27
—[El lunes apenas nos vimos. Ayer, el acuartelamiento. Y hoy lo de Begoña, que me quita las ganas de todo. Pero tengo que hacer un esfuerzo.] Beatriz, ¿puedes venir un momento?
—Enseguida, señor Vives.
—[Coño de engaños. Los formalismos nos van traicionar cualquier día, sobre todo a ella.] Hola, Beatriz.
—Hola. ¿Qué trato uso?
—Mujer, estamos solos.
—Muy bien. Hola, Gerardo.
—¿Ya has desayunado?
—Todavía no.
—Ya son las once.
—Esperaba que fueses tú primero, para no dejar a Antonia a cargo de tu línea sin ti y sin mí.
—Hoy no voy a salir de aquí.
—¿Te encuentras bien?
—Arrastro la jaqueca de ayer [y un agotamiento que no me saco de encima].
—No tienes buena cara.
—Además tenemos un problema con Begoña...
—¿Con tu hija? ¿Qué pasa?
—No ha pasado la noche en casa... [No hace falta entrar en materia. Ninguno de los dos sacará nada de provecho.]
—Tiene diecisiete años, ¿verdad?
—Casi.
—¿Te preparo un café?
—Ya llevo dos. Mejor que no. Queda mucho día por delante. [Algo le tengo que decir. Para eso la he llamado.] Beatriz, yo...
—¿Sí, Gerardo?
—Yo... lo pasé muy bien el viernes y el sábado.
—Sí. Yo también. [Hoy no pienso ayudarte en tus balbuceos. Si quieres decir que hacía tiempo que no lograbas pegar tantos polvos, lo dices. Si quieres prometer otro fin de semana de vino e infidelidad, lo prometes. Hoy, allá tú.]
—Perdona lo del aeropuerto. Y siéntate, por favor.
—¿El qué? [La vida es fingir. Ya me siento. ¿Por qué iba a sentirme dolida? Me llevas, me usas, me olvidas. Normal]
—Salir corriendo al llegar. Tenía unos asuntos urgentes que tratar con mi abogado. Quería haberte acompañado a casa.
—Ah, ¿eso? Lo comprendo. La vida vuelve a la normalidad. [Mentiroso. Eres un mentiroso, Gerardo. Por fortuna ya sabía dónde me metía.]
—Y ayer y anteayer no pudimos cruzar ni una palabra.
—Son días ajetreados. [Los dos tenemos una relación de interés. No sé si lo tienes tan claro como lo tengo yo.]
—Lo nuestro va a ser complicado, pero me gustaría mantenerlo [a mi ritmo, a mi gusto, según mis necesidades, a mi capricho, vamos].
—A mí también, Gerardo. [Y adivino que tengo más experiencia que tú. Estamos de acuerdo en qué sacas tú: tu ego otoñal revigorizado con una conquista. Tus pasiones escuálidas disfrutando de un último empellón. Yo te contento el orgullo macho y los genitales machos.]
—Va a ser un final de año malo, pero voy a hacer lo imposible para que nos veamos con alguna frecuencia. [¿Por qué he dicho alguna? Sin impedimentos te visitaría cada día. Aunque eres capaz de hacerte ilusiones. Coño, pero el «alguna» parece una limosna.]
—Ojalá. [Alguna, dices. Cara dura. ¿Qué saco yo? Crees que ya es bastante honor follar contigo, que llenas mi vida. Iluso.]
—[Joder, esta chica me resucita. No quería, pero...] Oye, Beatriz, ¿tienes algo que hacer este viernes por la tarde?
—¿Viernes? No, creo que no. ¿Para vernos? [Te voy a dedicar una sonrisa de ilusión. Te gustan sumisas, ¿verdad? Enamoradas de tu barriguita y escandalizadas de tu virilidad, ¿no es así? Muy bien. Eso es. Lo sé hacer. Pero no vas a llenar mi vida, cielo, sino mi porvenir. Y deprisa. Antes de un año, dos a lo sumo, tengo que estar aposentada en el organigrama del ministerio. Busco tu empujón, Gerardo, no tus empujones. Para entonces tú puedes encontrar una nueva florecilla, puede que más joven, donde esparcir tu ascendiente y rejuvenecerte otra vez. Yo iré quemando etapas del escalafón. Si el sistema reacciona mejor ante mis piernas que ante mi eficacia, hay que amoldarse al sistema.]
—Eso espero. Tú, por si acaso, no hagas planes hasta el último momento. He de viajar de nuevo a algunas centrales, así que no pierdo la esperanza de...
—¿Te cojo el móvil?
—No, deja, ya voy.
—¿Salgo?
—[De Begoña. ¡Begoña! ¿Begoña o López?] Hazme el favor, Beatriz. Ciérrame la puerta y no me pases ninguna llamada. No estoy para nadie.
—Como mande, señor Vives. [Volvemos al señor Vives.]
—¿Quién es?
—Esperaba que preguntara directamente por Begoña. ¿No ha aparecido su nombre en la pantalla? Tal vez he cometido un...
—¡Usted! ¡Cínico! ¡Devuélvame a mi hija! ¡¿Cómo se atreve a tocar a mi familia?! ¡¿Dónde está Begoña?!
—Ante todo baje el tono, señor Vives, o va a alarmar a su secretaria y a medio consejo. Lo último que queremos es un escándalo.
—¿Queremos? ¿Quiénes son ustedes?
—Se ha confundido. El queremos nos abarca exclusivamente a usted y, por solidaridad, a mí. Usted es el que no quiere un escándalo.
—¡Hable de una vez, hijo de...! ¿Dónde está mi hija?
—¿A mí me lo pregunta? No soy su padre.
—No me atormente. ¿No sabe usted nada de la desaparición de mi hija?
—¿Desaparición? Bueno, sí, supongo que es apropiado llamarla así.
—¡Usted la ha secuestrado! ¿Qué quiere de mí?
—No he visto a su hija, señor Vives. En realidad no la he visto nunca; en persona, claro está. Begoña ya se ha encargado de publicar una buena colección de fotos suyas en la Red. Me atrevería a sugerir que usted, que es su padre, debería supervisar semejante proceder.
—Por el amor de Dios, ¿dónde está Begoña?
—Hoy es laborable. Es de esperar que esté en el colegio.
—¡Basta! No me tome más el pelo. ¿Qué busca? ¿Qué quiere? ¿Quiere dinero?
—Demasiadas preguntas a la vez. Las responderé, pero antes quiero saber si su señora esposa y su hijo no le han puesto al corriente de cierto mensaje que su hija envió a una amiga suya ayer, de buena mañana.
—Sí, y...
—¿A qué tanto aspaviento, entonces? ¿A qué viene tanto grito y tanto rasgarse las vestiduras? Anoche usted se fue tranquilamente a dormir... Sí, sí, ya lo sé, le dolía mucho la cabeza. Yo también sufro temporadas de jaqueca. Y su esposa ni siquiera le despertó. Y esta mañana usted se ha enfadado mucho, pero eso es rutina, ¿verdad?; y en ningún caso ha dejado de acudir al trabajo. Bien. Una vez aclarados estos extremos, ya se puede concluir que si su hija se fue o se dejó de ir fue por voluntad propia. No me acuse de abordarla, cogerla por el brazo y empujarla dentro de un automóvil. La sola imagen me da risa.
—Por última vez: ¿dónde está Begoña?
—¿Me está amenazando?
—No sé si le estoy amenazando, pero sí sé lo que haría si lo tuviera... Se lo suplico, dígamelo, ¿dónde está mi hija?
—En el colegio.
—¡No me mienta!
—No es mi costumbre. Compruébelo.
—¡Beatriz!
—Soy Antonia Ibarra. Beatriz ha salido a desayunar. ¿Quiere que vaya a su despacho?
—Póngame con el colegio de mi hija.
—Ahora mismo, señor Vives. ¿Tiene el teléfono?
—¡¿Cómo voy a tenerlo?! ¡Búsquelo!
—Perdone, señor Vives, pero hay docenas de...
—Calle Maldonado. No creo que haya ahí cien amontonados.
—[Compadezco a Beatriz por tener que soportar a este soplagaitas.] Claro. Enseguida lo busco y le paso. ¿Alguna persona en particular?
—El primero que salga. Dese prisa. [Inútiles. Es mi cruz. Siempre rodeado de putos inútiles.] ¿Sigue ahí?
—Desde luego, señor Vives. Aquí estoy. Le aconsejo que se sosiegue. Puede dar la imagen equivocada con ese tono y exigiendo que todos los que le rodean, excepto usted, conozca el nombre del colegio de su hija.
—[Váyase a la mierda, malnacido.] Me importa un rábano la imagen. No he perdido un encendedor, ¿sabe?
—¿Señor Vives?
—Sí.
—Le paso.
—¿Oiga?
—Dígame.
—Haga el favor de decirme si Begoña Vives ha ido a clase.
—¿Sería tan amable de decirme quién es usted?
—¡Su padre! ¡Soy su padre, coño! ¡Gerardo Vives! Y usted, ¿quién es?
—No hace falta que grite. Y yo soy el jefe de estudios.
—Estupendo. Ahora que ya nos hemos presentado, ¿quiere responderme?
—Esto es algo irregular. Normalmente los padres saben si...
—¡Si voy en persona, entonces...! Perdone, estoy muy preocupado. Se lo ruego. Dígamelo. Si hace falta después le enviaré una nota...
—Consta aviso de que Begoña no ha venido al colegio. A primera hora siempre se comunica...
—¡Me cago en...! Espere un momento, por favor. Solo un instante.
—Espero.
—¡López! Usted me ha engaña...
—Alto, señor Vives. Tan solo le han dicho que no ha asistido a la primera lección. Insista. Solicite que lo comprueben.
Ah, señor Vives: no lo exija. Limítese a pedirlo o se expone a ser reprendido. Recuerde que trata con un maestro.
—¿Oiga?
—Diga.
—¿Pueden ir a comprobar si Begoña ha llegado ya?
—Señor Vives, lo siento, pero...
—Por favor. Se lo ruego. Es muy importante para mí.
—Espere un momento. Voy a mirar yo mismo.
—¿Lo ve, señor Vives? Sembrando amabilidad se recoge gentileza. Si bien no siempre. En fin, ahora que ya tenemos resuelto este asunto...
—¿Resuelto, dice? Todo este follón es cosa suya.
—No negaré que tuve la ocasión de hablar por teléfono con Begoña un par de días antes de que se ausentara.
—[O sea, que Begoña nos mintió. Con el mismo aplomo que nosotros a ella.] ¿Con qué la compró?
—Hoy procure relacionarse lo menos posible. Pero qué bronco suena usted. ¿Qué me dice de comprar a su hija? ¿Se compra y se vende usted cada vez que toma o da un servicio? Me pregunto dónde ha aprendido que todo trato es ignominioso.
—¿Cuál fue el trato?
—¿Señor Vives?
—Dígame.
—Begoña está en clase.
—¡Menos mal!
—Al parecer se ha incorporado después del recreo, y ahora está haciendo un examen que estaba previsto para hoy. Algunos alumnos tienen la mala costumbre de fallar las horas previas para preparar las pruebas a última hora. Traten de cambiar ese hábito de su hija.
—Claro, lo tendré en cuenta.
—Le pasarán nota a Begoña para que le llame tan pronto acabe la franja de la mañana. ¿Le parece bien?
—Muy bien, por supuesto. Le agradezco las molestias. Buenos días.
—Buenos días.
—Buenos días son los que empiezan bien o enderezan lo tuerto, ¿verdad, señor Vives? ¿Cuándo se convencerá de que no le miento?
—¿Con qué la tentó, señor López?
—¿Se acuerda usted del amor, señor Vives?
—¿A qué viene eso [payaso]?
—Por conservar el amor somos capaces de hacer muchas cosas. Por conservar lo que creemos que es amor, lo mismo. Añádale que Begoña atraviesa una etapa intensamente... romántica. Para colmo, el muchacho al que tiene atado su corazón la corresponde, así que reúne todas las condiciones.
—¿Qué hizo usted?
—La he ayudado a mantenerse cerca de su amor. Son jóvenes y dependen de sus familias. He evitado o, mejor, he aplazado, el traslado de la del chico.
—Muy sensible de su parte. Y Begoña, ¿qué ha tenido que hacer a cambio? ¿Acompañarle? ¿Enviarle fotos? Hable, degenerado. ¿Oiga? ¡Oiga! [Ha colgado. Seguro que he dado en el clavo y al crápula, al verse descubierto, le ha entrado miedo. Esa debe de ser la manera de tratarlo. Con osadía. Ofensivamente. Jodido viejo verde de mierda, cuando te ponga la mano... ¡Coño! ¿Begoña?] ¿Begoña?
—Ya le han dicho que su hija no le llamará hasta el final de la mañana.
—¡Usted otra vez! Así que acerté, ¿no es así, viejo verde del...?
—¡Cállese, ignorante!
—Pero ¿cómo se atreve, encima, a decirme...?
—¡Cállese! Me ha decepcionado, señor Vives, porque...
—¿Que yo le he decepcionado, so depravado? ¿Cómo tiene el valor...?
—¡Cállese! Por última vez, cállese hasta que le pregunte. ¿Quiere de verdad que su hija le llame, y quiere verla hoy? Pues deje de decir sandeces y deje de insultar. Cuando menos, ajuste lo que diga a lo que sabe. He tenido que colgar para resistir el impulso de darle su merecido al instante. Todo llegará. Mientras tanto, le voy a hacer una confidencia. Begoña me envió una imagen suya, ¿sabe usted?
—No, si ya decía yo...
—Chitón. Ya le avisaré cuándo ha de intervenir. Además, la imagen es suya de usted, no suya de ella. Miré por dónde.
—¿Mía? ¿Una foto mía? [¿Se han vuelto todos locos?]
—Para que lo entienda mejor, le va a aparecer en la pantalla de su ordenador. Espero no confundirme de terminal, no vaya a ser que la contemplaran otros ojos que no sean los suyos. Si no lo ve ahora, otro u otra estará descubriendo sus intimidades.
—Pero si es...
—Exactamente. El borrador de su minuta de gastos de su casquivana aventura vienesa. Incluye detalles de hotel y restaurantes y flores y bombones. Ese que le sirvió anteayer lunes para redactar otro maquillado, por el mismo importe pero conceptualmente más espartano.
—¿Cómo es que Begoña...? ¿Begoña sabe...? Mi propia hija se atreve a robarme y me ha perdido el respeto.
—Es evidente que usted se ha levantado hoy con la cabeza mezquina y el corazón torvo. No injurie a su hija. Solo por la fuerza del amor que siente fue capaz de vencer los miramientos por la sensación de traicionar a su padre. Por esa misma devoción evitó leer el documento. No la merece.
—[¿Pretende avivar mis remordimientos y darme lecciones de paternidad?] Y usted es tan bondadoso y tan comprensivo que la aparta del lado de sus padres.
—Quería ver la reacción de la familia.
—[Majareta. Este tío está majareta.] Caramba, me deja de piedra, qué idea tan original. ¿Y qué?, dígame, ¿hemos pasado el examen?
—En mi opinión, no. Los creí más celosos tratándose de su prole. Pero es igual. No le he llamado para hablar de Begoña, sino de usted. Conéctese a su banco y repase los últimos movimientos.
—[A sus órdenes. Siempre acabo dócil.] Si lo que buscaba era demostrarnos o demostrarse a sí mismo que era capaz de dominarnos y hacernos mover a su gusto, no hace falta que siga. Ha tenido éxito y puede darse por satisfecho. Puede dejarnos en paz. ¿No podría encontrar...? [¡Me cago en diez! ¡Dos cientos mil! De Ignacio. Hostia puta.] ¿Qué significa esto?
—Eso se lo podía haber preguntado a su hijo Ignacio anoche, pero no le dio oportunidad.
—¡¿Cómo no me dijo una cosa así [el muy torpe]?!
—Tanto da. Yo se lo digo yo.
—¿Qué quiere, López, que los simples de mis hijos me busquen la ruina? Hágalo usted directamente y no se aproveche de su falta de juicio.
—Hombres como usted, caracteres como el suyo, son los que exacerban mi enfermedad, o mi bendición, ya no lo sé bien. Aborrezco a los...
—Corte la perorata, oiga. No me interesan ni sus debilidades ni sus fortalezas. Solo quiero la oportunidad de deshacerme de sus amenazas. ¿Qué pinta ese dinero?
—Todavía no le he amenazado, aunque puede que no le haga esperar. El dinero, obviamente, es un pago por un servicio.
—Olvídese de algo así. No le pienso dar a cambio ni mi dirección, que supongo conoce de hace tiempo. Así que me parece que ya hemos hablado...
—Ante todo, señor Vives, no cometa la torpeza de colgar y dejarme con la palabra en la boca. Aquí tiene una amenaza: si lo hace, no recibirá la llamada de su hija.
—[¿Qué hago? ¿Cuelgo y me voy derecho al colegio a recoger a Begoña? ¿Y aprovecho el viaje y añado a Magdalena y a Ignacio en el otro colegio? ¿Y le pido a Plaza que nos entierre en un agujero durante los próximos tres meses?]
—¿Es suficiente amenaza para usted? ¿O es un padre lo bastante desapegado como para que le resbale? En cualquier caso recuerde que dispongo de repertorio para intimidar.
—No hace falta que me humille así. Ni quiero su dinero. Voy a rechazar la transferencia ahora mismo.
—Inténtelo.
—[¿Que lo intente? Ahora mismo]. Usted que todo lo puede y todo lo ve, es testigo de los pasos que doy. [Joder, ¿qué coño pasa? Venga, joder, venga. La clave no coincide. ¿Qué pasa?]
—No pierda el tiempo, señor Vives. Eso se va a quedar ahí hasta que yo quiera. Si por casualidad trata de realizar la operación por teléfono o en persona, se puede encontrar con una de estas tres situaciones: que ya haya sido devuelta a su hijo, acompañada del resto de su saldo; que haya sido transferida a la cuenta privada de su esposa, o que...
—Mi esposa no tiene ninguna cuenta privada. Todas son conjuntas, las...
—Siempre aprende alguna cosa nueva conmigo, señor Vives. Pues claro que la señora Moral tiene una individual. Abierta hace cinco años, para ser preciso. Con orden de no enviar documentación por correo ordinario. O sea, que tiene un año menos de antigüedad que la suya, señor Vives, con las mismas instrucciones de privacidad.
—[No me puedo creer que Magdalena...]
—¿Sabe lo más divertido? Ambos han escondido sus naderías en la misma entidad. Cuentas desconocidas mutuamente, pero el mismo banco. No me dirá que no tiene miga.
—[No digo nada. No sabría qué.]
—Como le decía, o (y es la tercera posibilidad) puede que esa cantidad haya viajado a las cuentas exclusivas de ambos, repartida o no. Le sugiero que deje las cosas como están.
—Así que usted me paga primero, y más tarde me dirá qué espera obtener.
—Más tarde, no. Ahora mismo lo vamos a discutir. Enseguida. El tiempo que tarde en comunicarle dos noticias. Una razonablemente buena y otra que no es mala si la piensa con atención. ¿Cuál prefiere antes?
—Haga lo que le dé la gana. [Esto pasa de la raya. No lo puedo solventar yo solo. Pase lo que pase he de hablar con la policía. Con cualquier policía.]
—Lo mejor de todo es que, lo que le pida, le va a ayudar en su trabajo.
—No me diga.
—Sí. Ya verá. Lo relativamente bueno es que no tiene que devanarse los sesos, si puedo decirlo así, dudando en ponerse en manos de la policía. Comprenda que una cosa así sería, en su caso, entregarse. Sopese lo embarazoso de explicar, entre otras muchas cosas, el último pago. Así que mírelo de este modo: le saco un peso de encima.
—[...]
—Concluyente, ¿verdad? Bien, a lo que íbamos. En lo que sigue no le voy a pedir demasiados datos. Una confirmación, a lo sumo. Para que yo me quede tranquilo en cuanto a que va comprendiendo, más que nada. Por ejemplo: la central número seis es la que decidió rectificar brazos mecánicos, ¿no os así?
—[Eso no lo sabe ni el ministro... ni Rojas. ¿Quién es López?] Sí.
—El ensayo ha salido muy bien. Persevere. Dígame: el primer convoy de pruebas está previsto para dentro de cuatro semanas, ¿no?
—Siempre y cuando el ministro dé su autorización.
—¿Cuántos vagones se necesitarán para el traslado?
—No está calculado, ni hay precedentes ni...
—¿Cuántos vagones, señor Vives?
—Entre diez y doce, calculo.
—Cambiemos de tema. ¿Satisfecho con la reunión de ayer?
—¿Eso también lo sabe?
—¿Quedó contento con la reunión de ayer, señor Vives?
—[No. Una colección de niños mimados, cada uno mirándose exclusivamente su ombligo. De ahí mi dolor de cabeza.] ¿Contento? Una de tantas.
—Pero ¿se mostraron colaboradores?
—[Huy, sí, colaboraron mucho en darme tormento. El uno sácame esta porquería, el otro a mí no me la devuelvas y la otra a mí no me la traigas]. Ya se sabe.
—Ya se sabe ¿qué?
—Ya se sabe que en ocasiones se pierde la visión conjunta, y a cada uno le acucia un problema diferente.
—O sea, que cada cual a lo suyo.
—Más o menos.
—¿Cómo se llama el director de la número seis?
—Fernando Redondo. Me llamó usted a su despacho, ¿ya se ha olvidado? [Parece que hayan pasado años, y no días, desde entonces.]
—¿Cómo se llama la directora de El Petril?
—Ya conoce el sexo del personal, por lo que veo.
—El nombre.
—Elena Rota.
—¿Sabía que coincidieron en la facultad?
—¿Rota y Redondo? ¿Cómo quiere que lo sepa? [¿Quién lo iba a decir? Al principio y al final buenas caras, pero durante casi llegan a las manos.]
—Así que faltó profesionalidad.
—Hay quien dice que profesionalidad equivale a egoísmo.
—Puede que sí. ¿Sabía que Redondo y Rota se cartean con frecuencia?
—[Otra pregunta idiota. Otro chasco.] No, claro que no.
—Y, desde hace unos días, intensamente.
—Si usted lo dice... [Y los muy cabrones como si no hubieran cruzado una palabra en la vida. Todavía resultará que son amantes.]
—Le voy a enseñar uno de los mensajes. Usted deducirá de cuándo es. Ahora le aparecerá en la pantalla.
—[«Elena, qué alegría verte después de tantas semanas. Cada día estás más guapa.» ¿Por qué me engañaron así? «Ya te puedes imaginar lo que me costó disimular, pero ha valido la pena. Es mucho mejor que el Coronilla...» ¿Coronilla? ¿De qué hablan? «... no sepa nada de nuestros intereses comunes. Copiándote las palabras: el Coronilla estará más entretenido luchando en dos frentes que en uno. ¿Te fijaste en qué humos? Como si habiendo hablado con el ministro se le hubiera pegado poder y alcurnia. Pobre Coronilla. La semana pasada no estaba convencido de tu opinión, pero ahora sí: para ti llegaría la porquería demasiado pronto y a mí me la quitarían demasiado tarde. Coronilla a la bacinilla. ¿Qué te parece el lema? Te dejo. Si sé algo más de nuestro amigo, te escribo o te llamo. Besitos. Temando.»]
—¿Lo ha leído ya?
—Sí. [Ya lo creo. Que se preparen esos...]
—¿Qué le ha parecido?
—No me sorprende, [jamás me hubiera imaginado una iniquidad semejante. Si no es porque es imposible y no me conviene, al hijo de puta de Redondo le dejaría las barras para los restos, hasta que se pudriera con ellas.]
—Qué intuitivo es usted.
—Hace falta conocer a la gente. [Y a la hija de puta de Rota le enviaría las barras hoy mismo, con un lacito rosa, para que se las metiera donde quisiera.]
—Le están complicando las cosas.
—Me las arreglaré. [Coronilla. Qué vergüenza. Para mi edad, que tengo prácticamente todo el pelo. Y Redondo, ¿qué?
Cinco años menos, cinco centímetros menos y quince kilos más. ¿Y la Rota? La pija de pergamino.]
—Bien. Ahora ya tiene un poco más de información, y comprenderá que lo que le pido va en beneficio suyo.
—Usted lo hace todo por los demás.
—Aunque ha buscado el sarcasmo, ha apuntado mejor de lo que se cree. Se podría decir que, si no fuera por los demás, no actuaría.
—Claro, claro. [Si me sirve para aplicar un correctivo a esos dos, no me lo pensaré dos veces. Ya veréis a quién llamáis Coronilla.]
—Va a organizar un ensayo de transporte.
—Eso ya lo tenía previsto. Varios. Y rápido. En los próximos meses.
—Mañana.
—¿Mañana qué?
—Se va a realizar mañana. Hoy lo organiza, mañana se actúa.
—No tiene gracia.
—No es una broma.
—[Por fin respiro tranquilo.] Pues mire, lo siento de veras. Si le soy franco, temía que me obligara a hacer algo contra mi voluntad, pero a mi alcance. Lo que me pide es justo al revés. Lo haría con gusto, pero es imposible. Estoy atado de pies y manos. Carezco de autorización.
—¿De quién?
—Del Ministerio, naturalmente.
—¿Qué hora es, señor Vives?
—[Qué paciencia, coño, qué paciencia.] Las once cuarenta y dos.
—Hace una hora que el excelentísimo Negrete ha firmado los nuevos poderes del consejo, concentrados en este asunto explícitamente en usted. Hace dos minutos se ha despachado el documento. Si la mensajería no se retrasa, lo tendrá encima de la mesa hacia las doce. Ya tiene poder.
—No puede ser.
—Ya estamos. ¿Todavía no le basta mi palabra? ¿Necesita la grabación donde el señor Negrete firma papeles, entre ellos el suyo, mientras se limpia de cerumen la oreja izquierda? No se la recomiendo. Acaba con el subsecretario recogiendo el legajo y un cachetito cariñoso en la nalga, propinado por su jefe y mentor, el señor ministro, que tiene modos antiguos y costumbres modernas. Señor Vives, no se puede hacer una idea de la cantidad de cámaras incrustadas en mil aparatitos que, dormidas o despiertas, nos miran. Y nos escuchan. Tan solo hace falta elegir y activar. En fin, no quiero aburrirle. Ya tiene las manos desatadas.
—Sigo sin poder dar crédito. Pero, aunque se lo diera, es imposible preparar un ensayo para mañana.
—Con autoridad, sobra tiempo. En líneas generales consiste en pedir un convoy de locomotora autónoma y dos vagones contenedor adecuados. Esta prueba la haremos con una estructura corta. Asimismo se necesita, del Centro de Control de Tráfico Ferroviario, una ruta entre la número seis y El Nuevo Petril. Si se evita la capital, son unas cuantas horas de trayecto, pero la mayor parte de tramos son de poco tráfico. ¿Me sigue?
—Me cuesta.
—Hay franjas de mañana y tarde de vías libres como para que el trayecto encaje holgadamente. No permita que le digan lo contrario, que estos ferroviarios son muy dados a la trola. Para darle un poco de sentido de realidad pedirá al director de la número seis que encofre los restos contaminados de los brazos de agarre. Tampoco admita réplicas. Ni del señor Redondo ni de la señora Rota, a la que obligará a trabajar en un horario inhabitual. Para que vaya practicando. Si se muestran reticentes solo tiene que advertir que es Coronilla quien lo manda, y ya verá como se ponen firmes. No me burlo. Sería la forma de hacerles ver que posee una información que ellos creen privada. ¿Está todo claro?
—No. Por mucho que me diga sigue siendo imposible. ¿Ya no se acuerda de las dificultades que tenemos aquí para localizar hasta el teléfono de un instituto?
—Por su respuesta deduzco que los problemas que calcula que surjan son de procedimiento, no de principio. Eso tiene arreglo.
—No hace falta discutir lo que no se puede llevar a cabo.
—Bien. Ya me despido. Al colgar le aparecerá en el ordenador un fichero. Ábralo. Es un plan detallado de la operación de mañana y los preparativos y órdenes que repartir hoy. Contiene teléfonos, nombres, horarios, rutas, etcétera. Hasta los códigos de personal de los maquinistas disponibles en cada cuadrante. Le simplificará las cosas. Tiene el aspecto (y los membretes) de un informe del consejo. Como si lo hubiera preparado usted. Al fin y al cabo lo va a hacer.
—¿Y si me niego?
—Hoy ya le he lanzado una amenaza, y no quiero repetir. Piense en el grado de compenetración que hemos alcanzado; con usted y con el resto de su familia. Piense, además, que seguiré cada uno de sus pasos. Lo mejor que puede ocurrir es que no le llame hasta que la señora Rota esté llorando de rabia mañana a las once de la noche.
—No quiero el dinero.
—Por ahora eso no tiene solución. Dentro de poco, si quiere, puede que tenga la oportunidad de donarlo a alguna organización caritativa. Buenos días.
—¿Beatriz? ¿Puedes venir un momento?
—Ahora mismo, señor Vives. Le llevo un sobre urgente del Ministerio que acaban de traer.