Capítulo 2

El vuelo 5829 de American Airlines que cubría el trayecto Los Ángeles-Singapur, con escala técnica en Tokio, tenía previsto despegar a las once cincuenta, hora local.

Lo hizo con treinta minutos de retraso, debido al lleno de la clase turista. La mayoría del pasaje era gente joven, universitarios que habían terminado sus estudios y salían con la mochila al hombro en busca de libertad en los parajes asiáticos. Nada de reglas durante un tiempo. Y la diversión empezaba en el aeropuerto. Los sufridos sobrecargos constataron que tendrían un vuelo movido. Por el contrario, los tres auxiliares de vuelo —dos mujeres y un hombre— que se ocupaban de los pasajeros de primera clase estaban encantados; sólo una docena de asientos estaba ocupada.

Todavía no se había replegado el tren de aterrizaje cuando la luz del asiento número dos de primera clase comenzó a brillar.

—¡Pues empieza pronto el abuelo! —afirmó la azafata más joven. No llegaba a los veinticinco—. ¡Qué plasta, dile que se espere, que estamos enfriando el champán!

—Sólo es un hombre maduro que necesita ayuda —replicó el sobrecargo, desabrochándose el cinturón. Era un joven delgado de rasgos asiáticos. Había nacido en los Estados Unidos, pero su padre, que había huido de Corea en 1961 y conducía un taxi en Washington, le había educado en el respeto a los mayores, y en la tradición ch'òndogyo.

—Estoy segura de que pasa de los setenta —insistió la primera, para quien cualquier hombre canoso era un viejo—, y que es tan pesado como su edad. ¡Menos mal que está entre tu pasaje!

El sobrecargo no entró al trapo. Se acercó al asiento y escuchó sonriente la petición del pasajero.

—Joven, necesito un poco de agua, por favor —suplicó éste con voz seca.

—Lo siento, señor —respondió señalando con la mano el letrero luminoso—. Tenemos que esperar a que el comandante apague la señal y nos permita levantarnos. En cuanto lo haga le traigo su bebida. Mientras debemos permanecer sentados y con el cinturón abrochado...

El pasajero no se dio por vencido. Mirándole fijamente arrugó el ceño y le interpeló:

—¿Cuál es su nombre, joven?

—Thomas Choi, señor.

—Verá, Thomas, padezco una neuralgia severa. Si no tomo pronto un analgésico, el dolor se me enquistará en el ojo y no podré quitármelo en todo el viaje. Cuando eso pasa, no paro de vomitar; resulta muy desagradable para todo el mundo... Traía mi propia botella, pero sus compañeros me han obligado a dejarla en tierra.

—Lo comprendo, señor, veré qué puedo hacer.

El sobrecargo volvió a su puesto.

—¿Un ataque de pánico o de pesadez? —preguntó la azafata más joven.

—Sólo un pasajero de primera clase con dolor de cabeza —contestó, molesto. Abrió el compartimento y sacó una botella de agua, un vaso de cristal y una servilleta.

—La señal sigue encendida, deberías sentarte. Que se espere —dijo ella volviendo a la carga.

Esta vez fue la tercera azafata la que protestó. Era de Kansas, pero pertenecía a la vieja escuela. Para ella, el bienestar de los pasajeros era lo primero. Los nuevos fichajes de la compañía no comprendían su misión. Aunque el físico les acompañara, las recién llegadas denigraban la profesión con su mala educación.

—Si no te gusta atender al pasaje, ¿por qué no buscas trabajo en una oficina?

La joven azafata se encogió de hombros.

David Herrera-Smith, el pasajero número dos, tenía los ojos cerrados cuando llegó el sobrecargo. Éste esperó a que los abriera, y de paso lo observó detenidamente. Calculó que rondaba los sesenta y cinco años, aunque quizás llegara a los setenta. Su piel, dorada, contrastaba con el blanco impecable de su cabello, ligeramente ondulado. Era un hombre alto y con un ligero sobrepeso concentrado en el abdomen. Vestía traje oscuro y corbata clásica perfectamente anudada, pese a las licencias de un viaje en avión. Pasaba por ciudadano británico hasta que se le oía hablar.

El pasajero abrió los ojos.

—¡Thomas, qué eficiencia! No sabe cuánto se lo agradezco.

—No tiene importancia, señor; espero que el medicamento le haga efecto enseguida —respondió cortésmente.

Lo hizo. Cuando terminó la comida, del dolor únicamente quedaba un leve residuo. Entonces, saboreando el café, David Herrera-Smith volvió a meditar su decisión.

No estaba seguro de haber acertado. Hasta que su amigo de la infancia había sido designado presidente del Grupo Banco Mundial, Herrera-Smith vivía cómodamente de su prestigioso despacho de abogados con sedes en Boston, Washington y Miami. Él residía en Washington.

Conservaba intactas las costumbres de cuando era joven: iba a trabajar temprano todos los días (a excepción del domingo, que acudía a la iglesia) y regresaba a casa avanzada la tarde. Pero esas rutinas no cambiaban el hecho de que, cada vez, el bufete dependiera menos de él. Lo llevaban sus dos hijos de manera muy eficaz. Procuraba no entrometerse, pero, a veces, aburrido, la tomaba con alguno de los casos y sus vástagos pasaban un mal rato.

Reconsideraba por enésima vez retirarse de la abogacía cuando le llegó el ofrecimiento. En primera instancia dijo que no. Encabezar la Oficina de Integridad Institucional del Banco Mundial no le pareció atractivo. La labor de control era poco creativa y sin relevancia pública, aunque sueldo y prebendas resultasen suculentos. Además, la sede central se iba a instalar en España, lo que le obligaría a cambiar de residencia, al menos durante algunos meses al año.

Sin embargo, su antiguo compañero de estudios y juergas fue muy persuasivo. Estaba dispuesto a hacer de la lucha contra la corrupción la bandera de su mandato y quería empezar barriendo su propia casa. Para ello, necesitaba contar con alguien de toda confianza, con la suficiente rectitud moral y el bolsillo lo bastante bien provisto para que unos cientos de miles de dólares no quebraran sus principios. Herrera-Smith cumplía con todos esos requisitos. Además, aunque sólo había visitado España en tres ocasiones, hablaba un español fluido, pues su abuelo era oriundo de Toledo y su madre había nacido en Santiago de Chile.

Sus hijos también habían intervenido de manera decisiva. Estimaban que su padre debía cambiar de aires y buscar nuevos alicientes. No se había recuperado todavía de la muerte de su esposa y estaba envejeciendo día a día. Iba a acabar con una depresión, cuando ni siquiera había entrado, propiamente, en la tercera edad.

Finalmente había aceptado. Lo había hecho a causa de Rose Mary. ¡Cuánto la echaba de menos! Habían pasado tres años desde su muerte, y aún no se había acostumbrado a vivir sin ella. Su vida había perdido el norte. Durante más de tres décadas, Rose Mary se había encargado de todos esos detalles que convierten la rutina en una existencia agradable, casi especial. Atendía todos los pormenores de su hogar con una prudencia y una competencia exquisitas, organizaba las reuniones con los amigos y las fiestas del despacho. Recordaba los cumpleaños de los nietos y enviaba flores a los enfermos. Se ocupaba del servicio, de las facturas y hasta de la iglesia... Y sobre todo, se ocupaba de él.

Fríos y extraños aparatos habían tratado de sustituir a su esposa. El que presidía su mesilla sonaba machaconamente cada dos minutos desde las seis. Pero no descorría las cortinas, ni le daba un beso en la frente, ni le reprochaba su pereza mientras escogía la ropa adecuada... Desde que el cáncer la arrancara de su lado, nadie le llevaba la contraria ni le ponía a dieta. Y echaba de menos las sosas verduras a la plancha.

Rose Mary siempre tenía frío. Él le decía, medio en broma medio en serio, que era tan puritana que la sangre no corría por sus venas, pero desde hacía ya tres años cada noche David Herrera-Smith buscaba sus pies helados. Un silencio opresor se había apoderado de la enorme mansión. Todo se le venía encima. Por eso, cada mañana corría a encerrarse en su despacho y diluía los recuerdos a base de construcciones jurídicas y jurisprudencia. Aunque allí también había empezado a estorbar...

Sí, por todos esos motivos había aceptado la propuesta del Banco Mundial. Esperaba haber acertado, aunque no estaba seguro.

Pese a que llevaba ya algunas semanas en el cargo, y se había entrevistado, en un acto de cortesía calculada, con algunos dirigentes importantes, aquella reunión sería su primer acto multitudinario. Su bautismo de fuego. El trabajo interno también estaba en pañales. Ni siquiera el organigrama era claro. Le molestaba sobre todo la sensación de que quedaban algunos deberes importantes por hacer. Asegurar la limpieza en las concesiones y contratos que firmaba el Banco Mundial requería cierta metodología. Había encargado desarrollar procedimientos internos para estandarizar la recepción y análisis de las denuncias, las admisiones de culpabilidad, la publicación de los nombres de los implicados y la lista de sanciones. Pero sus colaboradores no habían avanzado demasiado, aunque las denuncias ya habían comenzado a llegar.

Mientras el sistema no estuviera formalizado y sancionado por el Banco, él y su ayudante personal eran los responsables de analizar las denuncias. Si no daban su visto bueno, los fondos se mantendrían congelados. Recordó la docena de expedientes que esperaban su firma, y sintió una punzada de culpa. Se había propuesto estudiar cuanto antes toda la documentación pendiente; no quería que los países receptores sufrieran por su tardanza. Sin embargo, siempre surgía algún asunto urgente, y lo había ido demorando.

Como su estancia en Singapur había de extenderse más de una semana, había mandado hacer una copia de cada uno de los expedientes y se las había llevado consigo. Los originales habían quedado archivados en las nuevas oficinas de Madrid.

O eso debería haber ocurrido. En realidad, lo había hecho al revés. Ya en el aeropuerto, cuando se disponía a embarcar, comprobó por última vez que tenía todo lo necesario. Y, al mirar los expedientes, se percató de que había cogido el original y ordenado archivar la copia.

Ya no podía remediarlo, pero, por seguridad, decidió no facturarlos con el equipaje. Los sacó de la maleta y los metió en la cartera de mano. En Singapur los guardaría en la caja fuerte del hotel.

Si hubiera entrado en vigor el procedimiento que estaban preparando, no habría podido hacerlo. Todo el «material sensible» —original o copias— que exculpaba o incriminaba a oficiales del Banco o a agentes externos debía ser analizado y custodiado en y por la propia oficina. Y, casi de inmediato, escanearlo y enviarlo en soporte electrónico a una cuenta específica ligada a uno de los vicepresidentes del Banco. Sin embargo, todavía no lo habían implantado.

Por distintos motivos, tras el primer filtro, doce expedientes habían resultado «sospechosos». En dos de ellos los presupuestos y las cifras de las facturas no cuadraban. Probablemente no fuera más que un error de transcripción, aunque había que comprobarlo. En otros tres, los propios gobiernos receptores de los fondos habían puesto pegas y presentado quejas: afirmaban que habían recibido una cantidad inferior a la prometida, o por conceptos distintos. También sería necesario examinarlos de nuevo. Asimismo, habían detectado desviaciones, todas del mismo signo y a favor del país, hecho que descartaba el factor azar, en seis proyectos. El análisis de esa media docena llevaría más tiempo, pero sería altamente productivo.

Por último, estaba pendiente un expediente sobre un proyecto en Venezuela, señalado con un punto rojo. Ese código se asignaba a los dossieres que recibían alguna denuncia anónima a través de la llamada «línea caliente» del Banco. Esos casos requerían un estudio exhaustivo, y rápido, para cortar de raíz el problema y evitar perder pruebas. Por ese motivo era el caso que más le preocupaba. Concurrían, además, circunstancias agravantes. El funcionario que había acudido al país para entrevistarse con el informante en la sombra y recabar los detalles había sido asesinado en el distrito financiero de Caracas. Al parecer, unos dólares, unos gemelos y un reloj de acero habían sido la causa de su muerte. Habían pasado pocos días desde aquellos hechos. Quizás los datos llegaran más tarde, aunque de momento el Banco carecía de pistas sobre el informante anónimo.

Pensó que era un buen momento para echar un vistazo a los documentos. Al menos podría hacerse una idea general del tiempo que habría de dedicarles. Aparcó el recuerdo de Rose Mary, terminó el café y se levantó. Cogió la enorme cartera y extrajo una abultada carpeta. Pero no correspondía a aquellos expedientes, sino al dossier de sus actuaciones públicas en la reunión de Singapur. Lo repasó una vez más, admirado de lo apretado del programa. Debía presidir seis mesas redondas en tres días. Las sesiones eran de lo más variopinto: desde los mitos y realidades de Asia hasta los cambios en la metodología estadística para hacer frente a la nueva información global. Uno de los títulos le interesaba especialmente: «¿Se debe luchar contra la corrupción?». Le gustaba sobremanera que, por fin, los representantes de los países corruptos y los policías globales discutieran abiertamente sobre un tema que les afectaba de lleno. Claro que no había país que se considerase a sí mismo corrupto, y escuchar sus alegatos y coartadas ya era todo un festival. Aquellas semanas entrevistándose con solícitos ministros e impolutos empresarios de países bajo sospecha, que se llenaban la boca con las palabras democracia, derechos humanos y seguridad jurídica; lo habían curtido más de lo que había imaginado al aceptar el cargo.

Se fijó en el nombre de los dos ponentes. El primero era Kevin Miller, un veterano abogado y periodista neoyorquino. Le conocía, habían coincidido en diversos foros. Era un liberal que solía representar a la industria extractiva allí donde había que dar la cara con riesgo. Y con buenos ingresos de por medio. La segunda era una mujer. Su nombre no le sonaba: «Dolores MacHor, juez. Tribunal Superior. España». Buscó su biografía en el listado adjunto. Doctora en derecho, había sido profesora en la universidad y parecía haber llevado con acierto varios casos difíciles de extorsión, bandas organizadas y asesinatos. Rebuscó en los papeles hasta dar con su fotografía y se sorprendió. Sonreía. Lejos de la idea que se había forjado al inicio (una mujer gruesa, fea y con malas pulgas, probablemente soltera), su gesto no resultaba duro ni vengativo, más bien infantil, aunque había algo en ella que denotaba profesionalidad. Y aquella melena pelirroja...

«¡Será una sesión divertida! —se dijo—. De esas que hacen jugoso un viaje.»

Con la fotografía de la juez en la mano, se quedó dormido.