22

—¿Por qué me has metido tantas prisas?

—Tengo que hablar contigo, Bego.

—Joder, Espe, tienes la virtud de pillarme todavía dormida o recién despierta. ¿A qué hora acabaste tú?

—A las cuatro o así.

—Pues yo no he vuelto hasta las siete, tía, y ahora me haces madrugar como una gallina. ¡Por favor, si solo son las doce y media del domingo!

—¡Qué pijamita tan mono, tía! ¡Qué gracioso!

—¿Te gusta?

—Me encanta. Los tirantitos, y el pantaloncito así, corto, es monísimo. ¿De dónde?

—En Bragabra.

—Lo sabía. Te queda estupendo. Pero eso..., ¡pero si son chicas en moto!

—Sí, mira. Mi madre lo llama el pijama de la chica de la moto, por el estampado. ¿A que es gracioso?

—Muchísimo, y además te tienes que fijar porque, si no, el dibujo parece cualquier cosa, no sé, abstracto, que diría la Filo.

—Mira que llamarse Filomena...

—No es mala tía. Pone diapositivas, apaga las luces y a dormir. A veces organizamos turnos de dos o tres que se mantienen despiertos y le dan conversación. Está bien.

—Ten. Toma. Mira a la chica de la moto de cerca, que yo me meto en la ducha. Joder. Fíjate. A ver si esta tarde me depilo.

—¡Qué dices, loca! ¿Te vas a afeitar esa miseria? Mira esta pantorrilla.

—Bah, menos que yo, tía, lo que pasa es que tú eres morena y se te nota más.

—Pero el pubis lo dejarás quieto, ¿no, Bego? Te queda precioso. ¿Te di una buena idea o no?

—¿No fue idea mía lo de las dos puntas?

—¡Pero qué morro tienes, Bego! Tú lo que querías era pelarte el coño al cero, y entonces yo te dije que mejor depilarlo cortito y alargando dos puntas por aquí y...

—Ay, quita, Espe, que me haces cosquillas y encima me estoy meando. Me voy a la ducha. ¿Ya has comido... o desayunado, o algo?

—Iba a tomar leche con galletas, pero se me ha pasado el apetito.

—Pues yo, ahora, comería carne cruda. ¡Hostia, que me quemo! Bueno, guapa, pues ya me explicarás por qué me has sacado de la cama.

—Me ha llamado el señor López.

—¡Ahh!

—¡Begoña! ¡Qué pasa! [Si se ha resbalado...] ¡Bego! ¿Estás bien?

—¡Qué hostia me acabo de pegar! Fíjate cómo tengo la rodilla.

—¡Y el codo! Te sangra un poco.

—Me he dado contra el grifo. Hostia, cómo duele..., y mañana tendré unos moratones de la Virgen. Joder, Espe, y tú te estás poniendo perdida. Cierra el agua.

—Estoy más mojada que tú.

—Me tendrás que ayudar, Espe. Me duelen todas las articulaciones. ¿Te importa? Total, así tampoco puedo estar. Luego te presto ropa.

—¿La blusa calada?

Vaaale.

—Has dado tu palabra. Pues me meto, ¿eh? Total, hoy, con la impresión, también se me habían pasado las ganas de ducharme.

—Joder, cuando he oído el nombre de López he perdido el equilibrio. Date prisa, Espe, que me entra frío.

—¿Dónde pongo esto a secar?

—Déjalo en el cubo, para lavar. Ya te prestaré de todo.

—Los sostenes me vendrán justos.

[¡Qué puta eres, Espe!] Hombre, ya habló la tetuda. Pues te aflojas los tirantes, o te guardas una en el bolsillo.

—¿Así está bien el agua? Mejor no me pongo y las llevo sueltas.

—Un poco más calentita. Así. Claro, tú lo que quieres es llevarlas al aire y, con la blusa calada, que te asomen los pezones, y atar a Ricardo para toda la vida.

—No creo. Pásame el jabón.

—Toma... ¿Por qué?

—Ahora te lo explico.

—Primero explícame lo de López.

—Es lo mismo.

¿Queeé? ¿Que Ricardo es López? Será...

—Pero ¿qué te lías, Bego? Digo que las dos cosas van de la mano. Los dos asuntos, ¿me entiendes?

—Cuidado ahí, que me duele. Cada vez te entiendo menos.

—Pues me ha llamado hace una hora, poco más o menos. Primero me he asustado, porque el teléfono me decía que me llamaba Ricardo.

—Oye, ¿sabes que esto está estupendo? Por mí puedes venir cada día a enjabonarme.

—A ver, capullita, levanta el piececito izquierdo. Eso. ¿Tú conoces a López? ¿Lo has visto alguna vez?

—¡Qué dices, tía! Solo he hablado con él un par de veces.

—El derecho.

—Cuidado con ese, que me dan más cosquillas que en el izquierdo.

—No puede ser.

—Que sí, tía, que me dan ganas hasta de ponerme el calcetín.

—Qué exagerada eres. A ver.

—¡Ay!, quita, coño, que me voy a caer otra vez. Trae, que te enjabono la espalda. Nada más, que no quiero ni pensar en agacharme.

—Me ha pedido que te dé las gracias.

—¿Quién? ¿López?

—Sí. Por enviar el papel rosa. No sé qué quería decir. Antes de preguntárselo me ha dicho que tú ya sabrías de qué iba. Hostia, Bego, enjabóname la cabeza, aunque sea con una mano.

Mira, ya me arrodillo para que re vaya más cómodo. ¿De qué va lo del papel rosa?

[¿Qué hago? ¿Confieso que he traicionado a mi padre para salvar la piel de Enrique? ¿Me invento un cuento?] Nos vamos a quedar limpias y remojadas para toda la semana. Me pidió un papel que corría por casa.

—¿Qué era? Ay, un poco más, Bego. Sí. Así.

—Nada importante. Una lista de gastos o algo así.

—¿Una lista de gastos? Joder, qué gusto.

—Sí, es igual, algo relacionado con mi padre, con el trabajo de mi padre. Se lo envié ayer. [¿Para qué demorar lo que no tiene remedio? Ellos estaban lo bastante distraídos cenando y discutiendo como para cogerlo del maletín de papá, enviarlo y devolverlo a su sitio. Eso fue fácil.] Hala, venga, ya tienes bastante. Vamos a aclararnos, que me arrugo.

—¿Por qué se lo enviaste? [Por no decir: ¿qué te dio a cambio? ¿No tendrá que ver con el rollo moral del otro día? O sea, que a este fue a quien le levantaste ochocientos papeles para tu padre. Aunque no parece que os venga de aquí. No hay quien te entienda, tía.]

—Es largo de explicar. Cuenta tú primero. Oye, esta pulserita, ¿es nueva? ¿Es plata? ¿Ricardo?

—Todo sí, pero ya no te puedes fiar.

—Joder, Espe, qué pesimista. Seguro que López te ha agriado el humor, porque, vamos, es muy bonita, y es reciente, y es de tu novio.

—Tienes razón.

—¿En qué?

—En que es culpa de López.

—¿De verdad?

—¿Tú cómo crees que reaccioné al llamarme un tío borde desde el teléfono de mi novio? Deja de mojarte el higo, coño, que vas a criar hongos. ¿Dónde está la toalla?

—Detrás de ti. Joder, qué basta eres, Espe. Que tenía jabón en la pelambrera. No me voy a dejar el jabón, ¿no?

—Sí, ya, y el gustito del chorro. ¿Qué te crees? ¿Que no me he duchado nunca? Bueno, pues ya te puedes imaginar: y usted, ¿qué quiere?, y usted, ¿de qué me conoce?

—Deja, que por delante ya me puedo secar.

—Quila, quita, que estás lesionada. Anda, pon el pie en el borde de la bañera, que me será más fácil. Y, entonces, me convenció de que iba en serio. Date la vuelta.

—Bueno, ¿qué? Y no me aprietes ahí, que me duele.

—Pues el tío me dijo... Oye, Bego, tú te has engordado un poco, ¿no?

—¿Me lo dices de verdad [mala amiga]? Si es que ya me lo notaba yo. Con los nervios como más porquerías y...

—¿Por qué te preocupas? Pero si es lo que necesitas, tía. Continúa con nervios cuatro o cinco kilitos más y, entonces, te tranquilizas. Estás mucho mejor, tía. En los huesos estás guapa, Bego, pero con algo de carne estás de bigote.

—¿Me vas a explicar de una puta vez lo que te ha dicho?

—Es que me da una vergüenza...

—¿Vergüenza?

—Vergüenza, rabia, ganas de matar a alguien. Te lo voy a enseñar.

—¿Para eso me has encendido el ordenador al llegar?

—¿Te han mejorado la conexión?

—¿Qué pantalón quieres?

—Cualquiera, pero con la blusa calada.

—¿Bragas blancas o negras?

—¿Color carne? ¿A ver? Sí, estupendas. ¿Me quedan bien?

—Es una braga normal y corriente, Espe. Si lo que quieres es que te alabe tu culito respingón, pues lo hago. Te queda muy bien el culo. ¿Te quieres probar este sujetador?

—Quita, quita. Mi blusa y basta.

—Oye, que vuelva, ¿eh?

—Tranquila, volverá. Pero no tiene que ser esta tarde, ¿no? Hostia, le ha costado un huevo cargar. Mira.

—Pero...

—Sigue, sigue, no te cortes. Hay tres.

—Pero esta..., esta es Lorena.

—Sí, y el paquete que tiene en la mano es el de Ricardo.

—¡No!

—Compruébalo tú misma en las dos siguientes.

—O sea, que Ricardo también se lo hacía con Lorena.

—¿Se lo hacía? Estas fotos solo tienen seis horas.

—No me lo trago.

—Es como iba vestido Ricardo anoche. Lo sé bien porque lo sobé a fondo y le desabroché todos los botones que tenía.

—Bueno, ¿y qué? No estrenaría ropa anoche.

—Eso me intenté decir yo. Pero es que Lorena va vestida en las fotos igual que ayer.

—¿La viste?

—Cuando me iba. Me despedía de Ricardo en la puerta de la disco. Me dijo que hoy tenía que madrugar.

—Bueno, tía, ya sé que es difícil, pero ¿no puede ser casualidad lo de la vestimenta y que la foto sea pasada?

—Eso también me lo intenté decir yo. Pero fíjate en la tercera. ¿Qué ves en la mesa?

—Un encendedor, digo yo, si está encima del tabaco. Es raro.

—Y tan raro. Comprado ayer por la estúpida de tu amiga Espe. A Ricardo le hizo gracia y se lo di. Ahora no hace falta que me digas que, a lo mejor, Lorena entró tras de mí en el estanco y compró otro igual.

—Qué putada, tía. Debes de estar hecha polvo.

—Ha sido un porrazo, sí, no puedo decir otra cosa.

—Aunque tampoco estás haciendo un drama [que pareces de piedra, tía. A mí me pasa esto con Enrique y me tiro por la ventana. Primero le arrancaría los ojos a la hija de la gran perra y después me tiraría por la ventana. A Enrique no sé qué le haría antes de tirarme por la ventana].

—Ya te he dicho que me ha hecho mucho daño, pero, ya que las cosas van así, prefiero enterarme hoy de que Ricardo es un cabrón y Lorena una puta, antes que mañana. Un día menos que me engañan.

—Qué madura, tía.

—Lo que sí te juro es que voy a intentar, mañana mismo y cada día que pueda, rebuscar en las bolsas de esos dos y voy a hacer un par de agujeritos a cada condón que encuentre. A ver si, así, los uno para siempre.

—Eso ya no es tan maduro, tía, pero tendría gracia.

—O sea, que nos despedimos y, como al señor le gusta picotear, va y se lo hace con otra.

—Vaya cabronazo.

—Y que lo digas. Primero acojonada con mi embarazo imaginario, y ahora cornuda con la foca de Lorena. Que le den por el culo a Ricardo, que lo tiene bien merecido. Fíjate lo caro que me ha salido un polvo y tres magreos.

—Y el maldito López va y te lo descubre. Es un desgraciado.

—¡¿Qué dices, tía?! Estoy agradecida, ya ves lo que te digo. No me lo ha soltado para hacerme daño, qué va.

—¿Cómo lo sabes?

—No sé, pero eso se nota. Mi padre habría sido más bruto, y hasta puede que hubiese disfrutado dejándome como un trapo.

—No, si va a ser verdad que estás agradecida.

—Pues sí, tía. Así mismo. ¿Para qué voy a aguantar un día más al cabrito de Ricardo sabiendo lo que hace?

—Por lo menos ya te lo has sacado de encima.

—¿Te querrás creer que habíamos quedado para hoy? A las diez en Pilato's.

—¡No!

—Claro. Él no sabe que yo lo sé.

—¿Y qué vas a hacer?

—Todavía no lo sé. Lo estoy pensando.

—No vayas, tía.

—Puedo no ir, puedo citarlo en dos o tres sitios y que espere sentado, puedo imprimir copias de las fotos hasta que se me acabe la tinta y repartirlas a la hora del patio...

—No serás capaz...

—Puedo colgar los ficheros para que hasta los rusos vean la barriga de uno y las pantorras de la otra, puedo enviarlas por correo electrónico a todo dios hasta que se me cansen los dedos...

—Déjalo correr, mujer.

—Puedo cortarle a Lorena una de las trenzas y puedo fingir verme con Ricardo esta noche y cortarle también algo que le cuelgue. O puedo dejarlo correr.

—Ya veo que estás cabreada.

—Bastante, para lo que soy yo. Gracias al señor López, que me lo ha dicho bien.

—Un gran hombre.

—¿Lo dices con segundas? Pues a mí me ha hecho un favor.

Aunque es raro, ¿verdad? Bueno, he venido a transmitirte un mensaje. Así me lo dijo: «Transmite el mensaje».

—¿A mí?

—Claro. ¿A quién iba a ser, si no?

—Pensaba que también quería hacer tratos contigo.

—¿Tratos? ¿De qué me estás hablando?

—Es igual, Espe. Tira. Desembucha. Para algo te ha enviado las fotos.

—Para que me lo tomase en serio y para hacerme un favor.

—¿Eso te ha dicho?

—Me lo ha dicho y me lo creo. Hombre, primero me ha cogido desprevenida. Claro, que me llame un desconocido desde un teléfono conocido es un mosqueo. Enseguida me ha dicho lo de las fotos, y yo ya tenía las palabras a punto para enviarlo a la mierda cuando me ha rogado que abriera el correo y he descubierto el pastel. Y todo con buenas palabras, ¿eh? Que me ha consolado y me ha dicho que Ricardo no me merecía. Bueno, a partir de ahí le he escuchado de otro modo. Porque me ha llamado, principalmente, por lo que te concierne, aunque a mí también me afecta.

—¿Ah, sí?

—Lo mío ha estado bien; lo tuyo lo veo un poco más raro.

—Me tienes en ascuas, como siempre.

—Es que necesito organizarme las ideas, tía. No he tomado notas, así que me puede salir todo incompleto y desordenado. Ten un poco de paciencia.

—Tengo más de la que te crees.

—Y no te me enfades.

—¿Por qué me iba a enfadar?

—Y no me interrumpas a medio hablar.

—¿Cuándo he hecho yo una cosa así?

—¿Cuándo has dejado de hacerlo?

—Venga, Espe, que me pones nerviosa.

—¿Ves como sí? No tienes espera. ¿Sabías que el padre de Enrique es militar?

—No.

—Sargento de infantería.

—¿Sargento? Pero eso es muy poco.

[Ay, niña, ya nos salió la clase. Tus papás, que son muy modernos, aunque tienen para empaquetarte interna en un colegio fino suizo, te envían al instituto para que te mezcles con el pueblo. Y, a veces, te salen los genes por la boca.] Todos no pueden ser generales.

—No, si ya, pero yo tenía un tío, que se murió, que no fue a ninguna guerra ni hizo nada más que estar en un despacho toda su vida, y llegó a coronel. Y el padre de Enrique tendrá tantos años como nuestros padres, ¿no?

—No sé, Bego, ni me importa. Tampoco me lo ha dicho el señor López. A mí también me ha extrañado, y me ha explicado no sé qué de carreras de oficiales y de superoficiales... o suboficiales. No he prestado demasiada atención. El caso es que es sargento.

—Bueno. ¿Y qué?

—Que lo van a trasladar al norte.

—¡No!

—Eso pensé yo, aunque no me puedo comparar. Claro, si se va el padre, arrastra a la familia, así que Enrique volvería a cambiar de colegio.

—Pero no puede ser, Espe. No los van a cambiar cada tres meses. ¡Acaba de llegar! No puede ser, Espe, no lo voy a soportar.

—No llores, Bego, anímate.

—¿Que me anime? Pero si lo conozco desde hace solo semanas, y ya me lo van a quitar. ¡Maldito López, maldito!

—Pero ¿por qué maldito?

—Mentira. Es mentira. Seguro que es mentira.

—No lo creo. Yo, si este hombre me dice que es de noche, me lo creo. Lo de las fotos me ha demostrado que va de legal, tía.

—Todo es culpa suya...

—Pues a mí me ha dicho..., vamos... me ha venido a decir que alguna que otra vez te ha echado una mano con Enrique.

—¿Eso te ha dicho? [Total, solo me ha reconciliado con él con un regalo que no se me habría ocurrido nunca, y me va a facilitar el dinero para salvarle la cara.] Y, aunque fuese cierto, ¿de qué me sirve si lo voy a perder? Me voy a morir de pena, Espe.

—El señor López me ha pedido que, si te veía muy apurada, te dijese que tiene remedio.

—¡Remedio! ¡Cabrón! Es un cabrón, Espe. El crea el problema junto con la solución. Si tiene remedio, ¿por qué no lo aplica?

—A mí me ha dicho que la cosa de los destinos la hace un ordenador y que, a lo mejor, podría intentar alterar las listas. Que si conseguía sustituir un nombre con otro no se llegaría a enterar ni el padre de Enrique, el sargento.

—¿Qué pide a cambio?

—¿De dónde sacas que pide algo a cambio?

—Es lo que me ha hecho las veces que he hablado con él. Lo que no sé es por qué te ha metido a ti en mis problemas.

—Pide que desaparezcas durante un día.

—¡¿Qué?!

—Sí, ya sé que suena extraño, pero no es lo que te piensas.

—No pienso, Espe. Solo estoy esperando a que me lo expliques todo de una puta vez si no quieres que te rompa el teclado en la cabeza.

—Tengo que ayudarte a desaparecer. Tienes que esconderte en mi casa. Desde el martes hasta el miércoles.

—¿Qué?

—Me ha dicho que te acompañe a mi casa a la hora del recreo. Yo me vuelvo a clase y tú te quedas ahí hasta que pasen veinticuatro horas. El miércoles te recojo a la misma hora y volvemos juntas al colegio. El miércoles tenemos examen de Lengua. Podríamos estudiar juntas.

—¿Está loco? Y tú, ¿también te has vuelto loca?

—A mí no me mires, tía. Yo te repito lo que he oído. Tú verás lo que haces. Lo que hacemos.

—Pero ¿cómo me voy a encerrar en tu casa durante un día? ¿Sin avisar a mis padres?

—Eso sí que me lo ha dejado claro. Tiene que quedar entre nosotras dos. A mí me ha parecido muy emocionante.

—¿Estás zumbada? Ni lo sueñes, tía. Mi madre se muere del susto. Además, ¿me ibas a meter en un armario? Porque en tu casa todavía viven tus padres, ¿no?

—Mi madre se ha ido hoy al pueblo, a casa de mi abuela, que está pocha. Como muy pronto llegará el jueves. Mi padre sí que está, pero es como si no estuviera. Sale pronto y llega tarde. Y ni recuerdo la última vez que entró en mi habitación.

—No puedo hacerlo, tía.

—Allá tú. Yo me he ofrecido. A mí no me ha obligado. Me ha explicado el qué y me lo ha preguntado. «¿Podrías acoger (ha dicho acoger, o algo así) a tu amiga Begoña durante un día?» Y yo enseguida he aceptado. Así que ya lo sabes. Otra cosa es que tú decidas que lo que te ofrece a cambio no vale...

—¡No me digas eso, Espe! Tú sabes lo que significa Enrique para mí.

—Pues entonces...

—¿De qué lado estás?

—Del tuyo, hostia.

—¿Me estás recomendando que acepte? ¿Eso es lo que me quieres decir?

—Espera, espera. El señor López me lo ha advertido: tal vez Begoña te pida opinión.

—Mira qué casualidad. ¿Y qué te ha ordenado que hagas en este caso?

—Oye, guapa, si te tienes que poner gansa conmigo, me abro y ahí te quedas. Parece que ya no reconoces a tus amigos.

—Es que no entiendo nada, Espe. Ponte en mi lugar.

—A mí me ha dicho que lo mejor es que elijas tú sola, y eso me ha parecido bien, y por eso te lo he dicho. Pero si insistes, yo, en tu lugar, no dudaría.

—Pero ¿qué pretende ese hombre? ¿Qué tiene que ver cambiar los planes de la familia de Enrique con que yo me esconda durante un día? ¿Cómo se entiende que sea capaz de alterar el destino de un militar? Si de verdad me quiere ayudar, que lo haga sin más, sin pedirme nada a cambio, o nada tan absurdo. ¿Y por qué te mezcla a ti?

—No sé, Bego. No sé qué responder. Solo sabría inventar.

—Inventa. Necesito alguna explicación, aunque sea mentira. Lo que sea. Dilo convencida, a ver si me lo trago.

—No sé, tía. Lo del militar me lo creo. Lo del cambio de destino también. Que tú estás por Enrique, está claro. Si ese señor tiene la forma de evitar que lo pierdas, sea desordenando unos papeles o cambiando una línea de una lista, hay que aprovechar. Desde luego pide una cosa increíble, pero no difícil. A mí me habrá metido, supongo, porque es más sencillo desaparecer en casa de una amiga que sin casa de una amiga.

—Al menos reconoce que es raro que te cagas.

—Un huevo raro, claro, pero peores serían otras cosas.

—No sé qué hacer.

—Habla con tu madre.

—¿Cómo que hable con mi madre? ¿Le consulto si le parece bien que me rapte yo misma un ratito sin que ella lo sepa?

—No, tonta. Quiero decir que la próxima vez que hables con tu madre lo tendrás que decidir. Será el momento de escoger. O se lo explicas todo y ya verás a Enrique durante las vacaciones, o te callas, y entonces significará que sigues adelante con el plan. ¿Dónde está tu madre?

—¿No te ha abierto ella?

—No. Solo he visto a...

—Gladys.

—Eso.

—A lo mejor se ha ido a comprar el periódico. ¡Hostia, Espe, que me está llamando! ¿Qué hago, joder? ¡Di...! ¿Mamá?

—Begoña, hija, ¿te he despertado?

—No, mamá, acabo de ducharme.

—Que no te he podido avisar, pero me ha llamado Luisa (¿te acuerdas?, es una amiga del trabajo) y me ha pedido que nos veamos. Se está separando, ¿sabes?, así que está un poco desanimada. Comeré con ella y volveré a media tarde, ¿de acuerdo?

—Vale.

—Avisa a Gladys con tiempo cuando quieras comer. Le he dicho que te prepare aquellos espaguetis que te gustan. Pero, si lo prefieres, hay filete de ternera y pechuga de pollo.

—¿Y papá?

—¡Es verdad, hija, que tú no lo sabes! Estará fuera todo el día. De caza con un ministro, o a cazar a un ministro. Una de dos. Así que estarás sola. ¿Por qué no invitas a comer a alguna amiga?

—Bueno, sí, a lo mejor llamo a Espe.

—Begoña...

—Dime.

—Me ha fastidiado no poder estar hoy en casa. Quería hablar contigo, pero no me he atrevido a... Estabas tan guapa durmiendo...

—¿Despierta me pongo fea?

—No seas así, hija. En fin, hay algo que te quiero preguntar y no puedo esperar a llegar a casa. ¿Te ha vuelto a llamar ese individuo?

—¿Quién? [¿Cómo gano tiempo?]

—¿Quién va a ser, Begoña? Ese hombre que se llamaba López.

[No puedo perder a Enrique]. No. [No me ha llamado. Ha llamado a Espe. Todavía tengo hoy y mañana para pensar algo.]

—Me dejas más tranquila, hija. Bueno, pues esta tarde...

—¿Y a ti?

—¿A mí? [Vaya con la niña. Tendré que pagar verdad con mentira.] Tampoco, hija mía.