25

—Cálmate, Luisa.

—Estoy hundida, Magdalena. Todo se me escurre entre las manos.

—¿Te busco algo de comer? ¿Qué te apetece?

—No me pasaría nada. ¿Te puedo coger un poquito de agua?

—Pues claro, mujer. Cómete la manzana, por lo menos. Yo ya me he tomado el flan y estoy servida. Venga.

—No puedo, Magdalena. Tengo un nudo en la garganta.

—¿No van bien las cosas en casa?

—¿En casa? Oh, sí, en casa van estupendamente. Nadie me lleva la contraria. Nadie rechista. Estoy sola como la una. La casa es lo único que va bien, y se me cae encima. No lo imaginaba así.

—Pero verás con frecuencia a Alfonso.

—A Alfonso ya me lo han camelado bien. En la última semana le he visto la cara media hora, y porque viene a recoger cosas a medida que las necesita y que se instala más y más con su padre y con su abuela, mal viento se la lleve. Pobre de mí. Creía que ni muerta desearía volver a mi estado anterior. Pues no era peor, ¿sabes?

—Hasta que se asienten las cosas, Luisa. Ha sido un vuelco de arriba abajo. Date tiempo. Todo se arreglará.

—A lo máximo que puedo aspirar es que a todo me acostumbraré, pero no se arreglará nada. Nada. Llego a añorar las estúpidas rutinas de Borja. No por ellas, claro, ni por él. Todavía no he alcanzado ese grado de..., de..., no sé, de bajeza.

Pero las asocio a la presencia de Alfonso, y eso sí que me duele y me falta.

—Paciencia, Luisa. Los adolescentes pueden ser muy ingratos, aun sin querer. No te obceques. Si no paras de darle vueltas será peor y no ganarás nada. Tienes que ocupar los pensamientos. Distrayéndote, concentrándote en otra cosa, lo que sea.

—Muy fácil de decir, y muy difícil de hacer.

—Por lo menos unas horas al día, aquí, en el trabajo, con todas sus penas, te puede servir... Pero, Luisa, ¿de qué te ríes? [Esta mujer no está equilibrada. Parece que le venga un ataque de histeria. Ya no sé si se ríe o llora. Esto, así, en el comedor de la empresa, correrá como la pólvora.] ¡Luisa!, por el amor de Dios, ¿qué te pasa? ¿Te encuentras bien? ¿Quieres un poco de agua? Ven, ven aquí, deja que te abrace. Llora, Luisa, llora. Desahógate [y déjame el alma en un puño].

—Ya está, Magdalena, ya está. Perdona. No quería darte el espectáculo. Perdona. Ha sido por lo del trabajo.

—Ya me he dado cuenta de que he metido la pata, aunque todavía...

—Tengo un pie fuera, Magdalena.

—¡¿Qué?! ¿Qué quieres decir?

—O los dos. Es casi seguro que me voy a la calle.

—¡No!

—Vengo de hablar con Almeida. Esta tarde vienen los suizos.

—¿Los de BernaFarm? ¿Compran Sanatea?

—Está hecho. Eso es lo que me ha contado. El hijo de puta de Almeida me lo ha dicho como si me hiciera un favor. Por si acaso, me ha soltado. Para que no te pille desprevenida y les puedas arrancar un pellizco de indemnización. Grandísimo cabrón.

—No puede ser, Luisa, no puede ser. Seguro que Almeida...

—Por ahí se acerca Ochoa.

—Magdalena, perdona que te interrumpa la comida. Hola, Luisa.

—Estábamos a punto de acabar. No te preocupes.

—Necesitaría que dentro de quince minutos estuvieras en mi despacho. Mejor si son diez. Quiero presentarte a unos señores.

[Me van a coger en bragas.] ¿Se puede saber quiénes son?

—Te lo explicaré entonces. ¿Cuento contigo?

—Tú mandas, Marcelo.

—Quince minutos, Magdalena. Diez. Puntualidad suiza.

[Estúpido. ¿Qué hago ahora?]

—Magdalena, te has quedado un poco pálida.

—Estoy algo mareada.

—Te está sonando el teléfono, Magdalena.

—¡Huy!, ni me he dado cuenta. Es Gerardo. ¿Gerardo?, espera un momento. [Solo me faltan ahora unas cuantas tribulaciones nucleares para acabar de descentrarme antes de pasar por la guillotina.]

—Magdalena, que me vuelvo a trabajar. Hay que aprovechar, ahora que todavía estoy dentro. Por la noche nos llamamos. Recuerdos a Gerardo.

—De tu parte. Yo me voy a que me dé el aire durante diez minutos. ¿Gerardo? Oye, espera un momento, que salgo de la cafetería... [Ahora que lo pienso... Ha de ser...] ¡Estoy indignada! ¿Por qué no me ha avisado? ¿Acaso no sabía usted esto?

—Buenas tardes, señora Moral. ¿Ha tenido usted una intuición?

—Mi marido nunca es tan oportuno como usted, señor López. ¿Quién me podía llamar en el mismo momento en que soy convocada sumariamente? [Me siento traicionada. Es absurdo, pero me siento traicionada.]

—Su tono me suena a molesto.

—Ha acertado, como siempre. Pero me da igual: ¿por qué no me ha avisado para poder prepararme? ¿Cuánto hace que sabía que iba a ser citada?

—Desde el viernes pasado.

—¡El viernes! ¡Pero si hablamos el sábado por la tarde! [Desaprensivo del demonio.] ¿Por qué no me advirtió?

—Extraño reproche. Resulta que estos señores (porque son dos, ¿sabe?) son muy metódicos y tienen sus agendas electrónicas planificadas al milímetro con una semana de adelanto. Hasta las alarmas para despertarse. Hoy mismo se han puesto en pie a las seis en punto. Por otra parte, la última vez que hablamos pensé que los datos que le proporcioné le parecieron valiosos y suficientes.

—Pues ya ve que solo me han servido para saber que voy a acabar en la calle, como otros. [Luisa se consolará al saberse acompañada en la desgracia.]

—Si se refiere a su amiga Luisa Otriva, no sufra. Si ella quiere, conservará su puesto. Tendrá que mejorar su inglés, eso sí, pero la enviarán unos meses a Berna para actualizar su formación, y eso endulzará su vida. Supongo, vamos. Es Pedro Almeida quien antes de diez días se despedirá de sus subordinados.

—Bonito consuelo para mí. [Me alegro por Luisa. Creo que me alegro. Me alegro si yo también tengo suerte; si no...]

—No la he llamado para importunarla, sino para colaborar. Sin embargo, si lo prefiere, cuelgo, y todavía le quedarán entre ocho y trece minutos para organizarse.

[Es usted un aprovechado que disfruta manejándome. Sabe de sobra que daría un ojo de la cara para superar la evaluación. Porque eso y no otra cosa es lo que me van a hacer pasar.]

—Cada vez que hablo con usted me toca interpretar sus silencios. Bien, comienzo con mis recomendaciones. En cualquier momento puede usted cortar la comunicación si considera que no está dispuesta a seguir mis instrucciones. No la volveré a llamar. Hoy, quiero decir.

—Siga. [Qué remedio. Ahora noto lo mismo que el día de mi sexto cumpleaños, entre las seis y las siete de la tarde, perdida en la calle, desamparada, desolada, petrificada, viendo pasar la gente y el tiempo, que me ignoraban. Aquel día deseaba que cualquiera, cualquiera, parase, me consolase, me ofreciera una mano y me devolviera a casa. Finalmente llegó la mano de mi padre en forma de azote por apartarme de la falda de mi madre. Me supo a gloria. Cualquier mano sirve. También una hostil. También la de López.]

—En primer lugar tenga en cuenta que ni nos falta ni nos sobra tiempo. Dígame, ¿le sudan las manos?

—¿Cómo dice?

—Le pregunto si le están sudando las manos.

[Este hombre no conoce la decencia.] Estoy muy nerviosa.

—Póngase el auricular para poder seguir hablando sin ocupar las manos. Diríjase a su despacho.

—Voy hacia allá.

—Encima de la mesa encontrará un sobre a su nombre. ¿Ha llegado ya?

—Estoy abriendo la puerta.

—Dentro del sobre encontrará una toallita de sales de aluminio. Refriéguese las manos. Le eliminará la sudoración durante las próximas horas.

—¿Y la pastilla?

—Un ansiolítico. Suave pero de efecto inmediato. Mire el nombre en el envoltorio. Es de la competencia, pero a usted no hace falta que le dé pormenores. Tómesela. Vamos.

—Ya está.

—¿Es la primera vez que la prueba?

—Sí.

—Mejor. Dentro de cinco minutos, ese corazón desbocado que oigo latir apaciguará el paso. Vaya al lavabo.

—¿Por qué al lavabo?

—Si discutimos la conveniencia de cada paso, sus ejecutivos suizos pueden impacientarse. ¿Se acuerda de que hace poco usted estaba comiendo? Judías tiernas, tomates y espárragos. Más casi medio litro de agua. La adrenalina que ha descargado, junto con la que todavía ha de segregar, suele producir un efecto contractivo de la vejiga. Es verdad que uno de sus interlocutores sufre de la próstata y podría solidarizarse con unas apremiantes y repentinas ganas de orinar, pero sería innecesariamente arriesgado comprobarlo. Además, aguantarse las ganas ofusca el entendimiento. Se lo dice un viejo.

—De acuerdo, de acuerdo. Ya le he entendido. [Cada vez me parece más haber regresado a mis seis años.] Como ya estamos intimando, no le importará el sonido de ambiente que le garantizará que obedezco. Fíjese, ahora tiro de la cadena. [Lo cierto es que me encuentro mejor que antes. Veremos si recuerdo la marca del específico. Eficaz.] ¿Me puedo lavar las manos?

—Claro. El efecto de las sales perdurará. ¿Ha acabado ya?

—Me estoy secando.

—Volvamos a su despacho. Tenemos entre seis y once minutos.

—Me está poniendo nerviosa otra vez.

—Tranquilícese. Si no entramos en más discusiones, tenemos tiempo suficiente. Por mucho que diga el señor Ochoa, creo que es mejor acercarse a los quince que presentarse a los diez.

—¿Qué hago ahora?

—Coja un sobre de tamaño cuartilla, de burbujas. Anote como destinatario a su marido. Ya conoce el nombre y su dirección particular. No se moleste en poner remitente ni en franquearlo.

—No le entiendo.

—Ni falta que hace. ¿Tiene cierre autoadhesivo?

—Sí.

—Estupendo. Ahora coja su portátil. Dele la vuelta y extraiga la batería. Ya verá la pestaña que tiene que empujar.

—¿Para qué...?

—Mire, otro día, con más tiempo, ya le explicaré por qué los ordenadores de tres celdas no aguantan, a la hora de la verdad, más de dos horas. La del suyo está casi agotada. ¿La tiene?

—Sí.

—Vaya a la mesa de control. Ahí tiene una máquina gemela, pero cargada. Ya imaginará qué tiene que hacer.

—Voy.

—Mientras, le iré explicando cómo van a ir las cosas. Todavía nos quedan un par de asuntos por resolver. Si todo va bien, antes de entrar en el despacho del señor Ochoa cortaremos esta comunicación, pero seguiré acompañándola. La harán sentar frente a los suizos. Ochoa quedará a su derecha. Tras las presentaciones, encienda su ordenador.

—Pero eso quedará ridículo, o presuntuoso, o las dos cosas.

—Sencillamente empezará a ganarse el puesto. Sus amigos extranjeros tienen ahora mismo un ordenador cada uno ante sus narices. Por si le interesa, ambos están releyendo su expediente y revisando las preguntas que le formularán. Son muy concienzudos.

—Ya está colocada la batería.

—Coja la máquina y las llaves del almacén.

—¿Del almacén de qué?

—Tiene usted muchas ganas de hablar, señora Moral. No va a ser el de material de oficina. Las únicas llaves que usted tiene son las del almacén del laboratorio.

—Ya está.

—Encamínese. Como le iba diciendo, encienda su ordenador tan pronto le ofrezcan asiento. Sin duda alguna usted es capaz de hacerse valer por sí sola, pero las circunstancias influyen. Además, el señor Ochoa (tal vez esto la sorprenda) se inclina por practicar la política de tierra quemada. Si él no, los otros tampoco. Vamos, que él sí que tenía la obligación de advertirla (a usted y a su competidora, Marta Ortiz) de que hoy se celebraba esta entrevista, y que debía prepararla.

—¡No!

—Sí. A veces los golpes de la vida nos empujan a golpear a nuestra vez. Ochoa quiere morir matando.

[Y yo que compadecía su posición y confiaba en su ayuda.]

—Entre dos y siete minutos.

—Estoy en el almacén.

—Decía antes que la han dejado en inferioridad de condiciones. Por fortuna, podemos reequilibrar la partida. A través de la pantalla del ordenador podré presentarle información o sugerencias que realcen sus respuestas. Sé qué van a preguntar y, lo que es mejor, sé lo que desean oír.

—De acuerdo. Confío en usted. [Joder, Magdalena, dónde has ido a caer. Decirle a este tío impulsivamente, sinceramente, que confío en él]

—Coja un recipiente hermético de seguridad. De los de sección cuadrada, veinte centímetros cúbicos.

[Me siento vendida.]

—Entre en el frigorífico. Mascarilla y guantes. No nos podemos entretener. Abra el bloque AH-2053. Tome una de las plaquetas, solo una, y...

—¡Pero si son esporas de ásara!

—Y métala en el recipiente y en el sobre.

—¡Ni hablar! ¿Sabe usted...?

—Entre menos de uno y cuatro minutos. La puntualidad es una gran virtud. Usted es de las pocas personas que sabe que el contenido, en esa medida, es prácticamente inofensivo.

—No puede ser. [No puede ser. No puede ser. No puedo.] Quedará registrado, y entonces...

—¿A que no ha visto a nadie en el laboratorio? Los mortales todavía disfrutan de su pausa del mediodía. Solo para los suizos estamos a media tarde. Y, desgraciadamente, hace media hora que el circuito cerrado de televisión está averiado. El técnico está en camino. A medio camino, para ser exactos. Introdúzcalo en el sobre, señora Moral.

[Tengo que engañarlo. Créetelo, cerdo.] Ya está.

—¿Está segura?

[Me está viendo. Estoy segura de que me está viendo, aunque es imposible...]

—Otra vez su silencio. La avería del circuito no ha sido casual. Ni siquiera es una avería. Es una desviación de la señal. Así que haga de una vez lo que le pido o dejémoslo aquí mismo. Le deseo suerte.

—¡Ya está, ya está!

—Vamos a recepción.

—Estoy saliendo.

—Se ha olvidado de cerrar el almacén con llave. Y apague la luz.

—Joder, joder. ¿Cuánto me queda?

—Dos minutos. Uno para llegar a recepción y otro para llegar a su cita.

—¿Qué hago con el sobre?

—He pedido de su parte un servicio de mensajería. Hace unos minutos que ha llegado. Solo tiene que dárselo.

[Siempre da por hecho que claudicaré, y tiene preparados los planes para ese caso. Me gustaría saber si también tiene organizadas las alternativas, aunque es difícil descubrirlo. Siempre me rindo. ¿Porque conoce mis debilidades o porque ofrece lo irresistible? Hostia, Magdalena, ¿qué has hecho?] Está entregado. [Ya eres una delincuente, Magdalena. Felicidades.]

—No hace falta que apriete el paso. Llegará a tiempo. Además, uno de sus anfitriones está sufriendo un pequeño trastorno en su ordenador recién estrenado, y es tan informáticamente patoso como sus dos compañeros. La dejo, señora Moral. La dejo por teléfono, quiero decir. No hace falta que le desee buena suerte. Hasta dentro de un momento. ¡Ah!, por cierto, sugiera que reinicie la máquina.

[Después me lamentaré. Ya me culparé después. Ahora acabo de llamar a la puerta y me juego el futuro. Como antes. Continuamente me juego...]

—¡Magdalena!, adelante. Llegas en el momento oportuno. Entra. Te presento al señor Weismann y al señor Rocher, consejeros de BernaFarm, que han venido a conocer de primera mano nuestra empresa y a algunos de nuestros colaboradores. Señores, aquí tienen a Magdalena Moral, jefa del Laboratorio de Investigación Farmacológica Básica.

—Mucho gusto.

—Nos han hablado muy bien de usted.

—Teníamos muchas ganas de conocerla.

[Y saben idiomas. Bendito sea Dios. Solo me faltaría depender de mi inglés macarrónico.]

—Siéntese, por favor.

—Veo que usted también va siempre acompañada de su ordenador.

—Qué remedio. ¿Les importa? Mi memoria es limitada. Suele ser más sólida la virtual.

—Excepto cuando fallan. Fíjese. Fíjese en la marca. Comprado hace un mes, y ahora me deja tirado. ¿Se dice tirado, no es así? ¿No sabrá usted qué le pasa, o qué podría hacer?

[Si me levanto y le echo un vistazo será más dramático.] ¿Me permite? A ver..., sí que está bloqueado, sí... Puede que se trate del registro. [A saber qué diablos será eso, pero a Ignacio se lo he oído con frecuencia.] Probemos. [Reiniciar con teclado y rápido causará más efecto. Y si vuelvo a mi asiento como quien da por hecho que el problema está solucionado, más todavía.]

—¡Ah, perfecto! Ya vuelve a funcionar. No le preguntaré cómo lo ha hecho, porque no la entendería, pero muchísimas gracias.

—No se merecen. [Y a mí, ¿qué me ha aparecido en la pantalla? «Antes de responder, mire el monitor. No alegue ignorancia sin atender antes a mis indicaciones».]

—Sonora Moral, ¿qué sabe usted de BernaFarm?

[Intentaré que no me cambie la expresión. No sé nada. Que son unos tiburones. ¿Qué queréis que os responda, cuatro ojos? ¿Qué? ¿Qué dice López? ¿Será verdad? Bueno, Magdalena, has llegado tan lejos y has caído tan bajo que no se puede más, así que encomiéndate a López. Aquí hay material para responder e impresionar.] Lo que puede saber un pequeño accionista de la empresa. Poseo unos pocos cientos de acciones...