37

—¿Señor Vives?

—Ya era hora.

—¿Lleva prisa? ¿Está impaciente?

—Impaciente por deshacerme de usted. Además, me esperan en el hospital.

—¿Ha pasado algo? ¿Alguien se encuentra mal?

—Yo. Yo me encuentro mal.

—¡Cuánto lo siento! ¿Qué le duele?

—Usted es lo que me duele. [Y el jodido corazón. En vez de un electrocardiograma pediré un trasplante, coño, para ganar tiempo.] A ver, ¿qué quiere esta vez?

—No le conviene tanta agresividad.

—Usted es el menos indicado para decir qué me conviene.

—No le ha cambiado el humor de ayer.

—¡No me hable de ayer! Solo por eso se le tendría que caer la cara de vergüenza.

—No le entiendo.

—Pues entonces nadie se lo podrá hacer entender. Si usted no vio la cizaña que sembró y el daño que nos hizo, es que es ciego o de piedra.

—Su esposa no me lo ha descrito tan dramáticamente.

—Ah, sí, claro, me olvidaba de las reglas y las condiciones de las que usted tanto gusta. Así que ya ha hablado con mis hijos y con mi mujer.

—Así es. Con su esposa, hace muy poco. Con Ignacio y Begoña, a media mañana. Déjeme que le felicite por tener una familia tan maravillosa.

—Mucho, pero no se aficione y no se desdiga. Prometió que hoy sería la última vez que le oiríamos.

—Naturalmente, sí, eso dije. Vamos por el buen camino. Todo apunta a que será así.

—¿Por qué no he podido hablar con ellos? Usted, el gran experto en comunicaciones, seguro que tendrá una explicación.

—Ayer ya les avisé. Nada de hablar entre sí hasta que todo haya acabado. Sus teléfonos volverán a estar abiertos al cabo de una hora de haber finalizado nuestra charla.

—Espero que estén bien y no les haya ni echado el aliento, porque, si no, juro por...

—No jure, señor Vives. Jurar venganza es malo para la salud. Para la física y para la mental. Si eso le hace sentir más tranquilo, me he limitado a hablar con cada uno de ellos, y no me he movido de donde estaba ayer. Sigo fuera del país. Convendrá conmigo en que no es fácil agredir con una conferencia.

—A mí me está amargando la vida a base de palabras.

—No se exceda. Un extraño lo tomaría por pusilánime. Hasta ahora le he facilitado la existencia. A ver qué tal se nos da hoy.

—¿Hoy? Pensar en mañana es lo que me sostiene. [El día que pueda considerar desterrado de mi vida, de nuestras vidas, a esta desdichada lapa de cabrón, respiraré otra vez. Me da miedo preguntar por los otros. Ni quiero darle conversación ni quiero dar la falsa impresión de que no me importan.] ¿Puedo fiarme de que todos están bien y de que usted da por saldada la deuda? [No sé qué deuda podrían haber contraído con este individuo, pero todavía no puedo llamar a las cosas por su nombre.]

—Razonablemente. Begoña, bien. Ignacio, menos bien. La señora Moral, regular. Pero ya pasó, que es lo que importa.

—No lo estire más. ¿Qué tengo que hacer? Si este es el trato final, supongo que ahora hará su entrada el dinero.

—¿Cómo dice?

—¿Cuánto quiere? Vamos, las cartas encima de la mesa.

—Se precipita, señor Vives. Se equivoca de medio a medio. ¿De verdad cree que me interesa el dinero? Me sorprende.

—Déjese de zarandajas. ¿Qué debo concluir, entonces? ¿Acaso usted molesta por afición? [¿Quién dijo que las aspirinas son buenas para el corazón? Parece como en las películas, oye, con el dolor en el brazo... O eso, o el golpetazo que me he pegado antes contra el quicio de la puerta.]

—Mi interés es exclusivamente comprobar reacciones humanas.

—Así que usted es un psicólogo.

—No solo me interesan las individuales. Las colectivas son muy valiosas. Siguiendo su agudeza, se podría decir que me aficiono más por la sociología.

—Así no llegamos a ninguna parte.

—Es usted quien prolonga esto artificialmente.

—¡Por tercera vez, ¿qué quiere?!

—Dos cosas: comprobar si ha estado haciendo su trabajo. En segundo lugar, que escuche con atención lo que le tengo que decir.

—¡¿Qué es eso?! [Joder, ¿qué coño le pasa a la pantalla?]

—No despegue los ojos del monitor.

[Si me suena y todo... Ese perfil, esas manchas de color...] ¿Qué se supone que he de mirar? Porque aquí... ¡Coño, es una vía!

—¿Lo ha visto? ¿Lo ha podido ver bien?

—¿El tren? Ha pasado un tren, ¿no?

—Su tren, señor Vives.

—¿Mi tren? [¿Me va a obligar a subir a un tren...?]

—Origen, central número seis. Destino...

—¿Era ese el tren? No he podido fijarme. Ha pasado demasiado rápido.

—Un efecto óptico provocado por la posición de la cámara. En realidad avanza a paso de tranvía y, además, ahora ha de disminuir la velocidad por que se aproxima a la capital.

—Se equivoca usted, ni que sea por una vez. No está previsto que pase por aquí. [Ya me había olvidado del puto tren. Todavía tengo que llamar a Delfa... Cuando salga de la consulta.]

—No me queda más remedio que regañarle, señor Vives. ¿Cómo es que no está al corriente de lo más importante que tiene entre manos? El itinerario ha cambiado. Ahora está alcanzando Tasomayor.

—¡Imposible! ¡Si lo sabré yo! Además, un tren así no puede atravesar núcleos urbanos. Mucho menos la capital.

—Le pongo lo que capta otra cámara. La de la estación de Tasomayor. Ahí lo puede mirar a gusto. Ha de hacer una pausa de tres minutos para dar paso a un cercanías. Como ve...

—Que no puede ser. A esta hora el convoy está en... [¿Dónde mierda están los papeles? ¿Hasta de esto he de estar pendiente, de si un tren va por la vía que le toca? Aquí está, coño...] Está a ciento cincuenta kilómetros al este de aquí, detenido hasta las 15.18, esperando que quede libre el siguiente tramo, de vía única.

—Pues uno de los dos ha extraviado su tren. Si se fija en la imagen, justo por encima del tercer vagón, se puede leer con dificultad las primeras letras de la estación.

—De ninguna manera. Es un truco. [¿Por qué digo que es un truco?]

—Como guste. Todos se comportan así. Si no les gusta la realidad, la niegan. Por eso no vamos a discutir. Tómelo como un relato fantástico, si lo prefiere. En cualquier caso, obsérvelo. Sé que no supo del automatismo hasta que se lo dijo la señora Delfa.

—¿Qué automatismo?

—Indudablemente le conviene atención médica. Informe de todos sus síntomas y evitará sorpresas. El automatismo integral del convoy. Un avance. Control remoto completo. ¿Quiere dominarlo? Ahí tiene el tablero de mandos. O, si quiere, ahí está la pantalla de órdenes del centro de tráfico. Es más práctico desde aquí. La panorámica es más amplia.

[¿Ha robado el control?] Usted tiene...

—Sí.

—¿Qué piensa hacer?

—Enseguida se lo explico.

—Hay que alejar ese tren inmediatamente. Si alguien se entera, a más de cuatro se les va a caer el pelo; a mí, el primero. Además, es muy peligroso.

—Está usted en todo. Vamos a repartir riesgos. ¿Le parece?

[Ya me está vacilando. Con qué gusto le pegaría una hostia.]

—Aunque cueste de creer, está robotizada hasta la segregación. Apriete el botón intermitente, haga el favor.

—No pienso.

—No tenga miedo. ¿Ve? No ha pasado nada. Pero ahora ya no tenemos un tren de residuos, sino dos. Igual de autónomos, igual de...

—¡Pero ¿qué está haciendo?!

—Ya se lo he dicho: dividiendo el riesgo entre dos. ¿Sabe por qué he escogido Tasomayor? Por sus bucles y cambios de aguja. Desde aquí hay diversas formas de aproximarse a la capital. La oeste permite acercarse al centro, mientras que la sur atraviesa las zonas industriales.

—No planeará conducir los trenes hasta aquí, ¿verdad? No se atreverá. Además, ¿para qué? Puede ocurrir una desgracia, una tremenda desgracia.

—Dos. En realidad, dos desgracias.

—No lo hará. No lo puede hacer.

—¿Me lo advierte o simplemente lo desea? Uno de los trenes acabará su recorrido en la estación Central. El otro, en los depósitos de gas natural.

[No se puede ser tan desalmado. No puede ser.] ¿Por qué?

—Ayer respondí. Quiero ver las reacciones ante algo así. No les mentí: no tengo nada en especial en su contra. Soy muy tolerante con los individuos, uno a uno. Las agrupaciones, los conjuntos, los muchos, esos sí que despiertan mi antipatía. Profunda. He decidido darme el capricho de... (no quiero parecerle soez, pero...), de orinar en el hormiguero. Suena mal, pero es gráfico y exacto.

—Luego..., nos piensa matar, no solo a nosotros, sino a muchos más... ¿Sabe? Sigo convencido de que usted es un farsante. Loco, qué duda cabe, pero farsante. Porque ahora me dirá que piensa estrellar los trenes.

—Me lo ha quitado de la boca. Si no hay contratiempos, a las cinco de la tarde. El primero causará unos daños iniciales más reducidos, pero el efecto de alarma no será menor. El segundo combinará las propiedades de la carga con la explosión de, al menos, dos de los tanques. Como hay que sumar otras intervenciones que he preparado con su esposa...

—¡Vuélvase loco usted solo! ¡No calumnie!

—Hasta aquí hemos llegado. Ya nos hemos dicho todo lo que nos teníamos que decir. ¡Ah, casi lo olvido! Puede que le interese saber que su hija Begoña, casualidades de la vida, verá en directo la entrada del primer convoy en la estación Central. Era una buena chica. Adiós, señor Vives. Cuídese.

[Tranquilízate, Gerardo. Todo es una pura memez. Cuatro pantallas inventadas, una filmación sacada de cualquier sitio y mucha imaginación para mentir. Maligno, pero mendaz. Joder, y los teléfonos de todos siguen inservibles. Y este pinchazo...] ¿Diga?

—¿Señor Vives?

—Dime, Beatriz.

—Acabo de recibir una llamada del hospital General. Al parecer su esposa ha sufrido un accidente de tráfico. Me han pedido que vayas, perdón, que vaya cuanto antes. Parece muy urgente. ¿Señor Vives? ¿Me oye? ¡Gerardo!