—El fenotipo del neonato parece compatible con un individuo de raza negra...
—¿Fenotipo?—preguntó Carlos Llano.
—Me refiero a rasgos físicos transmisibles genéticamente: región maxilar prominente y proyectada hacia delante, platirrinia, anchura considerable de los labios... Ese tipo de cosas. De todas formas, he de reconocer que era pequeño. A esa edad gestacional, muchos rasgos no son evidentes aún. En fin, pesaba un kilo y veinte gramos y medía veintinueve centímetros.
Los dos jueces escuchaban el informe con cara de circunstancias.
Tan sólo veinticuatro horas después del suceso, uno de los recientes fichajes del equipo de patología forense del juzgado se había presentado en el despacho de Lola MacHor. Llevaba consigo el informe de la autopsia, realizada por vía de urgencia. Aunque todos los resultados figuraban en aquellos folios, tras dejar la copia impresa, solicitó una audiencia con la juez.
El forense era joven, alto como una torre y desgarbado como un espárrago. Vestía pantalón vaquero, camiseta blanca y zapatillas deportivas desgastadas. Probablemente para disimular las amplias entradas, inusuales a su edad, se había cortado el pelo a lo marine. A Susana, que le miraba de reojo, sólo le llamó la atención una pequeña chapa fucsia que llevaba prendida en la camiseta: «Te estoy mirando el culito».
El forense se percató y, sujetando la chapa entre los dedos, explicó, con voz aniñada:
—Cuando me la vendieron, me aseguraron que era infalible. Que todas las chicas se fijarían en ella y, después, en mí. Por lo que veo, lo hacen, pero luego salen corriendo. ¡Qué le vamos a hacer: dos euros perdidos! Al menos, es simpática, ¿no? Si te gusta, puedo conseguirte otra.
Susana se echó a reír.
—No, gracias. Aunque si me permites un consejo, yo me la quitaría antes de entrar. No creo que a la juez MacHor le guste demasiado. ¿Has trabajado alguna vez con ella?
—Sí, claro —musitó, colorado, mientras se apresuraba a soltar el gancho que sujetaba la chapa en la camiseta y a esconderla en uno de los bolsillos del vaquero—. No querría que se disgustara; me cae muy bien, ¿sabes?
—¿Qué tiene de especial para que te caiga tan bien? —recalcó Susana.
—Bueno, otros jueces nos miran como bichos raros; ella, no. Se interesa mucho por nuestro trabajo. Y, además, para no perderse en las palabrotas que empleamos, suele pedir que alguno de nosotros (me refiero a los de la oficina forense) venga a traducirle lo que hemos escrito. Yo lo he hecho en dos ocasiones. Siempre me ha dado las gracias. Pero esta vez será, con diferencia, la mejor.
Le miró con cara divertida, disimulando así su curiosidad: el morbo de los aspectos forenses siempre le había llamado la atención.
—¿Ah, sí? Y eso ¿por qué?, si puede saberse...
—Pues verás: el informe que traigo tiene muchísima miga. ¡Estoy deseando presentárselo! —dijo levantando los folios y agitándolos en el aire. No explicó más, pero no dejó de sonreír.
En pocos minutos a ambos se les agotaron los temas de conversación. Susana volvió a su teclado y el joven, al silencio. En ninguna de las pasadas ocasiones, MacHor le había hecho esperar tanto; en cambio, esta vez el joven tuvo que aguardar más de media hora, lo que tardó el juez Carlos Llano en acudir al despacho. Lola había tenido que enfadarse. Le había insistido en que él era el juez instructor y, por tanto, a quien correspondía conocer los datos. Finalmente accedió a que las explicaciones forenses fueran en su despacho y a estar presente.
Que el cadáver hubiera sido abandonado en su mesa era la cuestión menor. La mayor era el problema del juez Llano con la sangre.
—¿Pesaba un kilo? Eso es poco, ¿no? —preguntó Carlos Llano.
Lola asintió con la cabeza.
—Sí, el feto corresponde a un prematuro de cerca de veintiocho semanas de gestación —narró el forense, que en todo momento permaneció de pie. Estaba nervioso. La presencia del segundo juez le importunaba.
—¡Ya decía yo: a primera vista, parecía prematuro! —exclamó MacHor—. Sé poco de estas cosas, pero con ese peso y esa edad supongo que el feto habría sido viable, ¿no?
—No es tan sencillo, señoría. Quizás debieran ustedes permitirme que avanzara en la explicación del informe; así les evitaría dudas innecesarias.
MacHor se disculpó uniendo ambas manos a la altura del pecho en señal de arrepentimiento.
—De acuerdo, no interrumpiré más.
Sonriendo, el joven forense continuó:
—El cuerpo no presenta golpes ni otros daños, a excepción, naturalmente, de las cuchilladas: cinco exactamente. Una le seccionó el hígado; otra, el pulmón derecho.
Llano sacó un pañuelo del bolsillo y se secó la frente. Después estalló:
—¿Quiere hacer el favor de ahorrarnos los detalles innecesarios, joven? Nosotros somos jueces, no carniceros. Vaya al grano, si es tan amable. —Se acercó a una de las ventanas—. ¿Te importa que abra, Lola? Hace mucho calor.
—Adelante —accedió ella, aunque el problema no residía en la temperatura.
—Ni laceraciones ni golpes en la cara —continuó el forense, impertérrito—, lo que no deja de ser curioso, ya que, tradicionalmente, el rostro es al primer sitio hacia el que se dirige el maltrato. En fin, por lo demás, poco o nada que destacar de las heridas.
—¡Perfecto, gracias! —señaló Llano. Y mirando a MacHor—: Muy bien, Lola; creo que, habiendo terminado con la parafernalia, podemos por fin disfrutar de un sábado magnífico.
El forense miró con frustración a su interlocutor; luego, volvió la mirada hacia la presidenta del tribunal. Su voz reflejó su enfado.
—No he terminado, juez Llano. Queda lo más importante. Pero si lo prefiere, me voy. Todos los datos están reflejados en el informe. Léalo, si es que lo entiende.
Lola terció en la discusión.
—Continúa, Fernando, por favor. Si puedes ahorrarnos los detalles superfluos, ambos te lo agradeceríamos; se va haciendo tarde.
—Vale, jueza; lo que iba a decir es que lo verdaderamente interesante de este caso es que esas heridas de arma blanca son post mortem.
Cuando pronunció las últimas palabras, le brillaba con intensidad la mirada. Sabía que acababa de soltar una bomba de gran potencia y que, por una vez, un juez sería capaz de comprender su importancia.
—¿Post mórtem, cómo que son post mórtem? ¿Qué significa eso? —preguntó Llano a bocajarro.
Manteniendo la expresión maliciosa, Fernando aclaró:
—Muy sencillo: el niño ya estaba muerto cuando le hirieron. El cuchillo no empezó ni acabó nada importante.
Ambos jueces cruzaron la mirada. Los dos habían comprendido.
El forense había tildado el hallazgo de interesante; MacHor nunca lo hubiera calificado así, pero, de cualquier forma, resultaba vital para el caso.
—¿Estás diciendo que no fueron las heridas de arma blanca las que causaron la muerte del feto?
—Sí. —El joven asintió vivamente con la cabeza—. Ese niño nació sin vida. Por el tiempo de gestación que hemos calculado y el estado de la piel, debía de llevar una semana muerto en el útero materno. La autopsia ha mostrado que presentaba un defecto cardiaco congénito.
Lola cerró los ojos. Eso cambiaba mucho las cosas. María sería puesta en libertad de inmediato. Se alegró enormemente. Volvió a interrogar al forense.
—¿Dices lo que yo creo que dices, Fernando?
—Ya veo que se da cuenta de la importancia de la revelación, señoría: puede que lo que tengan ustedes sea un delito de ensañamiento con un cadáver, pero, desde luego, no un asesinato ni un homicidio. La chica es inocente de ese crimen.
El forense expuso el resto de los hallazgos. Los dos jueces le escucharon en silencio, cada vez más pálidos; él, debido a la terminología; ella, por motivos diferentes.
Cuando Fernando concluyó, chasqueó la lengua y dijo con cara de triunfo:
—Ahora todo está claro, transparente.
—Sí, todo claro —musitó Llano maquinalmente.
Fernando siguió hablando mientras los pensamientos de MacHor discurrían por otros parajes. Comenzó a pasear arriba y abajo sobre la alfombra. Las manos, a la espalda; la cabeza, inclinada hacia el suelo.
—Señoría...—le interpeló el forense, levantando la voz.
—Perdón, ¿qué decías?
—Pregunto si tenía noticia de que la madre tuvo una fiebre puerperal, a consecuencia de la cual ayer por la noche hubo de ser hospitalizada.
—¿Qué madre? —preguntó MacHor, desorientada.
—Tiene razón, jueza; lo de madre suena un poco fuerte teniendo quince años. Me estaba refiriendo a la chica, a María Bravo.
Lola negó con la cabeza. Luego se volvió y lanzó al juez Llano una mirada de reproche: habiéndola involucrado de esa manera, hubiera debido informarla. Él bajó la vista.
—No lo sabía, Fernando. Cuando me trasladaron a este despacho, dejaron de informarme de muchas cosas.
—¡Claro, ahora es usted la jefa! No se preocupe, yo se lo cuento. Siguiendo las órdenes del juez aquí presente, se envió a María Bravo al reformatorio. Allí, de acuerdo con el protocolo penitenciario, le hicieron un reconocimiento médico completo. Enseguida se dieron cuenta de que tenía un acceso de fiebre, casi cuarenta grados. Además, exhibía algunas petequias. Se trata de unas pequeñas manchitas rojas que salpican súbitamente la piel y que constituyen la señal inequívoca de que algo no va nada bien —precisó—. Con buen criterio, teniendo en cuenta que acababa de dar a luz, y que lo había hecho en casa, sola, el médico de la cárcel pidió su inmediato ingreso en un hospital. El tribunal lo autorizó. Ingresó ayer por la tarde.
—¿Y cómo está ahora, ya se encuentra bien? —La voz de la juez sonó preocupada.
—Pues no, eso era lo que estaba contándole: el asunto ha debido de complicarse. Los médicos del hospital dicen que sufre una sepsis muy grave.
—¿Qué es una sepsis? —preguntó intrigada.
—Bueno, es un término médico que designa una infección generalizada. La chica parió de mala manera, y sin ningún control médico. Supongo que en el útero quedaría algún resto placentario, o que las condiciones higiénicas de su vivienda dejarían mucho que desear... Mal asunto, en todo caso: lo más probable es que se quede en el camino.
—¿Cómo que puede quedarse en el camino?
Fernando se encogió de hombros.
—Se cogió tarde, señoría; ése es uno de los grandes riesgos de la sepsis, que da muy poco margen temporal. En fin, confiemos en la medicina.
MacHor se quedó sin habla. Recordó la fotografía del expediente. Demasiada pintura, pero tras el maquillaje se distinguía perfectamente a una niña de quince años, llena de ilusiones y sueños. Y estaba en un hospital, luchando por ver nacer otro día.
La invadió una sensación de mal augurio.
—¿Habéis tenido noticias del abuelo?
Había quedado libre, ya que la juez se había negado a presentar cargos contra él.
—De momento no ha aparecido por el hospital. De hecho, ha sido el director del reformatorio quien ha rellenado los papeles para el ingreso de María Bravo.
—¿Cómo dices? ¿Que Telmo Bravo no ha acudido al hospital a ver a su nieta? ¡Qué cosa más rara!
Llano dedicó a la juez una mirada de reproche. MacHor veía problemas donde, a lo sumo, había negligencias.
—Es muy posible que esté enfadado con ella. Y, qué quieres que te diga, no es para menos, con lo que ha montado esa chica...
MacHor contestó casi antes de que acabara el comentario.
—¡No sabes lo que dices! María es la única familia que tiene. Telmo Bravo no sólo adora a su nieta, sino que está convencido de que es una nueva víctima del sistema. Ha debido de pasarle algo.
Esperaba respuesta, pero no la hubo. Miró a sus dos acompañantes, y sólo vio cansancio. Escoltó al forense hasta la puerta con contenida cortesía. En realidad, se moría de ganas de pegarle unos gritos a Llano, que estaba cerrando la ventana y buscando el cordón para subir la cortina veneciana.
—Otra historia triste que, gracias a Dios, se cierra. ¡No sabes cómo agradezco tu ayuda, Lola! No sé qué hubiera hecho solo. En compañía, la terminología forense parece menos amenazante.
Todavía estaba de espaldas cuando MacHor se encaró a él. Estaba furiosa.
—¡No puedo creer que me hayas hecho esto, Carlos! ¡Por todos los santos, debiste avisarme!
Sin dar importancia al hecho, se excusó:
—Fue una mala guardia, Lola. ¡Terrible, en realidad! Y, entre unas cosas y otras, simplemente se me pasó contártelo. Pero, por fin, todo ha acabado. La pondremos en libertad y asunto concluido. Bueno, me voy, que ya va siendo hora...
¿Para qué continuar una discusión? Mejor dejarlo correr. Si había algo que odiaba más que un instructor chapucero era una discusión inútil.
Cuando por fin se quedó a solas en su despacho, MacHor se dirigió a la ventana, elevó la cortina unos centímetros e intentó concentrarse, sin verlo, en el paisaje. Sus finas cejas pelirrojas se contrajeron en un angustiado espasmo. Las lágrimas comenzaron a brotar.
—¡Pobre niña, pobre! —musitó en voz alta—. ¡Espero que salgas de ésta, pequeña!
Sabía que la habían localizado en su domicilio y que la habían llevado a declarar en un coche policial. El cadáver de su hijo estaba ya en el depósito. Tras tomarle declaración por espacio de una hora, el juez Llano había dictado auto de reclusión incondicional. Que aquel embarazo fuera fruto de una supuesta violación y que María tuviese sólo quince años eran circunstancias eximentes, aunque no suficientes. Una vida humana es una vida humana, independientemente de si la víctima es un villano o un ángel.
Durante el interrogatorio, María había admitido el alumbramiento. Había explicado, algo aturdida, pero con la cabeza erguida, cómo había sido el parto. Aquel día su abuelo había ido al pueblo, al cementerio, a limpiar la tumba de su esposa. Antes de salir le había preguntado si se encontraba bien, porque había notado su extrema palidez. Ella había contestado que estaba cansada y que se acostaría un rato. El anciano no había replicado; aún faltaban más de dos meses para la fecha del parto. Entonces María bajó de la cama y parió en cuclillas. Sola y con la puerta cerrada, sin ayuda de nadie, soportó el dolor durante horas. Aquel bastardo parecía querer rasgarle las entrañas.
Cuando su abuelo volvió, el niño estaba muerto. Ella le había clavado en varias ocasiones un cuchillo afilado que cogió de la cocina. No pudo precisar (dijo no recordarlo con exactitud) cuántas veces se lo había clavado, y alegó con vehemencia que ella era la única responsable.
Los hechos estaban claros; aparentemente, también su motivación. Pero el juez no pudo resistirse y recabó los porqués. Supuso que ella hablaría de la violación, y lo hizo, aunque a su modo. María había respondido, simplemente, que si se había empleado a fondo con el cuchillo era porque el niño era negro. Ése había sido su mayor argumento: ni duelos ni reproches ni recuerdos lastimeros, sólo un color. Llano se sintió obligado a recordar a la detenida que, pese a todo, era su hijo, carne de su carne y sangre de su sangre. La respuesta le dejó atónito.
—Ya le he dicho que era negro, señor juez, ¿cómo iba a ser mi hijo? Yo soy blanca, ¿es que no lo ve?
El informe psiquiátrico no fue concluyente y el fiscal mantuvo su petición de internamiento en régimen cerrado. El juez lo admitió, y ordenó su ingreso en uno de los reformatorios femeninos de la ciudad, aunque sabía que no resultaría demasiado edificante para la joven. Sin embargo, poco más podía hacer de momento. Una gran parte de la sociedad reclamaba mayor firmeza contra las personas que, con independencia de su juventud, cometían delitos o faltas especialmente graves, entre ellos, por supuesto, los delitos de sangre.
Aunque María era todavía una niña.
El sonido de la puerta la sobresaltó, pero enseguida oyó una voz conocida.
—Señoría...
—¡Ah, Susana, me has leído el pensamiento: iba a llamarte! ¿Podrías localizar al subinspector Galbis? Necesitaría que viniera a verme, si le es posible. Serán sólo unos minutos.
—Sí, por supuesto. Ahora mismo le llamo al busca.
La secretaria no se retiró. Permaneció quieta, de pie en medio del despacho.
—¿Algo más, Susana? —preguntó fijando en ella la mirada.
—Bueno... Yo...
—¿Qué ocurre? ¡Espero que sean buenas noticias!
—Sólo quería saber si me necesitará durante mucho más tiempo. Es que tengo una cita importante. En realidad, un ultimátum.
La juez miró el reloj. Marcaba la una y media.
—¡Dios mío, cómo ha corrido el tiempo! Sí, por supuesto, vete tranquila. No hace falta que esperes a Galbis. Ya me encargo yo. —Cuando la secretaria iba a salir, MacHor la detuvo—. Susana...
—¿Sí, señoría?
—Espero que haya suerte...
—Algo más que suerte me hará falta, señoría —añadió con un deje de tristeza—. No hay peor sordo que el que no quiere oír.
La juez observó cómo se alejaba. Sabía que convivía desde hacía tiempo con un agente de policía muy guapo, especializado en delitos monetarios. Había trabajado con él en un caso de blanqueo de dinero y contrabando. Le tenía por un hombre tranquilo y cumplidor, y por un buen profesional; pero el anillo esperado llevaba cuatro años haciéndose de rogar.