29
—Ayer estuve en tu casa.
—Coño, Lucía, ¿qué haces un miércoles en el comedor?
—Me lo he cambiado por Belén.
—¿Y eso?
—Para coincidir contigo. Lo llevo intentando toda la mañana y no ha habido forma.
—Un no parar, chica. Incluso a la hora del patio he tenido que acompañar a uno de mis chavales a la enfermería, que casi se arranca un dedo con las putas tijeras. Mira que cortan poco, ¿eh? Pues nada, ese niño es gafe. Lucía, mira, a ese se le ha caído el babero.
—Bueno. ¿Y qué?
—Mujer, se va a poner perdida la bata y...
—No, Ignacio. Digo que qué pasó ayer. Yo, como una tonta, digo en casa que pasaré la noche fuera y regreso al cabo de dos horas. Menos mal que me vieron el cabreo en la cara y no me marearon. A ver, tú, ¿cómo pone que te llamas? ¿Luna? Muy apropiado. Siéntate bien y no te encantes removiendo la sopa. Lo que tienes que hacer es comerla. Bueno, ¿qué?
—No sabía nada, Lucía.
—Iba a ser una sorpresa [para ti. Me la llevé yo].
—¿Te esperaste mucho?
—Una hora completita.
—Hostia, Lucía, sí que lo siento. ¿Por qué no me llamaste? [Esto es un poco cabrón de mi parte, pero peor es lo suyo.]
—Me olvidé el maldito móvil. Bajé a la calle y te llamé desde una cabina, pero saltaba el contestador.
—Ahora te lo cuento. Josemari, ponte como quieras, pero no vas a tener carne con patatas hasta que te acabes la sopa. Claro, por eso me salía una llamada rara esta mañana. Es que ayer tuvimos un susto con Begoña.
—¿Con tu hermana? ¿Qué ha sido?
—Nada. Al final, nada. Se quedó a dormir en casa de una amiga, y mis padres no lo sabían, o no se enteraron. Cuando lo conseguimos aclarar ya eran las tantas, y mi madre se puso pesada para que me quedase. Al fin y al cabo ya no pasaban trenes a esa hora. Estos niños no comen pan.
—Es que no sé dónde lo compran. No vale nada. Bueno, ¿y esta noche?
—¡Julián! Como te vuelva a pillar tirando migas a ese niño, te quedas sin postre hasta el miércoles que viene.
—Yo no he sido.
—Come y calla, y no seas mentiroso. ¿Esta noche? Uf, cónclave familiar. Me veo durmiendo otra vez en mi antigua cama. Oye, ¿a ti te parece bien esto de los televisores en el comedor?
—[Vaya con el chiquillo. Ahora me da largas.] Pasan reportajes de animales. Les cuadra.
—Sí, pero... Tú, como te llames, mastica con la boquita cerrada. No, no sé qué van a darte de postre, pero si sigues así podré contemplarlo mientras lo trituras, criatura.
—¿Te parece que están revoltosos?
—No se están quietos, Lucía. Como si no estuviera la tele.
—Pues no quieras saber cómo era el año pasado. La hostia. No, Mateo, no se puede repetir de patatas. Sopa, si quieres, sí.
—No me digas.
—Ahora están calmadísimos, aquí donde los ves. Era poner televisores, atarlos o enviarlos a comer a su casa, para que dieran el coñazo a sus padres. O sea, que hasta el jueves no nos vamos a ver.
—[Ahora te voy a joder. Virtualmente.] El viernes. Pasado mañana voy al centro asociado de la universidad, y seguro que conoceré en persona a algún compañero del foro, así que se me hará tarde.
—¡Pero si este fin de semana me voy!
—¡No me digas! [De eso se trata, monada. Vamos a ver lo que resistimos. Cada uno por su lado.] ¿Cuántas veces te lo tienen que repetir? No le puedes levantar hasta que no acaben tus compañeros de mesa. No, no son lentos. Tú, que te tragas la comida como un pavo.
—Joder, Ignacio, ya te lo dije.
—¿Estás segura [de que me lo dijiste tres o cuatro veces]?
—Pues claro, y no lo puedo volver a aplazar.
—Bueno, no te preocupes. Yo aprovecharé para ponerme al día de trabajo atrasado y te cuido al perro. Así los dos empezamos limpios la semana. Esto de obligar a los chavales a pelar la fruta con cubiertos me parece una gilipollez.
—[Ni que lo supiera y lo hiciera a propósito. El lunes me va a venir la regla y mi plan se va a retrasar más de lo que quiero.] Es un fastidio.
—Y que lo digas. Poco que les gustan las manzanas como para que pierdan los nervios desnudándolas con tenedor y cuchillo. Claro, después lo asocian...
—Fastidio el de no poder coincidir [que parece que te hagas el loco]. Tú, Mateo, al patio. Y sácate ese pan de los bolsillos. No comas más, chaval. Espera a la merienda, por lo menos. Es una lima.
—Cualquier día vamos a tener que empujar para que pase por la puerta. Bueno, ya solo quedan los rezagados del turno.
—Oye, parece que te hagas el loco.
—[Cada vez que me parece cruel hacer lo que hago, me acuerdo de tus píldoras.] ¿El loco? ¿Por qué?
—[Esto no debería decirlo.] Tengo ganas de follar, Ignacio.
—¡Lucía! ¡Que la Robles está aquí!
—Nos encerramos en el cuarto de la caldera. Puedo conseguir la llave.
—[Las vueltas que da el mundo y lo poco que dura la ovulación.] ¿Estás loca? ¿No eras tú la que no quería cruzar aquí ni una mirada?
—[No hace falta que me lo restriegues por la cara.] Perdona. No sé lo que me pasa. [Todo al revés.] ¿Te vienes a comer?
—Iré en el segundo turno. Antes tengo media hora de patio. Y me voy ya que la Robles se acerca.
—¿Nos vemos a la salida? ¿Te llevo a la ciudad?
—Antes tengo recados que hacer. Luego te llamo.
—Señor Vives, señora Cerada. ¿Todo en orden?
—Sí, señora Robles. Estamos discutiendo sobre la conveniencia de incluir unas especies u otras en los reportajes que emitimos. Lucía cree que los primates mantienen más entretenidos a los niños. Yo soy partidario de los insectos. Aportan valores educativos superiores. ¿Qué opina usted?
—Opino que se le está pasando su hora de vigilancia del patio grande, señor Vives, no vaya a ser que nuestros queridos niños se maten como chacales.
—Señora Robles, Lucía. [Mejor me abro, porque esta muerde. Joder, qué frío hace y qué hambre tengo. De mil amores me metería en el cuarto de calderas con Lucía. Ahí me calentaría y...] ¡Tú, chaval, ven aquí ahora mismo! [Y algo me comería, sí, señor, que desde aquel sábado glorioso...] ¡Que vengas te he dicho! [No me la saco de la cabeza, pero es que...]
—¡¿Qué pasa?!
—[¿Será mamón?] ¿Te parece bonito pegar a un compañero?
—¡Pero si estamos jugando! Mire, ya verá. Ven aquí, Gordi, díselo al maestro, ¿a que estamos jugando? ¿Ve? Si le gusta...
—[Esto de que me traten de usted y me tomen el pelo a la vez...] Hala, venga, marchaos, pero que no os vea tocándoos un pelo de la ropa.
—Es náilon, ¿ve?, no tiene pelo.
—[Capullo... Y se va corriendo. Pues prefiero hacerme el loco, que hoy ya he tenido mi ración de Robles. Pero es que yo no sé qué me ha pasado con Lucía. Antes tan enconado... Tanto que, si me hacía caso, yo ya tenía bastante, y ahora que ella está dispuesta, a mí me da pánico comprometerme. Cagondiós, que no me entiendo ni yo. Claro que ella también ha cambiado un huevo, y todo por culpa de...] ¿Lucía? ¿Cómo me llamas aquí?
—¿Sabes quién está en el comedor, Ignacio?
—No, usted otra vez no, por favor.
—Ten un poco de paciencia. Todo se acaba. Lo malo y lo bueno.
—[A la mierda con el teléfono.] ¡Tú, chaval, acércate! ¿Cómo te llamas?
—Delón. Carlos Delón, señor.
—[Joder, menos mal. Uno educado para la edad que tiene.] Muy bien, Carlos. Me vas a hacer un favor. Coge este teléfono y lo llevas a recepción. Di que de parte del maestro Ignacio Vives lo dejen en el casillero de Ignacio Vives, de quinto. Ignacio Vives. ¿Te acordarás?
—Claro, señor Vives. Pero está encendido.
—Un caso raro, es verdad. Se ha estropeado y se cuelan llamadas de cualquier sitio. Tú no hagas caso. ¿Me harás este favor?
—Lo que mande, señor Vives.
—[Coño, quiero veinticinco como este.] Pues venga, corre. Y gracias. [Y que te den por el saco, López de los cojones. A ver si no voy a poder hablar con quien me dé la gana cuando me pase por la polla.]
—¿Es usted el maestro señor Vives?
—[Cagondiós, en este patio me voy a hacer famoso.] Sí, muchacha, ¿qué quieres?
—Me llamo Ana Ruiz. Le prometo que yo he cumplido las normas.
—¿De qué me estás hablando..., Ana?
—Que yo tenía el móvil apagado.
—¿Y?
—Que no sé cómo está encendido, y le juro que estaba cerrado, y un señor del Departamento de Educación me ha dicho que le acerque el aparato al profesor de patio. Me ha dado su nombre. Tome.
—[Pero me cagondiós...] Bueno, no te preocupes. Dame. Luego te busco y te lo devuelvo.
—No me lo requisará, ¿verdad? Yo no quería...
—Que no, te lo prometo. Te creo. Últimamente fallan mucho y..., uf, los de esta marca, los que más. Anda, ve. Enseguida estoy contigo.
—Mira, Ignacio, si lo vuelves a hacer, ¿sabes qué pasará? En el patio hay ahora mismo ochenta y siete críos a tu cargo. De ellos, veinticuatro llevan teléfono. ¿Te imaginas la estremecedora escena coral de dos docenas de chicos y chicas acercándose al maestro de patio, señor Vives, para informar de que tiene una llamada? Todos a la vez, naturalmente; ahí ganaría fuerza el punto estético.
—No so ría capaz.
—Pues vamos a comprobarlo. Solo...
—¡No! No lo haga. Le creo [y le aborrezco]. ¿Qué quiere?
—¿Sabes quién está en el comedor en estos momentos?
—El segundo turno, supongo. Los mayores.
—¿De qué edad?
—Catorce a dieciséis.
—Muy apropiado.
—¿Para qué?
—¿Se te ocurre quién más está en el comedor?
—Los pobres desgraciados que hacen de monitores.
—Claro. Pero hoy están más tensos. Todos. ¿Adivinas la causa?
—¿Todavía está la directora?
—Exacto. La señora Robles se ha quedado ahí, con el semblante muy serio paseando arriba y abajo por el pasillo central.
—Es su trabajo.
—No camina sola. Desde que has dejado el comedor ha tomado por el brazo a Lucía. Lucía no se atreve a recordarle que es su pausa para comer. Seguro que está negra pensando que tendrá que engullir a toda prisa para ocupar su lugar de vigilancia en el parvulario. Ella habla poco. La voz cantante la lleva la señora Robles, no faltaría más. ¿Quieres escuchar la conversación?
—No me interesa.
—Discrepo. Hablan de ti.
—Tanto me da. [¿Qué coño estarán diciendo de mí?]
—Entonces, ¿no te importa?
—No.
—No se va a enterar nadie más.
—Ya le he dicho que no quiero saber nada.
—Notable muestra de autocontrol... o de pudor.
—¿Va a vacilarme mucho más? Tengo que devolver este teléfono.
—No te apures. Un acertijo y te dejo.
—Un acertijo.
—Eso. Adivina adivinanza. Con premio.
—Y es obligatorio que participe.
—Sí, claro. ¿Quién, si no? Será breve y divertido.
—Me conformo con lo primero.
—Mejor. Sobre lo segundo puede que tengamos gustos diversos. Yo te voy a proponer tres situaciones. Tú me tienes que decir cuál crees que es la peor.
—¿La peor? ¿La peor para quién?
—Eso es parte del juego. Lo decides tú. Te digo la primera, y enseguida entrarás en ambiente. Consiste en provocar un apagón completo en la capital entre, digamos, las ocho de mañana por la tarde y las cinco de la mañana del día siguiente.
—[Está loco de manicomio. Definitivamente loco. He de seguirle la corriente. ¿Qué otra cosa me queda?]
—¿Sigues ahí, Ignacio? ¿Me has entendido?
—¿Está usted loco, verdad? [Un intento de oponerme.]
—¿Por qué? ¿Por fantasioso? No creas. Mira: a la de tres, cuenta hasta tres, que es lo que durará un apagón restringido en Almonte. Cuenta: uno, dos tres. Apagado, ¿verdad? Uno, dos, tres. Restablecido. Es fácil.
—[De repente me estoy meando. El poder de un dios con la mala idea de un demonio.] Me ha convencido. No hace falta que insista.
—Dos. Interrumpir las comunicaciones durante un ratito. Todas aquellas que dependan de un cable o una frecuencia. Creo que no quedaría mucho más que el papel o la carne y el hueso. Digamos... durante sesenta minutos: mañana por la tarde, por ejemplo.
—[Chulo irresponsable...] Ni siquiera usted tiene medios para hacer algo así. No hace falta caer en el absurdo para amedrentarme. Ya me tiene suficientemente cogido como para que desvaríe. Déjelo, ¿de acuerdo? Me tiene aterrorizado. ¿Está contento? No necesita...
—Creo que no me has creído y...
—[Pues claro que no, chocho. Hasta ahí podíamos llegar. ¿Quién se iba a creer esa idiotez?] Claro que sí, oiga. Venga, siga con su adivi...
—El patio tiene vistas a la plaza Ercolea. Mira hacia allí. Siempre está concurrida. Siempre hay gente colgada del teléfono. Observa con atención a partir de... ahora. ¿Notas algo especial? Aquel desconcierto de quien ha perdido la comunicación, ¿no?, pero sincronizado. Abarcarás a ver al menos una docena. En realidad tu teléfono es el único que sigue operando hasta... ahora. Recuperan las conversaciones y la normalidad. ¿A que sí, Ignacio? Unos momentos más y se amoscarían, ¿no crees?
—[Porque lo he visto...]
—Puede que algún colega se te queje de lo cochambrosa que está la red de ordenadores del centro, hasta el punto de perder momentáneamente la conexión. No hagas caso. Ha afectado a muchos más.
—[No puede ser...] ¿También ha alterado...?
—Sí, pero ya pasó.
—¿Quiere decir que...?
—Tres. Suponte que entre las nueve y las cinco de la tarde de... pasado mañana... aparecen a cero los saldos bancarios de las tres principales entidades financieras. ¿Qué tal?
—[...]
—Que se puede hacer ya te lo demostré ayer por la mañana, ¿te acuerdas? Alterar los valores, quiero decir. El ensayo fue modesto, es verdad, pero apelo a tu buen juicio para que comprendas que no entraña unas dificultades técnicas insuperables. Un poco más engorroso, eso sí; hasta es posible que no me salieran todos a la vez, pero creo que antes de las nueve y poco estaría todo en marcha. ¿Me crees?
—Sí.
—En eso aventajas a todos. Te lo digo porque entendería la tentación de denunciar semejantes amenazas. «Un enajenado me ha llamado y me ha dicho que va a hacer (aunque yo no he afirmado tal cosa) esto y lo otro.» Puede que se crean lo primero, que te he llamado, pero no lo segundo. Si insistieras y jurases que te he dado pruebas... Bueno, allá tú, pero puede que al final pensaran que tú eras el loco: un loco con malas intenciones, que son los peores.
—¿Está usted seguro de que no podía haber escogido a otro para hacerle lo que me está haciendo? Alguien más elevado, más poderoso. Lo que sea que usted persiga lo lograría más fácilmente. ¿Qué le he hecho yo? Por favor. Haga lo que tenga que hacer, pero use otro intermediario.
—No puede ser.
—Pero ¿por qué? Usted mismo lo ha dicho. Es tan descabellado lo que hace conmigo que, aunque quisiera hablar, nadie me creería.
—Formas parte de una familia, no lo olvides.
—Bueno, está bien, acabemos de una vez. No lo puedo evitar, ¿verdad? Pues a ver, ¿qué viene a continuación? ¿Tengo que escoger la peor de las tres pesadillas? Pues nada, ahora mismo le digo que es...
—Alto. Te he dicho que el acertijo encierra recompensa. Cuando la conozcas, decidirás reflexionar antes de responder. La señora Robles y tu querida amiga Lucía siguen ahí, pero da la impresión de que están a punto de despedirse. La mayor parte de los muchachos empieza a atacar el segundo plato. Casi nadie hace caso de las manadas de búfalos que se ven en los televisores. No están atentos. No les atrae. ¿Tú qué opinas?
—No sé qué tiene que ver una cosa con otra.
—¿Recuerdas aquellas leyendas sobre publicidad encubierta? Se trataba de sustituir unos pocos fotogramas de cada muchos para que calase el mensaje, de un modo inconsciente.
—[¿Cómo puede ser que algo acojone y aburra al mismo tiempo?] ¿Podemos acabar de una vez, señor López [maldito López]?
—Claro, perdona, pero necesitaba ponerte en antecedentes. ¿Has intentado variar la frecuencia de dos emisiones?
—No. Además, no le entiendo.
—Sí, hombre, lo que te decía antes. Subliminal, lo llamaban. ¿No te suena? Siempre me ha llamado la atención y no encontraba la forma de ensayarlo. Hoy lo estoy experimentando en el colegio.
—[¿Con qué me sale este?] ¿Qué quiere decir?
—¿Sabías que Lucía es aficionada al cine? Eso no te lo dije. Era saber demasiado y habría sospechado.
—No habría sido tan forzado como adivinar su predilección por el besugo.
—Pero es que a Lucía le gusta el cine detrás de la cámara. Y delante. Todo a la vez.
—[Ay, madre...]
—El último largometraje lo grabó el sábado.
—[Cagondiós, cagondiós...]
—El reparto es corto. Tú y ella.
—¡No me lo creo! ¡Mentiroso!
—Te equivocas de medio a medio. Yo también he tenido que sobreponerme y salvar mi aprensión, pero... Consuélate pensando que Lucía no es una principiante. Tiene cuatro más de protagonista y seis o siete de actriz exclusiva.
—¡Basta! ¡No quiero saber más!
—Pero, Ignacio, no te enfades. Un par de cosas más. A Lucía le gusta filmarse sola y en compañía. Yo creo que, además de adivinarle los gustos, regalarle el perro y ser más distante, ha influido la película. La ha revisado ya unas diez veces, toda o en parte. Le gustas, y le gustó tu comportamiento, o tu rendimiento. No sé cómo debería decirlo. Si quieres te puedo dar la dirección del servidor donde las tiene guardadas. Anímate: no las tiene en su ordenador, al alcance de cualquiera.
—No quiero verla.
—No me malinterpretes, pero no carece de interés.
—No quiero verla. [Ni la película, ni a Lucía, ni a ti, cabrón, que me estás destrozando la vida. No quiero ver nada ni a nadie.]
—Pues mira que lo tienes fácil. La estoy emitiendo por el circuito del comedor.
—¡¿Qué?! [Con los alumnos, con la Robles...]
—Detente, Ignacio, y cálmate. Por ahora están intercalados los dos reportajes: el de los búfalos y el del apareamiento.
—Cerdo, cerdo... Le voy a...
—Ser ordinario no añade ventajas a tu situación.
—¿Qué quiere, sinvergüenza, que le dé las gracias?
—Sería más apropiado. Ahora la proporción es de unos quinientos a uno, así que, de momento, nadie presta mucha atención. Eso es lo que va a cambiar con tu respuesta a mi adivinanza.
—Si lo tuviera delante...
—Fingiré que no he oído eso. Bien. Tú me dices cuál de aquellas tres situaciones crees que es la peor. Si aciertas, seguirán durmiéndose con los rebaños. Si no...
—¿No comprende que esto es un sinsentido? ¿Cómo voy a coincidir con usted [un perturbado] en sus gustos [de alimaña]?
—Si no aciertas, fomentaré que los alumnos conozcan mejor a sus profesores. Si nos damos prisa, también la directora. Pero, bien mirado, eso no dejaría de pasar. La reacción de los niños no dejará indiferente a nadie.
—[Piensa rápido, guapo, o mañana sales en los informativos y cambias de profesión. ¿Se lo habrá inventado? Qué va. A este hijo de puta no le hacen falta mentiras. ¿Qué escojo? ¿Qué mierda escojo? Cagondiós, si apenas me acuerdo de las tres animaladas.]
—Tienes que decidirte, Ignacio. Supongo que sigues ahí, ¿no?
—Sí. [O desaparece la luz, o las comunicaciones, o el dinero. Eso era. ¿Qué más da? Tampoco sé si seguirá adelante con lo que yo diga.]
—El tiempo apremia.
—¿Llevará a cabo lo que escoja?
—Puede que sí, puede que no.
—No sé qué hacer.
—Decídete. He aumentado la frecuencia a trescientos contra uno. Dentro de poco se notará que algo pasa con la película.
—Por favor...
—Doscientos a uno.
—Señor López, se lo suplico, pídame otra cosa...
—Cien a uno. Estoy viendo que algunos chavales se fijan por primera vez en el televisor. Las interferencias se notan.
—Lo que sea. Cualquier cosa...
—Si no hablas ahora, lo próximo que oirás de mí será que empezaré a mezclar los fotogramas uno contra uno. Al cabo de un segundo, uno contra dos. Al siguiente, uno contra tres. Al siguiente...
—¡Los teléfonos!
—¿Quieres decir cortar las comunicaciones? ¿Eso es lo que crees peor?
—Sí, eso. [Sí, so cerdo, es lo primero que me ha venido a la cabeza. Total, solo para oírte decir que he fallado y que voy a salir muy favorecido en la pantalla.]
—Lástima, Ignacio. He de respetar lo que he prometido, así que los chavales solo van a gozar... de los búfalos pastando. Una lástima, en cierto modo, ya te digo, porque estaba pensando que darías otra respuesta, o ninguna. Los humanos son de pasmo.
—¿He acertado? ¿Ha parado la mezcla? [Cagondiós, encima este cabrón es capaz de calmarme después de acojonarme.]
—Sí y sí.
—¿Interrumpir las comunicaciones es lo peor?
—Indudablemente. Lo peor para mí. Calcula lo fastidioso que sería ponerme trabas a mí mismo. Necesito teléfonos, ordenadores y cámaras para oír y ver el mundo, y para hablar con vosotros. Qué horror. Tendré que felicitarte por la respuesta. ¿Deducción o azar?
—Deducción. [Jódete, abuelo. No te puedo devolver lo que me estás haciendo, pero al menos te clavaré una espina en la pezuña.]
—Excelente, Ignacio, excelente. Te había subestimado. Lo tendré en cuenta para futuras conversaciones, muchacho.
—[¿Muchacho? Tu puta perra madre.] Habrá más.
—¿Me lo preguntas?
—Sí.
—Sí que habrá más. Puede que el plural sea excesivo, pero da por hecho que volveremos a hablar. Cuando menos, una vez.
—¿No podemos matar aquí mismo nuestra... amistad? Creo que la hemos agotado. A mí ya no me quedan más cosas por decirle, agradables, quiero decir, y así...
—Cuando menos una vez, Ignacio. Adiós. No le guardes rencor a Lucía.
—[Ojalá te mueras de un pasmo antes de volver a incordiarme, desgracia humana... ¿Dónde coño está esa niña? Ah, sí] ¿Te llamabas Ana, ¿verdad?
—Ana Ruiz, señor maestro.
—Bueno, Ana Ruiz, aquí tienes tu teléfono. Gracias. No sabes el favor que me has hecho.