Capítulo 11

A las doce de la noche del viernes, Lola, Jaime e Iturri estaban ante un plato de pisto con jamón serrano. Los dos hombres traían un hambre voraz y no hablaban. Por el contrario, a aquellas horas, la juez había perdido completamente el apetito. Cansada de verlos engullir, señaló:

—Vale, vosotros seguid con lo vuestro, yo haré una recapitulación de los hechos.

Los dos hombres accedieron, con una breve ojeada por encima de sus platos.

—Veamos: el expediente de Herrera-Smith nos sitúa ante una estafa de grandes dimensiones. Millones de euros, al parecer. Castaño me dio la cifra exacta, pero, en este momento, no recuerdo si dijo trescientos o tres mil. Desde luego, el primer número era un tres... —Jaime la miró con cara de sorpresa. Iba a lanzar un cáustico comentario, pero, finalmente, se mordió la lengua. Ella continuó como si un cero de más o de menos careciera de importancia—. En fin, sea cual sea la cantidad, la naturaleza de los hechos no cambia: esos centímetros de menos han colmado algunos bolsillos y han matado a dos personas, tres, si incluimos el suicidio de Herrera-Smith.

Iturri protestó con voz suave, pero firme:

—Deberías atenerte a lo que podemos demostrar. La muerte del funcionario del Banco Mundial y la del empleado de la empresa de señalizaciones podrían justificarse como consecuencias de la inseguridad ciudadana que vive la ciudad. La huella del pie no prueba nada. Sólo son conjeturas....

—Si les encontráramos, es posible que pudiéramos probarlo. En todo caso, se acumulan demasiadas casualidades, y tú sabes, Juan, que eso no suele ocurrir. Tenemos a dos antiguos agentes de seguridad españoles que cogen un vuelo en Caracas con destino a Madrid el día siguiente del asesinato de Jorge Parada y de Lucio Lescaino, y esos mismos ex agentes se presentan en Singapur justo cuando Herrera-Smith empieza a ser extorsionado. Y viajan en clase preferente. Teniendo en cuenta que la empresa constructora es española, resulta más que probable que ambos asesinatos estén relacionados con ese maldito expediente.

—Lo sé, aunque no podemos demostrarlo todavía. Todo es circunstancial. Parece mentira que te lo tenga que advertir yo, cuando tú eres la juez.

—De acuerdo, pero aún no hemos agotado las posibilidades. Por ejemplo, esa Interpol tuya podría comprobar con qué tarjeta de crédito se pagaron esos billetes.

—Ya había pensado seguir el rastro de los billetes. Lo haré. Mientras, debemos atenernos a los hechos.

—Vale, atengámonos a lo que podemos probar. En lo relativo a la estafa, no tenemos problema: con el expediente Canaima en la mano, las facturas de la empresa Ronda 66 y una medición notarial de la carretera resulta fácil demostrar que ese delito se cometió...

—Pero ¿quién lo cometió? —preguntó Jaime.

—Por descontado que en Venezuela hay un pringado —señaló Iturri.

—Teniendo en cuenta que el país receptor, en este caso Venezuela, revisa los proyectos una vez finalizados, deberíamos encontrarnos con un funcionario gubernamental corrupto. Aunque también podría tratarse de un vago redomado, que en vez de hacer su trabajo, no hubiera supervisado la obra. Es más que probable que haya bastado con sobornar al político o alto funcionario de turno y que los llamémosles técnicos no hayan intervenido para nada.

—¿Encontrarte con un funcionario corrupto en Venezuela? ¡Qué cosa más rara! Allí son todos como angelitos del cielo —apuntilló Jaime—. Además, Lolilla, sea como sea, no creo que saques nada en claro enfrentándote a la administración de Hugo Chávez.

—En eso te doy la razón. Veo más seguro lo del Banco Mundial. También ellos nombran inspectores encargados de realizar sus propios controles. Por eso deberíamos pensar que alguien de ese organismo está metido hasta el cuello.

—Sí, pero ¿cómo encontrarlo? Si se llega a abrir un sumario, se puede hacer una petición formal de investigación desde aquí, si bien en el mejor de los casos, el resultado es incierto y, desde luego, lento...

Jaime había acabado de rebañar cuidadosamente el plato. Con el estómago a cubierto se percató de que la voz de su esposa no sonaba rabiosa, ni siquiera apenada. No dejaba de ser sorprendente. Solía tomarse todo lo referente a su trabajo de una manera visceral; además, en aquel caso concreto, había tenido relación con la víctima.

—Muy tranquila te veo, Lolilla. Te estás guardando algo, ¿verdad?

A ella se le colorearon las mejillas.

—No seas tonto, Jaime.

Iturri miró a ambos lados. No lograba seguir aquel lenguaje propio de la pareja.

—Me rindo. ¿Puede alguno de los dos explicarme qué pasa? —pidió con la boca llena.

—Vale, lo admito. Tengo un nombre.

—¿Un nombre, Lola? ¿Cuál? ¿De dónde lo has sacado?

—Es de sentido común. Sólo he tenido que ir a lo más obvio. Los funcionarios son difíciles de alcanzar, pero hay una empresa privada en el ajo. Y Ramón Cerdá es su presidente. Sólo debemos ir a por él.

El policía levantó las manos en señal de protesta.

—¡Sinceramente, Lola, creo que vas demasiado rápido!

—Ni hablar, Juan. En este pufo han tenido que haber colaborado los responsables del grupo Buccara. No basta con que haya implicados en Caracas o en Washington. No: los números cantan. Está registrado en libros, tienen ingenieros que se encargan de la dirección de obra, que debían de tener copia del contrato... No hay duda: la cúspide de Buccara S.A. está en el ajo. Dos mordidas, y un montón de millones al bolsillo...

—Desde luego, es una jugada inteligente —agregó Jaime—. ¡El robo perfecto!

—¡El robo perfecto no existe! —declaró Iturri, mientras se servía más jamón—. Y, volviendo a lo que decías, Lola, déjame que haga de abogado del diablo: no hay indicios que permitan asegurar que la empresa Buccara, o su presidente, Ramón Cerdá, estén involucrados. No veo a un empresario como él ejerciendo de mafioso y ordenando asesinatos.

—Vale, pero tenemos la estafa.

—Desde luego. La conexión entre directivos de grandes empresas y políticos en casos de corrupción es conocida, pero ¿podemos probar que ellos iniciaron esto, o podrán alegar que no sabían nada o que no tuvieron más remedio que hacerlo porque Chávez (no creo que deba mencionar que esas cosas pasan allí) les amenazó con esto o con esto otro?... Si a Castaño le costó dar con ello, no creo que sea tan obvio como tú lo planteas.

—Tampoco yo lo creo, Lolilla —agregó Jaime.

—Entonces, ¿qué hacemos, dejarlo estar? Si no podemos enfrentarnos a Venezuela ni al Banco Mundial ni a Buccara, lo mejor es que envíe el expediente al limbo de los justos y el alfiler de corbata a los herederos de Herrera-Smith.

—Te olvidas del FBI, Lolilla —señaló Jaime, guiñándole un ojo.

Iturri negó vivamente.

—No, no y no. Ni hablar; estoy seguro de que ellos no forman parte de esta trama.

—Pero me están siguiendo. Tú mismo lo has comprobado. ¿Por qué si no estarían haciéndolo? ¡No tiene sentido!

—Lola, te lo repito: el FBI no gana nada con que ese informe se oculte.

—Tú lo has dicho. Puede haber muchas cosas que desconozcamos. Además, ¿sabes qué?, ignoro qué ganan, y me da igual. Me están siguiendo y voy a poner fin a todo esto inmediatamente.

Iturri emitió una extraña risita. Jaime se sumó a la chanza.

—¡Eso es, Lolilla, a por el FBI! Espera, voy a buscar mi cota de malla.

—¡Estoy hablando en serio, Jaime! —dijo ella levantándose—. Voy a llamarles por teléfono ahora mismo.

Ambos rieron a mandíbula batiente. El pisto y la botella de vino que habían compartido, un tinto joven navarro, les había dejado un agradable calor en el estómago.

—No os riáis, tengo su número. Se van a enterar.

—¿Su número? Pero ¿de qué hablas?

Sin avenirse a ofrecer más explicaciones, Lola buscó su móvil. Sabía que Kalif Über figuraba en su memoria. Sin pensarlo dos veces, apretó la clavija verde. El agente contestó casi de inmediato. Su voz no reflejaba ninguna extrañeza.

—Señoría, es un placer saludarla. ¿Qué tal está?

—Pues eso quisiera yo saber, Kalif. Estoy encerrada en mi casa, con las persianas bajadas, esperando a que los suyos vengan a cortarme el gaznate. Pero ¿sabe una cosa?, me da lo mismo. He pasado por esto otras veces. Yo misma convencí a David Herrera-Smith de que pagar un chantaje le convertiría en cómplice del demonio. Él murió por eso. Le llamo para que sepa que no voy a arredrarme. ¿Me copia? Así es como lo dicen ustedes, ¿no?

—Señoría...

MacHor no le hizo caso. Estaba en plena ebullición irlandesa.

—Me gustaría ser de su calaña, ¿sabe? Pagar a un matón que vaya a por el agente especial Ramos y a por usted cuando yo muera. Pero yo no soy así, Kalif. Ahora bien, no se confunda: no voy a cejar; si no consigo la justicia en este mundo, la conseguiré en el otro. De la venganza viven los muertos. ¿Había oído antes esa frase? ¡Pues sepa que es cierta!

—Señoría, escúcheme, por favor: está usted equivocada.

—¿Por qué? —le cortó—, ¿qué daño les he hecho yo, qué daño les hizo Herrera-Smith? Somos gente de bien, pagamos nuestros impuestos, respetamos al prójimo, adoramos a nuestra familia. ¿Qué daño han hecho a su país Jorge Parada o Lucas Lescaino?

—Lucio Lescaino, señoría.

—¿Cómo dice?

—No se llamaba Lucas, sino Lucio...

—¡De modo que admite conocerle!

—Por supuesto, señoría, gracias a su amigo Castaño.

MacHor ni siquiera le escuchó. No iba a parar hasta decir todo lo que pensaba.

—¿Qué hizo el pobre Lucio para que le pegaran dos tiros? ¡Y lo de la losa en los pies, eso sí que es originalidad, para premio de la Academia!

—Lucio Lescaino no hizo sino lo que debía.

—Si es así, ¿por qué le asesinaron?

—Nosotros no tenemos nada que ver con su muerte, señoría.

—¿Y, entonces, qué hace ese coche ahí fuera?

Él dudó un instante.

—Dábamos por sentado que lo descubriría, pero teníamos que arriesgarnos.

—¡De modo que confiesa que me vigilan!

—Desde luego, la hemos estado siguiendo desde que volvió de Singapur. Sabíamos que, de alguna manera, Herrera-Smith se las había arreglado para entregarle algo. Nos preocupaba tanto lo que le entregó como su propia seguridad.

—Registraron mi habitación y no encontraron nada —apuntó MacHor en tono inocente.

—Nosotros no, pero los rayos X del control del aeropuerto detectaron el alfiler de corbata. Si Herrera-Smith había sido capaz de entregarle ese estuche, también había podido darle algo más comprometedor. Lo único que no hemos podido deducir es dónde lo había escondido.

Lola sonrió.

—En la caja de seguridad del hotel; el recibo, oculto en mi Código Penal, sección extorsión. Y, desde luego, me entregó algo más que esa joya.

—Lo sabemos, señoría.

—¿Ah, sí? ¿Qué saben?

—No me andaré por las ramas: hemos leído el expediente Canaima.

—¿Leído? ¿Cómo que lo han leído? Está en una caja de seguridad de un banco...

—Lo sé.

—¿La han abierto? ¿Hay algo que no puedan hacer?

—Queremos cazar al culpable, igual que usted...

—No lo entiendo, ¿por qué hacen todo esto?

—Herrera-Smith era norteamericano, un servidor público. Nosotros nunca abandonamos a uno de los nuestros. Ése es uno de nuestros signos de identidad más característicos, por encima de las hamburguesas o el béisbol. Hemos de proteger a nuestros conciudadanos. Quizás tardamos un poco, a veces incluso bastante tiempo, pero terminamos por hacer justicia. Siempre; a su modo, o al nuestro.

—Entonces, el coche negro...

—Es mi gente; no tiene nada que temer de ellos.

MacHor empezó a procesar a toda velocidad la información que el agente le proporcionaba. De repente cayó en la cuenta.

—Me estoy volviendo loca o ha mencionado usted a Roque Castaño.

—Está cuerda, señoría, se lo aseguro.

—¿De qué le conoce? No irá a decirme que... —Por un instante se le ocurrió que Castaño podría pertenecer al FBI, pero eso sólo pasaba en las novelas. La opción más probable era otra—: ¡Ah, no, eso sí que no! ¡Han pinchado mi teléfono! ¿Cómo han entrado en mi casa?

—Para pinchar un teléfono no nos hace falta entrar en el domicilio... Pero ya le advertí en Singapur que nuestro brazo es largo.

Ella se quedó un segundo perpleja; finalmente escupió:

—¡Me da igual quién sea usted, o lo grande que se crea! Éste no es su país. Todo eso que han hecho es ilegal.

—También la extorsión es ilegal, señoría. Nosotros tratamos de hacer el bien, de mantener el orden para la gente de bien. Velamos por su seguridad...

—Lo siento, voy a colgar. Esto me supera. De veras, me supera, tengo que colgar.

MacHor dejó el teléfono sobre la mesa y salió corriendo. La oyeron encerrarse en su habitación dando un portazo.

—Se nota que ella no ha cogido un avión. Aún le quedan energías —susurró Jaime a modo de excusa.

Sonó el móvil. Lo cogió con premura.

—Soy el agente Kalif Über. ¿Puedo saber con quién hablo?

—Jaime Garache, el marido, aunque supongo que usted ya lo sabe.

—Encantado, doctor. Estoy a poco más de cinco minutos de su casa. ¿Le parece que me acerque? Puedo escucharles desde aquí, pero creo que será mejor hablar en persona,

—¿Le gusta el pisto? Con jamón serrano. Todavía queda un poco en la fuente. Lo ha preparado mi mujer, en un buen momento.

—El jamón, sí; no he probado el pisto.

—De acuerdo, venga. Pero, antes, dígame una cosa: ¿ha grabado su gente cómo ronca mi mujer?

—Me temo que sí.

—¿Podría facilitarme una copia de esa cinta?

—Veré qué puedo hacer.

Iturri se concentró en el vino mientras Jaime iba a buscar a su esposa.

 

 

Lola fingió como pudo una sonrisa, pero se sentó lo más lejos que pudo de él. ¡Se parecía tanto a Ariel! En realidad, la concordancia era sólo de bulto, pero aquel cuerpo negro y oscuro hizo que volviera el olor a churros. El agente, entrenado para detectar esos cambios de comportamiento, notó su desazón.

—¿Sigo recordándole a la persona que le amenazaba? Está en la cárcel, ¿no?

—Estuvo, pero se fugó. En este momento está en paradero desconocido.

—Déme su nombre —dijo sacando su agenda electrónica.

—No... Lo siento... En fin, creo que no puedo.

—¡Venga, Lola! —insistió Iturri—. El agente Über ni siquiera está aquí.

Tartamudeó.

—Norberto Rosales, alias Ariel. Nacionalidad dominicana, veintiocho años. Violación y tráfico de drogas. Proveedor colombiano.

—Déjelo en mis manos. Y, ahora, si les parece, volvamos al caso Herrera-Smith. ¡Por cierto, este guiso está estupendo! ¿Cómo ha dicho que se llama?

—Pisto manchego.

—Muy sabroso, sí... En fin, creo que tienen ustedes razón. Todo está más o menos claro, pero no podemos echar el guante a nadie. No nos queda más opción que tenderles una trampa.

—¿Cómo dice?

—No hay pruebas claras que nos conduzcan hasta los asesinos. Necesitamos saber qué funcionario del Banco Mundial está implicado y quién ordenó asesinar a los testigos y extorsionar al director Herrera-Smith. Nos faltan pistas, aunque eso ellos no lo saben. Debemos convencerles de que tenemos esas pruebas...

A Lola se le iluminó el semblante.

—Un cebo, ¿habla usted de un cebo?

—¡Exactamente, señoría, un cebo!

MacHor se levantó y salió corriendo de nuevo.

—¿Qué he dicho? —El norteamericano levantó las manos en señal de inocencia.

Le respondió Iturri. Jaime le miró dolido, pero no dijo nada.

—No se preocupe; ella es así. No sabe pensar estando quieta.

En efecto, en apenas un minuto volvió con una revista en la mano. Una sonrisa llenaba su cara.

—¡Lolilla, parece que hubieras visto un ángel!

—Y así ha sido, con olor a Chanel número cinco: mirad.

Todos se inclinaron hacia la portada.

—Ella será nuestro ángel.

Iturri y Jaime se miraron, y luego ambos miraron a Über.

—No te entendemos —musitó su marido.

—Os lo estoy poniendo en bandeja. Me estoy ofreciendo como cebo. Mañana por la noche, Jaime y yo estamos invitados a una cena benéfica que da nada menos que la mujer de la portada.

—Es guapa, sí —confesó Jaime—, pero ya estoy comprometido.

—Es guapísima, elegante, lista y famosa, pero, sobre todo, es la esposa de Ramón Cerdá. Es el presidente del grupo Buccara, la empresa constructora responsable de la obra —aclaró dirigiéndose al agente del FBI—, aunque supongo que usted ya está al tanto. No tenía intención de asistir a esa cita. De hecho, había declinado la oferta, por eso no te había dicho nada, Jaime, pero cambiaremos de opinión, ¿verdad?

El hombre dio un respingo.

—¿Cena benéfica? Ya sabes que odio las fiestas, especialmente las benéficas. Son... no sé cómo expresarlo...

—¿Como las cenas de médicos, por ejemplo? ¿Como aquella cena de clausura del congreso del mes de octubre? —Hubo un imperceptible retintín.

—En cierto modo, sí... —Jaime arrugó el ceño antes de añadir—: ¿Tengo alguna opción?

—La tienes, desde luego, pero me gustaría que me acompañaras.

—Vale. ¿A qué hora es?

—A las ocho y media. De etiqueta.

—¡Tengo miles de cosas que hacer! Los perros...

—Te llevo el traje cuando vaya a buscarte. Te cambias en el despacho. Pero tienes que prometerme que estarás libre a las ocho menos cuarto. Esta vez no podemos llegar tarde.

MacHor giró la cabeza y dirigió la mirada hacia Iturri.

—¿Quieres venir, Juan?

—Me quedaré en la retaguardia, con el agente Über. Quizás pueda enseñarle algo. De todos modos, me gustaría que compartieras con nosotros tu plan, Lola. No sabemos qué tramas.

—Como decía el agente Über, se trata de mover ficha. Al fin y al cabo, tarde o temprano el expediente Canaima hubiera acabado en la Audiencia.

—¿Propones presentarlo en el juzgado?

—Sí, es la única forma de hacerlo público.

—¿Quiere que Ramón Cerdá se entere de que ese expediente está en su poder? —preguntó Kalif.

—Eso es exactamente lo que quiero. ¿No ha dicho que debemos enseñarles que tenemos algo? Bueno, mostrémosles el expediente.

—Acabas de decir que la cena benéfica se celebra mañana. Perdona, Lola, que sea tan sincero, pero con lo lentos que sois en tu trabajo, pasarán meses hasta que alguien haga algo con ese expediente.

—No si se tocan las teclas oportunas, y yo sé cómo hacerlo. Dejádmelo a mí... Cuando asistamos a la cena, el presidente de esa empresa sabrá que nos hemos enterado de cómo engorda a los bueyes. Y, ahora, si sois tan amables, me gustaría acostarme. Es muy tarde.

Los tres hombres se levantaron al unísono.

—Gracias por el pisto, señoría. Estaba muy bueno. Es usted muy amable.

—¿Amable?, nada de eso. A cambio quiero que, ahora mismo vaya a mi habitación y quite todos los micrófonos que ha puesto su gente. ¡Espero que no hayan instalado cámaras!

—No, señoría.

—¿Seguro?

—Completamente.