12
—Tienes que comer, Bego.
—No tengo hambre.
—Aun así no te puedes saltar cada día el desayuno.
—Ya hago demasiadas cosas a la fuerza.
—¿Qué cosas? A ver, dime, ¿qué cosas?
—Levantarme de la cama. O vestirme. Venir al colegio.
—Pero, eso, todos.
—Pues bueno.
—Estás pálida, Bego.
—Estoy mareada. Y me duelen los ovarios. [Y la camiseta que llevas es mona, y te queda mona, pero espérate sentada a que te lo diga, Espe, porque te la has copiado descaradamente de la mía azul y no has abierto la boca ni me lo has reconocido. Y eres capaz de creerte que tú la tenías antes.]
—¿Te ha venido la regla?
—Encima, eso [y me acaba de bajar un porrón, y me tendría que cambiar el tampón, y no me da tiempo, y no le voy a pedir permiso al de Física para ir al servicio dándole explicaciones, que es capaz de acompañarme].
—Feliz tú.
—¿Qué te enrollas, Espe? Ahora me entero de que disfrutas sangrando por el coño. Menuda cruz.
—Voy dos días tarde.
—¿Dos días? ¿Me tomas el pelo? ¿Tienes ovarios o relojes suizos?
—Yo me conozco, Bego, y soy muy regular.
—Ya te vendrá, tía. Cualquiera diría. Ni que hubieras echado un polvo a saco. [¿Hay algo que yo no estuviese dispuesta a hacer por Enrique? Si supiera que eso lo haría mío...] Pero ¿por qué lloras, tía? No me digas que... Pero... ¿con quién? [Esta sí que no me la esperaba. Vaya con la mosquita muerta.]
—Con Ricardo.
—¿Quééé? ¿Con Ricardo? ¡Pero si os conocisteis el otro día! Quiero decir, salía conmigo, y tú fuiste a... ¿Fue ese día? [¿No tienes fuerzas para hablar? ¿Solo para mover la cabeza? Y la pelvis, claro.] Pues no lo entiendo.
—¿Qué es lo que no entiendes, Bego? ¿Necesitas un dibujo o es que has olvidado de dónde vienen los niños?
—Nos han cerrado la puerta, Espe.
—A la mierda la clase siguiente. Me voy a la cafetería hasta la de las doce. Tú haz lo que te dé la gana.
—Voy contigo. Oye, Espe, ¿cómo es que no tomasteis precauciones?
—No sé. Un clavo no se prepara como una excursión, a ver qué necesitaré y a ver qué me falta. A veces se presenta y basta, y hay que montarlo a pelo, o dejarlo escapar. Él no llevaba goma [porque te esperaba a ti, y tus límites son conocidos por todos], y yo menos. [No me los olvidé. Me dejé los preservativos adrede en casa, para no tentarme, porque yo a Ricardo le tenía ganas de antemano.]
—¿Qué vais a tomar, chicas?
—Coca-Cola.
—Coca-Cola y un bollo de crema.
—Ahora os lo traigo.
—Joder, Bego, tiras el bocadillo de lomo y ahora me sales con un puto bollo de crema.
—Es la regla. Tengo tan poca hambre como antes, pero ahora me ha dado un no sé qué en el estómago que me va a matar si no lo distraigo. Voy al lavabo.
—[Me noto diferente a ti, Begoña, lejos de tus (de nuestras) travesuras, distinguiendo entre el hambre y las ganas de comer, y entre sexo a base de lenguas o a base de todo. Ahora me siento mujer, y no niña. Ansiaba este momento, pero no lo esperaba así. No sé si me gusta. No me gusta. Me parece que esto no es normal. No he cumplido los diecisiete y ya añoro la adolescencia. Ni que tuviera veinticinco o treinta. Por ahí vuelve Begoña.
Lástima que se pinte y se arregle tanto. A mí, desde luego, me van los tíos, pero esta chica está que le ha de gustar hasta a una gaviota.]
—Cuenta, tía.
—¿Qué quieres que te cuente? [¿Me envidias o te alivias?]
—Pues no sé. Cómo pasó. [Me muero de ganas de oírlo, aunque no sé si te envidio el polvo o me alivio por no estar en tu piel]
—¿Es que no te has puesto nunca cachonda, Bego, o qué?
—Joder, tía, que eso no pasa cada día, al menos por ahora. Pero, si no quieres, no me lo cuentes. Te consuelo y nos volvemos a clase.
—Qué bruta eres a veces, Bego. Te ha quedado crema en la barbilla.
—Hostia, me sabe a maquillaje.
—Hablamos, bebimos, nos besamos. Me puso a cien. A cien. Salimos del local y, sin decir palabra, nos fuimos al coche. El de su padre, me dijo. Uno grandote. Condujo hasta la Ensenada, ya sabes. Diez minutos. Iba rápido. A mí me daba igual si se dirigía a un sitio que a otro. Le puse la mano en el muslo. Más que nada para no ponérsela donde tú imaginas, que es donde yo quería palpar, pero tenía miedo de distraerlo y comernos un pino. Aunque no pude evitar ir subiendo hasta la ingle. Paró y se quedó mirando al frente. Le propuse pasar a los asientos de atrás. Y ya está.
—¿Ya está?
—Hostia, Bego, que no grabé la película. Lo que sí te puedo decir es que si de alguien fue la culpa, fue mía. Yo no sé qué pollas me dio esa noche, pero cuando me tocó por encima del pantalón, casi me corro.
—¡Hala!
—Calla, burra, y si se lo cuentas a alguien, te mato. Y es raro, porque a mí, conmigo, sola, quiero decir, me lleva mi tiempo. Nada de mirarme, tres pasaditas y a gozar. Qué va. ¿A ti te cuesta?
—Espe...
—Hostia, Bego, tú me tiras de la lengua para que te describa al milímetro mi desvirgamiento...
—¿Eras virgen?
—¡Toma, claro! No me dirás que estás harta de hacerlo.
—No, pero...
—Pero ¿qué? ¿Tengo cara de fácil? Bueno, pues yo te tengo que contar mi primer polvo y hasta puede que mi primer embarazo [es que me muero si...], y tú te sonrojas y te haces la estrecha cuando te pregunto si las gallardas te duran dos minutos o veinte.
—Depende. Ayer, cinco minutos. [Es un decir. Puede que fuesen cinco segundos. Pensar que mi mano era la de Enrique y el chorro de la ducha, el suyo, me llevó al más rápido de mi vida.] Normalmente, más. Alguna vez se me pasa, y lo tengo que dejar.
—Normal. Bueno, pues el otro día perdí la tierra de vista. Él me advirtió, quería salir antes de acabar, pero yo le hubiera cortado la cabeza antes de permitirlo, así que le pegué tal palmetazo en el culo que me soltó una arremetida con la que nos corrimos juntos.
—¡Ostras, qué fuerte! Me ha dado un tironcillo, y todo.
—Sí, cojonudo, pero Ricardo está acojonado, y yo bien cogida.
—¿Qué vais a hacer? [Es lo mínimo que puedo preguntar, Espe, guapa. Por gusto te preguntaría si os vais a casar, o qué nombre le pondréis, que es una chufla chula, pero creo que te lo tomarías por la tremenda y no tengo otra amiga como tú.]
—¿Vais? No es asunto de dos, Bego, sino exclusivamente mío.
—Habréis hablado.
—No. Digo que está acojonado por la cara que puso después, las medias palabras que cruzamos y los mensajes que me ha enviado desde entonces. Ni siquiera le he respondido.
—Ahora sí que no lo entiendo.
—Hostia, Bego, lo haces a propósito, para hacerme hablar.
—¡No! [Bueno, un poco, pero sin mala intención. No muy mala.]
—Ricardo y yo no nos queremos...
—¡Espe!
—Mira que me largo, ¿eh? ¿Quién te ha enseñado que hace falta quererse para follar? Desearse, eso es lo suyo. Y ahora...
—¿Lo vas a tener? ¿Por qué me miras así? Pero... no te vayas, Espe...
—¡Suéltame!
—Por favor, por favor, perdona. No sé lo que me digo...
—Para empezar: solo tengo un retraso de dos días en la menstruación, no una barriga de ocho meses. Y para acabar: si la semana próxima no me ha venido, me voy directa a la farmacia.
—¿Sin consultar a Ricardo? ¿Qué pasa? ¿Qué he dicho?
—Venga, Bego, explícame cómo estaba tu bollo y vamos a dejar a mi útero que descanse. No te tendré en cuenta las burradas que me has llegado a soltar [so zorra, que parecía que deseabas ser madrina de la boda y del bautizo] por lo afectada que me has dicho que estás. ¿Te das cuenta? Lo tuyo es amar; lo mío, cardar. Lo tuyo es romántico; lo mío, físico. A ti te rompen el corazón; a mí, el himen. Así que explícame los vaivenes de tu pasión y las lágrimas de mandarina que te provoca tu príncipe Enrique.
—No te burles, por favor, Espe [que estoy muy tierna y muy enamorada].
—No me burlo, tía. [No más que tú, cara bonita, y ahora me toca a mí.] ¿Estás enamorada o no?
—Nunca me había dado así, Espe.
—[No, qué va. El curso pasado, hasta dos al mismo tiempo.] Ya. ¿Y qué? ¿Cómo os va? Estaréis los dos colados. Fenómeno.
—Yo, sí. Él, no sé.
—[No me creo que tu encanto flojee. Claro que una cosa es desearte y otra muy distinta quererte.] No me puedo creer que se te resista.
—Hostia, tía, ni que fuese una dominadora o un insecticida.
—[Casi, casi.] Pero si me dijiste que aquella noche os había ido tan bien...
—Sí, pero desde entonces...
—Ahora que lo dices: hoy he pasado el recreo contigo y no lo hemos visto. [¿No te importa que hurgue un poco en la herida, verdad, mona?] Es raro. Y hoy ha venido, ¿eh?, que hoy ya llevo dos clases con él. ¡Hostia, Bego, no te me pongas a llorar tú ahora! [Mejor aflojo o voy a acabar enternecida y llorando con ella.] Ya sabes cómo son los tíos.
—Unos cabrones.
—En una palabra no se puede decir más: unos cabrones.
—¿Qué hago, Espe?
—¿Le has llamado?
—No.
—¿Y a qué esperas?
—Es él quien ha de llamarme a mí.
—¿Serás antigua? ¿Quién te ha dicho tal cosa?
—Nadie. Yo nunca he tenido que llamar.
—Caramba con la señora. [Te tienes bien merecido tropezar con la horma de tu zapato, ya.] Pues ya va siendo hora de aprender.
—Parecerá que le voy detrás.
—¿Y no es eso? Tarde o temprano a todos y a todas nos toca el turno.
—¿Y qué le voy a decir? ¿Que por su culpa no como ni duermo? ¿Que me muero por sus besos? ¿Que es un cerdo por no haberme llamado? ¿Que nunca nadie me había humillado así?
—A ver, mejor las dos primeras; peor las dos últimas. Mejor te pones cursi que grosera o sincera. Pero ¿por qué dices humillado?
—Porque me envió un mensaje proponiéndome ir a jugar al billar.
—¿Me tomas el pelo, Bego? ¿No me habías dicho que no sabías nada de él? Y, además, ¿invitarte al billar es humillante?
—Pues sí, tía, porque a mí el billar me la suda, solo he visto una mesa de esas por la tele, me parece complicadísimo y una chiquillada a la vez, y me parece una forma ridícula para quedar conmigo.
—Hostia, Bego, estás peor de lo que pensaba. ¿Qué querías, una cena en París? Estás tonta, tía. ¿Y qué le respondiste?
—Paso.
—¿Quééé?
—Mensaje corto. ¿No se dice así? Pues eso, corto. Paso. Con cuatro letras no se lo podía decir ni más completo ni más claro. ¿Qué? [¿Qué hubieras hecho tú? ¿Tomar lecciones y perder el culo por meterme en un sótano lleno de mesas de billar?] ¿No hice bien?
—Estás tonta, Bego. De remate.
—¿Por qué?
—Te merecerías que te hubiera enviado a hacer pimientos. Yo, en su lugar, te hubiera respondido: «Y yo paso de ti».
—No me asustes, Espe. ¿Tan grave crees que es?
—Si todavía quiere saber algo de ti será porque lo tienes bien agarrado. Pero que muy bien agarrado. De otra forma habrás conseguido cargarte el ligue del año en una sola cita.
—No me digas, no me digas, no me lo digas. [¿Será verdad que he perdido a Enrique para siempre? No lo voy a poder soportar.]
—Cálmate, Begoña. [Ahora me tocará zarandearla. Y el de la cafetería, disfrutando con nuestros lloros.] Tranquilízate. Ya se arreglará.
—¿Cómo, Espe, cómo? ¡Hostia puta, no me he acordado de apagar el teléfono! ¡Es mi hermano! ¿Qué habrá pasado? ¿Ignacio?
—Hola, Begoña. Soy López.
—¿López? ¿Qué López?
—¿Qué López, Bego?
—Calla, Espe, que ahora caigo.
—Mejor, Begoña. Recordarás que intercambiamos unas palabras hace poco. Te quería pedir un pequeño favor.
—¿Un favor?
—Nada, una cosa sin importancia.
—Oiga, mire, será mejor que cuelgue. Ya hablaré con mis padres.
—¿Qué pasa, Bego? ¿Qué le pasa a tu hermano?
—Calla un momento, Espe.
—Espera, Begoña. Unos instantes. Oye lo que te tengo que decir y después, si quieres, cuelga sin responder.
—Voy al lavabo, Bego.
—Te espero fuera, Espe. ¿Sigue ahí?
—Claro, Begoña.
—¿Quién es usted? ¿Qué quiere?
—Congraciarme contigo.
—¿Qué?
—Intercambiar pequeños favores. Muy pequeños. Necesito que me aconsejes.
—¿Que le aconseje?
—Eso es. Tengo que hacer un obsequio a Ignacio y voy algo desorientado.
—¿Un regalo? El cumpleaños de mi hermano cae bien lejos. ¿A qué viene el regalo?
—Tú sabes que las personas se regalan cosas en otras ocasiones. Para corresponder, o para agradecer algo, o para demostrar aprecio. En mi caso es para devolver algo que ha hecho por mí. Ignacio ha sido muy amable, y quiero que lo sepa. Tenía un pequeño problema informático y tu hermano me lo ha solucionado casi al instante. Digo pequeño problema, pero para mí era grande, así que quiero quedar bien. Por eso se me ha ocurrido recurrir a ti.
—¿Por qué no se lo pregunta a él?
—¿Tú no prefieres regalar y que te regalen cosas por sorpresa? Seguro que sí. Podría regalar a ciegas. Un ordenador portátil, por ejemplo, pero preferiría ir sobre seguro.
—Todavía creo que es mejor que lo hable con él, o con mis padres. Voy a colgar.
—Favor por favor.
—¿Qué?
—Creo que lo que te pido no es nada malo ni difícil. ¿Nunca has ayudado a nadie a elegir un obsequio? Solo es eso. Además, te lo he prometido. Tú también me vas a hacer un favor, y yo te lo agradeceré generosamente.
—¿Cómo?
—Si no tienes inconveniente, te pagaré por tu consejo.
—¿Qué dice? ¿Que me va a dar dinero por decirle qué le puede regalar a Ignacio?
—No, pequeña. Créeme que no te arrepentirás. Te gustará más que el dinero. Begoña, tengo poco tiempo, y tu amiga se reunirá contigo enseguida. Hazme este favor. Te lo ruego.
—Música.
—¿Música? ¿Quieres decir que a Ignacio le gusta la música?
—Sí, pero rara.
—Rara.
—Sí, ópera, creo. Pero no la ópera normal. Más o menos eso dice él. Ópera con muchos años. No sé a qué se refiere y no me gusta, así que no sé afinar más.
—Perfecto, Begoña. Creo que será suficiente. Yo también sumo muchos años y con eso tendré bastante.
—Pues si ya está contento, ahora sí que voy a colgar.
—Un momento, Begoña. Primero te quiero dar las gracias.
—Ya me las ha dado. Adiós...
—Espera, pequeña. Recoge el taco.
—Se me hace tarde. ¿Qué dice del taco?
—En la recepción del colegio, a la salida, tendrás un paquete a tu nombre. Así verás que mi agradecimiento es sincero.
—¿Qué voy a hacer con un taco? ¿Un taco de qué?
—Begoña, es un taco de billar. Un taco McDermott Sedona. El palo largo con el que se golpean las bolas de billar se llama taco.
—¿McDerno?
—No. McDermott. Es la marca. Puede que a ti no te diga nada, pero cualquier aficionado la conoce y la aprecia.
—Y yo, ¿para qué quiero...? [Joder, pues claro.]
—Mi regalo es para regalar, Begoña. He pensado que podrías encontrar entre tus amigos a alguno que le guste ese juego.
—Pero ¿cómo...?
—¿Qué importa, Begoña? Te garantizo que quedarás bien. Muy bien.
—Hasta que no me diga quién le ha soplado...
—Eso no tiene importancia. Sin embargo, ya que insistes... ¿Sabías que las orejas no paran de crecer en toda la vida? ¿No te has fijado en que muchos ancianos las tienen desmesuradamente grandes? Antes ya te he confesado que acumulo años, así que tengo unas orejas desproporcionadas. Enormes.
—Ya veo que todo es un engaño.
—Por si acaso no olvides pasar más tarde por la recepción para recoger el taco. Tu taco. Y ahora te tengo que dejar, Begoña.
—Yo también me tengo que ir.
—Una última cosa. Una sugerencia. Hemos hablado unos pocos minutos y hemos intercambiado dos pequeños servicios. ¿Te importaría mantener la discreción?
—¿Qué quiere decir?
—Que guardes el secreto, si se puede llamar así. Te lo digo porque necesito hacer uso de tu recomendación sin que nadie se entere. Respecto a mi regalo, supongo que durará poco en tus manos, así que no es necesario que yo aparezca en esto para nada. En realidad la parte principal de mi obsequio es que parezca tuyo. ¿Me comprendes?
—Sí. [Le comprendo y me tienta.]
—Tú decides, pero tanto tú como yo sacaremos más partido a lo que ahora tenemos si queda entre nosotros. Buena suerte.
—¿Todavía estás hablando por teléfono, Bego?
—[¿Qué hago? ¿Largo o muerdo?] No, es que al final he tenido que llamar a Ignacio, porque alguien se ha cruzado.
—¿Qué?
—Alguien que se ha equivocado, y su número se parecía que te cagas al de mi hermano.
—Entonces, ¿por qué le has llamado?
—[Vaya con la niña; ya me ha pillado.] Como asesor sentimental. Tiene mucha experiencia. [Vaya mentira idiota. No sé dónde me estoy metiendo.]
—Pero ¿qué dices, Bego? [Se te nota de lejos que troleas.]
—Le he preguntado cómo saco la pata. La he metido, ¿no? Tú misma me lo has dicho. Pues le he consultado, así, desde el punto de vista de un tío, qué puedo hacer para devolver las cosas a su sitio con Enrique. [Bueno, a lo mejor cuela.]
—¿Sí? ¿Y qué dice? [¡Qué morro tienes, Bego, no te lo crees ni tul Como mucho has llamado a tu mamá para que te guíe.]
—Que le haga un regalo.
—No es mala idea.
—Y se me ha ocurrido regalarle un taco. Uno bueno. Un McDerno, o algo así.
—De pronto te has convertido en una experta.
—No es eso. A mí me continúa importando un pito ese juego, pero como es el de Enrique, estuve mirando aquí y allá. Eso, para informarme. Al decirme Ignacio lo del regalo, he atado una cosa con otra [y vaya imaginación que le estoy poniendo]. Esta tarde me voy a presentar en el salón de billar con el palo, a ver si así me reconcilio con Enrique.
—[¿Para qué remover? Que crea que me lo he tragado.] Buena idea, Bego. Cómprate otro para ti y hasta puede que le cojas afición.
—Oye, Espe, ¿no te has dado cuenta de que la camiseta que llevas es clavada a la mía, la blanca?