Capítulo 10

Gabriel Galbis había empezado desde abajo y había tardado en ascender. Por eso, tras su flamante condecoración y con su ascenso a subinspector en la cartera, había decidido aprovechar el tiempo perdido. Al principio de su carrera hablaba más de la cuenta; cosas insignificantes todas ellas, esto y aquello, detalles intrascendentes, pero su lengua le había hecho parecer menos de fiar de lo que en realidad era. Aunque le costó darse cuenta, cuando lo hizo comenzó también a cultivar el arte de escuchar a los demás. Ninguna boca es hermética; todas, empezando por la del inspector jefe, presentan fugas.

Amén de escuchar, había aprendido a mirar. La juez MacHor solía hacer hincapié en que todos los delitos, desde el robo de un lapicero hasta el asesinato múltiple, tienen una estética. Descubrirla conduce más rápida y precisamente a su autor. Al principio, al joven agente Galbis, buscar la faceta artística del crimen le parecía una estupidez. Sin embargo, descubrió que, nuevamente, el equivocado era él. Y había aprendido a mirar para ver, y a ver para descubrir los tedios, los sentimientos ocultos, las alegrías reprimidas y cualquier otra cosa que le indicase algún rasgo del carácter del delincuente.

Lo que le había encargado la juez MacHor parecía simple, pero estaba seguro de que era una visión engañosa. Actuaría con el mismo cuidado de siempre.

Después de comer con su esposa y dejarla medio dormida ante la pantalla encendida del televisor, fue en busca de Telmo Bravo. Conducía su propio coche e iba de paisano. El barrio de Telmo no era zona para pasear la insignia. De cada tres vecinos, uno era, como poco, proetarra; otro, drogadicto, ladrón o camello.

Tras preguntar varias veces, logró dar con la casa. En aquel enjambre de edificios idénticos, era fácil perderse.

No le hizo falta llamar. El portal estaba abierto. De hecho, la cerradura no funcionaba. La puerta tenía la madera cuarteada por el sol e hinchada por el agua, y las jambas no encajaban. Telmo y María Bravo vivían en el tercer piso. La casa no disponía de ascensor. Respiró hondo y subió. La escalera estaba limpia, pero en las paredes abundaban las manchas de humedad y los grafitis de baja calidad. En algunas zonas la pintura se había desprendido y dejaba al descubierto el cemento gris.

Alcanzó finalmente el rellano, desde el que se accedía a dos viviendas. Se dirigió a la de la derecha. El barniz de la puerta tenía varias muescas, justo debajo de la mirilla. Como si hubieran arrancado con saña lo que allí había. Extrañado, Galbis tanteó las marcas con los dedos. Las muescas parecían de navaja.

Decidió que aquello no era de su incumbencia y llamó al timbre. Nadie respondió. Llamó de nuevo, con dos timbrazos. Luego usó los nudillos. Finalmente oyó abrirse una puerta detrás de él. Se dio la vuelta y se topó con una mujer gruesa, de pelo canoso y descuidado, vestida con una bata de flores moradas a la que le faltaban varios botones. Llevaba un cigarrillo entre los labios, y calcetines de deporte. Sin zapatos.

—Si preguntas por Telmo, no está. María tampoco. Esta noche no han dormido aquí.

Superado el sobresalto, Galbis decidió aprovechar la fuente.

—¿Sabe dónde puedo encontrarles?

—Ni idea. No son muy comunicativos. De hecho, desde que la chica se preñó, Telmo no habla con nadie. Ni con Dios. Esas muescas de la puerta que andabas tocando son la prueba. Antes había una medalla del Sagrado Corazón. Cuando dejaron libre al violador, ese Ariel, Telmo la quitó con su navaja. La tiró a la basura. Es esta que tengo yo en la puerta —dijo, mostrándoselo—. Yo no soy católica, pero con Jesucristo y la Virgen Santísima no dejo que se meta nadie.

Galbis asintió con la cabeza, sin saber qué decir. Al fin tanteó otras posibilidades.

—¿Sabe si tienen parientes en algún sitio? En el pueblo, quizás... —sondeó.

—No. Están solos en el mundo: el uno para el otro y el otro para el uno. Son buena gente, pero en estos barrios la mala suerte siempre está al acecho. Y a ellos les ha tocado la negra: ni una broma de mal gusto...

Galbis no tenía tiempo para hablar de desdichas y destinos con sabor a piedra. Quería encontrar a Telmo Bravo y necesitaba datos.

—¿Le consta que Telmo jugara a las cartas o frecuentara algún bar cercano?

—Ya te digo que era muy solitario —respondió la mujer, con gesto de enfado. Y entornó la puerta dejando ver que se estaba cansando de aquella conversación.

—Muchas gracias, señora —dijo, y se dirigió a la escalera.

La voz de la mujer le detuvo.

—Lo estás haciendo mal, tío. ¿Es que no me vas a dar una de esas tarjetas que usáis los polis? Como en las películas. Así, si vuelve, te llamo.

Galbis se la quedó mirando con gesto dubitativo. Tenía razón, pero no le hacía ninguna gracia que su nombre y su teléfono anduvieran sueltos por aquel barrio. No recibía en vano el plus de peligrosidad. Optó por una vía intermedia: sacó su libreta, arrancó una hoja y anotó su móvil.

—Mi nombre es Gabriel —dijo entregándole la nota—. Y le agradecería que me llamara si Telmo vuelve.

—Vale, madero. Si vuelve, te llamaré.

Con mal sabor de boca, Galbis recuperó su coche y se fue directamente a la comisaría. Desde allí llamó a varios hospitales. Telmo era casi un anciano. Quizás había tenido un accidente. Quizás un golpe le había hecho perder la memoria. Tras preguntar en todos los centros, siguió como al principio. Era una buena señal, desde luego, pero ¿dónde estaba?

Lo intentó de nuevo el domingo por la mañana, sin resultado. Finalmente, accedió a los ordenadores de la central y consiguió consultar su cuenta bancaria. Permanecía inmóvil desde hacía más de una semana.

—La juez va a tener razón: lo que ocurre no es normal.