Capítulo 2

—Permíteme que te diga algo, Lola —musitó Uranga abriendo las manos en señal de rendición—: no me has querido contar los detalles; de acuerdo, respeto tu reserva, pero en estas circunstancias no puedo aconsejarte nada en concreto. A lo más que alcanzo es a formular generalidades.

Eran casi las cinco de la tarde. Estaban degustando la tarta de manzana con helado y un café. Lola había cambiado los garbanzos por una ensalada, aunque pidió el bacalao y el postre sugeridos por Gabriel.

Lo había encontrado con buen aspecto, algo más sobrado de peso que antes. Uranga distraía el estrés manteniendo el estómago ocupado, lo que había formado un rotundo flotador en su cintura. Sin embargo, su altura hacía que su cuerpo pareciera más fuerte que grueso. Además, su cara pecosa y su fina barba le conferían un aspecto juvenil, casi desenfadado. Y su carácter iba a juego con su rostro.

—Te doy más detalles si prometes mojarte —ofreció la juez.

—Acepto —respondió él, apartando el plato. No quedaba ni una pizca de la tarta ni del helado.

—Muy bien, ¡allá voy! Alguien, no puedo decirte quién, pero sí que es una persona de fiar, ha dejado en mis manos un expediente. Un Expediente con mayúsculas. Creo que la mía es la única copia del mismo que existe. Contiene una serie de documentos que podrían ser pruebas de la comisión de un delito en el ámbito internacional, en el que estaría implicada, al menos, una firma española...

Uranga la interrumpió.

—¿De qué tipo de delito estamos hablando? Porque si estás sugiriendo la Sala Penal de la Audiencia, tiene que ser de cierta magnitud: terrorismo, crimen organizado, mafias o algo por el estilo. La pregunta pertinente, entonces, es: ¿qué haces tú involucrada en asuntos de esa naturaleza?

—No estoy involucrada de manera particular, Gabriel. Por circunstancias completamente ajenas a mi voluntad, el expediente en cuestión fue a parar a mis manos...

—De manera extraoficial.

—Así es.

—Entonces, la cuestión está clara: llama a quien te lo dio y sugiérele que presente la correspondiente denuncia en el correspondiente juzgado. Ese es el procedimiento correcto.

—No es tan sencillo, Gabriel. —Tras un breve silencio, añadió—: El hombre que me lo dio ha muerto.

—¿Asesinato? —tanteó el juez sin ninguna afectación.

—Suicidio.

Uranga la observó en silencio, mientras meneaba una y otra vez la cucharilla del café. Al fin, dijo:

—Lola, voy a hacerte una pregunta y quiero que me respondas con sinceridad, ¿vale?

—De acuerdo.

—Ese expediente del que hablamos, ¿tiene algo que ver con los atentados del once de marzo en la estación de Atocha?

—Nada en absoluto —contestó ella rápidamente.

—¡No sabes cómo me alegra oír eso! La conversación me estaba provocando una terrible sensación de vértigo. Creo que me voy a tomar otro café, ¿me acompañas?

—Tendrá que ser descafeinado.

Gabriel llamó la atención de la camarera agitando su manaza en el aire.

—¡Dos descafeinados de máquina, por favor! Muy bien, felicidades, no es terrorismo. ¿De qué se trata?

—Es difícil de precisar. En honor a la verdad, Gabriel, ni siquiera llego a entender algunas de las partes del dichoso expediente. Bueno, casi ninguna.

—Comprendo, entonces es un caso de corrupción...

—¿Cómo lo has sabido? —exclamó la juez—. ¡Parece que hayas leído mis pensamientos!

—Lo hago —bromeó—. Ya sabes que lo que no quieras que se sepa, no lo pienses.

—¡En serio, no puedo creerlo! No te había dicho nada todavía.

Uranga sonrió abiertamente.

—¡Evidente, querido Watson!

—Pues yo no lo veo tan evidente —protestó Lola sintiéndose cogida en falta.

—Lola, querida, si estuviera aquí nuestro común amigo el inspector Iturri lo explicaría más o menos así: punto primero, en ningún momento de nuestra conversación has tipificado el delito, cosa que los de la profesión hacemos antes de respirar. Eso significa que no tienes un tipo exacto. Lo tendrías si habláramos de terrorismo o de bandas organizadas. Punto segundo, acabas de señalar que tu expediente incluye apartados que no entiendes. Eso indica que el tema te excede, lo cual no es fácil, pero yo te conozco. ¿Qué temas te exceden a ti? Obviamente, los números. ¿Te acuerdas de lo que tuvimos que estudiar para aprobar la asignatura de economía? —dijo guiñando un ojo. Ella, que recordaba bien aquel suplicio, asintió con energía—. Eso implica que es un delito económico, probablemente con balances y cuentas de resultados indescifrables. Punto tercero, no son muchos los delitos de esa naturaleza que pueden llegar a la Audiencia. Si fuera una falsificación de moneda, una estafa o un fraude a los consumidores no habría una sola copia del expediente, porque existiría documentación policial. Lo cual nos deja ante el nebuloso tema de la corrupción. Teniendo en cuenta que últimamente has ido dando conferencias por el mundo sobre ese tema, la sospecha se consolida. ¿Me dejas que especule un poco más?

—Adelante —contestó extendiendo la mano en señal de rendición.

—Éste es tu problema: alguien que cree haber descubierto una trama de corrupción, y que no sabe cómo combatirla, busca un juez que entienda del tema y le pasa la patata caliente. Luego va y se suicida.

—¡Impresionante, Gabriel! Como diría mi hijo pequeño: ¡caliente, caliente! Te has aproximado mucho.

—Lo sé —respondió visiblemente satisfecho—. Sin embargo, soy consciente de que mi argumentación no es tan sólida como aparenta. Tiene algunas brechas. Por ejemplo, ¿por qué el interesado entrega las pruebas a un juez y no a la policía? La respuesta parece obvia: se trata de una conspiración policial. Sin embargo, me has dicho que era un delito internacional. Eso excluye al típico agente marbellí implicado en el tráfico de drogas, o al mando intermedio que trapichea con explosivos. Si es internacional, se trataría de la Interpol. Pero, en ese caso, no habrían acudido a la Audiencia de Madrid. De modo, Lola, que no tengo ni puñetera idea de qué haces metida en ese berenjenal.

Lola contempló extasiada a su interlocutor. O él era muy listo o ella terriblemente torpe. Para no mermar su autoestima, decidió que el primer argumento era el correcto.

—Bueno, ¿qué me dices?

—Que has leído en mi mente como en un libro abierto.

—Pero mis pegas son reales, ¿no?

—Lo son, Gabriel. El asunto es un poco más complejo. Para empezar, ese expediente ya ha ocasionado una muerte, y no quiero que ocurra nada más. Al menos, nada que pueda achacárseme.

—Una muerte, ¿te estás refiriendo al suicida?

—Sí.

—Sólo me falta oírte decir que el FBI está implicado en la trama.

Lola perdió súbitamente el color de las mejillas. Trató de disimular bebiendo un sorbo de agua, pero se atragantó. Tuvo la impresión de que toda la sala se giraba para averiguar quién tosía de aquella manera desaforada.

—¿Estás bien, Lola? —preguntó Uranga, ajeno a las miradas indiscretas.

—Sí, por supuesto. Una tontería, se me ha ido por otro lado.

—No me refiero a la tos; eso ha sido posterior. Te he visto la cara cuando he mencionado a los yanquis. Supongo que debe de haber algún americano suelto. Eso siempre dificulta las cosas. Me doy cuenta de que el asunto es mucho más serio.

—Podría ser —respondió Lola entre las últimas toses—. Ya te he contado la mayor parte de los detalles. Te recuerdo que prometiste mojarte: dime qué hago con ese expediente y cómo lo hago.

Uranga meditó en silencio, jugueteando con la cucharilla del café.

—Sea como sea, Lola, para entrar ese expediente en la Audiencia tienes tres opciones. La manera más simple es entregar los documentos en tu juzgado y que los estudie e instruya el juez que esté de guardia esa semana. Me has dicho que había españoles implicados, de modo que es muy posible que se considerara procedente. Es simple, desde luego, pero tiene un inconveniente: no te asegura que el asunto llegue a buen término. A muchos jueces les pasa como a ti y a mí: no detectaríamos un blanqueo de dinero ni aunque nos estuviera mordiendo el trasero. Además, te verías obligada a dar muchas explicaciones. Si tienes alguna fuente oculta, se vería comprometida...

—Sí, eso ya lo había pensado. Opción descartada.

—La segunda posibilidad es que busques a algún juez de instrucción que pueda ser sensible a estos hechos... Que lo escojas previamente, vamos, y aproveches su guardia para presentar el expediente. Por supuesto, tendrías que hablar antes con él.

—También lo había pensado, pero ¿a quién podría encomendárselo? Se necesita alguien con temple y personalidad, y, por supuesto, con... —MacHor dejó la frase sin acabar. Pese a que Uranga era un buen amigo, la expresión que iba a emplear no era la más correcta. Él comprendió perfectamente.

—Sí, eso también. Hacen falta para hacer frente a las posibles presiones o incluso amenazas graves.

Lola estalló.

—¿Cómo voy a pasar esta historia a otro? ¿No te das cuenta de que si lo hago me protejo yo poniéndole a él en peligro? ¡Si le ocurriese algo, me lo recriminaría hasta el final de mis días!

—Salvo que al juez elegido no le disguste el riesgo.

MacHor le miró extrañada.

—¿De qué estás hablando, Gabriel? No te sigo. ¿A quién le puede gustar el riesgo?

—A alguien que persiga un fin superior. Un fin para el que resultara de utilidad aparecer como un héroe, el salvador del mundo mundial —señaló adoptando una expresión misteriosa, aunque el tono era inequívocamente sarcástico, si no de regocijo.

—Que yo sepa, Gabriel, Superman es un personaje de cómic.

—Lo es, pero nuestro juez no lo sabe —dijo él, y su sonrisa le llegaba a las orejas.

—Me temo que todavía no sé moverme bien por la Audiencia. No sé si te entiendo del todo... ¿De quién estás hablando exactamente? —preguntó Lola devolviéndole la mirada—. Espero que no sea de Galo Moran.

—Por supuesto. El mismo que viste y calza —respondió satisfecho.

—¡No puedo creer que des pábulo a los rumores! A mí me parece un buen juez.

—¿Rumores? ¡No tiene nada que ver con los rumores! Es un hecho constatado: Moran emplea el juzgado para atraer a las cámaras de televisión y utiliza las cámaras para subir peldaños de su carrera política. ¡Un caso internacional de corrupción puede catapultarlo a la cumbre! ¡Seguro que le encantará tu expediente! Incluso es probable que lo instruya bien.

—No seas tan drástico, Gabriel. Todos tenemos ambiciones, y la política forma parte de ellas. ¡Tú mismo fuiste director general con el gobierno anterior!

—Lo fui, por supuesto. Y quizás me hubiera gustado todavía más ser secretario de Estado o ministro. Fue una experiencia que no cambiaría, aunque no sé si sería capaz de repetirla. Pero cuando estoy en un tribunal, soy un juez, pienso como un juez y me atengo a la ley. Poco importa de qué partido sean el imputado o sus amistades. Por eso mismo no voy buscando casos que me den notoriedad; como juez, sólo me preocupa que la justicia funcione. Y, para ello, es preciso que el poder judicial sea verdaderamente independiente del ejecutivo. En fin —sonrió con dulzura—, creo que me estoy alejando del tema y tú necesitas una respuesta.

—Sí, tienes razón. Pero pensaba mientras te escuchaba que, si estás en lo cierto, quizás podríamos aprovecharlo. Aunque...

—¿Qué?

—Era una tontería.

—Nada que tú digas es una tontería, desembucha.

—Me preguntaba si Moran sería capaz de llevar el caso a buen puerto. No es que dude de su competencia, pero tener la vista puesta en otro lugar puede desorientar la instrucción.

—En eso te doy la razón —asintió Gabriel—. De modo que llegamos a la última opción...

Lola miró a su alrededor. Se habían quedado solos y los camareros mostraban cierto nerviosismo.

—Creo que deberíamos marcharnos.

Uranga miró el reloj.

—¡Las cinco y media! ¡Es tardísimo! Vamos, te acompaño hasta la Audiencia.

Mientras regresaban, a ritmo de paseo, Lola insistió:

—Hablábamos de mi última opción.

—Sí, y sabes cuál es: hacerlo tú misma. Conoces todos los datos, lo harás bien. Eso sí, has de tener mucho cuidado con el procedimiento: debe ser siempre la policía quien dé la cara. Busca a un agente, entrégale el dossier, recomiéndale que lo investigue a fondo y, luego, que él lo presente en el juzgado de instrucción que tú estimes oportuno...

—Llevo poco tiempo aquí, Gabriel. No tengo confianza suficiente con ninguno de los miembros de la policía judicial para hacer eso. Además, soy parte involucrada. No funcionaría.

—Sí, posiblemente es cierto.

Ambos se mantuvieron en silencio durante un rato.

—Se me acaban las opciones, Lola...

—Lo sé. Me tranquiliza, al menos, ver que has seguido los mismos razonamientos que yo; llevo muchos días dándole vueltas al dilema sin hallarle solución. Creo que Galo Moran va a ser mi única opción.

—Pensémoslo un poco más. Quizás se nos ocurra alguna cosa... ¿Lo has consultado con alguien más?

—No, tú eres el primero y el único.

Gabriel se echó a reír.

—Ha sonado fatal, ¿verdad? —Y tras un carraspeo añadió—: Lola, ¿cómo es posible que siempre andes metida en líos?

—¡Eso me pregunto yo! Pero yo no me meto, Gabriel, sino que ellos me buscan. ¡Si te contara cómo llegó ese expediente a mis manos!

—Lo cierto es que, desde que te conozco, cada vez que acudes a mí tienes entre manos un asunto desagradable. ¿Te acuerdas del pobre Iturri? ¡Lo que le hiciste trabajar cuando estabas en Pamplona!

—Más trabajará en la Interpol —protestó ella dolida. No le gustaba nada oír mencionar su fama de gafe.

—¡Lola, ésa es la solución!

—¿Cuál? No te sigo.

—¡Iturri, él es la solución! Está en la Interpol, pero es español. Seguro que puede echarte una mano, no sé, buscarte a alguien de confianza..., ayudarte personalmente.

—No sé si querrá —dudó MacHor—. Hace tiempo que no nos vemos. Seguro que anda liado.

—Lo que ocurrió en el pasado, pasado y olvidado está.

Lola enrojeció y se concentró en el pavimento.

—Ya hemos llegado. Piénsalo, señoría. Iturri es tu mejor opción. Aunque siempre nos quedará Moran —ironizó Uranga mientras la estrechaba entre sus enormes brazos.