30
—¿Puedo pasar?
—¡Qué cosas dices! [En mal momento me pillas.] Pasa y siéntate.
—[Bien rápido has aprendido formalismos.] Felicidades.
—Gracias.
—Y adiós.
—¿Cómo que adiós? ¿No te vas a quedar ni un minuto? [Que no sea mucho más que eso, por Dios.] Venga, ¿qué quieres tomar?
—[Bar y todo. Para que veas.] ¿Café? ¿Puede ser café?
—Pues claro. Vamos, todavía no la he puesto en marcha, pero voy a probar. Hoy todo es una novedad para mí. Hasta el café.
—Para mí también. [Si no dices nada es porque no lo sabes. Espero que no te hayas podrido tanto en tan pocas horas.] Me han despedido.
—¡¿Qué?! ¡Luisa! ¿Cuándo?
—Calculo que al mismo tiempo que a ti te encumbraban. Así que he venido a decirte adiós y a desearte suerte. Te la mereces. [Lo que son las cortesías. ¿Te lo mereces más que yo, Magdalena? No veo por qué. Lo que pasa es que el reparto de suerte en esta vida lo ha hecho un descerebrado. Eso es lo que pasa.]
—[Ahora me vas a obligar a interceder, y se supone que no me puedo dedicar a esas tareas en mi primer día como directora técnica del grupo. Pídemelo dentro de un año.] Si quieres puedo intentar hablar...
—No, Magdalena. [Qué tibia es tu respuesta, amiga. No me digas más.] Son hechos consumados. He firmado el finiquito. Ya no trabajo aquí.
—Luisa, yo... [Yo no sé qué decirte. Lo lamento, claro. Lo que no sé es si has hecho todo lo posible por conservar tu puesto, o mejorarlo, como otros si hemos hecho.]
—Descuida, ya me las arreglaré.
—Pero, Luisa, ¿cómo ha sido...?
—Son tiempos de cambios, ya lo sabes. [A unos les cambia a mejor. A otros nos cambia hacia la nada.]
—Supongo que sí. Cambios que no sabemos adónde nos llevarán. Puede que dentro de poco tiempo me arrepienta de haberme embarcado en este berenjenal y que tú aproveches para coger impulso para una nueva etapa. [¿Qué porquería estoy diciendo? Joder, estoy atontada.]
—[¡Qué cara más dura tienes, Magdalena! Ya me gustaría verte en mi lugar. Cabrona.] Sí, no sé... Puede que aciertes. [Tarde o temprano. O nunca.]
—Aunque ahora mismo me parece terriblemente injusto. ¿Te han dado explicaciones? Es que me cuesta creerlo. Pero si eres buena en tu trabajo, y..., vamos, que eras..., quiero decir, eres..., bueno, eras el puntal del departamento comercial, y... [López predijo que tu plaza estaba asegurada... Yo creía que era infalible... Esto es grave].
—No se han molestado en justificaciones.
—¿Y Almeida?
—Vamos en el mismo paquete.
—¿También? No va a quedar nada...
—He oído que van a conservar a los tres o cuatro más jóvenes... por ahora. Tenía que haber perfeccionado mi inglés. Mi francés es tan valioso para la nueva empresa como el mandinga. Ni mi culo está lo bastante erguido ni mis tetas son lo suficientemente turgentes.
—¡Luisa!
—Las cosas claras, Magdalena. Con el palmito de hace quince años tendría más puntos que ahora. Todo se me reblandece. Hasta el expediente laboral.
—¿Qué vas a hacer?
—Lamerme las heridas un rato, desesperarme al siguiente, llorar un poco más adelante. [No me había hecho ilusiones con tu reacción, pero no contaba con algo tan insulso. Eres una sin sustancia, querida.]
—Caramba, Luisa, esto es un plan feo... ¿Sí? ¿Dígame?... No, ahora no, por favor... Sí, de acuerdo, dentro de diez minutos o un cuarto de hora. [Mierda, esto no ha quedado nada bien.]
—[Qué asquerosa. A tiempo tasado.] Te dejo, Magdalena, que estarás muy ocupada. [Ahora me darás un no con la boca pequeña y luego un sí con la grande.]
—¿Ocupada? Abrumada. Así es como estoy. Y al pisar terreno todavía desconocido, peor. No hago más que conocer nuevas caras, estudiar decisiones que hay que tomar y comer y cenar en compañía no escogida. No tengo ni una rutina a la que agarrarme.
—[Pobrecilla. ¿Tengo que apiadarme? ¿Yo, una que acaban de echar a la calle? Qué pronto cambian las chaquetas.] Ya. Ha de ser duro.
—[Tampoco me compadezcas, y menos de mentira. Para mí habría sido más fácil abandonar y vivir de Gerardo. He luchado y esto es lo que tengo. Allá tú con tu finiquito y tu pensión de divorciada. Porque a estas alturas ya lo estarás.] ¿Qué sabes de Alfonso y de Borja?
—La semana que viene firmo los papeles del divorcio. Todas las ataduras se rompen a la vez.
—Vas a quedar completamente libre.
—O completamente a la deriva.
—[Me lo has quitado de los labios.] No, mujer, saldrás adelante.
—[O me hundiré.] De un modo u otro.
—¿Qué hay de Alfonso?
—Poco. Lo veo poco. Demasiado poco. Estoy deseando que se cierre el divorcio, a ver si la juez logra lo que el amor materno no consigue. [Vaya acceso de sinceridad. Da igual. Es que lo de Alfonso me hace mucho daño. Venga, Magdalena, otro motivo más de compasión.]
—¡Cuánto lo siento! [Tu matrimonio, tu hijo, tu trabajo... Tu actitud... No estás para que te envidien, no.]
—Te acaba de sonar el teléfono.
—Sí, perdona, creía que lo tenía apagado... A ver... [«Felicidades por el cargo. Por si le interesa: Luisa Otriva ha sido despedida por negarse a viajar. Hoy mismo tendrá más noticias mías. Saludos. López.»]
—[¿Te han anunciado también el despido? Por la cara que pones...] ¿Estás bien?
—[¡López! El que faltaba... Si es verdad que me llama... Con lo de Begoña se ha saltado todos los límites... Algo tendré que pensar para... Iba a decirme que para darle su merecido. Ya me gustaría. Desde luego que sí, aunque no sé si podré.] Sí, sí, estoy bien. Las noticias, que no paran.
—[Endiosada al cabo de unas horas.] Bueno, Magdalena, yo...
—Perdona... ¿Dígame?... ¿Ahora?... Un momento... Luisa, no tengo más remedio que atender a una visita.
—Pues claro, no te preocupes. También yo llevo algo de prisa [para llegar a ningún sitio. Para hacer nada].
—Te llamo esta semana y hablamos con calma.
—Eso. Dame un beso.
—Todo se arreglará, Luisa, no te preocupes. Y, si necesitas algo, ya sabes dónde me tienes.
—[Necesitaba tu amistad, Magdalena. Eso es lo que me hacía falta.] Gracias por todo, Magdalena. [Por nada.] Hasta pronto.
—Hágale pasar cuando vea salir a la señora Otriva. [Y este tío, ¿de dónde sale ahora? No creí que llegaría el día en que lo conocería. ¿Qué querrá?]
—¡Señora Moral!
—[¿Pues no me besa la mano, el muy antiguo?] Encantada de conocerle, señor Patilla. He oído a mi marido hablar mucho de usted.
—Muy amable por atenderme. Ha sido un impulso.
—Pero siéntese, por favor.
—Gracias. No le robaré mucho tiempo. Lo cierto es que ahora mismo me están esperando cinco personas, incluido un concejal, en la otra punta de la ciudad. Pero les está bien empleado.
—[Gerardo ya me lo dijo: es un chulo.] Usted dirá.
—Ante todo, muchas felicidades. Su cargo es de lo más merecido; lo mínimo que cuadra con sus méritos. No es que sea algo nuevo para mí, claro, dada mi situación en Sanatea. Supongo que está usted al corriente.
—¿De su condición de accionista?
—Exacto. Cuando tomé la participación en Sanatea, mi objetivo era puramente la inversión. La rentabilidad, ¿me entiende? Arriesgo capital por el provecho, no por el sector.
—Ya veo.
—No es que esté despreciando el sector farmacéutico, Dios me libre. Se lo explico para hacerle ver que nunca me he interesado en la gestión. Hasta ahora.
—[¿Por qué se ha callado sonriendo como un idiota? Ni que me hubiese desvelado el futuro.] Siga, siga, le escucho.
—¿Puedo ir al grano, señora Moral?
—Por supuesto. Nada me complacería más.
—Cuando se planteó la integración de la empresa en BernaFarm resultó que mi paquete y sus correspondientes votos eran decisivos. El consejo estaba dividido. Ya sabe usted que entre familiares y parientes esto se convirtió en un gallinero, y no hay nada que me moleste más que extraviar el rumbo de una empresa por culpa de disputas particulares. ¿Llevo razón o no?
—Toda.
—Pues eso. Yo vi claro que lo mejor para la organización era la proyección internacional, de modo que decidí que el consejo se inclinara a favor de lo que finalmente se ha hecho. Además comprendí que era una oportunidad única para rehacer responsabilidades y tareas. ¿Qué mejor muestra que la reorganización del Departamento Técnico?
—No sabía...
—A ver, no quiero arrogarme méritos que no son míos. Las decisiones últimas corresponden a los responsables de BernaFarm, pero admito que estuvieron muy receptivos a mis sugerencias. Era de cajón que un talento como el suyo no se podía perder. Eso lo tenía que ver hasta un ciego. Aunque hay tantos ciegos en este mundo...
—Le agradezco... [¿Me está diciendo que estoy donde estoy no por méritos, ni por suerte, ni siquiera por López, sino por él?]
—Nada, nada, recomendarla a usted era una obligación, porque era lo mejor que podía hacer por la empresa. Tanto que incluso valía la pena vincular la venta con cierta disposición de personas.
—Todo lo que me dice es nuevo para mí. Tal vez le he parecido desagradecida, pero desconocía...
—Olvídelo. Cuando se hace lo mejor para la empresa, no se merecen agradecimientos. Además, me atrevo a confesárselo a usted ahora que carezco de vínculos accionariales.
—Claro, olvidaba que todos han vendido a BernaFarm. Eso realza todavía más sus decisiones [aunque confío en que no me pedirás una reverencia a cambio].
—Es cierto que no me movió otro interés que el de la firma. Y el suyo, claro. Da gusto cuando todo se mueve en la misma y buena dirección.
—Qué torpeza la mía, señor Patilla. Ni siquiera le he ofrecido algo para beber. ¿Café? ¿Algo más fuerte? Pero cómo, ¿ya se va usted?
—Lo que quería era felicitarla. Ya está hecho. Me voy deseándoles lo mejor. A usted y a BernaFarm.
—[Esto no me encaja. ¿A qué ha venido? ¿A presumir de dirigirme la vida?] Si puedo hacer algo por usted...
—Le agradezco el ofrecimiento. [Ya era hora, pelmaza. Un poco más y te lo tengo que soltar sin darme pie.] Pues mire, le voy a tomar la palabra. Puede que sí. Puede que le pida un favor.
—Si está en mi mano, cuente con ello.
—[A mano y a coño, señora.] Se trata de su marido.
—¿Qué pasa con Gerardo?
—Tranquilícese, señora Moral. No es nada malo. Al contrario. Ustedes dos me resultan simpáticos. Me gustan. He fomentado su promoción, señora Moral, y busco ampliar los horizontes del señor Vives. Usted sabe mejor que nadie que es una cabeza de primer orden, capaz de cosas más ambiciosas que las que desarrolla actualmente.
—Supongo que tiene razón...
—Por supuesto. No me equivoco fácilmente con los hombres.
—Todavía no veo cómo intervengo yo...
—Nada más fácil. Ayúdeme a convencer a su marido de que acepte la oferta que le hice para colaborar conmigo.
—Perdone... Este teléfono... [«El señor Patilla no recomendó la venta de Sanatea. Al contrario. La mayoría tuvo que convencerlo, y por un aumento de precio. Le adjunto los resultados de la primera votación. Además exigió (sin éxito) que todas las direcciones de área las ocuparan los cargos originales de BernaFarm. El señor Patilla, al principio, se opuso a su designación como directora técnica. Con la incorporación del señor Vives busca un golpe de efecto. Su constructora, CLVM, está en horas bajas. Luego la llamo. Saludos. López.»]. Bueno, señor Patilla, ¿dónde estábamos?
—Usted se empeñaba en agradecerme mi participación en la venta de Sanatea y yo le pedía ayuda para impulsar el futuro del señor Vives.
—Así que me tocaba responder.
—Preferiría que me dijera que no solo lo va a intentar, que eso lo doy por hecho, sino que lo va a convencer, y rápido.
—No sé si podré, señor Patilla. [Confórmate con una cortesía.]
—¿Cómo dice? Me parece que merezco un poco más de entusiasmo. Le he explicado mi intervención por encima. Si supiera...
—Ya lo sé, señor Patilla.
—¿Qué sabe?
—Lo mucho que entorpeció la venta.
—Pero, pero...
—[Oh, no, López no se equivoca. Otra vez.] ¿Necesita que le recuerde el resultado de la primera votación? Usted se opuso.
—Pero eso fue una decisión táctica, señora Moral. No hace falta que lo entienda. No es su especialidad. Pero no dude...
—No dudo. Qué va. Me consta que usted se opuso a mi nombramiento. Supongo que eso también era parte de la táctica.
—Usted no sabe cómo se desarrolló la discusión.
—Creo que ya hemos hablado bastante, señor Patilla. Tengo mucho trabajo. Y ya lo creo que hablaré con mi marido. Se lo prometo.
—Está tergiversando los hechos.
—A mi marido le explicaré los hechos desnudos, no se preocupe. Él sabe sumar dos y dos sin ayuda de nadie. Adiós, señor.
—Aguarde un momento. Si usted sabía todo esto, o cree que lo sabía, porque le repito que yo actué a su favor, ¿por qué ha ido aceptando lo que le iba diciendo?
—[Porque no lo sabía.] Porque con el primer embuste me he quedado tan sorprendida que no he podido reaccionar hasta que ha tenido la desfachatez de, encima, exigir una compensación.
—Usted se ha llevado una impresión equivocada.
—No lo crea. En muy poco tiempo nos hemos conocido a fondo. Adiós, señor Patilla. [Eso es. Mucho mejor que no me ofrezcas la mano. Sería demasiado violento rechazarla. ¿Será puerco, el tío? Y se va digno, ¿eh? Maquinando el próximo engaño. Y Gerardo, un pardillo. Irse a trabajar con este esperpento... Claro que yo misma, de no ser por López, acabo tan embaucada como Gerardo. López, López, siempre López...] Dígame.
—¿Señora Moral? Me alegro de saludarla.
—¡Usted...!
—Sí. Ya la he advertido de que la llamaría.
—No sé cómo tiene valor después de lo de Begoña. Eso es algo...
—Vamos, vamos, eso es agua pasada.
—Eso es algo que no le perdonaré nunca. Está usted enfermo y...
—Últimamente he de confesar a todos los miembros de su familia que sí, es cierto, estoy enfermo. En ustedes busco refugio. Respecto a su hija, no puede tener queja. Hasta el momento nadie ha sufrido el menor daño.
—¿Hasta cuándo nos va a torturar?
—¿Torturar? Mejor diga tutelar. ¿Qué me dice de su amiga Luisa? ¿Le ha dicho la verdad?
—¿Qué tiene que ver?
—Mucho. Vea, si no, la visita del señor Patilla. Otro mentiroso. Más peligroso, desde luego. Usted habría estado vendida de no ser por la información que le he proporcionado, amén de su marido, que podía haber dado un grave paso en Falso. No me dirá que eso no tiene valor.
—Estoy cansada, señor López. Profundamente cansada. Déjenos en paz. Por favor, se lo ruego, déjenos en paz de una vez por todas.
—Todo tiene que madurar, señora Moral.
—Madurar... ¿De qué me habla?
—En ciertos asuntos no se puede correr, por mucha prisa que se tenga. Le voy a poner un ejemplo, y enseguida se dará cuenta...
—No quiero oír nada más.
—Y yo no quiero que me interrumpa más. A estas alturas debería saber que utilizo un tono educado, pero no estoy pidiendo limosna. Le voy a poner un ejemplo, y usted lo va a escuchar callada y atenta, porque de él saldrá nuestro próximo trato. ¿Me ha entendido?
—[...]
—Bien. Decía que todo requiere su tiempo. ¿Recuerda la primera vez que hablamos? Suponga que le pido, que le pido, por favor, que se prepare para sacar del laboratorio todas las placas de ásara y gonga que todavía guardan en...
—¡Usted está loco, usted...!
—Basta de lloriqueos, señora Moral. ¿Ve a lo que me refería? Por lo menos nuestro conocimiento mutuo ha avanzado lo suficiente como para que si ahora la amenazo con transmitir esta conversación por el sistema de megafonía de la cafetería, usted me crea. Si no es así, dígamelo, y lo haré.
—[...]
—Sigamos. Con las reservas víricas de las que le hablaba, pasa algo por el estilo: es algo difícil de pedir y más difícil de aceptar recién presentados, así, de pronto, en una primera charla. En cambio ahora usted y yo sabemos más el uno del otro. Usted sabe que yo no hablo por hablar y yo sé qué ha hecho por mí hasta ahora, sé lo que he hecho por usted hasta ahora, e incluso sé lo que han hecho por mí su marido y sus hijos, y qué he hecho yo por ellos. Todo esto tan valioso, tan preciado y tan privado, no se atesora en un abrir y cerrar de ojos. Confío en que con este ejemplo haya comprendido por qué le aseguraba que todo tiene que madurar.
—Bien, como guste. Ya lo he comprendido. ¿Feliz? Tampoco era necesario imaginar algo tan atroz.
—No imaginaba nada.
—¿Cómo?
—Le he dicho lo que tiene que hacer.
—¡No!
—Ahora.
—No puedo. ¡No puedo!
—Claro que puede. ¿Ha olvidado que ya realizamos un ensayo? No va a ser muy diferente, no se preocupe. Le voy a explicar algunos cambios...
—No, no. ¡No! Déjeme. ¿Está loco? ¿Qué pretende hacer?
—Trato de tener paciencia con usted, señora Moral, pero aquí todos somos humanos y todos tenemos nuestros límites. No me gustaría hacerla callar.
—Pero ¿es que no lo entiende? Prefiero que difunda esto como le dé la gana. Por la radio, por donde quiera. [Estoy acabada.] Haga lo que tenga que hacer. No voy a dar un paso más junto a un perturbado.
—Muy heroico de su parte. La satisfaré y publicaré nuestras conversaciones. Lo haré, aunque será cuando me venga en gana. ¿Sabe qué tengo entre las manos? Aquel estuchito de seguridad con la muestra de ásara.
—[No estoy acabada desde hoy. Hace días que lo estoy.] Me prometió que la destruiría. [¿Me lo prometió de verdad? Ya no sé qué es cierto y qué invento para justificarme.]
—No es sano confundir deseos y realidades, señora Moral. Conservo la muestra, así que poseo la prueba de un grave delito. Pero una prueba oculta no es nada. Lo que le pido ahora es igual: ignorado, no es delito, no es malo. No es nada. No existe. Es secreto.
—Denúncieme. Envíela a la policía. Dígame a qué comisaría, y procuraré llegar al mismo tiempo. Todo ha ido demasiado lejos.
—Al contrario. Apenas ha empezado a avanzar. Pero ha sido muy turbadora. Esa postura suya tan desprendida...
—Ya me ha oído. No voy a cometer..., no voy a hacer lo que me pide. Por nada del mundo. Jamás.
—No me diga.
—[Esto es lo que merece este desalmado. Enfrentamiento. Oposición. Un no rotundo. ¿Por qué no lo habré hecho antes? ¿O ya lo había intentado?] Es mi última palabra.
—Sigue usted en vena titánica. Veamos. ¿Sabe qué estoy haciendo ahora? Estoy redactando un mensaje para Begoña. Se lo voy a leer: «Espérame dentro de media hora en la portería. Tenemos que ir a ver a papá por un asunto urgente. Besos. M.». ¿Le parece convincente? ¿Me sugiere algún cambio? No intente anticiparse, señora Moral. He bloqueado el teléfono de su hija. Solo puede recibir lo que yo decida. ¿Quiere a su hija, señora?
—No se atreva a tocarla, animal. No se atreva, porque...
—La opción es clara: o hace lo que digo, o esta noche no encontrará a Begoña en casa.
—Se lo suplico...
—Me estoy cansando. Basta de imposturas. Dentro de cinco minutos ya no quedará nadie en el laboratorio. Ponga las placas en un recipiente de frío. Baje en el montacargas hasta el aparcamiento. Meta la nevera en el maletero y conduzca hasta la estación. Han instalado unas consignas muy modernas y muy amplias. Carecen de llave. Código arriba, código abajo. Ya puede adivinar lo que tiene que hacer. No se preocupe por una taquilla u otra, ni por la clave que elija. Después diríjase a casa. Abrace a su hija. Lo demás es cosa mía. ¿Lo ha entendido?
—No. [No. No entiendo nada. No puedo hacerlo, y no puedo dejar de hacerlo si quiero proteger a Begoña. Me quiero morir.]
—¿Comprende las consecuencias, señora Moral?
—¿Por qué no se detiene en hacerme daño a mí? Eso creo que lo podría soportar. Deje a mi hija. Es todavía una niña...
—Advierta hasta qué punto le estoy haciendo caso: es usted la única que está sufriendo. Innecesariamente, me atrevería a decir.
—Si acepto, hará daño a muchos inocentes y, si no, será Begoña quién pagará. Yo no le he hecho nada malo, señor López. Ni siquiera le conozco. ¿No podemos dejar todo esto? Le juro por lo más sagrado que lo olvidaré, y hasta intentaré no guardarle rencor. De verdad que lo intentaré.
—No nos podemos eternizar. Una pena, porque es muy interesante oírla en esta nueva faceta, pero el tiempo apremia. Mire, el mensaje a Begoña ya está enviado. Y ella está tecleando... Ahora lo hemos recibido los dos, ¿no es así? Lea su respuesta: «Vale». De manera que el reloj empieza a marcar. Tiene margen de sobra para hacer lo que le he dicho. Si cumple, desde la misma estación desbloquearé la comunicación para que pueda hablar con su hija y la emplace para una agradable cena familiar, por ejemplo. Si no cumple... Bien, en tal caso dejaré que trabaje su fantasía. Seguro que le aportará imágenes más vivas que yo mismo. Hasta pronto, señora Moral.