitados se pusieron en pie y levantaron sus copas.
Herrera-Smith continuó:
—Brindo por la prosperidad del noble pueblo de Singapur. Brindo por nuestras instituciones, y por quienes las hacen posibles: nuestros donantes, nuestros amigos y, hoy en particular, por los jueces y magistrados, los mejores garantes de un Estado de derecho global.
Todos aplaudieron con medida efusividad, pero Herrera-Smith no volvió a sentarse. Continuó de pie con la copa en la mano. El auditorio permaneció levantado y guardó silencio de nuevo, con expectación. Todo estaba dicho ya, ¿por quién iba a brindar?
Herrera-Smith carraspeó levemente y añadió:
—Permítanme que alce una última vez mi copa. Ante ese elenco de aguerridos y sacrificados magistrados, quisiera proponer un brindis muy especial. Jueza MacHor, quiero que sepa que ha sido un honor conocerla. Y que esta casa le debe todo su respeto.
Lola MacHor escuchaba el discurso medio distraída cuando oyó su nombre. Se revolvió en la silla, boquiabierta. Sus mejillas sólo necesitaron una milésima de segundo para teñirse de grana, a juego con su pelo. Trató de pasar inadvertida; fuera de los de aquella mesa, nadie la conocía. Sin embargo, no lo consiguió. Herrera-Smith seguía en pie, mirándola, con la copa en alto. Tras unos incómodos segundos, que la primera dama de Singapur aprovechó para romper en aplausos y señalar a diestro y siniestro que la homenajeada estaba sentada junto a ella, MacHor se vio forzada a levantarse y saludar. Los presidentes del Banco y del Fondo Monetario Internacional cruzaron una mirada de extrañeza; ninguno de los dos conocía a aquella señora ni por qué motivo se le tributaba aquel homenaje. Aun así, se levantaron y aplaudieron.
Lola rogó a Dios que, con su omnímodo poder, hiciera un nuevo milagro y la volviera transparente, y si, por el motivo que fuera, eso no era posible, acelerara el funcionamiento del reloj para que aquel momento se desvaneciera. El cielo no escuchó ninguna de sus peticiones.
Mientras los invitados terminaban los postres, se devanó los sesos tratando de adivinar qué significaba aquel brindis. Concluyó que los hechos que el día anterior preocupaban tanto a Herrera-Smith se habían resuelto satisfactoriamente, y que ella había contribuido con sus consejos. Lo curioso era que no recordaba haberle ofrecido ninguna recomendación concreta.
El gobierno de Singapur había organizado un espectáculo cultural con fuegos artificiales y bailes típicos. Sin embargo, Lola decidió retirarse. Quería llamar a casa; hacía más de doce horas que no recibía noticias y estaba preocupada. Esperaba que la policía tuviera controlados los movimientos de Ariel. «También llamaré a Galbis», se dijo. Se despidió de la primera dama y de mister Warrant, y se escabulló lo más rápido que pudo.
Subió a uno de los coches preparados por la organización, que la llevó directamente al hotel. En España era media tarde, podría localizar tanto a su marido como al policía. No tuvo paciencia, y empezó la tanda de llamadas en el coche. Primero marcó el número de Jaime. Le pilló en medio de una sesión clínica. Prometió devolver la llamada en cuanto pudiera, pero tuvo tiempo para asegurarle que todos estaban bien.
En la habitación llamó a Galbis. Con él tuvo más suerte.
—Subinspector...
—¡Juez MacHor, qué alegría oírla! Tengo algunas cosas que contarle, pero, como no sabía cuál era su horario, no he querido molestarla.
—Pues aquí me tienes, espero que las noticias sean buenas.
—Hay de todo, pero mayormente buenas, ya que desde esta mañana tenemos a Ariel en la cárcel.
—¿En la cárcel? ¿Cogieron el alijo?
—Sí, los cinco kilos. La redada fue impecable. Yo no lo sabía, pero en la red colombiana que le proporcionaba la droga había un infiltrado. Es decir, que lo tenemos todo muy atado...
—Telmo Bravo se alegrará; al menos verle en la cárcel le resultará un consuelo.
—Supongo que sí, aunque su nieta seguirá pudriéndose bajo tierra.
—Por lo que a mí respecta, me quedo mucho más tranquila. Pensar en mi familia desde tan lejos me causaba una gran preocupación.
—Me lo imagino... Déjeme que le cuente cómo intervino Telmo Bravo. Gracias a él descubrimos el alijo. Como usted nos dijo, le pedimos que hiciera un listado de las cosas que sobraban en aquel local, de lo que no cuadraba, de lo que le había llamado la atención. A cada una de las preguntas, contestaba meneando la cabeza. No había visto nada anormal. Los compañeros se desesperaban porque a ese paso, el juez no firmaría la orden de registro. Y la droga se esfumaría. Fue mi nueva ayudante, una chica que parece tonta, la que resolvió el asunto. Se puso a su lado y le dijo con voz suave: «Don Telmo, yo nunca he estado en esa discoteca. ¿Podría usted contarme cómo es?». Telmo desgranó los detalles del local, los asientos, la pista de baile, la oscuridad y el extraño olor. «¿Olor a tabaco?», preguntó mi ayudante. «A tabaco, sí, pero sobre todo a éter. Me recordó a cuando me operaron de apendicitis, en la guerra», dijo. ¡Éter! En cuanto el juez escuchó esa palabra, emitió la orden de registro. Como sabe, señoría, esa sustancia es prueba inequívoca de tráfico. Se emplea como disolvente, para hacer soluble el reactivo. Los pillaron con las manos en la masa, cortando droga.
—¡Lo sabía, sabía que Telmo tenía la clave! Y él, ¿cómo está?
—Ésas son las malas noticias. Tiene el pulmón y el hígado dañados... Y anda por los ochenta. A esa edad, todo se agrava.
La juez sintió un escalofrío. La historia se repetía.
—¿Vivirá?
—Los médicos no quieren mojarse, parece que, si no surgen complicaciones, habría una probabilidad frente a tres.