Aquella noche, MacHor durmió inquieta.
La detención de Ariel la había hecho feliz. Para celebrarlo se comió, sin cargo de conciencia, los dos bombones de la mesilla y se permitió uno de los prohibitivos zumos del minibar. Sin embargo, el recuerdo del inesperado brindis la mantuvo en un duermevela hasta la madrugada. Herrera-Smith había cometido una violación del protocolo, y desconocer el porqué la ponía muy nerviosa. Desde el principio, su relación con el dignatario norteamericano estaba marcada por la extrañeza. A los dos días de su llegada no tenía aún una explicación que justificara su intempestiva llamada, ni su petición de adelantar el viaje.
El lastimero recuerdo de su mujer muerta había sido el principal asunto de su primera reunión. Lola lo hubiera entendido si ella acabara de fallecer, pero habían transcurrido ya tres años. Y luego habían comenzado las preguntas incómodas... Lo incómodo no había sido el tema, estaba acostumbrada a tratar ese tipo de asuntos; lo incómodo habían sido las formas. Sus peticiones de información sobre los casos de extorsión en los que había intervenido habían pecado de directas e incisivas. Parecía que aquello le incumbiese de una manera personal. Herrera-Smith, como abogado con cuajada experiencia en lobbying, debía saber que la directa no es nunca la marcha que se emplea en esos temas.
En varias ocasiones, ella había intentado reconducir la conversación hacia su conferencia, pero él no le había hecho ningún caso. Como si la sesión que explicaba su presencia en Singapur no le importara lo más mínimo. Y luego había llegado el inmerecido e imprudente brindis, la gota que colmaba el vaso. En dos palabras, pronunciar aquel brindis había sido una estupidez. No tenía sentido.
Pero aquello no iba a quedar así; no, señor. Lola estaba dispuesta a aclarar la cuestión, de inmediato y con contundencia. Bajó a desayunar muy temprano. Sin embargo, aquel día, el abogado rompió su rutina y no se presentó. MacHor esperó infructuosamente en el restaurante hasta las ocho menos cuarto. Se consoló pensando que era el moderador de su sesión y que, de todas maneras, deberían encontrarse. Subió a su habitación a recoger sus cosas.
A las ocho en punto el coche la esperaba en la puerta. Las sesiones sobre corrupción comenzaban una hora más tarde, pero las medidas de seguridad les obligaban a acudir mucho antes. Además, deseaba saludar a su oponente antes de empezar el debate.
Ellos no intervenían hasta las once. Previamente se pronunciarían una conferencia magistral y la ponencia de la presidenta de Transparency Internacional, a las que estaban amablemente obligados a acudir.