El estrecho pero luminoso local de doña Emilia, a dos manzanas de los juzgados, demasiado para ser frecuentado por la gente del gremio, olía como siempre a limón y canela. Las mesitas camilla del fondo, con alegres faldas de flores en tonos amarillos y azules, estaban ocupadas. Dos grupos de personas daban cuenta de los buñuelos rellenos de crema, especialidad del local.
Lola se quedó en la barra, junto a las hogazas y al pan romano. Enseguida se le acercó la dueña. Doña Emilia llevaba, como siempre, el pelo recogido en un anticuado moño. Su sonrisa perpetua no había cambiado, aunque parecía haber envejecido. Era de esas mujeres de edad indefinida que, de repente, se mueren un buen día sin haber amagado una queja. La saludó efusivamente.
—Echaba de menos este olor, doña Emilia. Ningún sitio huele como su local.
Ella rió complacida.
—No diga esas cosas, que me hace sonrojar.
—¿Cuándo va a coger vacaciones? Algún día tiene usted que descansar.
—¡No! Nunca cierro, no tengo quien me sustituya. Los nietos se han ido de Pamplona y mi hija tiene suficiente con la peluquería. Además, no estoy cansada. Si dejara esto, me moriría; aquí me siento útil. ¿Le apetecen a usted un par de buñuelos? Están recién hechos.
—Ya sabe que tengo que vigilar el peso, pero me tomaré uno de sus cafés especiales.
—¿Con nata?
—Sin nata, doña Emilia, sin nata...
Mientras la dama trajinaba con el café, preguntó a la juez por su marido, por sus hijos, en especial por el pequeño, y por los casos que había leído en la prensa. MacHor esperaba que comentara la noticia del funeral de María Bravo, pero era más lista que muchos sabios. No conocía a Shakespeare, ni leía El País, pero disponía de una agudeza natural que le impedía decir nada que dañara a la gente. Era capaz de regañar a quien comentaba algo inconveniente y mitigarlo de inmediato con un par de sus buñuelos.
Unos minutos después, Emilia se acercó a la barra y pasó por enésima vez su inmaculado paño por la madera. Al tiempo, se inclinó y susurró a la juez:
—Doña Lola, usted es quien debe descansar. Tiene mala cara. Ya sé que no debo meterme donde no me llaman, pero nunca le había visto esa expresión, tan alicaída.
MacHor levantó la vista, las mesas del fondo se habían vaciado. Estaban solas. Intentó contestar en un tono jovial, pero se le quebró la voz y carraspeó.
—¿Ha sentido miedo alguna vez, doña Emilia?
—¿Miedo? Sí, por supuesto. Me dan miedo los perros. Y la oscuridad. Y los hombres extranjeros, especialmente los que hablan ruso, o cosas por el estilo... Los que no hay manera de entenderlos... Y usted, ¿de qué tiene miedo?
—Yo le temo al pasado. O eso creo.
Su propia expresión le sonó grandilocuente, pero ahí estaba Emilia para poner las cosas en su sitio.
—¿Al pasado? Bueno, el pasado no puede hacer daño. Aunque tampoco los ratoncillos tendrían que dar miedo y muchas mujeres los temen. ¿Se refiere usted a esos delincuentes que mete en la cárcel?
—No, doña Emilia; me refiero a un pasado mucho más lejano.
—¡Ah! Sí, querida, esos pasados son los que más duelen. Yo aún sueño con el incendio en el que murió mi padre. Hasta la llama de un mechero me hace temblar. Por eso he prohibido fumar aquí... ¿De qué color es su incendio, doña Lola?
—¿Color? No lo sé, doña Emilia. Creo que es de un color sin color. Pero, desde luego, huele.
—¿A qué?
—A churros, doña Emilia, a churros.
—¡Churros! Si quiere, le hago una docena en un plis plas. Tengo masa congelada. Comiendo se le quitarían esas ojeras.
—No he vuelto a tomar churros desde entonces, doña Emilia, pero se lo agradezco de todas formas.
A Lola se le quebró la voz. Y Emilia, lista como siempre, cambió de conversación.
—Por cierto, doña Lola, ¿dónde anda aquel inspector con el que trabajaba usted antes? Hacían una buena pareja, igual que los de la tele. Aquel de la barbita corta y los ojos claros, el que venía de la Interpol.
—El inspector Iturri...
—¡Exactamente! ¿Ha vuelto a Europa?
—Esto también es Europa, doña Emilia.
—¡Uf, no compare! ¿A que allí no comen buñuelos?
—Como los suyos, no, doña Emilia —rió.
—O sea que ha vuelto a Europa... Hacían ustedes una buena pareja —insistió. Era tozuda como una mula.
—Pues sí, no sé exactamente por dónde anda.
—Recuerdo el caso que llevó, el de los asesinatos de aquellos curas. Un asunto así tiene que afectar a cualquiera. Pobrecillo, le recordaré en mis oraciones. Verá como vuelve pronto...
Lola se despidió dejando una buena propina y desanduvo el camino, pensando en Iturri. No habían hablado desde aquel caso; aquella noche, en la habitación de un hotel cuyo nombre había olvidado, o quizás nunca había sabido. Habían cruzado algunas frases intrascendentes para felicitarse cortésmente las Pascuas, pero eso no era hablar. Él siempre había sido reservado, y resultaba difícil averiguar qué rondaba su cabeza, mucho más su corazón. Además, en ocasiones, es mejor guardar silencio y dejar que el tiempo haga su trabajo. Porque a veces una sola palabra puede avivar un rescoldo. Las palabras se comportan como el buen cava, que te va subiendo muy poco a poco, soltándote pero sin arrojarte al vacío. Cada palabra abre la intriga de la siguiente y, después de beber varios capítulos, ya no se puede volver atrás.
Cuando Lola MacHor regresó a su despacho, Susana ya había retirado el expediente. A cambio, la esperaba con la copia de una sentencia, sobre la que un colega le pedía opinión.
—No te vayas, Susana, por favor; lo leo en un minuto y se lo devuelves. Debo retomar el texto de la conferencia.
—Como quiera.
Leyó en voz alta, de corrido, obviando algunas frases.
—«En casos como el presente, sería absurdo esperar que los ofendidos, por sus condiciones personales, pudieran discernir si el arma con que se les encañonó era de juguete o verdadera... Para el presente caso, lo relevante es que se dio crédito a los testigos cuando señalaron que fueron encañonados con una pistola pequeña de color negro. Aquéllos creyeron que era realmente un arma de fuego y que su vida o integridad personal corría peligro, lo cual resulta ser suficiente... junto a las demás circunstancias de modo, tiempo y lugar acreditadas... para juzgar la conducta de los tres autores del hecho... Así pues, fallamos que debemos condenar y condenamos a ambos procesados como autores responsables de un delito de robo agravado, previsto y sancionado en el artículo 460 del Código Penal, en concordancia con el artículo 83, ejusdem, a cumplir la pena de 8 años de prisión así como al pago de las costas procesales...» A mí me parece correcto —dijo mientras escribía su aprobación en un tarjetón. Se lo tendió a la secretaria y añadió—: Susana, me voy a poner a trabajar en la maldita conferencia. Si es posible, que no me molesten.
Escribió con tranquilidad y eficiencia el resto de la mañana. A la una y media tenía un esquema aceptable, que le quitó la mayor parte del cargo de conciencia que sentía. Si volvía a llamar Lorenzo, no necesitaría mentirle.
Estaba ordenando el material cuando volvió a sonar el teléfono.
—Señoría, tengo aquí a un periodista local. Se ha enterado de la noticia de su nuevo destino en la Audiencia y le gustaría entrevistarla.
—¿Ya? ¡Qué bárbaro, estos tipos son como los buitres!
—Ésa es la pura verdad, ¿qué quiere que le diga?
—Que le agradecemos mucho su interés, pero que no puedo atenderle en este momento.
Colgó. Al momento el teléfono volvió a sonar.
—Señoría...
—Dígale que no insista, no voy a recibirle —dijo sin dejar que acabara la frase.
—El periodista ya se ha ido, doña Lola, ahora tengo a la secretaria del presidente del gobierno de Navarra al teléfono. El «gran jefe» desea hablar con usted, cuando pueda ponerse.
—Sí, claro, pásamelo.
Con la habitual intermediación de la secretaria, escuchó la voz del político.
—¡Querida juez! ¡Déjame que sea el primero en felicitarte! Ya me he enterado de tu nuevo destino.
—Gracias, eres muy amable. Es un gran reto para mí.
—Siento que nos prives de tu compañía, pero estoy seguro de que dejarás muy alto el pabellón navarro. ¿Tendré el placer de verte antes de que te marches?
—Es muy probable que coincidamos en algún acto...
—En fin, Lola, siento que nos dejes.
—Yo también siento abandonar estas tierras... Sólo espero estar a la altura, presidente.
—Sin duda lo estarás, Lola. Aunque eres bilbaína, llevas ya mucho tiempo entre nosotros y podemos considerarte medio navarra. Los que llevamos estos genes somos tozudos como mulas. ¡No se te resistirá ni un banquero! —rió.
La juez, sin embargo, se mantuvo muy seria. Miró el reloj. Pasaban algunos minutos de las dos. Salió de su despacho y entró en el de su secretaria.
—Me voy a casa, Susana.
—Mientras hablaba, llamó su marido. Que no va a comer.
—Gracias. Parece que hoy se ha puesto toda la familia de acuerdo...
—Señoría, ¿va a venir esta tarde?
—Sí, pero no llegaré hasta las seis o las seis y media...
La secretaria, que estaba junto al quicio de la puerta por donde había de pasar la juez, no se apartó. Se quedó quieta, con la mirada fija en ella.
—Es por lo del funeral, ¿no? Me refiero al funeral por la pobre niña muerta...
MacHor sonrió, pero no respondió. Susana insistió, sin retirarse.
—¿No pensará ir?
—Aún no lo sé, lo decidiré sobre la marcha —mintió.
—Si va a asistir, llámeme. La acompaño...
—Te lo agradezco mucho, Susana; te avisaré —mintió de nuevo. La sonrisa que adornó la boca de Susana, pura ironía, respondió a la mentira.
Ya en el interior del coche oficial se desprendió de la americana y la dejó en el asiento contiguo. El aire acondicionado estaba al límite; se recostó en el respaldo y, con los ojos cerrados, esperó a que se pusieran en marcha.
El conductor oprimió el botón de la radio y sintonizó el canal de música clásica. Sabía que a la juez le gustaba y, por lo visto, no tenía ganas de hablar. Sonaba el canon de Pachelbel, el primer movimiento. Tan simple y tan hermoso, hermoso de pura simplicidad. «¿Por qué la vida de los hombres no puede ser así de sencilla?», se dijo. En aquella posición, no oyó los gritos ni las carreras tras el coche.
Susana dejó de correr y de chillar enseguida. Ya nada se podía hacer. Volvió al despacho y le dejó un recado en el contestador de su casa, rezando para que, por una vez, lo escuchara.
«Señoría, soy Susana. Ha sonado su móvil... en el despacho. Se lo ha dejado olvidado sobre la mesa. —Iba a decir otra vez, pero se contuvo—. Como estaba pendiente de la llamada de Galbis, he salido tras usted hasta el aparcamiento. Pero el chofer arrancaba en ese momento y no he podido alcanzarlo. Me lo quedo yo hasta que vuelva. Si llama el subinspector, trataremos de localizarla en casa. Gracias.»
El paseo fue muy corto. En las ciudades pequeñas no hay distancias y los atascos, si existen, se deshacen con la prisa de los amores juveniles.
—Ya estamos, señoría —le dijo uno de los guardaespaldas—. ¿Qué planes tiene para hoy?
La juez dudó.
—Creo que esta tarde iré por mi cuenta. Tengo un funeral y no querría que el coche y ustedes llamaran la atención.
—No creo que sea prudente —replicó el agente de policía con voz inquisitorial.
Era muy posible que no lo fuera, pero quería estar sola. Por tercera vez en menos de una hora, fingió.
—Es verdad, sería imprudente. De acuerdo, si finalmente decido salir, les avisaré.
A decir verdad, lo tenía todo previsto. Tomaría una ensalada y miraría el telediario recostada en el sofá, lo que equivalía a ver los titulares y dormir el resto del programa. Luego, cogería su propio coche y acudiría al sepelio.
Lo llamaban el último adiós. En realidad, una despedida que ya no servía para nada.