Capítulo 11

Lola MacHor contemplaba el ir y venir de la gente a través de la ventana de su despacho. Bajo el palio de los paraguas multicolores corrían en todas direcciones, intentando evitar los efectos de otro día de aguacero. Parecía evidente que el sol no saldría a despedirla.

Sobre su escritorio se apoyaba una caja de cartón. En sus laterales podía leerse: «Mudanzas Petit». Guardaba sus últimos enseres.

Las tres filas de estanterías, ayer repletas de libros, se hallaban prácticamente vacías. A excepción de la docena de textos que estaban allí cuando ella llegó, y que seguirían estándolo cuando se fuera, los demás, acumulados casi con avaricia en los últimos años, ya habían sido empaquetados y cargados en el camión de mudanzas. Ocupaban un buen número de cajas. MacHor tenía una biblioteca muy amplia; la mayoría, textos jurídicos; el resto, narrativa y libros de historia.

De joven había sentido fascinación por el Renacimiento, aquella quimérica explosión, de la que el hombre salió creyéndose la medida del universo. Su prosa elocuente, su alegre canto, la observación de la naturaleza virgen, deseosa de desvelar todos sus encantos, su arte armonioso, su febril búsqueda de la felicidad. Había leído cientos de páginas sobre ese momento de cambio. No obstante, al poco de ocupar su primera plaza de juez de instrucción, había descubierto la gran Roma, amamantada de día por la justicia y de noche por la ambición. Cuanto más leía sobre ella, más se convencía de que todo, fuera cual fuera el acontecimiento en cuestión, había ocurrido previamente en Roma.

Ante aquel despacho desnudo su ánimo se plagó de sentimientos contradictorios. Eran muchos los buenos ratos de los que aquellas paredes habían sido testigos y por eso marcharse le suponía un cierto desgarro. Había aprendido mucho; había instruido sumarios complejos y fascinantes, incluso había resuelto, con la inestimable ayuda de la policía científica, con el inspector Iturri a la cabeza, algunos de los crímenes que más alarma social habían levantado en la comunidad. Consigo llevaba, además, la amistad sincera de algunos buenos colegas, de los que le costaría despedirse. Sin embargo, en aquel despacho, y en otros que había ocupado antes, también había sufrido mucho. Como juez de instrucción se había encargado de sumarios especialmente desagradables, de esos que muestran el lado más oscuro de la naturaleza humana. Algunos le habían quitado el sueño; otros habían minado su alegría.

Haciendo balance, se dijo que, en realidad, aquellos diez años habían sido positivos. Pero era momento de mirar hacia delante; debía volver a empezar.

Abandonó la ventana y se dirigió a la estantería. Aún había fotografías que embalar. La más reciente retrataba a la juez rodeada por el plantel, al completo, de los jueces y magistrados de la plaza. La habían tomado el día de su nombramiento como presidenta del Tribunal Superior de Navarra. Junto a ella, había otra que mostraba su saludo al rey, en una recepción colectiva en la Zarzuela.

—¡Qué jóvenes estábamos! —musitó al comprobar que su rostro carecía de arrugas y su figura era mucho más esbelta. Se fijó en que al jefe del Estado el tiempo también le había pasado cuantiosa factura.

Sin pensarlo más, las envolvió en papel acolchado y las introdujo en la caja. Cogió la fotografía siguiente, la de mayor tamaño. Estaba enmarcada en plata y recogía una imagen de Gabriel Uranga en una cena del juzgado. Uranga había sido su antecesor en el cargo y también su mentor. Había abandonado Navarra al ser propuesto para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo. Observó la expresión burlona de sus ojos negros y su media sonrisa, que, como cuando antaño se enfrentaba a un caso especialmente complicado y buscaba excusas para no llevarlo, parecían decirle: «Puedes hacerlo, Lola, y lo harás».

Tras guardarla junto a la fotografía de sus hijos, se dirigió a la estantería más alejada y cogió la última instantánea, enmarcada en un pequeño cuadro de concha. Mostraba su imagen de cuerpo entero al lado de Juan Iturri, inspector de la Interpol, con el que había trabajado durante años cuando éste ejercía de inspector jefe de la policía científica de los juzgados de Pamplona. Iturri estaba muy guapo. El moreno de la piel resaltaba el brillo de sus ojos verdes, siempre inquisitivos, y el orgullo de su mentón, cubierto por una barba ligera. Él la sujetaba por el hombro, pero manteniendo las distancias. Durante aquellos años la había instruido en las técnicas policiales y forenses; finalmente, se había convertido en su confidente, su guía y, sobre todo, su amigo.

Sin embargo, la amistad entre un hombre y una mujer no resulta fácil de mantener. Navega siempre entre dos aguas, demasiado próximas. Confianza y ternura, mezcladas; amor y admiración. En una ocasión, en el fragor de la batalla contra un asesino múltiple, solos en tierra extraña, ambos habían confundido los términos y traspasado una barrera que nunca debieron cruzar. El tren echó marcha atrás antes de descarrilar, pero verse obligados a enderezar el rumbo había enfriado su relación temporalmente. Hacía meses que no se llamaban, pero Lola quería creer que su amistad seguía viva, y más fuerte que nunca.

Cuando empezaba a sellar con cinta adhesiva la última caja, llamaron a la puerta.

—¿Sí? —musitó.

—Señoría, soy Galbis, siento molestarla.

Susana entró detrás.

—Buenos días, Gabriel, no me molestas en absoluto. Estoy recogiendo los últimos bártulos.

—Sólo quería asegurarme de que estaba bien. Y despedirme.

Él le tendió la mano, pero ella la rechazó. Rodeó la mesa y le dio un abrazo.

—Adiós, Gabriel. Gracias por todo; y llámame cuando deis a luz.

Luego se volvió hacia Susana, la asió levemente por la cintura y murmuró:

—Espero que diga que sí. Sería un tonto si no lo hiciera...

—Si lo consigo, prometo invitarles a la boda; a usted y a su marido. ¡Muchísima suerte!

Se marcharon, y ella volvió a quedarse sola. Se sintió agotada. O era el jet lag o era el miedo a lo desconocido. Optó por lo segundo.

Quedaba un último trámite.

Se acercó al ordenador. Levantó el dedo índice y lo mantuvo en alto unos segundos. Finalmente, oprimió la tecla de enviar. Una ingente colección de e-mails se puso en movimiento. Se despidió con un simple «Gracias por vuestro apoyo y amistad. Hasta pronto». Odiaba las despedidas.

Pamplona y su tribunal quedaban atrás.