Capítulo 7

MacHor no se despidió de Singapur con tristeza.

Ni siquiera contempló el paisaje mientras el Mercedes negro la trasladaba al aeropuerto. Mantuvo los ojos cerrados hasta que el chofer detuvo el vehículo en la puerta de las salidas internacionales. Entonces se dirigió de inmediato a la zona de facturación, seguida en todo momento por Kalif y otro agente desconocido, que tuvo la amabilidad de ocuparse de los trámites administrativos. Facturó todo el equipaje, salvo el ordenador y su cartera de documentos, y se dirigió a una de las puertas de embarque. La cola para el control era larga. Kalif, mascullando una disculpa, desapareció y volvió a quedarse sola.

Respiró aliviada. Regresaba a casa. Allí todo se solucionaría.

Pero aún le esperaban algunos sobresaltos. Los problemas comenzaron cuando introdujo su cartera en la cinta y el escáner la revisó.

—¿Lleva algo metálico, señora? Una grapadora, una lima o algo similar.

—No, que yo recuerde. No, estoy segura de que no llevo nada metálico.

El funcionario hizo un gesto a una empleada, que cogió la cartera y el ordenador de Lola y se los llevó a otra mesa, situada algo más lejos.

—¿Quiere seguir a mi compañera, por favor? Será sólo un momento —le dijo en un correcto inglés, casi sin acento.

Lola obedeció sin rechistar, y recordó instintivamente que en Singapur todavía estaba vigente el castigo de azotes.

—¿Es tan amable de abrir su cartera? Debo registrarla —inquirió la funcionaria.

—Adelante, no está cerrada.

La mujer, que llevaba guantes, soltó las dos cintas y corrió la cremallera. Se topó con el paquete de Herrera-Smith. Al ver que estaba sellado, preguntó:

—¿Es suyo este paquete?

MacHor buscó con la mirada a Kalif Über y a su compañero. Gracias a Dios, ninguno de ellos estaba cerca.

—¿Qué hay en este sobre, señora? —insistió la agente.

—En realidad, no lo sé. Me lo ha dado un colega para que se lo lleve a su familia. Naturalmente, no lo he abierto.

—Debería saber que ésa es una actitud incorrecta. Al facturarlo con su equipaje, se hace responsable de su contenido. Al llegar a este país se le advirtió que no debía aceptar paquetes de desconocidos.

—Quien me lo dio no es un desconocido. Como le digo, es un colega.

—De modo que usted se responsabiliza de lo que pueda contener...

Lola perdió el color. ¿Y si aquel sobre contenía algún estupefaciente o algún arma? ¿Y si era una encerrona? Herrera-Smith era casi un desconocido para ella. No le había tratado lo suficiente para estar segura de poder correr ese riesgo.

—Lo cierto es que no sé qué contestarle.

—¿Le parece que lo abra?

—Adelante —indicó Lola cruzando los dedos.

La mujer sacó de su bolsillo una navaja pequeña y cortó limpiamente el sobre por la parte superior; luego lo inclinó. Una pequeña caja cayó sobre la mesa. Lola observaba con la boca abierta. No tenía ni idea de qué contenía.

La funcionaría miró la cajita por encima y por debajo; entonces la abrió.

La juez se inclinó sobre ella con curiosidad. Había un par de gemelos de acero y oro y un alfiler de corbata a juego, adornado con un exagerado diamante en el extremo. Recordó habérselo visto puesto el día de la fatídica cena.

La señora levantó el sobre e introdujo su guante blanco en él. El resto debían de ser papeles de algún tipo común, porque perdió el interés.

—Todo correcto, señora, muchas gracias por visitar Singapur.

A toda prisa, Lola metió el sobre y la caja en la cartera y la cerró. Kalif y su compañero no habían vuelto.

Se dirigió a la zona comercial. Adquirió recuerdos para su familia y los objetos electrónicos que había previsto. Con los dólares sobrantes, compró tres cajas de dulces: unos bombones rellenos de frutas con la forma del dragón asiático. Pensaba en Galbis y en Susana; la tercera caja era para el agente del FBI.

Kalif la encontró, con el tema de las compras resuelto, ante una puerta de embarque. Como aún faltaba media hora para su vuelo, el agente le aconsejó que esperase en la sala VIP. Lola aceptó encantada la sugerencia, pues le daba otro respiro. Aunque no el que esperaba. La sala tenía un aspecto descuidado y estaba repleta. De todos modos, las butacas eran bastante más cómodas que los bancos de plástico del resto del aeropuerto. Lola localizó un sillón vacío en el fondo de la sala, junto a una zona de ordenadores. Sin soltar en ningún momento su cartera, se preparó un café con leche y se dejó caer en el asiento.

En cuanto se tranquilizó, se encontró recreando las imágenes que conservaba del dignatario norteamericano: el desayuno, la extraña conversación, el brindis cómplice, su alfiler de corbata, su ausencia en la conferencia... y el abultado sobre. No se atrevió a sacarlo, alguien podría verla. Se suponía que Kalif, miembro del FBI, era de fiar, sin embargo, las palabras de Herrera-Smith martilleaban su cerebro: «No puedo fiarme de nadie; de nadie». Y ese «nadie» incluía a los agentes federales. No podía arriesgarse. Kalif parecía una buena persona, gente de confianza, pero...

«Las apariencias engañan», se dijo recordando un caso antiguo. MacHor había instruido un proceso por asesinato, en el que tres de las víctimas habían confiado en la bondad que desprendía el rostro de quien finalmente las asesinó. Además, Kalif tenía un superior, y el agente especial Ramos parecía harina de otro costal.

Esperaría; cuando estuviera segura de que nadie la miraba, revisaría el contenido del sobre. No podía evitar pensar una y otra vez en la opción del suicidio.

—¡Pobre David! —musitó sin darse cuenta.

¿Cómo había podido hacerlo? No llegaba a comprenderlo. Herrera-Smith no parecía enfermo ni especialmente asustado. Estaba deprimido, desde luego, pero no hasta el punto de perder el control. La propia sobreexcitación actuaba de antídoto. No lo había hecho; prueba de ello era la incursión en su habitación y la estrategia de ocultar el recibo.

Había visto suficientes cadáveres para poder imaginárselo sobre la mesa de autopsias, abierto en canal, relleno con sus tripas, y recompuesto con gruesas cicatrices en forma de Y; su cuerpo fornido, flácido y macilento, cubierto completamente por una aséptica sábana blanca. Sacó la agenda y escribió: «Tengo que mandar una nota de pésame a los hijos de Herrera-Smith». Un altavoz oculto en una esquina de la sala VIP avisó del inminente embarque de su vuelo. Se recolocó el bolso en el hombro, cogió la cartera y las bolsas con las últimas compras y salió. Estaba deseando abandonar aquel país.

Ante la puerta B46 se despidió de Kalif.

—Ha sido un placer, agente, pese a las circunstancias —dijo mientras le tendía la mano.

—Lo mismo digo, señoría. —Vaciló un momento. Finalmente, reteniendo aún su mano, musitó—: Tiene mi tarjeta, señoría; para cualquier cosa que necesite, llámeme. Aunque esté mal decirlo, nuestro brazo es largo.

—Gracias, espero no tener que hacerlo —respondió ella de forma categórica.

—Yo también lo espero, señoría.

MacHor abrió la mayor de las bolsas del aeropuerto, sacó una de las cajas de bombones y se la tendió.

—¿Le gusta el chocolate? No he tenido tiempo de buscar otra cosa. He probado uno y me han parecido estupendos. Éstos saben a fresa. Le agradezco mucho cómo se ha portado conmigo. Me gustaría tenerle siempre cerca.

Kalif sonrió con timidez. No estaba acostumbrado al trato considerado. Por lo general sus misiones lo convertían en un hombre invisible. Cogió la mano de la juez y la besó suavemente. Luego, apretando la caja de bombones bajo el brazo, se alejó.

Lola lo vio perderse entre la multitud. Estaba convencida de que nunca más volvería a verlo. Aun así, y pese a las protestas de la azafata, que necesitaba que entrara para poder embarcar el pasaje de clase turista, sacó su agenda y escribió: «Grabar el número de Kalif en mi móvil».

Lejos de Lola, pero sin dejar de vigilarla, el agente del FBI telefoneó a su superior. Fue muy breve:

—¿Qué opinas?

Kalif dejó transcurrir unos segundos. Luego contestó en tono confidencial.

—No sé, Ramos. Estoy convencido de que no ha tenido nada que ver con esa muerte, pero también de que Herrera-Smith la eligió para algo. Qué querría de ella, lo ignoro. Pero si algo extraño rodea esta muerte, y yo apuesto por ello, la juez tiene la clave, aunque no lo sepa.

—Sin embargo, hemos revisado todas sus cosas en el hotel. Y acabamos de examinar las maletas que ha facturado —observó, como retándole a hacer algún comentario.

—Es cierto, pero hay algo en ella que...

No le dejó acabar la frase.

—No hay nada. Por cierto, me fijé en su ropa interior al abrir la maleta; no sé por qué no quería que la viera: parecía de monja...

Kalif evitó hacer comentarios sobre ese punto.

—En el bolso y en la cartera no hemos podido actuar, pero observamos cómo la registraban. Sólo llevaba papeles.

—Quizás la clave de estos hechos esté en alguno de ellos —objetó—. Los papeles también pueden matar.

—¿Sabes qué? —le cortó Kalif—. Me ha regalado una caja de bombones.

—¿Bombones?

—Sí, para darme las gracias por lo bien que la había cuidado estos días...

El agente especial Ramos guardó silencio un instante.

—Quizás sea simplemente lo que parece.

—Eso mismo pensé yo.

—Pero hemos de seguir el procedimiento...

—Lo sé, Ramos. Los llevaré al laboratorio.

—Por cierto, Über, ¿por qué la registraron en el control?

—Había guardado unas joyas en la cartera: el escáner las detectó.

—Es la primera mujer que conozco que guarda las joyas en una cartera de documentos. Siempre las llevan puestas o en el bolso... O en la faja, como mi esposa... Además, que yo recuerde, cuando registramos su habitación no vimos ninguna joya.

—Eso es cierto —confirmó Über.

—¿Y dices que las joyas estaban en la cartera de los documentos?

—Sí, dentro de un sobre cerrado. Y se azoró un poco cuando le pidieron que lo abriera. Como si no recordase que estaban allí.

—¿Qué eran, bisutería?

—No. Unos gemelos de oro y un alfiler de corbata con un brillante enorme.

—¿Alfiler de corbata? No es la típica joya de una mujer... —Ramos recapacitó durante unos segundos—. Haz memoria, Kalif. ¿Qué nos dijo Herrera-Smith que tenía en la caja fuerte del hotel?

—Un alfiler de corbata, unos gemelos y dos mil dólares. Vaya, demasiada casualidad, ¿no?

—Bien, Über, pide a la policía del aeropuerto una copia de la grabación del control. Saca fotografías de ese alfiler y contrástalas con las de Herrera-Smith el día de la cena de gala. Si coinciden, podremos estar seguros de que se las arregló para darle algo.

—Me apostaría el cuello a que coinciden. No sé, hay algo que se nos escapa.

—¡Y parecía una mosquita muerta, la pelirroja! ¡Qué tía, mintió como una profesional! ¡Hasta yo llegué a creerla! No te puedes fiar de las mujeres...

—Quizás no mentía, Ramos. Quizás no lo encontró hasta después de irnos nosotros.

—No seas sentimental, Über. ¡Y no se te ocurra tocar esos bombones!