David Herrera-Smith estaba terriblemente cansado. Incluso se había adormecido durante una de las mesas redondas de la mañana. Y aquella noche debía acudir a la cena de rigor. Hubiera podido zafarse, como la noche anterior, sin embargo, se había propuesto mostrarse en público contento y dicharachero. Para ese fin, nada mejor que las cenas de gala.
Pero necesitaba superar el zumbido de su cabeza y se le ocurrió bajar un rato a la piscina. Si se quedaba cinco minutos en la habitación no podría resistir la tentación de echar una cabezadita. Entonces nadie lograría levantarle. Dejó a los guardaespaldas en la puerta de la zona deportiva. Aquel lugar sólo tenía una entrada, y él deseaba un poco de paz. Se tumbó en una cómoda tumbona de teca al borde de la piscina descubierta, rodeada de vegetación, y se bebió una cerveza sin alcohol mientras trataba de no pensar en nada.
No resultó fácil. Dos veces los empleados le preguntaron si era cliente del hotel. Primero fue un miembro del equipo de seguridad; más tarde, un camarero entrometido, al que mostró su enfado con vehemencia. Reconocía que su bañador rojo estaba pasado de moda y algo descolorido y que no era habitual llevar a la piscina zapatos de tafilete con calcetines, pero había olvidado las chanclas, y en un hotel de lujo como aquél, el personal tenía que saber distinguir al hombre por encima de sus apariencias. En realidad —y eso era lo que más le enojaba—, los implicados tenían algo de razón. Desde la muerte de Rose Mary había ido descuidando su indumentaria. Sus hijos eran varones y nunca hubiera permitido que sus nueras tocaran su armario. «Debería contratar un ama de llaves», se dijo por enésima vez, sabiendo que no lo haría.
Con cierto esfuerzo se levantó de la hamaca y se acercó a la piscina. Para evitar oprimir su abdomen, cada día más desbordado, se había colocado el traje de baño muy por debajo de la línea de la cintura. Ofrecía una estampa hilarante, pero ajeno a las miradas de desaprobación de dos jovencitas que tomaban el sol, embadurnadas en mejunjes que olían a coco, se zambulló y comenzó a nadar. Tras cuatro largos, jadeaba. Diez minutos de ejercicio eran suficientes para él. Salió y se envolvió en el suave albornoz blanco de felpa, con el conocido anagrama bordado en azul, que se apresuró a proporcionarle un empleado.
Faltaba todavía una hora y media para la cena. Se relajó y pidió otra cerveza.
Junto a ella apareció una tímida empleada, con una pequeña bandeja plateada. La joven vestía un traje de chaqueta azul marino, con la americana abrochada que permitía ver el cuello de una sobria camisa blanca. De la solapa derecha pendía una placa con letras chinas gravadas; probablemente, su nombre.
Tras una cadena de reverencias, la joven le entregó el mensaje que llevaba en la bandeja. La nota era breve y estaba escrita en inglés. No se trataba de un asunto de seguridad nacional, tampoco de un cambio en el protocolo de la cena, de hecho, ni siquiera versaba sobre el trabajo. Era simplemente una gentileza del hotel para contribuir a superar el mal trago del robo, que sin duda todavía coleaba; el director le proponía uno de los masajes relajantes que tanta fama habían conferido al Sheraton Tower de Singapur.
Herrera-Smith no se lo pensó dos veces. Hacía mucho tiempo que no le daban un masaje en condiciones. Por lo menos, desde que Rose Mary enfermara. Ella solía frotarle la espalda con alcohol de romero, que dejaba un característico olor en la habitación. Se calzó, algo trabajosamente, y siguió a la joven hasta una sala con una puerta de cristal opaco. Ella le indicó que se acomodara y, tras una nueva reverencia, se marchó. Herrera-Smith ordenó a los miembros de su equipo de seguridad, que habían aparecido tan pronto salió de la piscina, que le aguardasen tras la puerta.
La estancia, pintada en colores pálidos, estaba decorada con grandes dibujos de orquídeas y tenía una mesa de masajes cubierta por un lienzo blanco en el centro. Levemente apoyada en la mesa, esperaba una hermosa mujer, muy joven, casi una niña, vestida con un ceñido kimono de seda azul que cubría parcialmente sus largas y delgadas piernas. Con un delicado gesto de la mano, la empleada le pidió que se tendiera en el banco de masajes. Casi no hablaba inglés.
Azorado, lo hizo. Se dio cuenta de su desastrosa apariencia cuando bajó la cabeza y se vio los calcetines negros y los zapatos de tafilete. De inmediato trató de levantarse para quitárselos, pero la mujer no se lo permitió. Se ocupó ella misma, con una cortesía que rozaba él servilismo. Calcetines, zapatos, albornoz y bañador fueron sustituidos por una toalla blanca muy suave y un intenso color en las mejillas de Herrera-Smith.
El masaje comenzó por la espalda. Los afeites que la joven empleaba desprendían un olor dulzón, que no supo reconocer. «Alguna fruta tropical», se dijo. La chica dominaba el oficio; sus manos parecían disponer de un escáner que captaba los puntos de tensión. Sabía presionar con diversas intensidades y acompañar el deslizar de sus manos con contenidos golpes secos, muy vivificantes, como si completara algún arpegio. «Desde luego, los orientales saben cómo pedir perdón», pensó dejándose atrapar por aquel placer.
A los pocos minutos, Herrera-Smith se hallaba completamente relajado. Estaba pensando en su buena estrella, cuando los delgados dedos de la joven alcanzaron sus glúteos. El americano dio un brinco. Al notar el gesto, ella pasó de largo y continuó por los muslos. Concluido el masaje en las plantas de los pies, la joven le pidió por señas que se diera la vuelta. Él negó tozudamente con la cabeza. Tenía sesenta y dos años, pero aquella primera insinuación había hecho mella en su ánimo.
—Es suficiente, muchísimas gracias —le dijo en inglés, sin mirarla.
—¿No gustado, señor? ¿Tener queja? —chapurreó.
Herrera-Smith, aún azorado, levantó la mirada y descubrió frustración en el rostro de la joven. Se apresuró a decir:
—¡No, nada de eso! ¡Por supuesto que no! Tiene usted unas manos magníficas. Se lo haré saber a sus jefes, descuide.
La joven insistió, suplicándole con profundas inclinaciones:
—¡Por favor, señor, permitir! ¡Sólo minutos, no tardar! Jefe enfadar...
Durante una mísera fracción de segundo, Herrera-Smith dudó. Empleó ese tiempo en convencerse de que accedía para que la pobre chica no perdiese su trabajo. Lo cierto era que sabía a ciencia cierta qué ocurriría si se daba la vuelta. Y así fue.
Tendido boca arriba, sintió cómo su cuerpo, dormido durante los últimos tres años, despertaba bruscamente. Inmerso en aquel torbellino de sensaciones con olor a fruta tropical, ni siquiera atisbó que en el falso techo de escayola se encendía una minúscula luz roja. No se apagó hasta que, satisfecho y avergonzado, David Herrera-Smith abandonó la sala envuelto en su albornoz blanco y calzando calcetines negros y zapatos de tafilete.