Con la nota y el CD en la mano, David Herrera-Smith cayó en un estado de profunda depresión. Todos los miedos y las peores pesadillas se dieron cita en su mente. Incapaz de pensar, de reflexionar y hasta de llorar, llamó trastabillando a los organizadores del meeting. Alegó que tenía que arreglar algunos asuntos urgentes y que pasaría la mañana en la habitación. Luego colocó en la puerta el cartel de no molestar y se metió en la cama.
¿Cómo era posible que una estupidez, diez minutos escasos, pudieran dar al traste con una vida llena de trabajo y virtud probados? Era un hombre íntegro, fiel. Jamás había aceptado un soborno. Como abogado, había defendido a personas que resultaron culpables, pero él no era un juez obligado a distinguir entre el bien y el mal. Ese puesto le correspondía en exclusiva a Dios. Y, por encima de todo, nunca había engañado a Rose Mary, aunque ocasiones no le faltaran.
Tras el impacto inicial, intentó decidir la postura que debía adoptar si sonaba el teléfono. Empleó más de dos horas en convencerse a sí mismo de que aquella situación se solucionaría por la vía rápida, mediante un fuerte adelgazamiento de su cuenta corriente, que podría soportarlo. Esa posibilidad, en el fondo, le reconfortaba. Todo lo que puede arreglarse con dinero no es un verdadero problema. No quería pensar en otras alternativas, no. Estaba convencido de que en breve le abordarían pidiéndole dinero, mucho dinero.
Sin embargo, a media tarde todavía no se había puesto nadie en contacto con él. El teléfono había permanecido mudo en todo momento, y no habían introducido ninguna nota por debajo de la puerta, los sistemas que imaginaba.
Se vistió y bajó a la planta baja. Pasó el resto de la jornada dejándose ver por la cafetería, el hall y el comedor. Hasta consideró ir a darse un baño en la piscina, pero, con un estremecimiento, desechó la idea de inmediato. Los paseos sin rumbo le resultaron sumamente engorrosos, pues muchos delegados se acercaban a saludarle y a contarle detalles de sus destinos o misiones, con el consiguiente temor inicial y el fingimiento posterior.
A las once de la noche volvió a la habitación. Se quedó dormido una hora más tarde, mientras rezaba para que, desde el cielo, su mujer le perdonara.