Tras la cena de gala, Herrera-Smith regresó al hotel. Esta vez la habitación estaba en orden de revista. La cama abierta, la cesta de fruta fresca sobre la mesa, la pareja de bombones sobre la almohada. Se comió el chocolate y se dejó caer. Nada más posar la cabeza en la almohada, se quedó dormido.
Al cabo de un par de horas se despertó sobresaltado y bañado en sudor.
Había soñado con su secreto desliz. Entre aquellas suaves sábanas, los recuerdos brotaron gozosos. Refrescando uno a uno los detalles de aquella sesión de masaje, se había vuelto a sentir excitado. En ningún momento apareció su rostro; sólo era una joven de rasgos orientales, pero sus dedos, largos y precisos, tentaron su espalda provocándole una sensación placentera, de completa relajación. Luego la voz le pidió que se diera la vuelta. Cuando lo hizo la mujer había desaparecido; en su puesto estaba el agente especial Ramos, del FBI. Con la indolente seguridad de quien se sabe policía de policías, le recriminaba haberse vendido al enemigo por un precio tan bajo.
Se levantó de la cama. Tenía el pulso alterado. Cogió un refresco del minibar y se lo bebió de un tirón. Luego, más tranquilo, se sentó en una de las butacas de la salita. Entonces comenzó a sentir un profundo enfado contra sí mismo.
—¿Cómo me he dejado enredar de esta manera? —musitó—. ¡Por Dios, soy un tipo hecho y derecho, no un chaval con las hormonas descontroladas!
Confesarlo en voz alta no le calmó, todo lo contrario: hizo más evidente su estupidez. Ocupaba un puesto de responsabilidad y estaba allí por motivos de trabajo. Sólo podía confiar en que nadie le hubiera visto. A decir verdad, no había hecho nada ilegal; había sido un regalo del hotel. Comprendía que en Occidente nadie lo vería de esa manera, pero, en fin, eran un hombre y una mujer adultos... Una idea fugaz arrasó su mente. «Era muy joven... ¡Santo Dios, confío en que no fuera menor! —pensó—. Eso terminaría por rematar la faena.»
No sabía nada de ella, salvo que sabía hacer su... trabajo. Repentinamente, le embargó un terrible miedo. No había empleado protección. Era joven, pero parecía muy experta.
—¡Dios mío, por favor, espero no haber cogido nada!
Con cierta puerilidad, se bajó el pantalón del pijama y observó su pene. Flácido y arrugado, el mismo aspecto de siempre.
—En cuanto llegue a Washington, me haré un análisis —se dijo. Volvió a meterse en la cama. Sólo quería olvidar. No lo consiguió; el miedo y las imágenes obscenas le acompañaron hasta las cuatro, momento en que, exhausto, se quedó dormido.
El despertador vibró puntualmente. Las seis. Pese al cansancio, se levantó, corrió el amplio cortinaje floreado y se acercó a la puerta para recoger los periódicos del día. Había pedido que cada mañana le subieran tres. Leería los titulares de todos, y luego escogería uno para estudiarlo detenidamente durante el desayuno.
Como esperaba, los diarios se hallaban en su puerta, dentro de la bolsa de felpa azul al efecto. Los sacó y comenzó por The Wall Street Journal. Al desdoblarlo un pequeño sobre blanco, tamaño cuartilla, cayó al suelo. Lo recogió extrañado. En aquel hotel no se ganaba para sustos. No tenía remitente ni dirección, pero su nombre figuraba en la portada. Pesaba bastante. Lo observó, cada vez con mayor aprensión. Estaba cerrado y había algo en él que no le gustaba. Decidió cortar por lo sano. Lo abrió valiéndose de un bolígrafo, y extrajo un CD y una nota doblada. Buscó las gafas en la mesilla, se las colocó y ojeó el primer objeto. No tenía nada impreso. Inicialmente pensó que vendría junto con el periódico. Algún informe financiero de algún organismo internacional. Enseguida rechazó la idea. Esas organizaciones suelen firmar todos sus regalos. Podría tratarse de algún tipo de propaganda del país, quizás una propuesta turística. Sí, era lo más probable.
Más tranquilo, desdobló la nota y le echó un vistazo.
Cuando las letras se ordenaron ante sus ojos y entendió lo que leía, volvió a mirar el CD. Tiró la nota, y con el disco en la mano, corrió hasta su portátil. Lo encendió e introdujo el CD en la disquetera.
Fueron sólo diez segundos. Inmensamente largos.
Al verse tumbado en la camilla, boca arriba, babeando, se echó a llorar. Por primera vez desde la tarde anterior se acordó de Rose Mary.
—Querida, no debías haberme dejado solo —dijo en voz alta.