Cuando su móvil vibró, el agente de la Interpol estaba sentado, junto a Kalif Über, en la mesa más próxima a la salida del Starbucks Coffee situado junto a la sede de la Audiencia. Desde aquella distancia podían ver el punto de entrega.
Sentarse no había sido fácil. Habían esperado cerca de media hora para conseguir aquel sitio. La cafetería estaba a rebosar.
—¡Lola! ¿Cómo ha ido?
A trompicones, trastabillando, MacHor resumió su conversación con Jimena Wittman.
—Hemos dado en hueso, Juan... ¡Qué desastre!
—No te preocupes, sólo era una apuesta. Lo solucionaremos de otro modo. ¿Dónde estás?
—En el coche, pero tardaré unos minutos. Ya sabes lo que ocurre: cuatro copos y Madrid se colapsa.
—¿Has podido arañar alguna información, a pesar de todo?
—Sí. Ahora sé que Jimena está en el ajo.
—¿Estás segura?
—¡Tenías que haberla visto! Parecía un témpano de hielo, como si todo lo que le decía le resbalara.
—No todas las mujeres son tan pasionales como tú, Lola. La frialdad no identifica a un criminal...
—Lo sé, Juan. No lo digo por eso... Intentó comprarme.
—¿Comprarte?
—Me ofreció dinero. Más bien me pidió que fijara mi precio... Está metida en esto hasta el mismísimo tuétano. Obviamente, la mandé a paseo.
—¡Bien hecho! Me hubiera gustado presenciar el duelo.
MacHor respondió en tono compungido:
—Me conoces bien, Juan; sabes que tengo mucho orgullo y que detesto perder. Pero te aseguro que de buena gana me habría arrastrado por el fango si con eso hubiera logrado una solución... Tendría que haber sido más hábil, o haberme mostrado más... humilde, sumisa; quizás así...
Se le escapó un sollozo.
—No te tortures, Lola. Si Jimena Wittman está directa o indirectamente implicada, tu nivel de humildad poco hubiera influido. Ella ha hecho lo único que podía hacer en sus circunstancias: intentar ganarte para su equipo. Y tú has hecho lo único que podías hacer: desechar su oferta. Olvídalo y ven para acá. Ahora lo que importa es proteger la vida de tu hijo.
—Lo sé. —La juez volvió a sollozar, pero esta vez se repuso enseguida—. ¿Estás en el café?
—Aquí estoy, sí, con el agente Über.
—¿Has llevado el expediente?
—Lo he traído, sí —respondió acariciando el sobre marrón.
—¡Gracias, Juan! Eres un cielo. ¿Qué haría yo sin ti? —exclamó antes de colgar.
La frase, completamente inocente, dadas las circunstancias, conmovió a Iturri, quien, aunque Lola ya había colgado, retuvo unos instantes el móvil en la oreja, saboreando el momento.
Recordó que no estaba solo. Se volvió sonrojado hacia Kalif y le explicó:
—Era la juez, su gestión ha fallado. Wittman está implicada y no va a soltar prenda. MacHor viene hacia acá. Quiere dejar personalmente el expediente en la papelera, como le exigieron... Creo que es lo mejor. Ya habrá ocasión de echarles el lazo; a Wittman y al resto de los implicados... Espero no tardar mucho en localizarlos. Supongo que su gente andará por ahí fuera. Yo, por mi parte, he ocultado un pequeño dispositivo en el sobre que...
Über le interrumpió.
—No podemos hacer eso... No podemos entregar el expediente...
La voz de Iturri sonó contrariada.
—¿Cómo que no? ¡Claro que podemos! Y lo haremos en cuanto la juez ponga los pies en este local...
—Juan, usted es un inspector de policía, con muchos años de experiencia. Sabe lo que implica ceder a un chantaje, adonde conduce...
—Lo sé; no conduce a ningún sitio.
—¿Entonces?
Juan se frotó la cara con ambas manos antes de enfrentarse al rostro impasible del norteamericano.
—Verá, Kalif, en este momento su cabeza está manejando las sesudas teorías que los expertos de su Agencia han diseñado: manuales, protocolos, rutinas, decisiones estratégicas, redes probabilísticas... Por lo que sé, no se alejan de las que emplea la organización para la que yo trabajo. Lo que ocurre es que a mí, en este caso, todos esos cánones me importan un comino...
Über levantó mucho las manos e intentó pronunciarse sobre lo dicho, pero el español no se lo permitió.
—Sé lo que va a decir, Über, y le comprendo, ¡de veras! Es lógico: usted no conoce a Javier. Yo le he visto nacer, dejar los pañales y aprender a andar en bicicleta. Hasta me ofrecieron ser su padrino de bautismo, aunque decliné la oferta... En fin, lo que quiero decir es que su vida y la de sus padres son mucho más valiosas para mí que un VIP de pacotilla, casado con una modelo de pasarela. De él se encargará el mercado. Créame, lo he visto cien veces: los estafadores de cuello blanco acaban machacados por sus propias hormigoneras... Y respecto a los criminales, los cazaremos, aunque tardaremos un poco más.
Esta vez Kalif consiguió abrir una brecha en el apasionado discurso de Iturri. La aprovechó para insistir con convicción.
—Javier, y su familia... De acuerdo, son importantes para todos. Pero ¿y las víctimas?, ¿y sus familias? Le aseguro que todas esas personas tienen padrino de bautizo y maestro de ciclismo... Dígame, ¿quién las vengará?
El español soltó una risa sardónica.
—¿Venganza? Muy yanqui, sí. Contésteme, Kalif, si puede: ¿para qué sirve la venganza? ¿Quién gana con ella, acaso las víctimas? ¿Conseguirá el vengador que vuelvan a montar en bicicleta? ¡No! Le voy a decir lo único que conseguirá: ¡hacer de la víctima un verdugo!
Über no claudicó.
—Le diré quién gana, Juan: ganan todas las víctimas potenciales que se salvarán. De haber detenido al criminal a tiempo, Lescaino y Parada podrían estar paseando por Caracas, y Herrera-Smith llevaría una vida decente, ganándose la vida como hacemos todos...
Iturri guardó silencio, sabía que en eso debía darle la razón.
—Es nuestro deber, Juan, y lo sabe. Somos profesionales. Puede que a veces trabajemos peligrosamente, en los bordes de la ley; pero no los cruzamos. No podemos, ¿verdad que no?
—Verdad.
—Si piensa así, sabe que tengo razón. Debemos conservar ese expediente. Javier y su familia estarán a salvo bajo nuestra tutela. Se lo garantizo.
El español bajó la vista y se concentró en su vaso de cartón: café capuchino, con mucha canela. Antes de levantar los ojos, chasqueó la lengua.
—Yo quiero a esa mujer, ¿sabe? Haría cualquier cosa por ella... ¡Daría mi vida por ella, si fuera preciso! Por ella, y por los que ella quiere... ¿Entiende lo que quiero decir?
Tuvo la sensación de que Über sonreía, pero no fue más que una sensación. Con un rictus de desilusión éste contestó:
—Es posible que, llegado el caso, fuera usted capaz de morir por ella. Cabe dentro de lo factible. De hecho, todos nosotros vivimos bajo esa espada de Damocles. Pero una cosa es morir, y otra perder la vida...
—No le sigo, Kalif.
—Estoy seguro de que nunca tiraría por la borda su profesión... —Estiró sus brazos de oso y sujetó a Iturri por los hombros—. Mire, Juan, usted y yo nos parecemos mucho, casi como dos gotas de agua. Yo soy negro; usted, blanco. Le saco treinta kilos, y mi salario es muy superior al suyo, pero somos dos almas gemelas. ¿Sabe por qué? Porque usted y yo no tenemos más que nuestro trabajo. Nada más... Y nada menos. Carecemos de familia, de amigos, de aficiones... Sólo tenemos una placa. Y pasa por encima de todo. ¿Cómo vamos a poner en peligro lo único que nos permite vivir?
Juan se defendió. No había contemplado su decisión desde ese ángulo.
—Yo no voy a tirar nada por la borda. Será MacHor quien entregue el expediente. Yo no tengo nada que ver...
—Lo hará, me refiero a tirar por la borda sus galones. Si no me ayuda, me aseguraré de que sus colegas de la Interpol, los míos del FBI y los del resto de las agencias sepan que se acobardó, que dio primacía a sentimientos personales, que prefirió el abrazo de una mujer casada a cumplir con su deber. ¿Cree que después alguien le encargará alguna misión?
—¡No será capaz!
—No me ponga a prueba, Juan... —Tras un breve instante, Kalif ablandó su mirada, apretó más fuerte los hombros del agente español y, sonriendo, añadió—: Venga, Iturri, no es necesario llegar a ese extremo. Sabe que tengo razón. Entregaremos un sobre, pero contendrá unas copias parciales, las suficientes para permitirnos ganar tiempo. Mis hombres se encargarán de seguir hasta el mismísimo infierno a quien quiera que se acerque a esa papelera y lo toque. Todo irá bien...
—¿Me asegura que no les pasará nada? Me refiero a MacHor y a sus hijos...
—Están en un piso franco, y bajo nuestra protección. ¿Necesita más garantía?
Durante una fracción de segundo dudó, pero sabía que Über estaba en lo cierto.
—De acuerdo, lo haremos a su modo. Sin embargo, le advierto que MacHor no será tan fácil de convencer... Su familia está por encima de cualquier cosa, incluso de la ley que tanto venera.
—No vamos a decirle nada, ¿entiende? Dejará un sobre, creyendo que entrega el original. Ya habrá tiempo para contárselo...
Mientras hablaba, Kalif se agachó y recogió su cartera del suelo. La abrió y extrajo de ella un sobre idéntico al que sostenía Iturri. Se lo tendió.
—Lo tenía todo previsto, ¿verdad?
—Probabilidades, Juan.
—¡Por todos los santos, usted sabía que yo accedería!
—No, no lo sabía. De haberme dicho que no, mi gente hubiera cambiado el sobre en la papelera. Como le digo, no se puede aceptar una extorsión...
—¿De veras me habría delatado?
Hubieron de callarse bruscamente, MacHor acababa de entrar en el café y miraba nerviosa a ambos lados, buscando a los policías. Über guardó el sobre de Iturri.
—¡Ya estoy aquí! Casi no llego, hay un atasco fenomenal... ¿Qué hora es?
—Hay tiempo de sobra, señoría, quedan cinco largos minutos —contestó el norteamericano.
A Iturri le molestó que Über tomara las riendas y se apresuró a intervenir.
—Lola, ¿por qué no te tranquilizas? Te pediré un café.
—No hay tiempo. Gracias de todos modos. Creo que voy a ir ahora mismo. Nada más dejarlo, debo ir al juzgado. ¿Es éste? —dijo, y señaló el sobre que había sobre la mesa.
Kalif permaneció inmutable.
—¿Qué otro iba a ser? —respondió finalmente Iturri, con un rictus irónico. La juez hizo ademán de cogerlo. Él la sujeto por la muñeca—. Espera un momento, Lola, y escúchame: ¿crees que es necesario entregarlo? No será mejor que...
—Lo es. Parece mentira que seas tú quien lo cuestione...
Insistió.
—Te tocará dar muchas explicaciones. Es más prudente dejarlo estar, buscar otras soluciones.
—Ya he tomado una decisión. No hay más que decir.
Se soltó, sujetó el sobre con fuerza y recorrió la distancia que les separaba de la puerta todo lo deprisa que le permitieron los tacones y la falda tubo. Abrió la puerta y con la vista ostensiblemente clavada en el suelo, avanzó hacia la papelera. Los dos policías observaron cómo marchaba pisando un asfalto que, poco a poco, había ido cubriéndose de blanco.
Al llegar al sitio convenido, la juez se detuvo, indecisa.
—¿Qué le ocurre?
Iturri contestó con humildad:
—No tengo ni idea, Kalif.
MacHor se decidió al fin. Cogió el sobre con la boca y se dedicó a separar vasos de café y envoltorios de magdalenas y muffins hasta hacer sitio: la papelera estaba repleta. Cuando consideró que el hueco era suficiente, depositó el sobre. Y permaneció allí, quieta.
—¿Crees que se arrepiente? —preguntó el norteamericano, que no apartaba los ojos de ella.
—No lo sé, Kalif. Pero nos enteraremos enseguida.
—Para quererla tanto, amigo, sabe poco de esa mujer.
Iturri torció la boca y, a modo de excusa, musitó:
—El libro de instrucciones de las mujeres es largo y complejo, al menos el de las españolas.
MacHor seguía en pie, con la cabeza baja. Pequeños copos de nieve iban cayendo encima de la papelera, y el sobre empezaba a mojarse. Dudó unos segundos, pero luego hizo presión para introducirlo a mayor profundidad y lo tapó con los vasos usados que había sacado antes.
—No quiere que se moje —explicó Juan al comprender lo que pretendía.
—¿Y qué más le da? Van a destruirlo.
—Supongo que espera un milagro.
Kalif se echó a reír.
Sin levantar la vista del suelo, MacHor volvió al café. Entró, se dirigió a toda prisa hacia la mesa y se derrumbó en la silla vacía.
—¡Se acabó!
Über sacudió la cabeza.
—¡Lo sé, Kalif, comprendo su frustración, y lo siento! Yo también apreciaba al director Herrera-Smith... Aun así, ese cariño no es comparable con lo que siento por mi hijo, ¿lo comprende?
Juan medió en la discusión.
—Ha sido un día muy largo. ¿Por qué no nos vamos a casa?
—¿No tenemos que quedarnos, hasta comprobar que todo va bien?
—Mi gente se ocupa de eso, señoría. Podemos marcharnos.
—¡Perfecto! Sacaremos a mi familia de ese piso suyo... Pero antes tengo que ir al juzgado e informar al juez de que... En fin, debo decirle que no...
Kalif e Iturri cruzaron una fugaz mirada.
—¿Crees que es prudente, Lola? Repito que te tocará dar explicaciones que pondrán en peligro tu propia carrera...
—¿Piensas que no lo sé? ¡Claro que lo sé! De todos modos, tendré que explicarme antes o después... Aunque puede que tengas razón. Podría llamar y retrasarlo. Iré dentro de un rato, ahora soy incapaz de expresarme correctamente.
Con voz grave, Kalif añadió.
—La nieve permite justificar un montón de cosas, señoría, ¿no cree?
MacHor sonrió y, reclinándose en su silla, se acercó al norteamericano.
—¡Muy agudo, señor Über, muy agudo!
Cogió el móvil y marcó el número del juzgado. Habló con el secretario judicial. Pidió que retrasaran la vista, alegando que estaba atrapada en un atasco.
—¡Todo arreglado! ¡Vamos a por mi familia!
—¿No le preocupa qué pasará con esos papeles? —preguntó Über. Se dirigían hacia los coches.
—Sólo quiero proteger a los míos. Tengo la certeza de que el director Herrera-Smith aprobaría lo que hago. Y cuento con que el FBI no les quitará los ojos de encima, ¿no es así?
—Así es, señora, salvo imprevistos.
—No los habrá, ¿verdad?
—Espero que no.