32
—¡No hace falta que grites!
—¿Por qué me mentiste?
—¿Por qué me mentiste tú?
—¡Begoña! Ese no es tono para dirigirte a tu madre.
—Y tú qué, ¿eh?, también me mentiste. Y tú, Ignacio, lo mismo. No me habéis dicho más que mentiras.
—Tú eres el eslabón débil.
—Pero ¿qué te enrollas, mamá?
—Tú todavía eres una niña.
—Joven no significa retrasada.
—Nadie ha dicho eso. Pero tú eres la más fácil de dañar. La que más nos puede hacer sufrir si algo te pasase.
—Pero, mamá, ¿tú te estás oyendo? Cualquiera...
—Tu madre no se equivoca, Begoña.
—Cualquiera diría que estamos metidos en esto por mi culpa. Ojalá llame ese tío ahora mismo. Estoy deseando preguntárselo.
—Eso ni en sueños, hija. A ver si te metes en la cabeza que no tienes que volver a tratar jamás con ese individuo.
—¡Pero...!
—Espera, Begoña, déjame hablar a mí. Eso es injusto, padre. Yo también dudo mucho que hayamos atraído a López por causa de Begoña. Pero, además, no le podéis prohibir que vuelva a hablar con él.
—¿Has perdido el juicio, Ignacio? ¿Qué debemos hacer? ¿Recomendárselo? ¿Fomentar instructivas charlas con el sabio anciano?
—No te pongas sarcástico, padre, que no te pega. Y sobre esto no es la primera vez que discutimos. A ver, dime, ¿tú has conseguido alguna vez evitar hablar con López? O tú, madre. La pregunta va para todos. ¿Alguien lo ha logrado?
—¿Y tú, Ignacio?
—Precisamente por eso he intervenido: porque me parece imposible que tú no hables con López si López quiere hablar contigo. Yo lo he intentado, ¿sabéis? Hoy mismo. Me he deshecho del aparato mientras estaba en el patio del colegio. ¿Adivináis qué ha pasado? Que inmediatamente se ha acercado una niña con su teléfono, que me ha jurado que tenía apagado desde que había entrado en la escuela, para pasarme la llamada.
—¡Qué fuerte, tío!
—Así que lo de prohibir, mejor dejarlo.
—Todavía no nos has aclarado qué quería.
—¿No, padre? Pues ya somos tres. Juraría que aquí la única que ha sido completamente sincera ha sido Begoña. Ha quedado a la vista qué le ha pedido y qué ha recibido: retener a su amigo a cambio de pasar un día fuera. Un buen trato, además. Sufrimos por ti, Begoña, pero yo, en tu lugar, hubiera hecho lo mismo.
—Eso, Ignacio, encima jaléala.
—¡Hostia, alguien que me da la razón!
—Begoña, no digas tacos.
—Yo no os puedo detallar la conversación. No estoy orgulloso. No ha tenido consecuencias, pero podía haber acabado despedido... o detenido. No ha tenido consecuencias... por ahora.
—Ignacio, no nos asustes. ¿Qué quieres decir?
—No me vengas con el cirio en la mano, madre. Perdona, pero creo que está de más fingir una inocencia que no tenemos. Si con Begoña ha llegado hasta donde ha llegado, y a mí me ha acojonado...
—¡Ignacio! Pero ¿dónde aprendéis a hablar así? Eres maestro...
—¡Madre! No es momento de melindres, a menos que te parapetes con ellos.
—¿Cómo me hablas así?
—No sé por qué tanta atención en Begoña, madre. Tú lo has dicho: es el eslabón débil. Y yo, un vulgar maestro. Tampoco soy pieza de caza mayor.
—¿Qué insinúas, Ignacio?
—Que nosotros somos comparsas. Las figuras sois vosotros. No me puedo creer que a ti, padre, te haya llamado para colaborar en el reciclaje nuclear. Ni que tú, madre, le hayas proporcionado datos irrelevantes sobre tu empresa a cambio de información sobre la misma empresa.
—¡Pero bueno! [Y ahora, ¿qué? Cualquier cosa antes que la verdad. No sé cuál es la verdad. No quiero pensar en la verdad.]
—No nos fustigues tú también, Ignacio, que bastantes dolores de cabeza tenemos ya. [Y de corazón. Y de alma. No aspirarás a que debata con mi mujer y mis hijos si soy yo o López quien está dirigiendo el primer traslado masivo de residuos radioactivos.]
—Es lo que dice Ignacio, papá. Yo os lo he contado todo. Vosotros no habéis dicho nada concreto. ¿Qué os ha dado? ¿Qué os ha pedido?
—Lo que tenemos que preguntarnos es cómo deshacernos de él, ¿no crees, Gerardo? Alguna forma ha de haber para alejarlo de nosotros de una vez.
—Yo estoy contigo, Magdalena. Todos hemos llegado hasta donde..., hasta donde hemos llegado, para bien o para mal. Lo que sea que haya sido ya no tiene remedio.
—¿Te arrepientes de algo, padre?
—[Con gusto te pegaría un cachete y te enviaría a tu cuarto, por insolente. ¿Que si me arrepiento de algo? De todo. De mi debilidad, de mi codicia, de no haber llamado a la policía cuando era el momento.]
—¿Me has oído? [Claro que me has oído. Pero no sabes qué responder. Vamos, sí lo sabes, pero no te atreves ni a decírtelo a ti mismo.]
—Perdona, ¿qué decías? Me he quedado ensimismado pensando en asuntos del trabajo.
—Que si te arrepientes de algo.
—¿De algo? ¿Cómo? ¿Así, en general? [¿No te vas a dar cuenta de una puñetera vez de que no quiero responder, de que no puedo responder?]
—Tanto da, padre. [Ya has respondido. ¿Para qué nos van a servir tus evasivas? Para nada.] ¿Y tú, madre? ¿También vas a evitar la pregunta?
—Oye, Ignacio, que yo no...
—No pasa nada, padre. Yo no estoy más orgulloso que tú por lo que he ofrecido y por lo que me ha devuelto [aunque puede que menos avergonzado].
—Pues yo no soy diferente. No es simple remordimiento, Ignacio. Creo hablar por tu padre cuando te aseguro que desearía volver atrás, deshacerlo todo paso por paso. [¡Arrepentida! Desde esta tarde me arrepiento hasta de haberos parido, por si engendrándoos habéis sufrido. Y todavía no ha empezado el reparto de dolor. Me arrepiento de todo. De todo. También de pensar los absurdos que pienso.]
—No lo habría dicho mejor, Magdalena. Una máquina de deshacer, eso es lo que necesitaría. Borrarlo y volver cada uno a lo nuestro.
—¿Con quién habló primero?
—¿Con qué sales ahora, niña?
—¿Qué tiene que ver, Begoña?
—Pues mucho. Por ahí empezó todo, ¿no?
—Yo creo que fuimos todos a la vez. [Vaya con la criatura y las ideas que tiene. A mime llamó primero, naturalmente, lo recuerdo como si fuera ahora mismo. ¿Será todo culpa mía? Puede que sí, puede que me busque a mí y los otros se limiten a pagar el pato. Esto no va a mejorar mi ánimo. Acabas de propinar una buena patada a tu padre, hija mía.]
—A lo mejor fui yo. Me parece que fue hace meses, pero en realidad han pasado días. Estaba hablando con Espe, y entró mamá...
—No me lo habías dicho, hija.
—No nos hemos dicho nada, mamá. Ahora ya lo sabéis. Os he metido en esto yo sola. No entiendo qué culpa tengo, pero...
—Begoña: no digas más. Aquí eres la única que se suelta la lengua, hermanita, y así puedes acabar pareciendo culpable hasta del nublado.
—Bueno, Ignacio, tampoco es eso. Sabemos que Begoña no ha organizado esta situación, sino que la está sufriendo, como todos nosotros. No creo que importe si a ti te llamó cinco minutos antes que a mí, o si fue con tu padre con quien abrió fuego [ya que no se decide a abrir la boca él mismo, lo haré yo, que recuerdo perfectamente la noche que López entró en nuestras vidas, con una pregunta de Gerardo]. El caso es que ahora nos tiene a los cuatro metidos en una ratonera.
—¿A los cuatro? También ha hablado con la amiga de Begoña y, por lo que has explicado, también ha obtenido su premio.
—Jo, papá, la tenéis tomada conmigo.
—No es eso, hija, pero hace falta saber si ese hombre nos incordia solo a nosotros o a tres docenas más. No es lo mismo. [Encontraría consuelo en un mal de más gente.] ¿Sabes si ha vuelto a hablar con tu amiga?
—Espe no me ha dicho nada.
—Y te lo habría dicho.
—Supongo, mamá. Pero con más motivo podía esperar saberlo de vosotros, y ya ves. [Es que, si no lo digo, reviento. Que yo también sé.] No pongas esa cara, mamá. Ni tú, papá.
—Bueno, ya basta de reproches. Necesitamos soluciones.
—¿Soluciones? Esta palabra nos viene grande.
—Coño, Magdalena, algo hay que hacer.
—¿Ves como papá también dice tacos?
—Cállate, Begoña.
—Propongo hacer las maletas y largarnos sin decírselo a nadie y sin un solo teléfono.
—¡Pero qué idea, Ignacio! [Iba a decir qué buena y qué bien, pero no tengo ganas de perder a Enrique. Así que...] Pero ¿tú crees que serviría para darle esquinazo?
—Desde luego que no. Tu hermano bromeaba, ¿verdad?
—No exactamente, madre.
—Pero tú mismo has dicho que no hay manera de esconderse, que te ha localizado de todos modos. De hecho, a mí me llamó mientras estaba hablando con el director de una central. A su despacho. Como si supiera que estaba ahí. Como si me estuviera viendo.
—Nos ve.
—¡Magdalena!
—Sí, Gerardo, así es. Ignacio te lo puede confirmar. ¿Qué te creías, que es un jubilado que nos llama desde una cabina de monedas, y que es muy intuitivo?
—Vamos a ver, Ignacio. Tú sabes más de esto que nosotros. ¿Son fantasías o te consta que es posible algo así?
—Si lo hace, es que es posible, padre. ¿Ves este móvil? Es capaz de obedecer lo que manden los programas que corren sobre él. ¿No te propone de vez en cuando actualizar la aplicación? Pues...
—¡Pero si hasta las conversaciones están cifradas!
—Por un algoritmo, claro. Un algoritmo que alguien ha creado.
—No me lo puedo creer.
—Hasta me dio una pista.
—¡¿Qué?!
—Pero ¿qué estás diciendo, hijo mío?
—Me habló de un portal común de las compañías telefónicas.
—¿Y?
—Y nada. He hecho un par de intentos. Inútiles. Como darse contra una pared.
—Tenemos que llamar a la policía. Ya hay bastante, ¿no? Papá, escúchame, ¿por qué no llamamos? Tengo miedo.
—¿Qué tenemos, Begoña? ¿Qué tenemos, aparte de miedo? Llamadas entre nosotros, mensajes entre nosotros. Ningún daño, ¿verdad? Nadie está herido, ¿verdad?
—Todavía.
—No, Ignacio, escúchame bien. Piensa en tu caso. O tú, Begoña, piensa en el tuyo. Cada uno de nosotros puede hacerlo. ¿Qué explicamos? ¿Que nos asusta? ¿O que tenemos negocios con él? ¿Podrías tú, Ignacio? Vamos, dime, ¿estarías en condiciones de explicar lo que todavía no has sido capaz de confesar ni a los tuyos? Y suponiendo que lo hicieras, ¿qué impresión crees que causaría?
—Nos amenaza.
—Sí, claro, nos amenaza con no darnos lo que queremos.
—A mí me ha amenazado más seriamente.
—¡Mamá! ¿Qué te ha dicho?
—Nada, Begoña, no te preocupes.
—Ha cambiado el tono.
—Es verdad, Ignacio. Primero nos tentó. Me tentó. Después nos ha atenazado. [Me ha estrangulado. ¿Todos estamos así?]
—Conmigo, hasta ahora, quiero decir, hasta la última vez, se ha portado bien, como un padre..., esto..., como un abuelo... o un buen amigo. Me ha ayudado. Eso me ha parecido.
—Ahí lo tenéis. A eso me refería. Es que no quiero saber ni qué ha hecho por ti, Begoña [porque no quiero tener que corresponder]. Lo importante es que nos puso a todos en deuda con él. Con ese historial, ¿podemos ir a la policía?
—¿Qué propones, padre?
—No lo sé, Ignacio. No lo sé. Estoy cansado.
—¿Te encuentras bien, Gerardo?
—La obsesión, la opresión en el pecho, la llamada que espero de una de las centrales. La maldita historia de ese López. Sea lo que sea, no es el mejor día de mi vida.
—¿Quieres que avise a un médico?
—Que sea un psiquiatra.
—No desdeñes la salud, Gerardo.
—Perdona. No, no quiero ver a ningún médico. Ya se me pasará.
—Si al menos supiésemos sus intenciones...
—¿Qué? ¿Qué has dicho, hija?
—No me hacéis caso.
—Déjate de pamplinas, Begoña. Estaba pendiente de tu padre, por eso no estaba atenta. Di.
—Decía que si al menos supiéramos qué quiere...
—Lo he pensado mil veces. Incluso esta mañana me he atrevido a preguntárselo. Creo que lo he hecho. Ya no estoy seguro ni de eso. Ni siquiera si he dado grano a las palomas.
—Primero creía que era el ángel de la guarda, pero ahora...
—El ángel de las tinieblas, hija mía, eso es lo que es.
—Bueno, vale, mamá, no me machaques más.
—¿Nos busca a nosotros, Gerardo?
—¿Cómo quieres que lo sepa? La tiene tomada con nosotros. Eso sí que me arriesgo a jurarlo. Y tengo el presentimiento...
—¿Qué? ¿Cuál?
—No lo sé, Magdalena. No lo sé. Nada concreto. Nada bueno.
—Pero ¿por qué la tiene tomada con nosotros, papá?
—¡Y dale! ¡Que no lo sé! ¡Nuestra ruina, eso es lo que busca!
—¿Dinero? ¿Quiere nuestro dinero?
—¿Y a mí qué me explicas, Begoña? ¿Te ha pedido dinero?
—Bueno, papá, no hace falta que te enfades conmigo.
—Es que no tengo todas las respuestas, caray. Qué más quisiera.
—Eso es lo único que podemos descartar.
—¿Tan seguro estás, Ignacio?
—Entra en los sistemas de la banca como Pedro por su casa. A un tipo así no le hace falta lo que podamos acumular en toda una vida.
—Estoy de acuerdo con Ignacio, Magdalena. Ojalá todo se redujera a dinero. Ojalá. Lo que parece es que quiera hundirnos.
—Poco plato para tanto estómago.
—¿Y eso?
—Cuantas más vueltas le doy, más convencido estoy de que busca algo más. No tiene sentido dedicar tantos medios a apocar a cuatro desgraciados.
—Oye, guapo, tampoco hace falta que nos insultes.
—Deja acabar a tu hermano, Begoña.
—Hostia, mamá, me atropellas hasta cuando nos pone verdes y yo os defiendo. ¿Por qué vamos a ser unos desgraciados?
—Cuida el lenguaje, jovencita, y calla, que quiero escuchar a tu hermano.
—No hay más, madre. Solo es eso. Un hombre con tales recursos dedicándose a jugar con cuatro. Con una familia... Es desproporcionado. No puede ser.
—Estará ensayando.
—¿De dónde has sacado eso, Begoña?
—Yo...
—Bien pudiera ser.
—¿Tú crees, Gerardo?
—Casi te diría que firmaría ahora mismo. Es una idea que me calma, fíjate lo que te digo. Que compruebe que nos tiene a su merced y que se vaya a tocar los... Que nos deje a nosotros de una vez.
—¿Tú qué opinas, Ignacio?
—Pues a lo mejor. También me conformaría con eso. Aunque...
—¿Aunque qué?
—Que no me cuadra, madre. ¿Está ensayando? Pues ha de tratarse de un perfeccionista. ¿Habéis oído titubear a López? ¿Algo que le fallara? ¿Algo que no tuviera previsto y tuviese que corregir sobre la marcha? No se ensaya lo que se domina.
—A lo mejor no ensaya con sus teléfonos y sus máquinas, sino con nosotros.
—¿Qué?
—No sé, mamá. Con nosotros. Cómo reaccionamos, y eso.
—Joder, hermanita, estás muy fina hoy.
—¿Por qué no le pedimos que venga?
—¡Begoña!
—¿Qué, papá? ¿Por qué no? ¿Cuántas veces has dicho que la cara es el espejo del alma y que hay que mirar a los ojos y que...?
—¡Pero cómo vamos a invitar a un criminal a merendar, hija!
—Pues yo creo que Begoña está hoy en estado de gracia, padre. ¿Crees que nos tendría más atados si estuviese aquí que si nos dirige por teléfono?
—A mí tampoco me parece una estupidez, Gerardo...
—Hombre, mamá, menos mal...
—No interrumpas, niña. Cuando menos sabríamos cómo responde...
—Pues nada, Magdalena, que sea como vosotros digáis. Vamos allá. ¡López, maldito cabrón! ¡Está usted invitado, que aquí mi familia está deseando conocerlo en persona!
—¡Gerardo! ¡No grites! ¿Has perdido el juicio?
—¡Pues qué! ¡¿No es Dios, que todo lo oye y todo lo ve?! Pues hala, ya está convocado. Tú lo has dicho antes, ¿no, Ignacio? Está al tanto de todo, ¿verdad? ¡Venga! ¿Qué le damos para cenar?
—No desvaríes, Gerardo, que estás asustando a los chicos.
—¿A los chicos? ¿Yo, asustando a los chicos? ¡Se acabó!
—¿Qué estás haciendo, Gerardo?
—¡Ahora lo vas a ver! [Joder, si estoy temblando, coño. Si no acierto ni con las teclas. Y este dolor...] Llamar a Plaza de una puta vez, eso es lo que hago.
—¡Gerardo!
—¿Señor Plaza?
—¿Sí?
—Soy Gerardo Vives. Tenemos un grave problema, señor Plaza.
—Muchas gracias por la invitación.
—¡López! [¿Dónde mierda he llamado?]
—¡Papá! ¿De verdad estás hablando con el señor López?
—Conecte el altavoz, señor Vives.
—¿Qué?
—Que conecte el altavoz. Están ustedes reunidos, ¿no es así?
—Pero...
—Puedo llamar a los teléfonos de su esposa y de sus hijos, pero me atrevería a decir que la escena pecaría de ridícula.
—¡Gerardo! ¿Qué pasa? ¿Qué dice?
—Óyelo tú misma.
—Buenas noches a todos.
—¿Qué significa esto, Gerardo? ¿Tenías su teléfono? ¿Nos has tenido engañados...?
—¿Por quién me tomas, Magdalena? ¿Qué sandeces estás diciendo? He marcado el número de ese policía, y entonces...
—Créalo, señora Moral. Su marido no miente. Al menos en este asunto...
—¿Qué insinúa, desaprensivo?
—Era un decir, señor Vives, ah, y de paso procure calmarse. Le noto muy alterado, muy nervioso, y no le convienen emociones fuertes.
—¿Qué quiere, señor López?
—¡Ah, Ignacio!, me alegro de oírte, y te devuelvo la pregunta. El deseo que tenían de hablar conmigo me ha parecido tan sincero que me ha recordado, prácticamente, una invocación.
—Mi padre quería hablar con la policía.
—Claro. Así he matado dos pájaros de un tiro. Baltasar Plaza es un hombre insufrible, así que me he tomado la licencia de interponerme. Acepto la invitación de la familia, al tiempo que le ahorro a tu padre una conversación insana con un besugo.
—¿Qué quiere de nosotros? ¿Quiere dinero? Mis padres...
—Hola, Begoña. Siempre es un placer escucharte.
—¡Granuja! Le prohíbo que hable con mi hija.
—¿Qué tal, señora Moral? Aparquemos las prohibiciones durante unos minutos, si le parece bien. Hay tantas... y, a la vez, tan pocas que...
—No nos ha respondido.
—Discúlpame, Begoña, ahora mismo: no, no quiero dinero. ¿Satisfecha?
—Díganos de una vez qué quiere.
—Esto es francamente interesante. Poder charlar con ustedes cuatro a la vez. Merecen algunas respuestas. Hace un instante ya les he dado una. Pero intentar adivinar lo que pretendo sería largo y aburrido. Otra respuesta: debo declinar la deliciosa propuesta de Begoña de vernos en persona.
—¿Tiene miedo?
—¿Miedo? Me coges desprevenido, pequeña. Pero supongo que sí, que se podría decir así. El cara a cara tiene algunos inconvenientes: el contacto físico, la posible decepción, el encariñamiento... Además, sería difícil...
—Ya sabrá nuestra dirección.
—Claro, Begoña, pero es que ahora mismo estoy en el extranjero. Bastante lejos. Ni aunque quisiera...
—Piérdase.
—Le veo muy envalentonado, señor Vives. Se lo repito: sosiéguese. La tensión elevada no conduce a nada bueno.
—¿Teme tomarnos afecto?
—Muy observador, Ignacio. Te lo voy a responder claramente: sí. No solo porque seáis una familia encantadora, formada por cuatro personas tan..., tan especiales. Podría generalizar afirmando que cada individuo es, de algún modo, merecedor de aprecio. Pero el conjunto...
—Mamá, ¿qué dice? ¿Tú lo entiendes?
—Para entenderlo necesitaría ponerme en su lugar, hija mía, y eso no es fácil ni me apetece. Además el señor López está acostumbrado a decir exclusivamente lo que le viene en gana y solo hasta donde le place, ¿no es verdad?
—¿Ve usted a lo que me refiero? Cada humano singular tiene una pátina de dignidad. Uno puede sucumbir ante ese atractivo. Incluso pequeños grupos, en ocasiones, alcanzan comportamientos bellos, divinos, si me apuran. Pero sé demasiado de la vida para atender a quimeras. Desgraciadamente los elogios se agotan pronto y cada persona y cada grupo, y ya no digamos la humanidad entera, tienen sus lados oscuros, sus perfiles romos.
—¿Para qué estamos soportando a este tío?
—Si sigue por este camino, señor Vives, me va a servir de ejemplo vivo de lo que estoy criticando.
—Déjenos vivir nuestra vida, señor López. Déjenos. Usted que presume de tanto penetrar en nuestras conciencias sabrá que si no somos capaces de olvidar que una vez entró en nuestras vidas, sí conseguiremos no decir nada sobre usted. Ante los otros, entre nosotros y para nosotros mismos. Se lo juro.
—La creo, señora Moral, la creo. Sin embargo, una cosa es la pureza de sus intenciones y otra muy distinta la realidad...
—No diremos nada, señor López.
—Como si no hubiera existido. Hasta soy capaz de darle las gracias por los servicios que nos ha prestado. A todos. A todos nosotros.
—Me alegra notarle más pacífico, señor Vives. Se lo diré a todos ustedes con otras palabras. De forma llana, para hacerme entender: amo a los hombres, pero detesto a la humanidad.
—¿Tú le entiendes, Ignacio?
—No, Begoña, no le entiendo. [Ni ganas.]
—¿Hasta cuándo va a durar?
—Coincido con tu hermano en que hoy disfrutas de un aura de lucidez, merecedora de otra respuesta breve: hasta mañana...
—¡¿Qué?!
—¿Ha dicho lo que he entendido? Dime que no lo he soñado, Magdalena. Ha prometido dejarnos libres mañana...
—Su esposa me ha interrumpido, señor Vives. Iba a decir hasta mañana, probablemente. Antes no he podido acabar. Ahora sí.
—¿Probablemente? ¿De qué depende? —De muchas cosas, como todo. Sobre todo de ti...
—¿De mí? ¿Por qué de mí?
—Si me dejarais concluir cada frase... Decía: sobre todo de ti, de tu hermana...
—¿Yo? ¿Qué he hecho? ¿Por qué yo?
—Sin duda es cosa de familia. A ver si a la tercera: principalmente de ti, de tu hermana y de tus padres. De todos. ¿Estamos?
—¿Nos va a dejar así?
—¿Quiere saber más? Pues algo más les diré. Les pediré una cosa más, y recibirán, como siempre, algo a cambio. Y...
—La última...
—Tengo la palabra, señora Moral. La última vez, iba usted a decir, no recibió nada bueno a cambio. Eso depende del punto de vista. Sea como sea, el trato final tendrá dos sentidos, y cualquiera de ellos por acción o por omisión.
—Mamá...
—Calla, hija. Es importante saber lo que se propone...
—Pero es que no entiendo qué quiere decir...
—Tu madre te lo explicará más tarde, Begoña. Yo no.
—¿Ya está?
—También puedo prevenirles sobre el orden. De la menor al mayor. Tú, Ignacio, irás en segundo lugar, siempre y cuando tu hermana cumpla. Consideren esto: si a lo largo del día les llamo, es porque los anteriores han satisfecho su parte.
—Jugará con nosotros hasta el final, ¿no es así?
—Hasta el final del juego. Es lo suyo.
—¿Y si alguien no obedece?
—Los casos y las causas para cada acontecimiento son tediosamente ilimitados, señor Vives. No hace falta que se lo explique. Pero, en fin, así, en general, como me he propuesto contestar a todo lo que me preguntan, me aventuro con algunas consecuencias. La primera es que tendrá como contrapartida lo estipulado en el negocio. Segundo: el díscolo y sus mayores no participarán... mañana. En tercer lugar, como ya habrán adivinado, el juego (¿así lo llamamos, verdad?) puede que no acabe mañana.
—Así que, si somos sumisos, le perderemos de vista.
—Es un aliciente para ustedes. Parece que lo están deseando.
—No se imagina hasta qué punto. Y ahora nos tendremos que felicitar porque nos brinde una salida a cambio de otra vuelta de tuerca. ¡¿No se puede ir a joder a su puta madre, viejo demente?!
—¡Gerardo, por el amor de Dios!
—No es momento de perder los estribos, padre.
—Déjame a mí, Ignacio. Gerardo. ¡Gerardo, mírame, por lo que más quieras! No hay alternativa. ¿Crees que vamos a sacar algo en limpio insultándole?
—¡¿Qué tengo que hacer?! ¿Besarle los pies? ¿Disculparme? Estoy harto. Harto. No quiero más. No puedo más.
—A eso me refería con los imponderables. Dese cuenta, dense cuenta todos ustedes, de lo difícil que es preverlo todo, y de lo fácil que es que me vea en la necesidad de alterar las reglas del asunto a medio camino.
—Papá, no te preocupes. Mañana ya habrá pasado todo.
—A veces los jóvenes nos enseñan templanza, ¿verdad, señor Vives? A veces son capaces de vencer el mal ejemplo que les damos...
—¡Déjalo, Gerardo! Deja que diga lo que quiera. No le des una autoridad que no tiene. Begoña, trae a tu padre un poco de agua, hazme el favor.
—No te muevas, Begoña, no hace falta. Ya está. Ya ha pasado.
—Celebro escuchar ese tono más suave. Aprovecho el pronto del cabeza de familia para advertirles de que en las próximas horas no es conveniente que intenten informar sobre la situación. Ni al señor Plaza ni a nadie. De otro modo den por hecho que dejarán de saber de mí el tiempo suficiente como para que quien sea se canse de esperar; a falta de otra cosa, mientras, se entretendrá con muchas preguntas para ustedes, la mayoría de ellas muy embarazosas. Después, no duden de que volverán a hablar conmigo.
—¿Qué garantía tenemos de que si hacemos todo lo que nos pide, usted ya no...?
—Ninguna. Me toca interrumpir, Ignacio. Ninguna garantía. Pero es lo más probable, que no es poca cosa. Confórmense con la falta de certezas.
—Pero...
—Bien, ha sido un placer. A pesar de algunas palabras lamentables, he disfrutado charlando con la familia. De lo más instructivo. Las cosas que se sabe que solo se van a hacer una vez en la vida se aprovechan más, ¿no les parece? Porque no volveremos a... tener una tertulia. Que pasen una buena noche. Descansen bien. Mañana volveré a hablar con ustedes, uno por uno, si se dan las condiciones. Cumplan ustedes y puede que esta sea la penúltima vez que me oigan.