Pese a ser un día festivo y haber dormido mal, Herrera-Smith bajó a desayunar a la hora habitual. No había más de media docena de personas en el salón y, afortunadamente, no conocía a ninguna. Se sentó en la mesa más alejada del bufet, delante de la inmensa cristalera que enfrentaba al visitante con una espectacular cascada artificial rodeada de vegetación y de un lago circular. Su mesa se vestía del rumor del agua y la paz coloreada del ir y venir por las aguas verdosas de docenas de carpas.
Clavó los ojos en las criaturas que nadaban como con descuido en aquel entorno. Por un momento deseó ser una de ellas. Preocuparse sólo de conseguir comida, sin necesitar comprender el poder del poder, nadando en un acaecer perpetuo. Por desgracia, no era una carpa. Él sí comprendía la urdimbre del mundo. Y sabía con precisión qué le estaba pasando. Se rindió a la evidencia. «Sólo es cuestión de tiempo. No buscan mi dinero; ya me lo habrían pedido. Pretenden lograr mis servicios, tener a sueldo al último policía», se dijo.
Ignoraba de qué se trataba exactamente; sin embargo, suponía que en el punto de mira estaría aquel maldito expediente, el del proyecto desarrollado en Canaima. Corrían rumores. Se decía que incluso el anterior presidente de la entidad estaba implicado o, por lo menos, al tanto de alguno de los escándalos relacionados con el Banco Mundial, aunque no había hecho nada al respecto. Si era así, poco podría hacer él.
El añoso segundo chef se le acercó para ofrecerle sus servicios. Sus tortillas vegetales eran famosas en toda Asia. Al oír su nombre, Herrera-Smith se removió en el asiento. El cocinero, azorado, pidió disculpas por haberle importunado. No tenía apetito, pero por no desairar al anciano, aceptó.
«Soy demasiado sentimental —se dijo—. Gracias a que este caballero pasa de los sesenta.» Una sonrisa amarga se dibujó en su rostro recordando la nota, el CD y la fotografía, que dormían en el bolsillo de su americana. La última había llegado aquella mañana, entre las páginas de The Washington Post.