La esquela, guardada en su billetera, estuvo chillándole toda la mañana. Cuando salió para tomarse un café en la esquina, sacó el recorte. Nada más ver el nombre de María Bravo en letras de imprenta sintió de nuevo el reventón del corazón y el amargor de la pena en su boca. Era una evidencia inequívoca, la prueba irrefutable de que no quedaba el menor atisbo de esperanza. La joven estaba muerta. Meterían sus trenzas en la caja y correrían el pestillo. Nada de libertad condicional, indultos inesperados o permisos penitenciarios. Enseguida vendrían los gusanos y la oscuridad.
El recuadro era algo más pequeño de lo habitual, pero contenía todos los ingredientes de las esquelas habituales. La frase en cursiva, señal de que era el instituto donde la joven fallecida cursaba sus estudios quien pagaba la factura, era lo único original: «Tus compañeros y profesores te recordaremos siempre».
—¿Siempre? ¡Menuda sandez! —susurró MacHor.
Era el tipo de frases que solían escribir las gentes de lágrima fácil y alma de plástico, empeñadas en que el mensaje pagado sonara bonito y pintara sentimientos. Pero no rotulaban para el muerto, sino para ellos mismos. Decir que recordarían a María les hacía sentirse mejor, más abiertos a un infinito en el que nunca pensaban. Sin embargo, no la recordarían mucho, y, desde luego, nadie la recordaría siempre. Sólo se había parado el reloj de María. Los de los demás seguían acelerándose al ritmo de la vida. Ya se sabe, el muerto al hoyo y el vivo al bollo, que por algo los acres de Dios están a las afueras, lejos del sol y del cine y de los bocadillos de chorizo. Lejos, no sea que nos demos cuenta de que todos terminaremos pagando allí hipoteca.
—¡Mierda, mierda, mierda! ¡Esto no tenía que haber pasado! —se reprochó dolorida.
Leyó de nuevo el lugar de la ceremonia. Desconocía el emplazamiento exacto, pero no tenía pérdida; en las ciudades como Pamplona nada la tiene. Sólo esperaba que fuera una iglesia grande, lo bastante grande para permitirle pasar inadvertida. Dobló en cuatro el recorte y, tras besarlo de modo furtivo, lo volvió a guardar en la cartera. No había sido invitada al sepelio, pero iría. Algo le decía que el anciano se merecía una explicación. Naturalmente que le había dado una por escrito a su abogado, pero ella se refería a una narración humana, cercana.
Se alegró de saber que tanto María como su abuelo eran católicos. Las ceremonias no confesionales le parecían, por lo general, horribles. Gentes arrojando frases más o menos sentidas, más o menos afortunadas, improvisando desde un estrado. Al final, siempre alguien eructa lo que no debe. Y a la desesperanza de la muerte se suma el silencio de la tosca vergüenza. Al menos, los católicos ofrecen una explicación plausible y una ceremonia sin imprevistos.
Prosiguió el camino hacia la cafetería, evitando los charcos. La última nube se retiró y el sol le abofeteó el rostro. Sacó las gafas y se las puso, retándole. El cielo se mostraba enteramente azul. Ni siquiera una pequeña nube. Sonrió agradecida. Como la cafeína, el sol era para Lola MacHor un potente estimulante.
Mientras caminaba intentó pensar de nuevo en la conferencia de Singapur. Tenía claro el contenido, el problema era el hilo conductor, los engarces de sus afirmaciones. Encontrarlos requería unas horas de paz, justo lo que no tenía nunca. Para ratificar su desespero, empezó a sonar el maldito móvil. Otra vez el pesado de Lorenzo Moss.
—Señor secretario de Estado, ¿cómo estás?
—Muy bien, Lola, ¿y tú?
—Voy tirando.
—¿Y mi conferencia, cómo va?
—Progresa adecuadamente —respondió con un deje lacónico.
—¡No puedo creer que no hayas hecho nada, Lola, me lo prometiste!
—Tendrás tu conferencia, Lorenzo, no te preocupes...
—De acuerdo, te creo. Dime, ¿has hablado ya con Herrera-Smith?
—¿Hablado con quién?
—Con David Herrera-Smith, el chairman de tu sesión.
—Pues no, no lo he hecho. Desconocía que debía hablar con él.
Lorenzo Moss enmudeció unos segundos.
Lola oyó como pasaba páginas de algún cuaderno. Sin duda, un dietario.
—Coño, Lola, con este jaleo es posible que se me olvidara mencionarlo... Da lo mismo: sea como sea, estás en su lista. Quiere hablar con todos los ponentes que participan en las sesiones que modera. Además, ha mostrado un especial interés por tu persona: ya conoces la importancia que el ámbito anglosajón otorga a los jueces...
—Igualito que en España —musitó ella, mordaz.
Moss no le siguió el juego.
—¿Le llamas tú, entonces?
—¿Y qué voy a decirle, que no he terminado de escribir mi discurso?
—¡Lola, no seas así! Sé que tienes recursos más que suficientes. Salúdale, preséntate, dale palique... ¡Por todos los santos, eres una mujer, lleváis eso en la sangre!
Lola no tenía ánimo para teatros, y menos con mandatarios extranjeros. Siguió resistiéndose.
—No tengo su teléfono, Lorenzo. Además, seguro que está todo el día ilocalizable.
—No te vas a librar tan fácilmente, señora juez. Te voy a dar su móvil, el particular. Te advierto que espera tu llamada, y te recuerdo, sobre todo porque presumes de ser persona de recias costumbres, que es de mala educación defraudar las expectativas de una persona respetable como Herrera-Smith.
—De acuerdo, le llamaré.
—¡Así me gusta! Sólo una cosa más, Lola: ten en cuenta la diferencia horaria, no vayas a despertarle a media noche.
—¿Cuántas horas nos separan de Singapur? —preguntó la juez, maldiciendo al creador de los números.
Moss calculó mentalmente.
—Pues éste, sin ir más lejos, sería un buen momento. Allí son las siete de la mañana.
—Vale, llamaré ahora mismo. Mándame un mensaje con su número de móvil.
—¿Me prometes llamarle?
—Soy abogada, no política. Siempre digo la verdad...
Oyó la risa antes de colgar.
Mientras entraba en la cafetería recibió el mensaje con el número de móvil. Lo copió y decidió telefonear enseguida. Así se quitaba el tema de la cabeza. Sus hijos le habían explicado que había una sencilla manera de conectar a través del mismo mensaje, pero no pudo recordarla. Tecleó y punto. Nadie respondió a su llamada. Lo intentó de nuevo. Finalmente le dejó un mensaje en el contestador.
«Director Herrera-Smith, buenos días. Le llamo desde España. Soy Dolores MacHor, presidenta del Tribunal Superior de Justicia de Navarra. Me dice nuestro secretario de Estado, Lorenzo Moss, que espera mi llamada. Estoy intentando, sin éxito, ponerme en contacto con usted. No obstante, no querría resultar inoportuna. Si le parece, le dejo el número de mi teléfono móvil. Quizás usted pudiera encontrar un momento en que le venga bien llamarme. Hasta entonces, cordiales saludos desde Pamplona.»
La contestación llegó apenas hubo colgado. Era una voz profunda. Le pareció de inmediato llena de personalidad, y a la vez bondadosa. Unos días antes MacHor había buscado información sobre él en Internet. No había logrado ninguna fotografía, pero sí saber que pasaba de los sesenta (cuatro o dos, dependía de la página consultada). Los éxitos de su despacho, muchos y difíciles, hablaban por sí mismos: Herrera-Smith era un gran profesional del derecho. Aunque identificar un rostro por la voz resulta engañoso, a Lola le gustó imaginárselo alto y delgado, con una preciosa mata de pelo canoso y unos ojos muy vivos, quizás claros. Estuvo segura de que se desilusionaría al verle.
—Soy David Herrera-Smith. Perdóneme, no he llegado a tiempo de coger su llamada.
—No se preocupe. Es un placer saludarle.
—El placer es mío, jueza MacHor, se lo aseguro. Sé que usted es una autoridad en criminología.
—Sus fuentes se equivocan. Me muevo entre criminólogos, pero mi ámbito es el derecho penal. Algo mucho menos pretencioso.
—No me lo puede negar, señoría: yo mismo he leído algunos escritos suyos relativos al derecho policial.
—Eso fue hace algunos años... Últimamente me he visto obligada a centrarme en el resbaladizo tema de los delitos económicos y financieros.
—¡Ah, los cuellos blancos, buena elección! Me temo que tenemos mucho en común, señoría: ambos perseguimos a los mismos delincuentes. Malversación y blanqueo, cohecho, coacciones, extorsión...
—Extorsión, sí, un delito que está a la orden del día, desgraciadamente...
Un extraño silencio se apoderó del teléfono. MacHor pensó que se había cortado la comunicación y separó el teléfono de su oreja. Entonces volvió a oírle. Esta vez la voz silbó tristeza.
—De modo que ha llevado casos de extorsión... ¿Y cómo han terminado?
La juez se extrañó sobremanera de la pregunta, aunque intuyó que ése podía ser un aspecto práctico de su sesión en el meeting. La afición de los americanos a incorporar anécdotas en las discusiones más serias, para modular los tempos de las ponencias y mantener la atención de los oyentes, era conocida. Sin embargo, contestó con una evasiva:
—Ya sabe cómo son estas cosas, señor Herrera-Smith, unas veces se gana y otras se pierde...
—Claro, muy bien, jueza MacHor...
—Lola, por favor...
—De acuerdo, Lola, ¿cuándo tiene previsto llegar a Singapur?
—El viernes, si Dios quiere. Mi avión toca tierra temprano, a las seis cincuenta de la mañana.
—Un coche la estará esperando. El aeropuerto de Changi está a unos veinticinco kilómetros del hotel y del centro de convenciones. A esa hora no habrá mucho tráfico, de modo que en veinte minutos estará aquí. Si le va bien, querida Lola, podemos desayunar juntos a las siete y media en el restaurante del Sheraton.
«Un hombre encantador —pensó al colgar—, aunque tan misterioso como el tiempo.» El azul del cielo empezaba, de nuevo, a amarillear. Recordó que debía coger un paraguas para ir al funeral. Entró en la cafetería.