Capítulo 6

Lola se pasó la tarde en la cocina, guisando. Las pavas rellenas llevaban asándose desde el mediodía: a una hora por kilo de peso, estarían listas justo en el momento de la cena. Preparó huevos rellenos, canapés, un cóctel de marisco, escarola con granada y sorbete de champán. Estaba algo nerviosa; quería que todo quedase perfecto.

—¿Quién más viene a cenar, madre? —Pedro, que lucía su primera barba, había decidido que ya era muy mayor para llamarla mamá.

—Sólo nosotros... y Juan Iturri.

—Entonces, ¿por qué tanto jaleo? ¡Iturri es como de la familia! Y no creo que venga por tus cualidades culinarias. ¿Quieres que parta un poco más de turrón?

—Sí, gracias. Estoy cansada; no tengo ánimo para hacer nada más.

—Pondré una buena cantidad; tú sube y arréglate.

—No olvides el de chocolate; es el que más les gusta a los pequeños.

Bajo el agua caliente, casi hirviente, de la ducha, Lola dejó fluir su tensión. Su hijo tenía razón. El pasado estaba perdido y enterrado. Y ella debía esforzarse en olvidarlo. Aunque no era fácil.

Envejecía. Lo decían sus arrugas, sus pechos colgantes y su estómago abultado por los embarazos y la falta de ejercicio. Lo chillaba el espejo y, a cada paso, su alma. Empezaba a necesitar ser admirada por algo más que su inteligencia. Porque aquel cuerpo daba sus últimos coletazos. Estaba en la antesala de la invisibilidad, de la vejez. Se arrugaba y se marchitaba, sin remedio. Cuando estuviese gris y consumido, no daría lugar a una mariposa hermosa, sino a la fea y vieja muerte.

Se resistía.

Juan Iturri representaba el feliz pasado. Un momento en que ella había sido de nuevo deseada, en que se sintió hermosa. Un momento que, si ella quisiera, podría volver.

Cerró la ducha y se vistió. Se puso unos vaqueros y se recogió el pelo en una coleta. No empleó maquillaje ni sombra de ojos. Sólo algo de brillo en los labios. Juan no venía a verla.