Capítulo 17

Ni Lola ni Jaime se acostaron aquella noche. La pasaron en el sofá del salón, en un ligero duermevela, con las manos entrelazadas. No hablaron del asunto. Tras veinte años de matrimonio, no les hacían falta palabras para comunicarse. Ambos sabían que la amenaza que se cernía sobre su familia era real y estaban preocupados. Lola tenía miedo y Jaime, una inquietud atenazante que en algún momento le avergonzaba. La protección del FBI y la Interpol reducía el riesgo, pero no lo anulaba. Tratándose de la familia, cualquier riesgo es excesivo.

La noche anterior habían consensuado un plan por mayoría; sólo Kalif se había opuesto, aunque sin motivar su prevención. Era un plan sencillo, lo cual era una enorme ventaja, sin embargo, no podían atar todos los cabos. Y eso incrementaba el número de imprevistos y el peligro: jugarían la baza de Jimena Wittman, y si no funcionaba dejarían el informe Canaima en la papelera a la hora convenida.

A las ocho y media de la mañana Lola se despidió de su marido. No se trataba de una separación normal, pero ambos quisieron obviarlo. Llovía desde la madrugada y la temperatura había caído en picado: diez grados en veinticuatro horas. La radio anunciaba la definitiva llegada del invierno. Lola pensó en sus zapatos de tacón recién estrenados, que se estropearían con la lluvia. Se había puesto un traje de chaqueta de terciopelo gris y una camisa negra de seda. En los hombros, su gabardina de color azul cobalto y un pañolón de marca. Quería ofrecer ante Jimena un aspecto sobrio y profesional, pero elegante. Como si fuera ella la que dominara la situación, y no al revés.

Se subió a su coche oficial. La primera parada fue en su banco. Pidió que le abrieran su caja de seguridad. Permaneció unos quince minutos y salió mostrando ostensiblemente un sobre marrón bajo el brazo. Después se dirigió a la Audiencia Nacional.

No abandonó la Audiencia en toda la mañana. Únicamente, a la hora del almuerzo, salió para tomarse un tentempié en una cafetería cercana. Recibió, no obstante, una corta visita del agente de Interpol.

—Lo dejo en tus manos, Juan —dijo mientras le tendía el sobre marrón que contenía el expediente.

—Lo pondré a buen recaudo. ¿Estás preparada?

Un simple vistazo resultaba suficiente para darse cuenta del grado de nerviosismo de la juez. Aun así, ella respondió con contundencia.

Alea jacta est. Nos vemos en el Starbucks Coffee.

Estaban ambos de pie, en la puerta del despacho, cerrada por dentro. Juan Iturri avanzó hacia ella y le dio un abrazo. Ella lo recibió rígida. Se soltó enseguida y alegó que tenía que ocuparse de algún asunto.

«Es lógico —se dijo él ya en la calle—. Está nerviosa.»

A las cinco menos cuarto volvió a subirse en el coche y pidió que la llevaran al hotel Palace.

En ningún momento miró hacia atrás. Daba por hecho que la estaban siguiendo.

Rezó antes de atravesar las puertas del hotel. Estaba convencida de que Dios era el dueño del azar, y le pidió que lo colocara de su parte.

—La oración hecha, cabalgamos —musitó, y echó a andar.