26

—Ya te he dicho que no hacía falta que vinieras, Ignacio. Mira qué horas son. ¿Cómo vas a volver?

—El último tren de vuelta a Almonte pasa dentro de media hora o tres cuartos.

—Ya te acompañaré hasta tu casa. O, mejor, quédate a dormir aquí. Por ahora hay sitio de sobra. Estamos solos.

—¿No tienes más noticias?

—Ninguna. El mensaje de tu madre, y basta. Las dos tienen desconectado el teléfono.

—Déjame verlo. Sí, padre, el mensaje. [Tienes mala cara, viejo. Me parece que está siendo un martes muy pesado para todos.]

—¿Para qué?

—No sería la primera vez que nos suplanta.

—Ni se me había pasado por la cabeza. Toma. Lee.

—«Pasaré a buscar a Begoña, pero llegaré tarde. Complicaciones de última hora. No antes de las diez. Cenad a gusto. Besos.» Qué raro.

—¿Raro? ¿Sospechas que no lo ha escrito tu madre?

—No, no es eso. Es que la primera parte del mensaje no me cuadra con la segunda. Se supone que Begoña está con ella, pero luego os desea buena cena. ¿A quiénes? ¿Con quién vas a estar en casa a estas horas? No lo entiendo.

—Habrá escrito de más lo de la cena. He mirado la habitación y el baño de Begoña, además de todo el resto de la casa, y estoy seguro de que no ha pasado por aquí. Si no fuera por el convencimiento de que está con tu madre, me empezaría a preocupar.

—Bien que me has llamado.

—Espero que no te importe. Te he llamado porque yo me he pasado el día reunido [y loco y mareado y asqueado] y por si tú sabías algo más. Coño, son casi las once.

—Y lo de los teléfonos apagados...

—Eso, eso digo yo. Que a cualquiera de las dos le pase, vale, pero que las dos a la vez estén sin...

—Esa ha de ser la explicación, que estén juntas. No sé cuál puede ser la causa, excepto que estén en el mismo sitio y sin cobertura.

—Pues chico, si tú lo ves claro, me dejas más tranquilo, pero para eso no hacía falta venir hasta aquí.

—Así tenía la oportunidad de charlar contigo [sobre nuestro común amigo López].

[¿Venir de Almonte a deshoras para charlar conmigo? Mal día has escogido, hijo mío, que tengo la cabeza que me estalla.] Ya veremos qué conversación te puedo dar hoy, Ignacio, que tengo un dolor de cabeza de los que dan náuseas.

[Por mí te hubiera preguntado por teléfono qué has hecho para merecer la fortuna que te ha pagado López, pero no tendré más remedio que avanzar con tacto.] ¿Un día como cualquiera?

—Tres días seguidos como hoy y me da un ataque al corazón.

[Ya no me acordaba de lo harto que estaba del trabajo de mi padre.] ¿Tan malo ha sido?

—Peor. Todo el día encerrado en el subterráneo de un cuartel de las afueras, discutiendo con otros tres que parecían jugar a ver quién me ponía las cosas más difíciles. Ahora caigo en la cuenta de que yo mismo me he pasado buena parte del día incomunicado.

[¿Sigo interesándome por lo que me resbala? Venga, tío, hazlo, que, al fin y al cabo, ya solo vienes de visita.] ¿Y hasta ahora ha durado la reunión?

—Esa es la segunda parte. Cuando creía que ya había pasado lo bastante por hoy, me llaman del despacho. El jefazo, cabreado como una mona. Para que veas qué miserias, Ignacio. Tu padre, a sus años, soportando las estupideces de unos y otros. Porque no puede ser, ¿eh?, porque me dan ganas de no volver y dejarlos resolver a ellos mismos los marronazos que me cuelan en el despacho. Total, entre una cosa y otra, las nueve, y medio cadáver.

—Me extraña que tus superiores se enfaden contigo. [Va la última. Ya no quiero saber nada más. Me importa un carajo si se enfadan o si se alegran.]

—Tenemos problemas serios, hijo. Tanto que me he visto obligado a pasar por encima de Rojas y acudir directamente al ministerio para buscar remedio. [Si te explico lo de los patos, Patilla y Negrete, eres capaz de burlarte, y por hoy ya he tenido bastantes trifulcas.]

[Puenteando al jefe. Vaya cabronazo.] Hombre, así se entiende que estuviera furioso. [Vaya con el coyote de mi padre.]

—Créeme que ni yo ni tú ni nadie en este país podemos ponernos a merced de según quién. Hay asuntos que exigen tragarse el orgullo. [No es exactamente así, pero no hay que desperdiciar la ocasión de educar los principios de los hijos. Joder, estoy que no me tengo.] Bueno, te quedas, ¿no? Me harás un buen favor. Yo es que no me aguanto. Me voy a tomar un par de somníferos y me voy a meter en la cama. ¿Verdad que las esperarás y me excusarás? Tengo martillos en la cabeza.

—¿Quieres que llame a un médico?

—No, no. Lo que necesito es callarme, estar a oscuras, cerrar los ojos y dormir. Me siento hecho una piltrafa. Acompáñame mientras, hijo, que con mis quebraderos todavía no te he preguntado. ¿Cómo te va?

—Voy tirando. [¿Para qué te voy a explicar que en cuatro días he pasado de tener menos novia de la que deseaba a tener más de la conveniente?]

—¿Cuándo empiezas el curso? En la universidad, quiero decir.

—Ya he empezado. Oficialmente, me refiero.

—No me acostumbro a tragar estos pastillones. Eso sí, tienen la virtud de fulminarme. [Ahora me da todo igual, Ignacio. Digas lo que me digas, no me va a aprovechar.] Me voy a poner el pijama. No quiero que tu madre me encuentre derrumbado en la cama con corbata. Me tomaría por borracho.

—Padre, te quería preguntar...

—¿Puedes esperar a mañana, Ignacio? No te respondería con sentido común ni que me preguntases el nombre. ¿Es urgente?

—No, claro que no. [¿Qué más dará esta noche o mañana?]

—Mañana por la tarde, a las siete, en el círculo. Decidido. Allí ventilamos nuestros asuntos. Un beso. Y gracias, ¿eh? Cena algo, ¿quieres, Ignacio? Estás en tu casa. ¿Ves como no atino? Pues claro que estás en tu casa. Buenas noches, Ignacio.

—Buenas noches, padre. [Cagondiós, qué forma de malgastar la noche. Solo me consuela pensar que Lucía perderá la primera oportunidad de estrenar sus ovarios. Qué puta. Le explica a su amiga que hoy iniciaría el primer asalto, por sorpresa, para robarme los espermatozoides. He hecho bien de apagar el móvil. Joder, este sofá es nuevo. Muy cómodo, sí, señor. Me tendré que preparar un bocadillo, que estoy en ayunas desde el mediodía y me resuenan las tripas. Cagondiós, hace diez días Lucía me pide un hijo y le sirvo los dos huevos en una bandeja, para que los administrase a su gusto. Y, hoy, esto: que me asusta y que me irrita. Me indigna. ¿Por qué no me lo consulta? Es para cagarse. Un bocadillo de tortilla estaría bien. Aquí los huevos, pan... de ayer, joder, qué familia, hasta Gladys está en la parra y, bueno, por lo menos hay cerveza y...]

—¡Ignacio, cariño! ¿Qué haces aquí? ¡Qué alegría! Dame un beso. [Hoy es mi día de suerte. Mejor oreja para escuchar la de Ignacio que la de Gerardo.]

—Hola, madre, te veo contenta.

—Estoy que no quepo en mí, hijo mío. Mira que tenía ganas de hablar contigo antes de acabar el día. No me atrevía a llamarte, por la hora, y te encuentro en la cocina. ¿Qué haces en casa? ¿No está tu padre?

—Se ha tragado dos somníferos y se ha metido en la cama. Por lo visto ha tenido un mal día. Yo quería hablar con él...

—Pues nada, hablarás conmigo. ¿No has cenado todavía?

—No, porque...

—Pues quita, quita. Yo vengo de cenar. Cena de trabajo, nada menos. Me parece que es la primera en mi vida. Puede que no sea la última.

—¿Y eso? [¿Y esa sonrisa de premio de lotería?]

—Lo primero es lo primero. ¿Qué quieres? ¿Unos huevos fritos con patatas? ¿Te encargo una pizza? Huy, no, que es muy tarde. ¿Qué ibas a hacerte tú?

—Un bocadillo de tortilla a la francesa.

—Marchando. En un periquete lo tienes delante. Siéntate. ¿Una cerveza?

—Eso iba a beber.

—Aquí está. Mira, negra, la última, que a ti te gusta más. ¿Dos o tres huevos? ¿Queso? ¿Atún? [Estoy tan arriba que me vuelve a entrar apetito.]

—Dos huevos y basta.

—¿Has oído hablar de BernaFarm?

—No, creo que no. Como no lo hayas mencionado tú alguna vez...

—Una farmacéutica grandota, Ignacio. Unas cinco veces Sanatea [que algunas de las cifras se me han quedado grabadas]. No te quiero cargar con mandangas, así que te confirmo que BernaFarm se va a zampar a Sanatea como tú te vas a engullir esta tortilla. Maldita sea, estas sartenes antiadherentes lo son los cuatro primeros días. Y la bruta de Gladys las friega con estropajo. Así...

—Algo de eso sí que te oí comentar. Pero recuerdo que no te hacía mucha gracia. [O sea, que te van a conservar el puesto. Me alegro.]

—¿Sabes quién te está haciendo esta tortilla? [O revoltijo, mierda, que ahora me están saliendo los nervios de golpe.] La probable directora técnica de BernaFarm.

—Caramba, madre, muchas felicidades. Eso es importante, ¿no? ¿Estás contenta?

—Más que eso, hijo mío. Llevo un mes con el ay en la boca, temiendo que, con el movimiento, acabase de patitas en la calle. Todo ha sido muy rápido. Se han presentado dos consejeros suizos a las tres de la tarde y hemos acabado cenando juntos. ¿Te imaginas? Puede que me cambie la vida, Ignacio. Poco lo esperaba, a mis años...

—Te lo mereces. Me alegro mucho por ti. Tenemos que celebrarlo.

—Calla, calla, que si no es porque tu padre y tu hermana ya están durmiendo...

—¿Begoña ya está durmiendo?

—¿Qué quieres decir? Hace una hora que tendría que estar soñando. Si no, me va a oír esta...

—Pero, madre, ¿no ha venido contigo?

—¿De qué me estás hablando? ¿No ha llegado todavía? ¡Pero por todos los cielos, si pasan de las once...! ¿Y tu padre? ¿Qué dice tu padre?

—Que no sabía nada. Con tu mensaje...

—Claro, pero ya te lo he dicho. Se me ha liado la tarde, le he enviado un mensaje a Begoña para que no me esperase y me he olvidado de todo. [Y me he olvidado de todo. Ni más ni menos. Me parece que he olvidado hasta la honestidad. Ya regresa el pánico.]

—Como ninguna de vosotras dos respondíais al teléfono, hemos supuesto que estabais juntas.

—¡Pero si no la he visto desde esta mañana! Yo lo he tenido que apagar, claro está... ¿Has probado volver a llamarla?

—Ahora mismo. [Vamos, Begoña, ¿dónde coño te has metido? Venga, responde...] Salta el contestador.

—Pero ¿dónde estará esta chica? Cuando la vea la voy a castigar hasta el verano, que me va a matar a disgustos. ¿Qué hacemos, Ignacio?

—¿Sabes si ha ido al colegio?

—¿Cómo voy a saberlo? ¿Lo sabes tú?

—¿No te habrá dejado un mensaje?

—Ahora miro. ¿Qué hacemos, Ignacio, qué hacemos?

—No perder la calma, madre. [Por fuera, por lo menos.] Seguro que no es nada. Se habrá distraído, estará en casa de alguna amiga, qué sé yo. Puede que...

—¡Ignacio! Que no ha ido a las últimas clases de la mañana ni a las de la tarde. ¡Ay, Dios mío!

—Siéntate, madre. Cálmate. No será nada. Las malas noticias vuelan. Sencillamente no tenemos noticias. ¿Despierto a papá?

—No, espera a ver. Le sienta muy mal interrumpir las primeras horas de sueño del somnífero. Pensemos primero..., pero ¿qué pensamos? ¿Qué hacemos, Ignacio? ¿Llamo a la policía? [¿Y aprovecho para explicar que he robado del laboratorio una muestra de un bacilo altamente contagioso para enviárselo a no sé quién y no sé adónde?] ¡Pues claro! [Es eso, seguro.]

—No creo que nos hagan caso si no se ha cumplido ni medio día de desaparición. Posiblemente...

—Que no, Ignacio, que me parece que ya sé qué ha pasado.

—¿Qué?

—López.

—¿Qué? ¿López? [Pues claro.]

—¿Cuándo has hablado con ese individuo por última vez?

[Joder, madre, lo has ido a sacar. Hora de lavar los trapos sucios.]

—Mírame, Ignacio. ¿Has hablado con él?

—Esta mañana.

—¡No!

—Sí, madre. [Pero esto no puede quedar así.] ¿Y tú?

—¿Yo? [Este momento tenía que llegar por fuerza, de acuerdo, pero no creía que fuese tan pronto. Toca desnudarse.]

—Sí, madre, tú. Si me has preguntado por él, algo te habrá inspirado. ¿Cuándo has hablado con él?

—Hace unas horas. A mediodía.

—Bueno, madre, parece que tú posees la crónica reciente. Yo he tomado mi ración de López mientras despuntaba el día.

—¿Crees que habrá sido cosa suya?

—¿Secuestrar a Begoña?

—¡Calla, hijo! No digas esas cosas, por lo que más quieras.

—Bueno, pues que no sea puntual. ¿Te parece más soportable así? [Remilgos, eufemismos, cataplasmas. Es lo que tiene esta familia.]

—No la tomes conmigo, Ignacio.

—Estará con alguna amiga, consolando o consolándose de algún tropiezo del amor. ¿No conoces a ninguna?

—Solo se me ocurre una que se llama Esperanza, pero no sé ni cuál es su apellido. Come, Ignacio, que se te va a enfriar la tortilla.

—Ya no tengo hambre. [Mentira cochina. Lo que pasa es que no queda bien tragar en esta situación.] Vamos a mirar en su habitación. ¿No tienes el teléfono de los padres de alguien de su clase?

—No, Ignacio, no lo tengo. Ya lo había pensado, pero no.

[Normal. Mucho enviar a vuestros hijos a la escuela pública para presumir de burgueses progresistas, pero nada de mezclarse con el populacho.] Pues al colegio no se puede llamar hasta mañana.

—¿Cómo vamos a aguantar hasta mañana?

—Busca tú por ahí. Yo miraré en su ordenador.

—No sé qué rebuscamos, Ignacio. Estoy aturdida.

—Joder, madre, un teléfono, una nota, una dirección. Lo que sea. Mientras tanto me podrías explicar tu conversación con López.

—Tú primero, Ignacio. Para algo soy tu madre. Aquí no hay nada. Oye, ¿tú conoces a este chico de la foto?

—No, no sé quién es, pero parece que se caen bien.

—Una indecencia, eso es lo que es. ¿Crees que es normal que coja a Begoña por ahí? Esta chica...

—Esta chica está como está porque es una más de la familia. Si nuestros padres sucumben a cuatro cantos de sirena...

—¡Ignacio! Un poco de respeto. [Me va a despellejar. Me voy a despellejar yo misma. Entre tanto, ataque.] Y explícame tus tratos con ese granuja.

—¿Cómo sabes que ha sido un trato?

—No hemos tenido la sinceridad suficiente como para compartir los embates de López, pero, si juzgo por mí misma, a todos nos ha embelesado con premios. Lo admito. A mí, la primera. ¿Encuentras algo?

—Virus hasta en el ratón. Da miedo hasta tocar la torre, por si contagia. ¡Madre!, ¿qué te pasa? ¿Qué he dicho?

—Nada, hijo, nada, que estoy muy afectada. Eso es todo. ¿No puedes entrar en su correo... o en alguna de esas charlas a la que es tan aficionada?

—Lo estoy intentando. La mitad del trabajo está hecho. Aquí se ha quedado su usuario.

—¿Con qué te ha premiado, Ignacio?

—¿Me confesarás tu premio, madre?

—Sí. [Creo que sí. Ya veremos.] Adelante.

—Los dos últimos van de la mano. Primero me arregló la vida. Hoy me la ha corregido.

—¿Esperas que entienda lo que me estás diciendo?

—No es fácil abrirse de este modo, madre. [A decir verdad estoy más a gusto hablando de según qué con López que contigo.]

—Ya lo sé. [Por supuesto que lo sé. ¿Cómo te voy a confesar hasta dónde me ha llevado la ambición? Imposible. Me odiarías, como yo me estoy odiando. Por fortuna mis sentimientos para conmigo misma son pasajeros.] Tal vez será mejor callar.

—Mira, sin entrar en detalles: me ha proporcionado noticias valiosas.

—Encaja a la perfección con lo que yo podría decir.

—A mí me ha facilitado... el acercamiento a ciertas personas. [No me puedo perder en mentiras. ¿Qué coño digo en plural?] A cierta persona, vamos. [Y luego me ha abierto los ojos para salir huyendo.]

—A mí me ha allanado el camino en el trabajo. Me ha ayudado a que la alegría que me he llevado hoy... llegase hoy, y no más tarde, o con más esfuerzos. [Está bien esto. Aligerar el espíritu sin desanudar la lengua. Diciendo las cosas a medias podemos presumir de decirlas y de no decirlas. Inútil, pero paliativo.]

—He probado con combinaciones de nombres, iniciales, fechas de nacimiento... ¿Se te ocurre algo más?

—¿Te deja ir probando sin más, hasta que te canses?

—Hay métodos. ¿Qué más puedo intentar?

—No sé. Teléfonos, direcciones, nombres de amigos.

—A ver. ¿Qué has tenido que dar a cambio? ¿Te estás sonrojando? [No me digas que has tenido que pagar con sexo. Sobre todo, no me lo digas.]

—¿Sonrojando? [Qué traidor es el cuerpo, mierda. Agonía es lo que siento al pensar en lo que he hecho.] Llámalo por su nombre, Ignacio: sofocones de menopáusica. Explícate tú primero.

[Tienes tantas ganas de hablar claro como yo.] Más o menos servicios informáticos. Transferir un fichero [con los datos de cientos de niños], enviar unos códigos de un servidor a otro. [Doscientos mil del ala.] Cosas así.

—Suena inofensivo. [Solo a mí me pide lo abyecto. Cabrón.]

—Todo puede ser eso y lo contrario [especialmente lo contrario]. ¿Y tú?

—Un informe antiguo y una muestra de laboratorio. [Qué fácil es mentir con la verdad. Qué fácil es cerrar los ojos para no ver miserias.]

—Todavía va a resultar que hacemos buenos negocios con el amigo López.

—No lo llames «amigo» ni en broma. Nos tiene bien trabados, Ignacio. A los cuatro. Cuenta con que tu padre está igual, y que tu hermana tal cual.

—¿Sabes que al ir ganando el convencimiento de que tiene que ver con López me siento más tranquilo? Sobre Begoña, me refiero.

—Prefiero que esté en el hospital con un brazo roto por haber subido con su chico en una moto a que se involucre con ese golfo chocho. ¿Qué te da esa tranquilidad?

—Si Begoña está en negocios con López, está en buenas manos. Por lo que a mí respecta, siempre me ha dado la oportunidad de echarme atrás. Reconozco que lo que he hecho ha sido voluntariamente. Tentado, sí, pero voluntario. ¿Por qué iba a ser diferente con Begoña?

—Ojalá tengas razón sobre que esté bien y no actúe forzada. Eso sería el colmo. Hacernos pasar por esto con ella de acuerdo... Ojalá, pero le voy a dar una bofetada que no va a necesitar espejo para rascarse la espalda. Condenada niña... Oye, ¿no estará con ese mozalbete de la foto?

—¡Pues claro! ¿Cómo se llama?

—Ay, pues no sé. Me parece que alguna vez se le ha escapado, pero no me acuerdo. Como no es el primero...

—¿No lo pone?

—¿Dónde?

—En la foto. ¿Dónde va a ser?

—¿Tú crees? No puede... ¡Enrique! Sí lo pone, sí. Mira: los dos nombres con letra redondita y un corazoncito en medio.

—Listo.

—¿Ya?

—A la primera. Aquí tenemos su correo. Me da un poco de vergüenza...

—Déjate, Ignacio, no estamos para pamplinas. Mira a ver.

—Aquí sale el teléfono de la tal Esperanza. Te lo marco y hablas tú.

—Ya lo creo que voy a hablar yo. ¡Y me va a oír!

—Calma, madre, que sus pecados son hereditarios.

[Con diez años te respondería con un coscorrón, por deslenguado.] No contesta. ¿Dejo mensaje?

—No hace falta. Me parece que ya lo tengo. Mira, lee tú misma. Es un mensaje de esta mañana, a las siete.

—«Espe, ¿todo a punto? Por la tarde cómprame un par de yogures desnatados. Me dan un poco de pena mis padres, tía, pero no puedo faltar a la promesa a L. Me juego mucho, ya lo sabes. Si no hay nada nuevo, no me respondas. Espero diez minutos. Hasta el cole. Besazos.»

—Ya la tenemos localizada.

—Eso parece. ¿Llamo a la policía para averiguar la dirección de esa chica?

Cagondiós, madre, ¿no has leído el mensaje? Se juega mucho.

—Puede que sí, hijo. Tampoco a mí me gustaría tener a la policía interrogándome por mis pactos con un loco anónimo. Venga, ven conmigo. Te voy a hacer otra tortilla.