Miedo.
Sencillamente, la juez MacHor tenía miedo, un sentimiento indescriptible, inconcreto, insípido. Un simple escalofrío con olor propio, un olor tan fuerte como el éter que recordaba Telmo Bravo.
El silencio, otrora pacífico, acuchilla. Sientes en la nuca el frío del metal punzante. Y la retina percibe el brillo levísimo del cuchillo y de ese ser invisible que lo empuña. Y todo se pinta de negro, y el negro ahoga. Hay que buscar refugio en la compañía de otros para reírse de lo que parece patrimonio de la imaginación. Pero, bajo la sonrisa, la náusea sigue allí, escondida.
Lola acudió a su marido buscando ese refugio. No tuvo suerte.
«Jaime, ¿dónde andas? ¿Cómo no has venido a dormir? Te he planchado la camisa blanca, la de doble puño... Llámame cuando puedas. ¿Quieres que comamos juntos?»
Le dejó el mensaje a las nueve y media de la mañana. Pasadas las cuatro no había recibido respuesta. Enojada, telefoneó a su despacho. Contestó su secretaria.
—Lo siento, señora, el doctor Garache ha salido de viaje. Hemos intentando hablar con usted varias veces, pero comunicaba.
—¿De viaje? Que yo sepa, no tenía nada programado.
—En efecto: ha sucedido algo y ha tenido que viajar urgentemente a Barcelona. Se trata de unos perros...
—De los perros, ya. ¿Y sabe cuándo vuelve?
—Mañana por la noche. Le acabo de enviar un e-mail explicándoselo. Su marido dice que su vuelo aterriza a las once, si es tan amable de ir a recogerle.
Colgó hecha un basilisco. ¿Cómo que no había podido localizarla? En su móvil no había ninguna llamada perdida. Y su oficial cogía todos los recados. Abrió el correo electrónico. Había llegado el e-mail de la secretaria. De su marido, ni rastro.
—¿Sabes qué te digo? ¡Que te va a ir a buscar tu padre! —chilló.
Se levantó y se fue a casa.
Tras cenar con sus hijos y escuchar los últimos proyectos de su hijo mayor, que había decidido hacer un Erasmus y cada día escogía una universidad diferente, se tomó un Valium y se metió en la cama. Jaime no había llamado; Iturri, tampoco. Estuvo tentada de apagar el móvil. Jaime llamaría justo cuando empezara a coger el sueño. Sin embargo, lo dejó encendido. Tenía ganas de hablar con él.
Cuando el pitido, agudo y tozudo, martilleó suficientemente sus oídos consiguió abrir los ojos. A trompicones, logró encender la luz. Eran las cinco de la mañana.
—Jaime, ¿dónde andas, por qué me llamas a estas horas?
Pero la voz era otra.
—Señora MacHor, soy la telefonista. Alguien pregunta por usted desde Caracas, ¿admite esa llamada a cobro revertido?
—¿Ha dicho Caracas?
—En efecto. Le pregunto que si admite una llamada a cobro revertido. El caballero me pide que le diga que ha encontrado al ratón.
—¿Cobro revertido? ¿Ratón? ¡No entiendo nada! ¿Puede decirme quién me llama, por favor?
—Un momento... —La llamada pareció cortarse—. Señora, ¿sigue usted ahí?
—Sí...
—El caballero se llama Roque Castaño, inspector de la Real Hacienda Española.
—¿Roque Castaño, y dice que me llama desde Venezuela?
—Sí. ¿Quiere o no quiere que le pase? —preguntó, quejosa.
—¡Naturalmente, gracias, pásemelo!
Escuchó nítidamente la voz de Castaño. Casi pudo ver su fino bigote.
—Juez MacHor, ¿es usted?
—Sí, señor Castaño, soy yo. Y en España son las cinco de la madrugada...
—¡Lo sé, lo sé, pero no podía esperar!
—¿Qué hora es en Caracas? —Medianoche.
—¿Puedo preguntar qué hace usted ahí?
—Investigar, naturalmente, y me temo que a su juzgado le va a salir caro. No había billete y he tenido que coger clase preferente...
—¿A mi juzgado? ¿Quiere decir que ha encontrado algo?
—¡Muy lista, sí; sabía que lo cogería a la primera!
—¡Ha encontrado pruebas!
—¿Lo dudaba?
—La verdad es que no. Ahora que lo dice, siempre tuve fe en usted. ¡Si hasta me ofrecí a compartir los gastos!
—Es cierto. En fin, sepa que yo tenía razón, las cuentas están retocadas. He descubierto una estafa enorme.
—¿Una estafa? Pero las cuentas eran correctas... ¿Cómo lo ha averiguado?
—Yendo a la madriguera, señoría. ¿Se acuerda de la empresa Ronda 66?
—La encargada de la señalización...
—La misma, buena memoria. Recordará, entonces, que le dije que el gerente de la misma había fallecido. Pues he comprobado que alguien le pegó dos tiros.
—¿Dos tiros? —preguntó Lola ya completamente despierta.
—Afirmativo. Se llamaba Lucio Lescaino. Al pobre hombre le encontraron en el lecho del río Guaire, cerca de la capital, con los pies atados a una enorme piedra. Dejó viuda embarazada y cuatro hijos. Vengo de cenar en su casa; la estoy llamando desde la pensión. —Moduló la voz, adoptando un tono confidencial—. He cogido una pensión para compensar los cuatro mil euros del avión.
—¿Cuatro mil euros?—exclamó Lola.
Iba a ser difícil justificar ese billete y más en clase preferente.
—Sí, señora, y, aun así, Iberia registra pérdidas. ¡Qué país!
Lola se frotó varias veces los ojos.
—Dejemos a Iberia al margen y volvamos al caso. Dígame una cosa, señor Castaño: ¿de qué nueva información dispone? Ya sabíamos que ese hombre, el de la empresa Ronda 66, había muerto y que Caracas es una ciudad poco segura, donde abundan los robos con violencia.
—Sí a todo. Sabíamos que Lucio había muerto, pero ahora tenemos información vital de por qué murió. Tengo dos testigos directos y creíbles, el cura de la parroquia y su esposa, que aseguran que su muerte tiene que ver con la construcción de la carretera.
—¿Ah, sí? Espero que no tenga que ver con los ratones...
—Tiene que ver, y mucho. Sin embargo, para explicarle lo que pasa, necesito emplear algunos números. Ya sabe, porcentajes, milímetros, millones... Me preguntaba si Jaime está en casa. Se me ha ocurrido que yo podría explicárselo a su marido, y que luego él se lo tradujera. De lo contrario, su odio a los números le va a costar un riñón: paga usted la llamada.
Lola replicó, entre divertida y molesta.
—Mi marido está de viaje. Me temo que va a tener que explicármelo a mí directamente. Le ruego que lo haga de manera sencilla y, si es posible, rápida. Espere un momento, cogeré bolígrafo y papel.
Tardó apenas unos segundos.
—Adelante, y no se olvide de la sencillez...
—Sencillo y telegráfico, señoría: el hombre del que hablamos, Lucio Lescaino, descubrió una estafa fenomenal y lo denunció. Ahora es cuando usted pregunta: ¿de qué estafa me habla? Y yo se lo explico: grosso modo, la empresa Ronda 66 tiene por objeto social la señalización de vías públicas. Se encarga de la señalización horizontal, es decir, de pintar las líneas de demarcación y las marcas viales sobre el pavimento, y de la señalización vertical, es decir, de hacer y colocar las señales, carteles, banderolas, paneles complementarios y otras lindezas que habrá visto usted en cualquier carretera. Como puede imaginar, ni la señalización horizontal ni la vertical se colocan al azar; tampoco se emplean los materiales que a uno le de la gana. Existe una casuística muy detallada sobre el particular. Por ejemplo, para pintar la carretera hay que emplear unas resinas especiales, termoplásticas, con microesferas de vidrio, de una resistencia determinada, de un color determinado, de una anchura determinada... Están señalados, también, el tamaño de los carteles, la altura de las letras... En fin, todo se encuentra tipificado. ¿Me sigue, señoría?
—Perfectamente. La normativa de los contratos de obra pública no deja ni respirar si no se ha acordado en el pliego de condiciones...
—¡Exacto! Pues bien, nuestro hombre estudió el proyecto de la carretera e hizo un presupuesto de las necesidades. Supongo que pediría tantos kilos de pintura, tantos metros de cinta, tantas horas de mano de obra... En fin, lo habitual. También se dispuso a hacer el pedido de las correspondientes señales: tantas triangulares, tantas redondas, tantas de prohibido ir a más de cien, tantas de área de descanso, tantas balizas exteriores... ¿Bien, hasta ahora?
—Señor Castaño, sólo soy jurista, pero creo que tengo una inteligencia media. Le sigo perfectamente.
—Continúo entonces. Las características de esas señales que acabo de mencionar están también tipificadas. Aunque los usuarios no nos demos cuenta, los tamaños de los carteles, de las letras, etcétera, varían según el tipo de carretera de que se trate: una autopista, una autovía, una carretera convencional... Pues bien, la que iba a construirse en Canaima era una carretera convencional, con un carril de tres metros y medio en cada sentido de circulación, arcenes de un metro y medio y bermas de medio metro. En atención a esas características, nuestro hombre encargó las señales. Y cuando ya estaban hechas, procedieron a colocarlas. Y entonces descubrió que había un error de medidas. La carretera para la que habían hecho las señales debía tener metro y medio de arcén, y la que contemplaban sólo tenía un metro y treinta y dos centímetros.
»Y usted dirá: ¿y qué más da? Sólo son dieciocho centímetros de diferencia en cada lado. Es cierto, es muy poca cosa, sin embargo, las señales para metro y medio de arcén tienen letras de cien milímetros, mientras que las que tienen menos de metro y medio tienen que llevar letras de ochenta milímetros. Nuestro hombre, muy puntilloso al parecer, se puso como un energúmeno. Fue ante el director de obra y le cantó las cuarenta. «¿Pero es que no saben medir? ¡Hay una merma de más de quince centímetros en cada arcén!» El director de obra no le contestó. Al día siguiente ya le habían despedido. Motivo: había cometido un error al encargar las señales. Para cuando le prepararon el finiquito, Lucio había tenido tiempo suficiente para recapacitar. «No es posible confundirse en esas mediciones. Ha sido a propósito», se dijo. Calculó lo que se embolsaría la empresa constructora si nadie notaba la merma, y concluyó que estaba ante una estafa descomunal. Cuando le comunicaron el despido, aconsejado por el cura de la parroquia, ya había tomado la decisión: lo denunciaría. Llamó a la hotline del Banco Mundial y declaró que tenía información sobre un hecho delictivo. Lo siguiente: dos tiros, una losa en el pie y el cadáver al río.
Castaño se mantuvo en silencio unos segundos, en aparente señal de duelo. Y Lola, que estaba asimilándolo, no pudo menos que pensar que Jaime tenía amigos muy curiosos. Finalmente, Castaño añadió:
—¿Me ha comprendido, señoría?
—A la perfección. Estaban construyendo una carretera de metro y medio de arcén, ateniéndose a la normativa de ese tipo de carreteras. Pero hicieron una de metro treinta y dos, y se quedaron con la parte proporcional... Dígame una cosa, Castaño, ¿por qué nadie lo midió?
—La respuesta está implícita, señoría. Quien tenía que hacerlo no lo hizo. Así de simple.
—De modo que estamos ante una estafa y un homicidio...
—Una enorme estafa. Lo del homicidio no entra en mi terreno...
—¿Y puede demostrarlo?
—Puedo. Tengo declaración jurada de la esposa y del cura. Y Lucio se llevó a casa la copia de la petición original de las señales. Ahora está en mi poder.
—Perfecto. Venga para acá, cuanto antes. Traiga copia de todo.
—Salgo dentro de seis horas, señoría.
—Una cosa más: no se le ocurra contar nada a nadie. ¿De acuerdo? Si no puede contenerse, vuélvame a llamar. Yo le escucharé.
—Como usted diga.
—No es un capricho, Roque —insistió—. Ya ha muerto una persona; si habla, pondrá en peligro a esos dos testigos.
—No mentaré palabra. Si lo necesito, volveré a llamarla.
—Gracias. Jaime estaba en lo cierto: es usted el mejor.
Creyó notar como se henchía. Iba a colgar cuando Castaño la detuvo.
—Señoría, tengo que decirle otra cosa... Me da cierto apuro... En fin, que resulta algo embarazoso para mí, pero...
—¿Más facturas? —preguntó temerosa.
—¡No, por Dios, las facturas no producen apuro ni embarazo! Son lo que son, facturas, siempre, claro está, que estén bien hechas...
—Claro, tiene usted razón, las facturas no son más que facturas —se excusó la juez, que no conseguía hacerse a la forma de razonar de aquel personaje—. ¿De qué se trata entonces?
—Se trata del regalo... Me lo dio para usted la viuda de Lucio Lescaino...
—¿Un regalo? ¿Cómo que un regalo? ¡Yo no puedo aceptar regalos de nadie!
—Ya se lo expliqué, pero me dijo que éste era un presente muy especial y que no lo podía despreciar. De hecho, en cuanto me vio llegar con el cura y le expliqué qué hacía yo en Caracas, salió corriendo y volvió con un saco, de aspecto rancio, lleno de manchas oscuras. «Dígale que es para ella.» No me quedó más remedio que aceptar; esta gente es muy orgullosa, y nos jugamos el caso.
—De acuerdo, tráigalo. Ya veremos qué hacer con ello.
—Ése es el problema, señoría.
—¿Cuál es el problema? ¡No lo entiendo!
—Que no puedo transportar en mi maleta nada que me haya dado un desconocido. Va contra la ley.
—Tiene razón, aunque supongo que no será droga, ni nada por el estilo.
—Pero tengo que comprobarlo...
—Vale, ábralo —aceptó la juez.
—Ya lo he hecho... ¡Lo siento, debí consultarlo antes, pero tenía una pinta tan rara que no me atreví a llevarlo por la calle!
La juez cerró los ojos e intentó recuperar la compostura. No quería enfadarse, pero era muy temprano, estaba cansada y Roque Castaño la iba a volver loca.
—No se preocupe, Roque. Dígame de qué se trata.
—Es una pata de gallo, señoría. De las de verdad...
—¿Una pata de gallo?
—Sí, me temo que debe de ser algún signo religioso. A toro pasado, he atado cabos... En fin, que si no le molesta, la tiro. Usted, como si la hubiera recibido.
—¡Una pata de gallo! —murmuró Lola al colgar—. ¡Espero que no sea ninguna maldición, ya tengo bastante con las desgracias occidentales!
Miró el reloj. Las cinco y media. Era muy temprano, pero estaba demasiado nerviosa para dormirse de nuevo. Fue a prepararse un vaso de leche. Se llevó el móvil a la cocina. Estaba segura de que Castaño volvería a llamar.
Sonó pasadas las siete. Respondió de corrido.
—De acuerdo, señorita, acepto la llamada.
—¿Lolilla, a quién esperabas a estas horas?
—¡Jaime! ¿Dónde estás? ¡Parece que, en vez de tu mujer, sea la vecina de enfrente!
—Lo siento muchísimo, tienes toda la razón. Ha sido una locura. Los perros murieron, pero no de un tromboembolismo, sino de una variedad... —Se detuvo—. No tiene importancia. Hemos tenido que aislar las muestras y venirnos a Barcelona; el laboratorio está aquí. Perdóname, ya sabes cómo me pongo con estas cosas. Sólo quería que supieras que te quiero, aunque nunca te lo diga. Y tú, ¿de quién querías aceptar la llamada?
—¿Dos días sin dar señales de vida y con un «lo siento» ya está? Te planché la camisa... La de doble puño. Saqué el camisón... Es igual...
—¡No te enfades, Lolilla! Sé que tienes razón, pero ya sabes lo que pasa cuando me obsesiono con un experimento...
—Podrías obsesionarte conmigo, o con tus hijos, para variar.
—Anda, Lolilla, no te pongas así... ¿De quién esperabas una llamada a estas horas?
—De tu amigo Castaño; ha descubierto una estafa monumental, e indicios de dos homicidios.
—¡Vaya, no sabía yo que los balances dejaran rastros de sangre!... ¿Y por qué llama a cobro revertido?
—Es largo de explicar. ¿Cuándo vuelves?
—Esta noche, a las once. ¿Puedes ir a buscarme? Si no, cojo taxi.
—De acuerdo, allí estaré. ¿Habéis salvado la patente?
—Sí, y eso que fui con la camisa llena de arrugas. En fin, voy a meterme en la cama. Llevo cuarenta y ocho horas sin dormir, y me caigo, ¡Hasta la noche!
MacHor se preparó otro café y comenzó a levantar persianas.
—¡Arriba todo el mundo, son las siete y media! Toma, Pedro, te dejo el móvil. Voy a ducharme. Si llama alguien, me avisas.
Aún no salía el agua caliente cuando llamaron a la puerta.
—¡Mamá, es Iturri! ¿Puedes cogerlo?
—Sí, un momento.
Se puso el albornoz y salió.
—Dime, Juan.
—¿Te he despertado?
—No, acababa de abrir la ducha. Dime...
—Nos ha costado un poco, pero ya tengo lo que me pediste. El coche de la aleta abollada pertenece a una empresa fantasma.
La juez mascó la información que le ofrecía y preguntó:
—¿Una empresa fantasma? ¿De qué tipo?
—Es una firma participada por otra, y ésta por otra, y así hasta que se pierde el rastro.
—Es decir, que no tenemos ni idea de quiénes son.
—Negativo. Ese fantasma nos ha enseñado otras veces sus cadenas. Lo tenemos fichado.
—¡Estupendo! ¿Quién es?
—No te asustes, ¿vale?
—Después de la conversación que acabo de mantener, seguro que me asusto.
—¿Qué conversación?
—¡Ni hablar, tú primero!
—De acuerdo. Es el FBI.
—¿El FBI? ¡Qué razón tenía Herrera-Smith!
—No te aceleres, Lola. Sabemos que te siguen, pero no sabemos por qué. Y es mejor ellos que otros. Además, el expediente Canaima...
—¡Ah, no, eso no! Esta vez te has equivocado, Juan. Tengo pruebas de que oculta una enorme estafa, y, lo que es peor, dos homicidios. Un tal Lucio Lescaino, propietario, gerente o similar de la primera empresa que llevó a cabo las señalizaciones y...
—Y Jorge Parada, funcionario del Banco Mundial, que recibió y procesó la denuncia.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo siento, Lola, estaba equivocado. Me falló el olfato; tenía que haberte hecho caso.
MacHor sólo necesitó unos segundos para deducir qué había provocado aquel cambio.
—De modo que al saber que me seguía el FBI, te has puesto a hacer tu trabajo, ¿no? El trabajo que deberías haber hecho antes.
—En efecto. Reitero mis disculpas.
—Bueno, ya no importa... Dime una cosa, ¿cómo has llegado a la conclusión de que Jorge Parada fue asesinado a causa del caso Canaima?
—Estaba todo en el expediente policial, pero no lo vi.
—Yo también leí ese expediente. Que recuerde, sólo se mencionaban dos casquillos de una Glock de nueve milímetros y la huella de un pie...
—En efecto, un pie del cuarenta y tres. El asesino pisó la sangre de su víctima cuando huía. Los testigos dijeron que habían visto salir, a toda velocidad, a dos personas en una motocicleta de gran cilindrada. Ambos ocultaban el rostro bajo un casco. La policía especula con que se trató de un robo porque, cuando llegaron, al cadáver sólo le quedaban los pantalones.
—Sí, eso lo recuerdo.
—Sin embargo, ¿le robaría los calcetines a un muerto alguien que conduce una motocicleta de gran cilindrada? Por otro lado, está la huella del escenario del crimen. Tengo delante la fotografía. El asesino calzaba unos zapatos de la marca Clarks. Zapatos de diseño. Además de cara, la marca es europea. No me imagino a un pelado de Caracas con unos zapatos ingleses, ni ocultando el rostro bajo un casco.
—Es posible que los zapatos se los robara a su anterior víctima.
—Quizás, pero eran demasiados indicios juntos. Demasiada casualidad. Así pues, pensé en un asesino profesional. Supongamos, sólo supongamos, que contrataron a alguien para hacer el trabajo: un par de sicarios que viajan a Caracas, localizan a la víctima, le pegan dos tiros y le roban la documentación, el móvil o cualquier otra prueba caliente. ¿Qué harían tras cumplir el encargo? Lo más lógico es que salieran por piernas del país, que cogieran un avión. Ese mismo día o al día siguiente.
MacHor no lo veía claro.
—Creo, Juan, que estás acumulando demasiadas suposiciones: para empezar, que el mercenario sea extranjero, luego, que saliera en avión...
—¡Déjame terminar! Formulé esa hipótesis y obré en consecuencia. Es decir, obtuve la lista de todos los que salieron de Caracas en avión el día de la muerte de Jorge Parada y el siguiente...
—Sería larga, ¿no?
—Demasiado larga, sí; estaba claro que necesitaba un filtro.
—¿Lo encontraste?
—Para trazar una recta, se necesitan dos puntos. Caracas era uno de ellos, pero ¿cuál era el otro?
—No tengo ni idea. Supongo que volverían a sus respectivos lugares de residencia.
—¡No! ¡No habían terminado! ¿Dónde estaba el expediente? ¿A quién estaban extorsionando?
—¡Lo tenía Herrera-Smith, que estaba en Singapur!
—Lo lógico es que fueran a por él. Tenían que terminar el trabajo. Saqué la lista de las llegadas a Singapur en las fechas en que tu amigo fue extorsionado y la crucé con la anterior. ¿Sabes qué encontré?
—¿Un nombre?
—Dos, exactamente. Corresponden a dos hombres de nacionalidad española. Pasajeros de clase preferente en ambos trayectos. Trabajaban en una compañía de seguridad hasta hace unos meses. Ahora no sabemos dónde andan...
—¿Me estás hablando de dos guardaespaldas?
—Sí.
—Quizás sólo sea una coincidencia; Singapur estaba lleno de guardaespaldas.
—No creemos en las coincidencias, ¿verdad?
—¿Has dicho en clase preferente? ¡Qué raro! Los sicarios suelen viajar en turista...
—Sí, Lola, pero éste huele a encargo de altas instancias. Lola se relajó.
—Eres un gran sabueso, Juan, sí, señor. No tenemos aún pruebas de que las cosas que dices sean así, pero estoy segura de que ocurrieron tal y como lo cuentas.
—Bueno, ya me has dado suficiente jabón. Ahora cuéntame tu homicidio.
—De acuerdo. Castaño me llamó desde Caracas...
—¿Desde dónde?
—Se fue a Caracas en busca de ratones y desviaciones...
—¡Qué tío tan raro! ¿Viajó hasta Caracas?
—Sí, y gracias a él sabemos por qué murió Jorge Parada, y que, desgraciadamente, no sólo murió él. Verás, Castaño descubrió que la carretera en cuestión ha resultado treinta y seis centímetros más estrecha de lo que debiera ser.
—¿Redujeron la anchura, y nadie lo midió?
Intentó explicarle sucintamente la información que había recibido.
—Puede que sí o puede que no. Lo que sabemos con certeza —concluyó Lola— es que Lucio Lescaino, gerente de la empresa de señalizaciones Ronda 66, sí efectuó esas mediciones. Avisó a la dirección de la falla, y éstos trataron de callarlo despidiéndole. Los denunció ante el Banco Mundial en la línea de las denuncias anónimas. La llamada fue procesada y el Banco envió a Caracas a uno de sus funcionarios, Jorge Parada, con el fin de estudiar la revelación. Le mataron, junto con su informante.
—Supongo que el resto se dejaría comprar. Es mucho más práctico.
Permanecieron unos segundos en silencio, que rompió Juan.
—Sabes lo que estoy pensando. Si ese tal Lucio hubiera mantenido la boca cerrada, nos habríamos ahorrado tres muertes. Él estaría tan tranquilo en su casa, disfrutando del sobresueldo. Herrera-Smith viviría ricamente en Madrid y el funcionario del Banco Mundial trabajaría en otra misión no sé dónde, en vez de estar enterrado. Quizás hubiera sido preferible guardar la honradez en el cajón... A veces, cazar alimañas sale demasiado caro...
—Es cierto, pero esas alimañas —apostilló la juez— terminan por provocar daños irreparables.
—¿Irreparables? ¿A quién hubiera importado que esa carretera fuera un poco más estrecha, quién saldría perjudicado?
—Llega un momento que ya no lo sé; quizás tengas razón. Pero en este caso ya nos han servido los cadáveres... Deberíamos ir a por ellos ¿no? Desconocemos quién tuvo la idea y la puso por obra; quién dio la orden de acabar con las pruebas y quién apretó el gatillo...
—Es difícil que consigamos algo. Lo que he dicho, de momento, no sirve como prueba. Supongo que deberíamos empezar a investigar al constructor.
—Un momento, no vayas tan rápido, Juan. Hay algo que yo no tengo claro.
—¿Qué?
—Lo de los americanos. Dices que ese coche negro pertenece al FBI. ¿Por qué me están siguiendo?, ¿qué hacen aquí esos tipos?, ¿es posible que tengan algo que ver con los asesinatos?
—No.
—¿Por qué estás tan seguro? —protestó Lola.
—Cálmate y piensa con cordura: ¿qué ganaría el FBI con que ese informe no se hiciera público? Que yo sepa, nada.
—No lo sé, quizás pretenden echar mano a ese dinero, para sí o para alguien de su gobierno. O puede que defiendan a alguien del Banco Mundial. Quizás al mismo Woolite. O existan razones que se nos escapan. —Se detuvo un instante—. ¡Dios mío, qué cantidad de factores incontrolables! Me estoy empezando a asustar de verdad.
—No te preocupes, Lola, pero sé prudente.
—Prometo no dar esquinazo a mis guardaespaldas. ¿Cuándo vuelves a Madrid?
—Hoy mismo, en el último vuelo de Barcelona; el de las once.
—¡Qué oportuno! Jaime viene también en ese vuelo. ¿Qué tal si os recojo a los dos y preparo algo de cena?
—Creo que es mejor que nos veamos mañana, los dos.
—¡Ni hablar! Está decidido.