13
—Lo superarás todo, Luisa. Eres fuerte. [Sin lugar a dudas más fuerte que yo. Ante tu panorama yo no me acurrucaría en un rincón].
—¿Fuerte? Ya te lo explicaré dentro de dos meses, cuando esto y aquello acaben sumándose. Me tendrás que recoger con pinzas.
—[No habría para menos.] ¿Tienes más noticias?
—¿Familia o trabajo?
—¿Cómo tienes las cosas en casa?
—Este fin de semana he cruzado el Rubicón.
—¿Has hablado con Borja?
—Con Borja y con Alfonso. Mejor dicho, con Alfonso y con Borja. Se lo he dicho primero al chico. El sábado por la mañana.
—Se me hace raro.
—Para cubrirme las espaldas, Magdalena. De los tres, él es el más importante; más que yo y más que su padre. Me interesaba, antes que nada, saber que daba el consentimiento.
—¿El consentimiento?
—Entiéndeme. Que no tenía una reacción violenta o de repudio. También necesitaba que Alfonso lo supiera para tapar la boca a Borja. Era el primer argumento que esperaba, que afectaría al equilibrio de Alfonso, y no me equivoqué... de mucho.
—¿Y cómo se lo tomó?
—¿Quién? ¿Borja?
—Alfonso. Borja.
—Alfonso me sorprendió. Como si tal cosa, oye. Yo ya no sé si lo veo más niño de lo que es, si es la influencia ambiental, donde solo ve parejas rotas, o la misma inconstancia de los adolescentes con sus romances. El caso es que creo que le hubiera chocado más si le digo que su padre y yo nos hemos jurado afecto eterno y vida en común hasta la muerte.
—¿Qué te dijo?
—No te lo creerás. Me recomendó que no me preocupara, que buena parte de sus amigos ya lo han vivido, y de niños (como si él fuera un adulto, ya ves), y que ya lo superaríamos. Yo me quedé perpleja. ¿Estaba mi hijo sugiriéndome paciencia y aguante para superar una crisis y salvar mi matrimonio? Me lo notó. Seguro que me lo notó. Enseguida añadió: quiero decir, pronto encontraréis a otro y a otra. Me preguntó cuánto tiempo hacía que conocía a su padre. La respuesta le desbordó hasta el punto de escapársele que le extrañaba que no nos odiáramos.
—Cómo han cambiado los tiempos. [Begoña me falta al respeto de ese modo y, separada o no, le cruzo la cara. Estaríamos buenos.]
—No le dio importancia a consultárselo antes de dar el paso, ni se la dio al acontecimiento mismo. Ni siquiera se descolocó cuando le pregunté con cuál de los dos preferiría vivir. [También es cierto que escogí a propósito las doce de la mañana, medio dormido, tras seis horas de sueño y doce de fiesta. En esos momentos sé que puedo decirle cualquier cosa sin que pestañee. Apenas tiene puestos los huesos y su corazón bombea con pereza. Mi pobre Alfonso.]
—Vaya pregunta.
—No fue fácil.
—Ya me supongo que fue un trance para el pobre chico.
—¿Para Alfonso? No. Digo que no fue fácil para mí.
—Ya, eso también, pero...
—Que no, que Alfonso tan tranquilo. Y sensato, ¿eh? Primero se quedó unos segundos callado, pero solo unos momentos, y enseguida me preguntó si solo dependía de él y si lo tenía que decidir en ese instante.
—Parece mentira, tanta madurez.
—Pues hazte cargo de la impresión que recibí yo, que soy su madre. Cuando le contesté que sí, que era cosa suya, y que no, que había tiempo para pensarlo, me preguntó si ya sabía quién se iba a quedar en la casa. Mira. Es que me quedé... ¿Te querrás creer que ni lo había pensado? Y va el niño y me lo pregunta.
—¿Y qué le dijiste?
—Que todavía tenía que hablar con su padre. Y tanto que tenía que hablar, y de la separación antes que del alojamiento. Yo, de tan aturdida que voy, tan obsesionada con una cosa y la otra, ni había reparado en recapacitar sobre algo tan elemental como dónde dormir. En fin. Eso me sirvió para estar más preparada ante Borja.
—¿Fue duro?
—No. Si he de ser franca, fue decepcionantemente anodino.
—¿Y eso?
—Como si yo hubiera tenido el detalle de adelantarme, como buena ama de casa, a los deseos de mi marido. Sin malas palabras, sin reproches. Se pareció más a la planificación de un viaje que ambos quisiéramos realizar.
—Tal vez toda la entereza fue simulación. [La tuya y la de los demás. No me cabe en la cabeza que anunciar la dispersión de la familia deje a todos indiferentes o bien dispuestos.]
—A mí no me pareció fingido. No sé. Creía que era yo la que estaba harta de Borja, pero parece que él es de la misma opinión sobre mí. Íntimamente esperaba (o deseaba) una escena inolvidable. Un episodio trágico, gritos, lloros, recriminaciones. Incluso algún jarrón por los suelos y un cruce de insultos debidamente iniciado por Borja. Nada de todo eso.
—¿Tan bien se lo tomó?
—[Maldito sea, demasiado bien, hasta dolerme.] No se lo tomó mal, o sea, que se lo tomó bien. [Eres muy oportuna, Luisa. Creo que será lo mejor para los dos. Cerdo.] Ecuánime. Práctico. Hablamos de Alfonso. [Conociéndote, Luisa, doy por descontado que habrás hablado con Alfonso antes de dar el paso. Puerco.] Hablamos de...
—¿De vuestra vida en común?
—Poco. [Como si veinte años compartidos diesen para poco más que un «no ha estado mal». Cerdo.] Puede que solo a las parejas felices les interese el pasado. El resto solo mira al futuro. Hablando de Alfonso, la conversación enseguida derivó a asuntos cotidianos del mañana, no del hoy [y, menos todavía, del ayer].
—Un disgusto menos, Luisa.
—Supongo que sí. [El gran disgusto consiste en constatar que, con una decisión así, que es un cataclismo en mi vida y en la de los más próximos a mí, soy incapaz de provocar un disgusto. Puerco.]
—Y más fácil para organizar el día de mañana.
—Sin lugar a dudas. En el mismísimo momento en que le pregunté qué íbamos a hacer, vi cuál era la solución. Borja, domésticamente hablando, está chapado a la antigua. No es autosuficiente. Necesita una mujer para llevarle la casa y todo lo demás. [«¿Sabes qué, Luisa? Me trasladaré de forma temporal a casa de mamá.» Cerdo.] Se va a mudar a casa de su madre.
—¿De veras? Pero... tu suegra debe de ser muy mayor...
—Setenta y ocho o setenta y nueve.
—¿Y está para acoger al hijo pródigo?
—Para lo que ha de trabajar... No ha fregado un plato en su vida. En eso, Borja ha salido a ella.
—Entonces...
—Ella es una mujer de posición, propietaria de un piso doble, enorme, desde hace muchos años, y de buenas rentas. Se sentirá en casa desde el primer día y, si hace falta, redoblarán el servicio doméstico para que a Borja no le falte de nada. Así a Alfonso tampoco se le hará extraño. [Fíjate, Luisa, allí Alfonso dispone de una habitación más grande que la de esta casa, y allí encontrará a su padre y a su abuela. Puerco.]
—Todo encarrilado.
—Eso parece.
—Una preocupación menos.
—Dios te oiga.
—Por lo que me cuentas, ha sido dicho y hecho.
—La semana que viene.
—¡Qué pronto!
—Es lo que ha pedido Alfonso para hablar con nosotros, pensárselo y tomar una decisión. Ahora va a resultar que será el niño quien reflexionará sobre nuestra separación. Estoy algo desbordada por cómo han reaccionado mis hombrecitos.
—Mejor, Luisa, que preocupaciones hay para dar y vender.
—Maldito Almeida. Nuestro querido director comercial me va a amargar la separación.
—¿Sabes más?
—Estoy hasta el moño de bañera, Magdalena. Me voy a duchar y a vestir. ¿Prefieres quedarte en remojo?
—No, salgo también. ¿Qué te ha dicho Almeida?
—Que la mitad de la plantilla se va a la calle.
—¡Pero qué dices! ¿De verdad?
—Almeida no puede ser más fantasma; eso no es ninguna novedad. Pero está más informado que yo, qué duda cabe, aunque le gusta alardear, para bien o para mal. No me dijo que la mitad, sino exactamente que por lo menos la mitad del personal pierde el trabajo.
—Me estás poniendo nerviosa, Luisa.
—Puede que solo me quisiera impresionar [y camelar].
—¿Acaso sabía si ya está cerrado el trato de venta?
—Eso mismo le pregunté yo.
—¿Y qué? [Vamos, Luisa, que mi trabajo también está en juego.]
—Que era inminente. Yo creo que puse la misma cara que tú para que soltase lo que tenía que soltar, pero el tío seguía haciéndose el misterioso. No saqué nada en limpio, vamos. Me reveló, como si fuese un gran secreto, que los directores de área están convocados el lunes. Con listas.
—Por Dios te lo pido, Luisa, no me vengas con medias palabras y acaba de una vez. ¿De qué demonio de listas me hablas?
—Listas de criba. Quién sí y quién no. Quién se queda y quién se va. Y, de los que se quedan, a qué se pueden dedicar.
—Me estoy perdiendo, Luisa. Pero ¡mira, que me estoy lavando el cuerpo con champú! Pero ¿es que ya saben cuáles serán las nuevas tareas?
—Es eso lo que no me trago. Almeida se embarulló con no sé qué de planes previos y ensayos de viabilidad. Y, además, que piensan involucrar a los subordinados.
—Ay, caray, a ver si con el agua cerrada te entiendo mejor.
—Que si eso es verdad, también te va a tocar, Magdalena [a ver si te crees que te vas a poder mantener virgen y pura]. A mí ya me ha pedido un informe y una selección (una amputación, diría yo) de mi equipo de ventas.
—¿Estás hablando en serio?
—¿Tengo cara de estar bromeando? De mis cuatro comerciales, dos. Que escoja a dos. Más aún: que ordene los cuatro por orden de prescindibilidad.
—De prescindibilidad.
—Justo. Que así es más fácil recortar por dos, por uno o por tres. Eso me dijo. A mí me parece demasiado gordo para ser una trola, pero si a ti no te han dicho nada...
—Me sofoco, Luisa...
—Es que este vestuario es una sauna, oye. Caramba, Magdalena, qué blusa más bonita. Antes no me he fijado. Es monísima. ¿De dónde es?
—[¿Con qué coño te descuelgas ahora, loca?] Del Jaro.
—¿El de la calle Dehesa?
—No hay otro.
—¿Cuánto, si se puede saber?
—[El precio de una camisa contra el precio de nuestros trabajos.] Cien o ciento veinte, no me acuerdo bien.
—[Dejarse ciento veinte en eso y no acordarse. ¿Para qué tantos nervios por un salario arriba o abajo?] Pues vale cada céntimo. Y te queda de fábula. ¿Seda?
—Creo que sí. Mañana tengo reunión con Marcelo Ochoa...
—Pues no te sorprendas si te pide elegir las mejores flores de tu jardín.
—[Hay veces que me dan ganas de no volver a dirigirte la palabra nunca más, amiga mía.] Pero eso es imposible. El personal del laboratorio no se puede dividir...
—¿Qué crees que le dije yo a mi querido jefe? Como si mis vendedores se rascasen la barriga. Como si con unas pocas prisas dos pudieran ocuparse de la tarea de cuatro.
—No puede ser, no puede ser...
—¿Ya estás? Te invito a un cubalibre. Y eso no es todo.
—¿Qué más puede haber?
—En Sanatea hay tres equipos de venta. Tres jefes de equipo. Almeida dejó caer tan sutilmente como pudo que pasarán la guillotina por todos los niveles. Es el momento de mostrar méritos, Luisa, me dijo, de enseñar lo mejor que uno tiene. Puede que, al cabo de los años, consiga su oportunidad de exigirme mostrar la pechuga. No es la de antaño, pero...
—¿Cómo puedes frivolizar con esto, Luisa?
—¿Frivolizar, dices? Ponte en mi piel, Magdalena. Dos cubalibres, por favor. ¿Tú quieres hielo?
—Sí. O no. Me da igual.
—Uno con hielo y el otro sin. Gracias. ¿Qué te decía?
—Me hablabas de tu piel.
—¿De mi piel? ¿Qué le pasa a mi piel?
—Que me ponga en tu situación, cuerno, Luisa, que ya comprendo que estás descentrada, pero es que a mí me están dando vahídos.
—¡Eso! ¿Frivolizar? Eso te decía. Imagínate que tu matrimonio ya no existe y que tus hijos son extraños para ti. Suponte que tu sueldo ya no es decorativo, sino la única base de tu sustento [aunque eso te será difícil]. Que caes en la cuenta de que ya no eres una niña. [Eso te será más fácil.] Y que tu trabajo y tu paga, que a trancas y barrancas acumula algunos trienios y medio complemento de productividad, está en manos de un cabrón que hace diez años que te busca y a quien los dioses han escogido como puto juez de tu vida. Mastica todo esto y dime si es una frivolidad contar las probabilidades que tienes de acabar enseñando la pechuga, ofreciendo la nalga y engullendo cualquier asquerosidad.
—Luisa...
—Así están las cosas, Magdalena. Este cubalibre me sabe tan aguado como a ti el jerez. En este club todo lo bautizan. Puede que sea una buena excusa para darme de baja y ahorrarme la cuota.
—Luisa, soy tu amiga...
—Lo sé, Magdalena. Yo también soy tu amiga. Ojalá en tu reunión con Ochoa se hable de copiar la aspirina, y no de quién se merece quedarse sin empleo. Ojalá. [Yo, aquí, arrastrándome y abriéndome en canal, mientras mi apreciada amiga Magdalena está pendiente del teléfono. Mejor ahueco el ala.]
—¿Por qué te levantas? ¿Te vas ya?
—Sí. Me voy a preparar la cena de Borja y de Alfonso. Una de las últimas cenas de Borja. Espero que me queden más para mi hijo.
—Son casi las siete. Me quedo para llamar a Gerardo. He visto un mensaje suyo en el que me pide que le llame a esa hora en punto.
—¿Un rescate?
—Eso he pensado yo. Alguna reunión pelmaza que reclama un final decoroso.
—¿Quedamos mañana para almorzar?
—Es la hora a la que me ha citado Ochoa.
—Claro. Pues te llamaré por la tarde.
—Hasta mañana, Luisa.
—Hasta mañana, Magdalena.
—¿Gerardo?
—¿Señora Moral?
—¿Gerardo? ¿Quién es usted? ¿Qué pasa?
—No pasa nada, doña Magdalena. Ya habrá adivinado que soy López.
—¿Dónde está mi marido? ¿Qué ha hecho usted?
—Nada en particular, doña Magdalena. Su esposo está todavía en el despacho, me temo, o tal vez esté de camino al círculo.
—¿De dónde ha sacado...?
—Por favor, saltemos las futilidades. El mensaje pidiendo la llamada a esta hora se lo he enviado yo. Ni estoy con el señor Vives ni tengo su teléfono. Sencillamente estoy ocupando su línea unos pocos minutos. Ya sabe que es mi costumbre.
—¿Qué quiere?
—Ahora nos entenderemos. Le prometo que dentro de nada se acabará esta conversación sin enojos y casi amigablemente.
—Lo dudo, porque...
—Sé que soy un intruso, doña Magdalena...
—No me llame doña Magdalena.
—¿No? Como guste. ¿Cómo prefiere que me dirija a usted?
—De ningún modo.
—Lo intentaré, pero introducirá unos gramos de hostilidad en el trato...
—¿Más? Imposible.
—No podemos eternizarnos aquí, doña... Sea como usted quiera, pero tenemos que ir al grano. Atiéndame, haga el favor.
—¿Qué quiere? Dígamelo ya.
—Una información. Mejor: una confirmación.
—Por ahora le escucho.
—Tengo delante una lista de patentes de Sanatea de los últimos tres años.
—¿Qué dice?
—Creo que ya me ha oído, señora... Me cuesta retirarle el trato que merece, como puede comprobar. En total suman veintidós.
—Veintiuna.
—¿A ver? Cuatro, ocho, doce... Justo, y me alegra que lo tenga presente.
—¿Por qué?
—Necesitaría saber cuántas se pueden atribuir a su equipo y cuántas al grupo de farmacología aplicada.
—Ocho y trece.
—¿Respectivamente?
—Ocho al laboratorio de farmacología básica y trece al de aplicada.
—Tenía entendido que el suyo era el más potente.
—Que dos innovaciones estén registradas con el mismo procedimiento administrativo no significa que tengan el mismo calado.
—Claro, qué descuidado soy. ¿Deduzco de lo que me dice que esas ocho son más importantes que las otras trece?
—No solo eso. Prácticamente todas las de aplicada son refinamientos, mediante ensayos clínicos finales, de las de básica.
—Muchas gracias, eso es muy clarificador. Dos detalles más y ya no la molesto más. ¿Cuál de entre esas patentes ha generado más ingresos a la empresa?
—No lo sé. No me encargo de la contabilidad.
—Me consta, doña..., me consta. Pero la información circula con libertad en cualquier organización. No le pido el valor exacto de las ventas del producto. No me dirá que no sabe cuál de sus trabajos ha sido el más lucrativo recientemente.
—El anticoagulante desarrollado hace dos años. Lo bautizamos —laxa. Vamos, le puso el nombre el director técnico, no yo.
—Y ha sido el más provechoso.
—Eso creo.
—Bien. Una última pregunta, más fácil todavía que las anteriores, aunque más subjetiva.
—Pregunte, si no hay más remedio, y acabemos de una vez.
—¿De cuál de las patentes está usted más orgullosa?
—¿Y a usted qué le importa?
—Vamos, señora Moral, y no me corrija también por llamarla así. Es una pregunta que usted aceptaría de cualquiera, de quien más antipático le caiga en Sanatea o de un periodista, hasta de un enemigo. ¿De qué patente de Sanatea está usted más orgullosa?
—[¿Qué debo responder? ¿Que de la primera, no hace dos años, sino casi nueve? ¿O de aquella que fue un fracaso comercial, pero en la que todavía creo? ¿Del —laxa, tan provechoso, pero con el que tropezamos casi por casualidad?] De la pentabutamina. [Como ni yo misma lo sé, me quedaré con la de en medio.]
—¿Pentabutamina, dice?
—Sí. [Pero como si te dijera paracetamol]
—Es curioso. He estado haciendo algunas consultas por aquí y por allá, y apenas hay información sobre ella. Desde luego en los despachos de farmacia no hay ningún preparado que incluya pentabutamina.
—Se ha tomado muchas molestias.
—Me interesa, eso es todo. Así que Sanatea no recuperó la inversión.
—Unos específicos compensan a los otros. Además, en los países ricos no hay casos de ásara, y en los pobres creo que es la única enfermedad en vías de desaparición.
—Entonces, su orgullo deriva de...
—De muchas horas y mucho esfuerzo. Poquísimas veces una logra justo lo que se propone. En un laboratorio farmacológico, menos. Se suele buscar una cosa y se encuentra otra. Que sirve, sí, pero para algo completamente diferente. La pentabutamina ha sido una de las pocas dianas limpias que he logrado [y jamás he tenido la ocasión, las ganas o el tiempo de explicarle estas cosas a Gerardo].
—¿Se completaron los ensayos clínicos?
—Se empezaron y no se acabaron.
—Señora Moral, muchísimas gracias. Ha sido usted muy gentil aclarando mis dudas...
—¿Por qué le interesa?
—Usted misma ha respondido. ¿Acaso todos tenemos explicaciones para justificar nuestros intereses? Dispongo de tiempo, y tengo muchas lagunas en mi conocimiento, y usted me ha ayudado a rellenar un par de ellas. Estoy tan satisfecho que quisiera pedirle otro favor.
—Tengo prisa.
—Eso no es más que una sensación. Los miércoles son días que se cena tarde en su casa, como en tantos otros, con tantas ocupaciones que tienen todos...
—¿Nos vigila...?
—No era más que una suposición. He tenido suerte. Así que le voy a pedir un último favor. Pida un jerez.
—¿Se burla de mí?
—Se lo ruego. Ahora tiene el camarero cerca y ocioso.
—Pero cómo...
—Por favor. Hágalo.
—Tráigame una copa de jerez.
—¿No ha sido tan embarazoso, verdad?
—Está usted observándome.
—Nada de eso. Su club, como tantos de su estilo, hierve de actividad a media semana. La única dependencia que suele estar tranquila a estas horas es la cafetería. Lo normal es que el servicio, hoy y ahora, sea eficiente.
—Aquí tiene.
—Gracias.
—¿Se lo han servido ya?
—Sí.
—¿Lo ha probado?
—Sí. No es el de siempre.
—Y que lo diga. No se puede comparar un ajerezado de garrafa con un Palo Cortado. Por si no ha podido ver la botella le diré que es un reserva de doce años.
—No lo había probado nunca. Es bueno. [No. Es sencillamente delicioso.]
—Me alegro de que lo aprecie. Ah, y antes de que me interrogue sobre cómo sé que usted tiene debilidad por el jerez y que aborrece, o aborrecía, el que sirven ahí, le diré que no es ningún secreto y que se ha quejado usted de ello infinidad de veces a multitud de personas. No se haga mala sangre y disfrútelo. Y no lo pague.
—¿Qué quiere decir?
—No se enfade usted conmigo, que lo que viene a continuación es muy inocente. He mandado una caja de parte de su marido, advirtiendo a la encargada del local que es para su uso, exclusivamente, o el de las amigas que usted disponga. La nota de su marido, es decir, mi nota, iba acompañada de una pequeña gratificación para compensarles las molestias y para que usted no tenga nada que abonar. Solo paladear.
—No comprendo por qué ha hecho usted esto [pero sí sé que si una atención así la hubiera tenido Gerardo, me vuelvo a casar con él].
—Se lo he dicho antes. Una humilde forma de agradecerle su gentileza.
—¿Y qué más quiere?
—Discreción, tal vez. Convendrá conmigo en que estas nimiedades que hemos intercambiado no afectan a nadie. El señor Vives podría tomar a mal que un cualquiera se haya adelantado en remediar algo tan sencillo como un mal vino, y permítame dudar de que ponga atención en la propiedad intelectual de Sanatea. En cuanto a sus hijos, menos todavía. Así que lo mejor, creo yo, es olvidar esta conversación. Adiós, doña Magdalena.