Capítulo 24

Gabriel Galbis esperaba la llamada de la juez en el fondo del barranco, fumándose otro cigarrillo. Había perdido ya la cuenta de los que llevaba encendidos. Como todos los días, acosado por su mujer, afiliada a la más acérrima de las ligas antitabaquismo, había prometido no pasar de quince. Obedientemente, ante ella, había volcado el contenido del paquete sobre la mesa y numerado, uno a uno, los cigarrillos que componían la dosis del día. Si ella se quedaba más tranquila, a él le daba igual fumar los cigarrillos con un número escrito con bolígrafo azul.

Luego había sido incapaz de cumplir su promesa.

Por fin, tras una temporada de duro trabajo, parecía que dejaban de pintar bastos. La jornada había arrancado con pacíficas formas, y sólo se había llevado a la boca siete pitillos. Sin embargo, era mera apariencia. El día había dejado la llave en la gatera.

Su buscapersonas sonó cuando abandonaba el juzgado, dispuesto a irse a casa a informar de los logros a su mujer. Le requerían los colegas de la Central. Por tercera vez en aquella semana se quedaría sin comer de manera decente.

Desando el camino, refunfuñando. Nada más entrar en la sala le espetaron:

—Galbis, ha llamado un jubilado que dice haber hallado el cuerpo de un hombre apaleado, en las afueras de Urriza, ¿sabes dónde queda?

Galbis lo sabía. Urriza es un pequeño pueblo, a una veintena de kilómetros de Pamplona, en dirección a San Sebastián.

—El tipo dice que, en su paseo matutino, observó en el fondo de un terraplén, sobre el monte bajo y medio oculta por la maleza, una mancha de color claro que parecía un hombre. Le llamó la atención, porque la ladera es encrespada y boscosa, de difícil acceso, salvo por la autovía. Inmediatamente pensó en un accidente de tráfico. El hombre, que ha sido pastor y le siguen tirando los caminos de cabras, en vez de avisar a la policía, bajó por el terraplén y encontró el cuerpo de un anciano. Se ve que ha recibido una soberana paliza, pero está vivo. Ya hay allí un equipo de la policía foral. Nos acaban de proporcionar la descripción. Te llamamos porque cuadra con la de ese tal Telmo Bravo, el tipo que andas buscando...

Galbis se presentó en poco más de quince minutos en el lugar de los hechos, que estaba tomado por varios vehículos policiales, una ambulancia y dos furgonetas de bomberos. Tras saludar con un gesto al policía foral que lideraba el equipo, a quien conocía desde hacía tiempo, se acercó a la zona acordonada. La tarde estaba cayendo, pero había suficiente luz para observar la escena desde la distancia. Los bomberos seguían en el barranco, en la pequeña cornisa donde, finalmente, se había detenido el cuerpo. La pendiente era bastante pronunciada y estaba sembrada de monte bajo y espinos. Le costó cuatro minutos llegar al repecho con la ayuda de las cuerdas que los bomberos habían tendido.

—No me extraña que no le encontráramos.

—Ni hecho a propósito hubiera resultado mejor. Estamos tratando de hacer llegar una camilla hasta allí. El sanitario le ha puesto unos sueros y morfina. Tiene las dos piernas rotas y está deshidratado. Ojalá no la palme.

Mirando dónde pisaban, avanzaron por la cornisa.

—¿Tenéis ya identificación positiva?

—Documental. Ya hemos llamado al juzgado. Según el carné de identidad que lleva en la cartera, es Telmo Bravo Garaicoechea. Al parecer, faltaba de casa desde hacía unos días. No hemos logrado hablar con él todavía, está en estado de shock. ¿Tú sabías algo de esto, Galbis?

—Algo sabía —contestó lacónicamente.

Habían cubierto al hombre con una manta térmica de color oro, que sólo dejaba el rostro a la vista. El policía pudo hacerse enseguida una idea de su estado.

—¡Pobre hombre!

—Ha tenido suerte, podría haber muerto sólo por el impacto, o poco después, por alguna lesión interna —aventuró el bombero—. No hay demasiada sangre, pero, si te fijas, verás que tiene zonas descarnadas.

El policía sacó el móvil, buscó el teléfono de la juez MacHor y pulsó el botón de llamada, pero no consiguió conectar.

—¡Maldita sea, no tengo cobertura!

—¡Pachi, pásame el teléfono! —gritó el jefe de bomberos—. ¿A quién quieres llamar?

—Tengo que poner los hechos en conocimiento de la juez MacHor, que andaba buscando a este hombre.

—No me digas que es el abuelo de la chavalilla esa a la que violaron.

—El mismo, sí.

—¡Menuda historia! ¿Cómo es posible que esas cosas pasen en Pamplona?

El subinspector, sorprendido, oyó la voz de Susana.

—Lo siento, Galbis, la juez se ha vuelto a olvidar el móvil en el despacho. He dejado un recado en el contestador de su casa, pero temo que no lo haya oído. Se ha ido al funeral de María Bravo.

—¿Funeral?

—¿Es que no te has enterado? La pobre chica falleció a causa de la infección.

—¡Joder, qué familia!

—MacHor dijo que asistiría al funeral para ver si estaba bien el abuelo, aunque yo creo que es porque le duele la conciencia. Yo salía ahora para allá. Si es muy urgente, la busco en la iglesia.

—Pues la verdad es que sí. Que me llame cuando pueda, por favor, a este teléfono. El mío no tiene cobertura.

—¿Se puede saber para qué?

—Se puede: hemos encontrado a Telmo Bravo.

—¿Vivo?

—Sí. Está hecho unos zorros, pero respira.

—¡Me alegro! Te llamamos.

Galvis se sentó en un peñasco. A su alrededor todo el mundo parecía tener alguna tarea importante. Vio como bajaban la camilla con una especie de polea que se apoyaba en una furgoneta estacionada en la autovía. Consiguieron izar a Telmo y luego empezaron a rastrear el lugar. Él no se ofreció para colaborar, se sentía sin fuerzas. Pese a que era verano empezó a sentir frío. Por fin el teléfono sonó. Esta vez era la propia MacHor.

—Buenas tardes, Galbis, siento que le haya costado localizarme. Dice Susana que hay novedades respecto a Telmo Bravo. Yo he estado buscándole por la iglesia.

—No podía estar allí. Le hemos encontrado en un barranco, bastante malherido, pero vivo. El monte ha ocultado las pruebas hasta ahora.

—¿Monte, qué monte?

—Estaba en un lugar cercano a la autovía de Leizarán, en la zona de Urriza. Inaccesible desde la carretera.

—¡Pobre señor Bravo! ¿Sabemos qué ocurrió?

—De momento no se puede aventurar ninguna hipótesis. No hay ningún coche por los alrededores que pudiera sugerir un accidente de tráfico. Obviamente, no creemos que se lanzara por el terraplén. Lo más probable es que alguien le trajera hasta aquí y le empujara. El forense dice que hay indicios de una paliza previa.

—¿Ha explicado Telmo qué le pasó?

—No, está medio inconsciente. Supongo que cuando lo trasladen al hospital y los calmantes hagan efecto podrá decir algo... Aunque podemos imaginarlo...

MacHor no rebatió la insinuación, pero tampoco la corroboró.

—¿Quién está hoy de guardia?

—El juez Inchaso. Ha llamado diciendo que va directamente al hospital. Yo también voy para allá. La ambulancia que traslada a Telmo Bravo ha salido hace unos minutos.

Entre los dos se interpuso un silencio incómodo. MacHor lo interpretó como debía, y esperó que Galbis continuara, con el pulso más acelerado.

—El juez Inchaso ha pedido que la avisáramos. Se ha enterado de que buscábamos a Telmo, y, como es natural, quiere información. Dice que le gustaría verla en el hospital.

—En fin... Éste no es mi caso...

—Lo sé, pero él lo ha pedido expresamente.

—Y usted, ¿qué opina?

—Prefiero no opinar. Usted está ya con un pie fuera y...

—¿Quiere que vaya, Galbis?

—Sería bueno, sí.