Capítulo 18

El Palace estaba tranquilo, apenas había una docena de personas en el lobby, y otras tantas bajo la esplendorosa cúpula vitral, leyendo o charlando.

Se dirigió a recepción. Le confirmaron que Jimena ocupaba una de las suites executive situada en la tercera planta. Llamaron para informar de la visita. Luego la acompañaron hasta el ascensor.

Notó que las piernas comenzaban a fallarle. Al abandonar el ascensor tuvo que apoyarse en la pared del pasillo. Estaba exhausta. Durante la noche, una y otra vez, había imaginado aquella escena. Había imaginado que entraba en la habitación y ponía firme a Jimena Wittman con la autoridad de un derechazo legal directo a la frente. Nada ocurría como esperaba; en aquellos instantes ni siquiera era capaz de mantenerse erguida. No recordaba la mayoría de los argumentos, y los que venían a su memoria le parecían ingenuos o estúpidos. La fuerza de la justicia se deshacía fuera del tribunal.

Contempló la posibilidad de llamar el ascensor y volver por donde había venido. Sin embargo, era consciente de que no había marcha atrás. Recordó la frente de Javier. Se separó de la pared y recorrió con decisión el corto pasillo que la separaba de la puerta de la suite.

Jimena la esperaba tras la puerta entornada. Una sonrisa estudiada se dibujaba en sus labios. El tono de su voz era conciliador, casi indulgente. Le tendió la mano. Era fría al tacto, distante.

—Gracias por venir.

—No hay de qué —respondió la juez, que trató de ocultar su nerviosismo.

Jimena se apartó invitándola a entrar. Llevaba un vestido negro muy ceñido, con un amplio escote doble, que dejaba ver el blanquísimo contorno de sus pechos y la curva perfecta de su espalda. Sus tacones eran inmensos; las medias, de rejilla oscura. Lola imaginó que a continuación iría a alguna fiesta. Era un vestido de cóctel.

Se había compuesto con un maquillaje muy ligero, que contrastaba con sus labios, rojo fuego, y con su pelo azabache. «Como su carácter: seda por fuera, corazón de lava», pensó Lola.

—Veo que ambas vamos de luto —musitó invitando a la juez a avanzar.

«En este mundo hay muchas manifestaciones de luto, pero la tuya toma un cariz especial —respondió Lola para sí—. Yo, en realidad, voy de alivio.» El juego de palabras le hizo sonreír.

Paseó sus ojos por la suite. Era muy espaciosa, de unos ochenta metros cuadrados, y estaba impoluta, en orden de revista. Giraba en torno a un gran salón central, con dos puertas correderas a la izquierda y una a la derecha. Aquéllas, parcialmente abiertas, dejaban ver un despacho y un pequeño comedor. La puerta de la derecha, blanca como todas las demás, estaba cerrada. Lola supuso que conduciría a la zona de los dormitorios.

Se quedaron en el salón. La decoración no era la típica de un hotel de lujo. Pretendía captar la esencia de África: negro y luz; naturaleza y arte. Todo en ella recordaba aquel continente: las máscaras, las figuras de bronce, los curiosos asientos gurunsi de la entrada, la cerámica berebere... Todo menos el lujo, exquisito y discreto. Nada de pieles de león, nada de enormes colmillos tallados, nada de arabescos en oro puro, nada de hambre.

En medio de la estancia, Jimena parecía la diosa de la fertilidad; dúctil apariencia, ademanes suaves, capaces de acrisolar hasta el metal más duro. Su vestido negro, de pronto, parecía perfectamente escogido, en conjunción con los colores y el ambiente de la sala.

Ante ella, la juez experimentó un miedo oscuro, insondable. Estaba claro que su adversaria la superaba. Tuvo por seguro que, si Jimena abría la boca y la empleaba para maldecirla, se abriría el suelo y caería al abismo.

Por suerte, Jimena se limitó a señalar unos sofás con cojines de plumas de terciopelo negro, y la invitó a sentarse.

—¿Leche con el té o quizás prefiere limón? Se trata de una variedad traída especialmente de una plantación de Madagascar, dirigida por varias mujeres... Un proyecto que intenta ir más allá de las coordenadas habituales del comercio justo.

—Lo siento, Jimena, no tomo té. Me pone nerviosa. Prefiero el café. Negro, amargo, caliente, como señalan los cánones.

—Café, claro. —Se levantó para llamar al servicio de habitaciones.

Su tono de voz denotó cierta desilusión. No se afanó por ocultarlo. Cualquiera se hubiera sentido un ser inculto, ineducado; paleto, incluso. Pero no Lola. Lola no se inmutó. A aquellas alturas, tenía la certeza de que el resplandor de los brillantes nunca es más fulgurante que el de las perlas de sudor. Además, tenía cosas más importantes de las que preocuparse. Eran ya las cinco y cuarto. Debía darse prisa.

—Jimena, no puedo quedarme mucho tiempo: tengo una cita ineludible dentro de una hora.

—¡Claro, claro! Le agradezco que me dedique parte de su día. En un cargo como el suyo se asumirán muchas responsabilidades.

—Impartir justicia no resulta sencillo, lo admito. Sobre todo en la Audiencia, que debe abordar asuntos difíciles; delitos económicos, por ejemplo, que incluyen complejos entramados de ingeniería financiera. Sus autores y sus abogados se empeñan en ponernos obstáculos sin parar. Pero, afortunadamente, contamos con medios, tesón y fe en la justicia. Si me permite que lo resuma de modo poco técnico, pero inequívoco, la justicia suele salir vencedora: los delincuentes, sea cual sea su condición, terminan entre rejas, reparando sus culpas. Así, la sociedad duerme más tranquila.

Jimena arrugó el ceño. Su semblante, parcialmente iluminado por la cálida lámpara de mesa, dejó entrever por un instante un rictus extraño que logró dominar. De manera casi imperceptible, dirigió su mirada hacia la puerta que permanecía cerrada. MacHor sintió la inconfundible sensación de ser observada. Sin embargo, no podía estar segura. En el salón no había nadie, a excepción de Jimena y de ella misma, y en el dormitorio podía estar cualquiera. Quizás su marido escuchara la conversación tras la puerta corredera.

Jimena la sacó de la ensoñación. Su tono hubiera parecido burlón de no ser por las circunstancias.

—¿Está convencida de que la sociedad dormirá más tranquila con mi marido en la cárcel?

MacHor la miró directamente a los ojos, en espera de algún gesto de dolor, una lágrima, cierta impronta en la voz. No fue así. Aquella mujer estaba construida con una aleación de titanio.

—Bueno, si los tribunales lo determinan, es posible que así sea. ¿Usted qué opina?

La conversación se cortó de golpe al entrar un camarero con un servicio completo de té y otro de café. Le sonrieron amables mientras depositaba con cuidado las tazas y las jarras sobre la mesa. Parecía como si estuvieran disfrutando de una amable conversación entre amigas. «Como en una novela inglesa —pensó Lola—. Sólo faltan los emparedados de pepinillo.» Aquel tiempo muerto no alteró la contienda. Tan pronto como el camarero salió de la suite, Jimena respondió con viveza, pero sin mover un músculo, dejando que el té se enfriara.

—¿Me pregunta qué opino? Opino que ustedes, los jueces, y también los policías, deberían dedicar sus esfuerzos a capturar, procesar y encarcelar a los violadores de niños y de mujeres, a los genocidas, a los terroristas, a los maltratadores. Con ellos tienen trabajo de sobra. Si lo hicieran con eficiencia la sociedad se sentiría verdaderamente aliviada.

A aquellas alturas Lola había vencido por completo su nerviosismo inicial. Incluso se preguntó cómo sus genes irlandeses y su fuerza navarra se habían dejado amilanar. Sonrió y se entregó de lleno a la batalla dialéctica.

—Ningún delito es ajeno a la justicia, Jimena. Ninguno. ¿Sabe por qué? Porque vivimos en un mundo sistémico, donde todo está relacionado. Los delitos económicos no atañen sólo al dinero. ¡Qué fácil sería entonces! Pero no. Toda desviación es poliédrica. Permítame que me explique con un ejemplo. Su fundación centra su trabajo en África. Supongo, entonces, que habrá oído usted hablar de los denominados «diamantes de sangre».

—Naturalmente. Forma parte de los fines de mi organización combatir esa lacra inhumana.

—Sus intenciones son muy loables, por supuesto. Y, sin embargo, los joyeros mayoristas que compran esas piedras arguyen que sólo hacen un negocio, que repercute positivamente en el PIB de esos países, en el empleo, en el bienestar. Ellos no extorsionan, ni maltratan ni matan a nadie. No expolian ni recluían niños para la guerra. Se limitan a adquirir mercancías que, más tarde, venden con ganancia a la gente decente de los países occidentales.

Jimena enrojeció, pero no perdió la compostura. Sabía que responder a las veladas acusaciones de la juez era del todo ineficiente. Y ella era una mujer fundamentalmente práctica.

—Juez MacHor...

—Lola, por favor.

—Gracias. Le decía, Lola, que no creo que esa situación, ni personal ni profesionalmente, pueda ser comparada con la de mi marido. El negocio de los diamantes provoca la muerte y la esclavitud de miles de personas, sin beneficiar en ningún aspecto a la sociedad. Sólo paga armas y muertes. Pero el tema que nos ocupa es muy distinto.

—¿Está segura, Jimena? —sonrió con un deje de tristeza.

—En mis primeros viajes a África, algunas de las costumbres de la gente me chocaron. Incluso las rechazaba de plano. Con el tiempo he entendido su razón de ser. Usted mira con ojos de mujer occidental, protegida por un Estado de derecho. Pero esa situación es excepcional, existe en una ínfima parte del globo. En el resto, pagar un soborno no hace daño a nadie. Muy al contrario, puede desencallar proyectos que benefician a la sociedad en su conjunto.

—En eso se equivoca, Jimena. Los sobornos, las extorsiones y todo lo que rodea esas prácticas ilegales benefician a unos pocos, pero causan daño a muchísima gente. Yo también conozco casos reales. Carezco de tiempo; en otro caso, le detallaría sucesos y argumentos.

—Ese dinero da de comer a muchos funcionarios mal pagados... Es sólo dinero.

La juez ya no pudo contenerse más.

—Jimena, dejemos las teorías: el expediente que estudia el juzgado número dos de la Audiencia está, como aquellos brillantes, manchado de sangre.

—¿Lo que dijo el otro día era cierto? —musitó—. Pensé que estaba exagerando o que hablaba en sentido figurado.

—Ni exageraba ni hablaba en sentido figurado. El expediente no sólo recoge una colección de delitos económicos, graves, por otro lado. También refleja que la presunta estafa ha costado hasta ahora, presumiblemente, tres vidas: dos homicidios y un suicidio.

La boca de Jimena adquirió de nuevo el rictus que Lola había observado y que desfiguraba su bella sonrisa. Era un gesto extraño, que no alcanzó a interpretar. ¿Ira, rabia, miedo, sorpresa...? ¿Sería posible que no supiera nada?

—¿Homicidios? ¡No tengo ni idea de qué está usted hablando! Mi marido es incapaz de hacer algo así. ¡Es absurdo! Usted no le conoce. Puedo asegurarle que es del todo imposible que...

—Desgraciadamente, todos debemos cargar con las consecuencias, directas o indirectas, de nuestros actos. Si un soborno causa una muerte, el sobornador es culpable de ambos delitos...

Jimena no replicó. Fijó la mirada en la alfombra blanca, como si sopesara sus opciones. Su palidez se acentuó. Se sentaba erguida, sin apoyarse en el respaldo, con las piernas cruzadas y ambas manos juntas sobre la rodilla más elevada. MacHor advirtió que no llevaba alianza. Ella sí. De no ser por eso, se hubiera levantado y despedido. Ya estaba todo dicho. No obstante, necesitaba un nombre, y continuó:

—No sé si usted ha visitado Canaima. Es una región situada en el extremo sureste de Venezuela. —Jimena negó con la cabeza. La juez prosiguió—: La empresa que su marido preside ha realizado diversas obras de infraestructura allí. Entre ellas, una carretera. Se construyó con un ancho inferior al concertado, un palmo menos en cada arcén. Eran pocos centímetros, un pequeñísimo porcentaje, una nimiedad en un país que carece de todo. Sin embargo, una persona, insignificante pero honrada, advirtió el error e hizo lo que debía: denunciarlo. Nunca se le volvió a ver con vida. Lo tiraron al río con una piedra atada a los pies, un tiro en la sien y otro en el corazón. Dejó cuatro hijos pequeños y una esposa embarazada. El funcionario del Banco Mundial que procesó la denuncia no corrió mejor suerte: dos tiros de una Glock de nueve milímetros acabaron con su vida en un par de minutos. Ni siquiera había contrastado todavía los hechos. Aquél se llamaba Lucio; éste, Jorge. Otro hombre honrado averiguó la verdad. Tras ser extorsionado de la manera más vil y rastrera, decidió suicidarse. Pero, antes, dejó las pruebas a buen recaudo... Dígame, ¿cómo enjuicia usted ahora a quien tomó esas decisiones?

Jimena levantó la mirada y la clavó en el rostro pecoso de Lola.

—No sé quién tomó esas decisiones, aunque no fue mi marido. Se lo aseguro.

—No lo pongo en duda, si bien, a la luz de las pruebas, lo parece. Quizás no apretó el gatillo, sin embargo...

—¡No! ¿En qué mundo vive, Lola, es que no comprende nada? Creía habérselo dicho; Buccara no hizo otra cosa que seguir los procedimientos habituales en estas construcciones. Siempre ocurre de la misma manera. Te ofrecen una obra, y cuando obtienes el concurso, gracias a un proyecto sólido, que avalan los mejores técnicos, aparece otro pliego de condiciones que únicamente engrosa alguna partida económica. La sociedad, en este caso la venezolana, se beneficia de los resultados. ¡La empresa pagó, eso es todo!

—Pagar también es ilegal, Jimena. Pero tiene razón: es distinto pagar que asesinar. Si no ha sido su marido, dígame quién lo hizo.

No contestó.

Eran casi las seis. Debía marcharse o lanzar un ordago. Optó por lo segundo.

—Jimena, disfruta usted de una posición social y económica envidiable. Es respetada, le saludan al pasar, se pelean por visitarla en su suite, en alguna de sus casas o en su yate de treinta metros... Pero, créame, porque ya lo he visto antes, todo eso desaparecerá. Nuestra sociedad es especialmente cruel con el grande que tropieza. No hay perdón ni remisión de penas. En cuanto su marido traspase las puertas de la Audiencia, su imperio se desmoronará como un castillo de naipes. Dejarán de invitarla a las fiestas, retirarán los fondos de su ONG, las mamás se excusarán para evitar que sus hijos vayan a los cumpleaños de su niño, incluso el hotel Palace la invitará amablemente a abandonar esta suite...

—Nada de eso ocurrirá. No sabe usted quiénes somos. Media España le debe favores a Ramón.

—¿Está segura?

—Lo estoy —respondió altiva.

—¿Recuerda los aplausos de la otra noche? Usted parece inteligente. Sabe que esas alabanzas no son sinceras. Pocos comparten su preocupación por África, por sus mujeres y por el sida que padecen. ¡Espere a confundirse una sola vez! Esas manos que tan efusivamente estrechó se convertirán en garras; las adulaciones, en gritos pidiendo su cabeza. La gente es voluble, lo sabemos, y nunca perdona. Además, estamos hablando de delitos de sangre... Eso significa que su marido no ocupará la bella sala que la Audiencia acaba de remodelar. No, la madera, la tapicería azul pavo real y las pantallas de plasma se reservan para delitos económicos. Él estará en la sala de los terroristas, con las sillas atornilladas al suelo... La prevengo: la gente guapa no tolera ese tipo de delito.

Era suficiente. Jimena la miraba con los ojos encendidos. No vio miedo, sino odio, y, por ello, continuó.

—Espera encontrar calor, lujo, flores y aplausos allí donde vaya. Pero encontrará frialdad, o, mejor, no encontrará nada. Terminará sola, vacía, despreciada, esperando en la cola de una peluquería de tres al cuarto, porque es día de descuento...

Se interrumpió de nuevo. Imaginó a Jimena en una academia de peluquería, rezando para que la alumna novata acertara con el color del tinte. Ella conocía bien la situación, como tantas mujeres. De repente sintió una intensa rabia. Estaba ante una delincuente. ¿Qué importaba si era educada, rica o guapa? Había violado la ley. Insistió.

—Quizás retenga usted sus propiedades, aunque lo más probable es que le sean confiscadas. Íntegramente. Y perderá todo su crédito. Visitará a su marido, recluido en la cárcel. ¡Con suerte logrará que un programa del corazón le pague por contar sus miserias! Ése será su último ingreso.

Una lágrima delgada y elegante rodó por su mejilla blanca, carente de arrugas, manchas o defectos, sin que cambiara ni un ápice la curvatura de su espalda.

Lola se levantó.

—Si permite un consejo de alguien que no toma té, pero conoce bien el percal, coopere. En el caso de que su marido no sea el inductor no tiene un minuto que perder. Vaya ahora mismo a ver al juez encargado y dígale cuanto sepa. Que vaya su marido también. Colabore con la justicia, y ésta será benévola. Ha de proporcionar al juez el nombre de los asesinos: el de los que empuñaron el arma y el de los que pagaron por esa sangre. Si no dispone de esa información, facilítele los datos que conduzcan a la policía hasta ellos.

La juez miró el reloj. Eran las seis y cinco. Hora de despedirse.

—Lo siento, Jimena, tengo que marcharme.

Ella permaneció en su sitio, erguida, altiva, sin inmutarse. Lola se levantó y comenzó a caminar sobre la mullida alfombra. Mientras avanzaba en dirección a la puerta, Jimena murmuró algo. MacHor se dio la vuelta.

—¿Me llamaba?

Jimena volvió a repetir la pregunta que acababa de formular, esta vez en un tono suficientemente audible.

—¿Cuánto quiere?

—¿Cómo dice? Lo siento, no la he oído bien.

—Le pregunto por la cifra. Todos tenemos un precio, ¿cuál es el suyo? A mi marido no le falta dinero. Ponga una cantidad en este papel —dijo levantándose y tendiéndole un folio en blanco—. Se lo daremos sin protestar... No debe avergonzarse, sé lo que gana un funcionario y lo que cuesta sacar los hijos adelante.

Lola se echó a reír.

—¡Increíble, té con el diablo! Confieso que no esperaba esa salida, Jimena. La tenía por más inteligente... Éste es mi último consejo legal, gratuito como todo lo que hago: corra a confesar; no pierda un segundo, o les visitaré en la cárcel. ¿Conoce la permetrina? Porque, a veces, hay piojos. ¡Me temo que tendrá que cambiar de peinado!

—Se arrepentirá, Lola; yo jamás repito un ofrecimiento de buena fe.

MacHor se colocó el bolso en el hombro, abrió la puerta y salió. Dejó a Jimena Wittman de pie en medio de la estancia, fulminándola con la mirada.

Le temblaba el pulso. De nuevo tuvo que apoyarse en la pared, pensó en lo que había recomendado a Herrera-Smith. Pero estaba en juego la vida de su hijo. Parada o Lucio Lescaino no le importaban hasta ese extremo... Entregaría el expediente. En aquel momento lo único que contaba era su familia. Mucho más, desde luego, que la propia justicia.

En aquel estado cercano a la desesperación, el nombre de Lorenzo Moss vino a su memoria. El secretario de Estado le había presentado a Jimena. Era amigo de la familia y había estado presente en su primer encuentro. Además, la había ayudado a preparar su cena benéfica. La conocía bien; acaso podría convencerla. Era un político. Sería capaz de decir cualquier cosa para hacerla entrar en razón.

Sin pensarlo más, sacó el móvil y marcó su número.

Comenzó a sonar Wagner: La cabalgata de las valquirias. MacHor tuvo la extraña sensación de que sonaba a su lado, muy cerca. Mientras sentía el conocido escalofrío, se dijo a sí misma que no eran momentos para ensoñaciones. Casi inmediatamente saltó el buzón de voz.

«¡Vaya por Dios! Todo el día colgado al teléfono y, ahora que te necesito, no estás.»

—Se acabó —musitó al comprobar que el tiempo pasaba.

Recorrió el larguísimo pasillo casi a la carrera, tomó el ascensor, atravesó el hall y salió a la calle.

Eran las seis y veinte.

Todas las farolas estaban encendidas, mezclando su fría luz con las tinieblas que llegaban del horizonte. Había empezado a nevar ligeramente, y la gente ocultaba el rostro bajo paraguas y gorros. Lola no lo hizo. Sin preocuparse de sus zapatos, nuevos, ni de su pelo caminó hasta el coche con el móvil en la mano.

Nada más entrar en el vehículo, lo utilizó.

Lola hubiera deseado hablar con su marido. Sin embargo, se imponía la eficiencia. Llamó a quien mejor podía ayudar a su hijo: Juan Iturri.