Capítulo 16

A las nueve menos diez minutos de la mañana del lunes, bajo un cielo gris lava, el coche oficial de Lola MacHor —un Volkswagen Phaeton, color negro— flanqueó la verja que rodeaba el recinto de los juzgados y avanzó por entre las hileras de coches aparcados hasta la puerta principal del edificio.

La juez descendió con el paraguas en una mano y su voluminosa cartera en la otra. Cuando estaba a punto de alcanzar la entrada, oyó como alguien gritaba su nombre. Se volvió y vio acercarse al chofer con su bolso en la mano. Lo había vuelto a olvidar en el coche. Murmurando una disculpa, deshizo el camino y lo recogió. Sus dos escoltas la contemplaron sin hacer el menor ademán de ayudarla, con ese hieratismo que los hacía borrosos. A pocos metros de la puerta Lola se detuvo inopinadamente. Sus escoltas tomaron posiciones, sin decir nada. Su misión no era interferir en su vida, salvo que fuera necesario.

Comenzaba a llover. La juez abrió el paraguas, pero no avanzó; por el contrario, permaneció con la cabeza levantada, embelesada, como si viera aquel entorno por primera vez. En aquel momento un par de docenas de personas entraban o salían por la doble puerta de hojas batientes. Rostros ensombrecidos, caras ansiosas y gestos serios, mezclados con alegres padres que acudían a inscribir a sus nuevos vástagos en el vecino Registro Civil.

Ajena a las gentes que entraban y salían, observaba el edificio que se alzaba ante ella: una gran estructura de nueva planta, construida íntegramente en piedra blanca y cristal. Hacía dos años que había sido inaugurado, con la pompa y el boato que se espera en estos casos, pero hasta la tarde anterior los operarios no habían culminado la tarea de colocar las letras de bronce en lo alto. MacHor las veía por primera vez.

«Palacio de Justicia»

El metal, recién pulido, relumbraba bajo el cielo plomizo y mostraba al mundo su magnificencia. Con aquella singular corona, el edificio aparecía terminado, aunque ya venía desempeñando su sórdida función desde hacía tiempo. Durante un instante Lola se sintió ofendida por aquella terminación; por las letras, brillantes y chillonas; por el nombre que componían. «Palacio de Justicia»

«¿Por qué seguirán llamándolos palacios? —pensaba sin quitar ojo a las inmensas mayúsculas—. Esto es todo menos un palacio.» Un sentimiento de inutilidad la hostigó. Llevaba meses abrumada por las dudas, cuestionándose la eficiencia de la institución que presidía.

La teoría política señala que una democracia de menos de cuatro décadas debe considerarse inmadura a todos los efectos. Que la española estaba lejos de su madurez resultaba obvio para quien supiera sumar, pero la juez MacHor creía que en su inmadurez intervenía algo más que su mocedad. Con el paso del tiempo, y a fuerza de adelgazar balances y beneficios, los empresarios españoles habían ido acostumbrándose a jugar en el mercado, lo que, suponiendo innumerables ventajas, les había obligado a aceptar férreas reglas de juego. En menos de dos décadas habían olvidado el dinero fácil y desarrollado estrategias de calidad y competencia. Otro tanto habían hecho los médicos, los abogados, los banqueros, los farmacéuticos y hasta los dentistas. Sin embargo, los políticos españoles seguían en su limbo particular, un lugar mágico donde se viaja en primera clase, las rentas están exentas y nadie da cuenta de los propios actos más que al partido, un ente con corazón de oro para quienes respetan la disciplina del voto. Sí, los políticos decían construir la democracia y se llenaban la boca con discursos libertarios e igualitarios, aunque mientras se mantenían al margen. Claro que aparentaban legalidad, pero ¡qué fáciles son las apariencias!

El periódico, que la juez había leído aquella mañana ante una taza de café con sacarina, lo destacaba en portada y a tres columnas: el gobierno ponía en marcha una nueva reforma del Código Penal, la tercera en dos legislaturas.

«Otra más; otra menos», había pensado al leerlo.

Teóricamente hablando, toda ley está destinada a proteger a la sociedad de quienes intentan dañarla. Para tal fin, ella y quienes como ella ejercían de jueces y magistrados castigaban las conductas que el legislador había tipificado. Se suponía que las sanciones debían servir para disuadir a los malhechores listos y para escarmentar a los torpes. Los primeros dejarían de delinquir cuando les saliera a cuenta convertirse en ciudadanos respetables; los segundos resultarían recluidos —era la pena más común— hasta que aprendieran a ser listos. Sin embargo, de la teoría a la práctica había no un trecho, sino varias jornadas. Con cada nueva reforma se incrementaban los incentivos para infringir la ley. MacHor estaba convencida de que los políticos, sin distinción de credo, hacían leyes con el único fin de atraer hacia sus filas a ese número de indecisos votantes que puede inclinar definitivamente la balanza de una elección. El voto joven, el voto gay, el voto de la tercera edad, el voto emigrante, el voto femenino eran calibrados, pesados y diseñados a ritmo de subvención. ¿Qué desean? ¿Qué debo hacer para que me voten a mí y no a ellos?

La juez MacHor no sentía especial cariño por los partidos de derechas, pero, desde luego, no era votante de izquierdas. Estimaba que por las venas de estos últimos seguían corriendo fluidos tan totalitarios como en las épocas previas a la caída del muro de Berlín, sólo que, ahora, sus representantes hacían las cosas con más disimulo y bajo el mantel. Pero cuando deseaban algo, simplemente imponían una nueva normativa, de cuyos efectos se desentendían por completo... Cada una de esas leyes, en especial la que comentaba el diario, añadía un nuevo barniz de inutilidad a su trabajo: la reincidencia estaba a la orden del día y los delitos quedaban impunes, mientras que los honrados ciudadanos que fumaban en público eran tachados de enemigos sociales.

No, aquello no era un palacio. Lo estaban convirtiendo en un circo.

Un reloj cercano empezó a escupir campanadas. La juez olvidó la filosofía matutina. Sujetó de nuevo la cartera y se apresuró a entrar. Odiaba ser impuntual.

—Buenos días, señoría.

—Buenos días, Susana. ¿Todo bien?

—Si se refiere usted a lo del sábado, di en hueso. No quiere ni oír hablar de ello.

—¡Vaya, lo siento! —contestó Lola, apesadumbrada.

—No se preocupe, la culpa es mía. Mi ultimátum no iba en serio y él lo sabía. En fin, ¿quiere que le cuente lo que hay o espero a que deje el paraguas y se siente?

—Cuéntamelo mientras dejo el paraguas y me siento, Susana.

La mujer se acercó a su mesa con su cuaderno de notas, decorado con un gran corazón rosa en el centro, y leyó en tono aburrido:

—Vamos a ver qué tenemos aquí... Hace sólo un momento se ha marchado el subinspector Galbis. No podía esperar porque iba a buscar los últimos datos en relación con el anciano desaparecido. Me ha pedido que le diga que la información sigue sin cambios y que se pasará por aquí en cuanto pueda.

—De acuerdo, ¿qué más?

—Sus compromisos de la tarde: los tiene anotados en su dietario, por si quiere echarles un vistazo. No son demasiados.

Mientras hablaban, el fax escupió un folio. La secretaria se apresuró a volver a su despacho. MacHor se acomodó ante la mesa. Seguía sin culminar la dichosa conferencia.

—Es para usted, señoría: el fax que esperaba. El de su nombramiento...

—Perfecto, Susana, déjalo ahí; luego lo veré. ¿Alguna cosa más?

Durante unos breves instantes pareció que la secretaria tenía algo que añadir. Sin embargo, no fue así.

—No, señoría, me voy para que pueda trabajar.

Lola MacHor se sumergió de inmediato en la conferencia. El fax quedó exactamente en el lugar donde Susana lo había dejado. No había nada en aquel mensaje que pudiera sorprenderla. Conocía cada uno de los detalles de la propuesta.

«La corrupción debe entenderse como la coincidencia de tres circunstancias muy diversas: oportunidad, beneficio y bajo riesgo —tecleó a gran velocidad con sus tres dedos activos—. Porque una oportunidad de oro es la que se concede al funcionario público que tiene en su mano asignar licencias cuando se le permite actuar sin transparencia ni control. Una oportunidad sin precio es la que se otorga a un político a quien se le consiente negociar con un lobby sin luz ni taquígrafos. Esas oportunidades desvirtúan el poder que les ha sido delegado, al autorizar de forma tácita que conviertan sus cargos públicos en negocios privados. Esas coyunturas engordan sus bolsillos y, probablemente, los de sus jefes o partidos, al tiempo que aumentan la indigencia de sus conciudadanos, reducen la calidad de los servicios públicos o alejan la inversión extranjera.

»Los juristas, los organismos internacionales, los gobiernos occidentales deberíamos tomarnos el tema en serio. No hablamos de una simple apropiación indebida, de una falsificación documental o de un complicado sistema de blanqueo y secado de dinero. Hablamos de algo mucho más serio. Siempre que medito sobre este cáncer de la corrupción y pienso en los países más desfavorecidos, viene a mi cabeza el delito de genocidio. Porque un genocidio tiene por objeto la destrucción total o parcial de ciertos grupos de personas y eso es lo que hacen los políticos corruptos con sus conciudadanos más pobres: condenarles a la enfermedad, a la inanición y al analfabetismo.»

Esbozó otros seis párrafos. Luego revisó lo escrito. Temía que el texto resultara demasiado contundente. Quería un discurso vehemente, pero de formas tan aterciopeladas como impecables, lo que, dado su carácter, no era fácil. ¿Necesitaba mencionar el término genocidio? En Singapur se darían cita muchos gobernantes que correspondían sin posibilidad de equívoco al perfil que estaba criticando. A ninguno le gustaría que se le comparara con un genocida. Aunque alguno lo fuera y no sólo a resultas de la corrupción.

No logró escribir nada más. Finalmente se levantó y paseó por la estancia.

El despacho de la juez MacHor era espacioso y, aunque tamizada por unas tupidas cortinas venecianas, recibía luz natural de tres pequeñas ventanas. Sin embargo, resultaba aséptico y en cierta medida opresivo. Las paredes de la habitación estaban revestidas de madera oscura, noble; las estanterías, del mismo material, llegaban hasta el techo; el parqué estaba cubierto por una tupida alfombra. En el extremo más alejado de la puerta había una mesa de reuniones con doce butacas. Un perchero, dos cuadros de marco trabajado y un tresillo de piel color tostado completaban el mobiliario. Tras su mesa, la bandera española; en la pared, una fotografía del rey Juan Carlos I.

Salvo las dos litografías, de notable factura, el resto de la decoración era elegante pero austera. La sencillez no se debía a la falta de presupuesto, sino al carácter que Lola compartía con todos aquellos que habían ocupado esa plaza antes que ella. Tenía que ver, en definitiva, con el perfil y la función de los jueces. La sociedad no espera que los jueces se comporten como funcionarios ordinarios. No les pide que calibren injusticias y encuentren artículos en un código. Quiere que dejen de lado sus intereses personales, que olviden sus particularidades, sus simpatías, sus sentimientos, y se hagan garantes del recto comportamiento. Para el poder, la ostentación de la riqueza es beneficiosa; para la autoridad, lo son la sencillez y la austeridad. Por ello MacHor había mantenido el despacho tal y como lo encontrara al llegar, a excepción del escritorio. Su predecesor tenía una preciosa antigüedad de roble macizo, con el tablero forrado de piel burdeos. Una belleza pensada para emplear folios y pluma, pero en la que a duras penas podía colocarse una pantalla de ordenador y un teclado. Lo había reemplazado por una mesa de despacho moderna, con una extensión.

En aquella habitación se sentía extraña. Se había permitido colocar una fotografía de sus hijos y un pequeño bonsái sobre la mesa. Sin embargo, con esos detalles tampoco había logrado hacer suyo el ambiente. Por eso, lejos de ocupar el sofá o el escritorio, para sus reflexiones más personales se apoyaba en el alféizar interior de la ventana.

Esta vez resistió la tentación y volvió al trabajo. Recogió el fax y se sentó en el sillón giratorio. Leyó el texto transversalmente, como solía hacer con los periódicos. Ver negro sobre blanco su nombramiento le produjo una pizca de ansiedad.

La Audiencia Nacional la esperaba. Notó que se sonrojaba al imaginarse subiendo aquellas escaleras de la entrada del edificio, donde la prensa solía cebarse con los jueces que resultaban noticia de primera página, Por un instante, toda su carrera profesional apareció ante sus ojos. Desde sus tiempos de profesora universitaria y su tímido acceso a la carrera judicial hasta su nombramiento como presidenta del Tribunal Superior de Justicia de Navarra, la primera mujer en ocupar el cargo. Y después de tantos esfuerzos, volvería a empezar, esta vez en Madrid. Durante los últimos años había instruido casos que la ciudadanía y la prensa habían tildado de importantes, entre ellos cinco asesinatos, un caso de corrupción política y dos expedientes de narcotráfico. Pero habían sido los menos. La mayor parte del tiempo había ejercido de simple juez de provincias en sumarios de poca monta. Por los primeros, aunque también por los segundos, su trabajo había sido reconocido por magistrados, fiscales, secretarios e incluso por sus más acérrimos enemigos. Ser elegida para ocupar la presidencia del Tribunal Superior había sido el espaldarazo final. Era un cargo bien retribuido, de prestigio y con alguna prebenda que, como el coche oficial, hacía más amable su tarea. Sin embargo, había decidido concursar nuevamente. Sus más allegados habían puesto el grito en el cielo al saberlo, pero para Lola MacHor el aspecto personal de las cosas no era ninguna tontería. Las responsabilidades y las contrapartidas de la presidencia, incluso la dulcísima miel del reconocimiento público, no eran suficientes. Ella a lo que aspiraba era a ser feliz. Y Jaime, su marido, formaba parte de esa felicidad. Si por continuar en Pamplona estropeaba su vida privada, es que era tonta.

A él le habían ofrecido la dirección del Centro de Biología Molecular Severo Ochoa, dependiente del CSIC. El centro, uno de los más prestigiosos de España, con sesenta y cinco líneas de investigación, un centenar de científicos de primer nivel y, sobre todo, un alto presupuesto, le permitiría ensayar los avances terapéuticos que había desarrollado en los últimos años. Era el trabajo que siempre había soñado. Sólo había un problema: estaba ubicado en Madrid.

Claro que podía decir que no y seguir languideciendo en Pamplona, pero MacHor no estaba dispuesta a hacerle pagar ese coste.

—Es un egoísta, Lola, no quito ni una letra —había sentenciado Andrea Ordoqui, fiscal de menores—. Él tendrá su puesto en el CSIC, pero tú volverás a ser una juez de a pie.

—Mujer, de a pie no; la Audiencia no es un tribunal menor. Los casos que llegan son un reto para cualquier juez.

—Sí, pero no es más que el principio de un camino, mientras que aquí ya has llegado. —Su interlocutora se detuvo un instante. Luego añadió con una pizca de envidia—: Salvo que admitas ese puesto en la Audiencia por otro motivo... ¡Claro, lo que tú buscas es una plaza en el Tribunal Supremo y la Audiencia es tu trampolín!

Sobre el terreno, aunque no sobre el papel, la fiscal tenía razón. Sin embargo, ella había decidido presentar su candidatura a la Sala Penal de la Audiencia por su emplazamiento en la capital. No quería quedarse sola en Pamplona. Tanto ella como su marido tenían trabajos de mucha responsabilidad. Vivir en lugares diferentes les separaría definitivamente. Y no estaba dispuesta a permitirlo.

El fax que leía confirmaba la designación: acababa de ser nombrada presidenta de la Sala Penal de la Audiencia Nacional. En reiteradas ocasiones varios periódicos se habían preguntado si su nombramiento estaba motivado por sus méritos o porque llevaba falda. Ella prefería pensar que los últimos casos instruidos exitosamente, en especial los de jurisdicción penal, eran lo que más había influido. Por supuesto, la cobertura mediática del caso del asesinato del arzobispo de Pamplona había hecho crecer su popularidad; no obstante, intuía que, en un escenario donde las decisiones de los tribunales eran juzgadas a diario en la prensa, su género podía ayudar a limar asperezas.

Guardó el fax en uno de los cajones de la mesa. Estaba contenta, aunque la sensación resultaba agridulce.

Durante el fin de semana Jaime y ella habían informado a los chicos de las nuevas. Las cosas no habían salido como preveían. Esperaban cierta resistencia, sobre todo del mayor, con novia en Pamplona, pero no que todos se opusieran frontalmente. Hasta los más pequeños protestaron. Oyéndoles, parecía que trasladarse a Madrid equivalía a un destierro. De nada había servido explicarles que suponía un gran ascenso (Lola había recalcado «para los dos») y que la mejora del sueldo era sustancial. De nada recordarles que una buena universidad o estudiar idiomas costaba un dineral, por no hablar del dentista, los filetes o el recibo de la luz.

«Se les pasará», pensó. Bajó de nuevo la vista para reconsiderar la inclusión del término genocidio, cuando cayó en la cuenta del grueso expediente que dormía junto al ordenador, a la izquierda del teclado.

Aunque a primera vista su mesa, llena de códigos apilados, expedientes y textos jurídicos repletos de marcas de colores, ofrecía sensación de desorden, casi de caos, era mera apariencia. En aquel largo tablero con forma de L cada cosa tenía un emplazamiento preciso, que ella controlaba policialmente. Todo estaba organizado según las vistas, todo menos aquel expediente. De acuerdo con su riguroso concepto del orden, no debía estar allí.

Leyó la etiqueta: «María Bravo».

Al ver aquellas diez letras, negro sobre blanco, evocó sin quererlo la imagen del feto y el desagradable olor. Y, de nuevo como entonces, sintió un escalofrío zarandeándole el cuerpo y entendió lo que su secretaria había callado. Sin retirar los ojos del voluminoso expediente, descolgó el teléfono y. apretó el interfono.

—Susana, sobre mi mesa está el expediente de la denuncia por violación de María Bravo. Que yo sepa, ese sumario está cerrado; fue sobreseído por falta de pruebas. ¿Sabes por qué lo tengo delante, en vez de estar donde debiera, es decir, en el archivo?

El tono de su voz no daba lugar a equívocos. Estaba enfadada.

—Claro que lo sé, señoría.

—Me alegro, porque quiero que me lo expliques.

—Todo es culpa mía, doña Lola.

—¡No quiero saber de quién es la culpa, quiero que vengas, te lo lleves y lo envíes rápidamente a donde debe estar! —chilló. Casi de inmediato, añadió—: Por favor.

—Lo siento de veras, doña Lola. Confieso que he sido yo quien lo ha dejado ahí, junto al recorte del periódico... Sólo trataba de refrescarle la memoria...

Esta vez MacHor se tomó unos instantes, pero no consiguió serenarse.

—Susana, no necesito que saques el expediente del archivo para refrescarme nada. Mi memoria funciona a las mil maravillas. Me acuerdo perfectamente de esa joven: puedo describirte su altura, su expediente académico, el color de sus ojos y hasta su número de pie. Y si, por un casual, se me hubiera ocurrido borrarla de mi memoria, su abuelo ya se encargó de recordarnos los detalles del caso. ¿O ya te has olvidado del hedor?

La secretaria se hizo cargo de la situación al momento.

—No ha leído la prensa esta mañana, ¿verdad? —preguntó con calma.

—Por encima —confesó la juez. Realmente, sólo había leído la noticia sobre el nuevo proyecto de Código Penal—. ¿Por qué, Susana, cuenta algo interesante?

—En el expediente encontrará el recorte del periódico: María Bravo falleció la pasada madrugada en el Hospital de Navarra.

—¿Cómo dices?

—María Bravo está muerta, señoría —musitó—. Falleció por la infección.

—¿Muerta? ¡Creía que ya nadie moría de parto! El forense me contó que estaba enferma, pero no esperaba... La medicina ha avanzado tanto que...

Susana dejó que la juez balbuciera unos instantes.

—El funeral se celebra esta tarde, por eso me he permitido informarle, aunque ya veo que pedir el expediente no ha sido una buena idea.

—Susana, te lo agradezco de todos modos.

Su voz sonó especialmente burocrática. El mismo tono que empleaba para ordenar un traslado o para recordar el fin de un plazo administrativo. Solía salirle así cuando tenía el alma encogida.

—Lo siento —reiteró la secretaria.

Se levantó y, con la esquela en la mano, se acercó a una de las ventanas.

La tímida lluvia había ido ganando intensidad hasta adueñarse del cielo. Más que llover, diluviaba. Levantó la veneciana y abrió la ventana, aunque sabía que el agua la alcanzaría. Le encantaba la lluvia, sobre todo cuando caía con esa furia. No sabía exactamente por qué, aquel ruido la llevaba en andas hasta aquella época de la niñez en que ninguna preocupación duraba más de media hora; las de vida o muerte, media jornada. ¡Qué grandes días aquellos en los que el único problema era que hubiera alubia verde o hígado para cenar, dos platos que detestaba y por los que su madre sentía predilección! Recordó las letras brillantes y recién pulidas del edificio. En aquel momento concentraba el poder de la Justicia y, sin embargo, carecía de utilidad. Como aquellas mayúsculas. Tras un par de tormentas se tornarían negras y roñosas y deslucirían el edificio.

Guardó la esquela en la cartera.