19
—Puede hacer lo que le plazca, señora Moral.
—La policía sabrá cómo tratarlo. Estoy harta de usted. De sus llamadas, de sus tratos, de su voz. Estoy harta, ¿me oye?
—Lamento que así sea. Creo que, por el momento, no hay motivo. Al fin y al cabo me estoy interesando por su trabajo.
—Me da igual. Me da lo mismo si me pide el expediente de la pentabutamina o un periódico usado. La respuesta es no. [Esa es mi decisión. Venga a repetirme que si volvía a llamar este loco le daría portazo y le amenazaría con la policía, tanto repetirlo que he acabado haciéndolo sin pensar. ¿Por qué tengo la sensación de que tan solo me monto una treta?]
—¿Está usted segura?
—Completamente. [Espero.]
—¿Sin atender a lo que le voy a ofrecer a cambio?
—Guárdeselo.
—Eso no es prudente.
—No quiero saber nada.
—A mí me parece que el intercambio es muy ventajoso para usted.
—No quiero seguir hablando con usted. Adiós. [Es la segunda vez en mi vida que le cuelgo a alguien el teléfono, y la anterior también se la llevó este López. ¿Por qué temo arrepentirme? Menos mal que llama Begoña. Habrá visto el mensaje de mi retraso.] Begoña, hija.
—Es usted demasiado visceral, señora Moral. Vamos a dejar clara una cosa: no me vuelva a colgar el teléfono. Es una falta de educación; creo que, mientras podamos, debemos guardar las formas. Confío en que a estas alturas entienda que si quiero hablar con usted, lo haré. Si cree que tirando el teléfono por la ventanilla del coche...
—¡Me está observando!
—Eso también se lo prohíbo, si me permite la expresión, de aquí en adelante. Ni soy un dios omnisciente, ni ganas, ni tengo el don de la ubicuidad. No me venga con sorpresas pueblerinas, usted, que presume de científica, por las consecuencias de intervenir un par de teléfonos y media docena de ordenadores. Así que no me vuelva a interrumpir entre admirada e indignada por cómo sé esto o aquello. ¿Me he expresado con claridad?
—[Tanto que se me escapa la voz.]
—Preferiría un sí al silencio, pero cualquier cosa antes que otra rabieta. Le estaba advirtiendo que hablará conmigo cuando yo quiera. Para evitarlo tendría que encerrarse en una habitación sin puertas ni ventanas. Si es preciso llamaré al teléfono de su jefe, al de su vecina Martina o al de quien pase por su lado para que le acerque el aparato. ¿Lo ha entendido? Esta vez quiero oír la respuesta.
—Sí. [Te seguiré la corriente, pero mañana tendrás a la policía detrás.]
—Eso está mucho mejor. Bien. Y ahora, antes de seguir con nuestro negocio, crucemos cuatro palabras sobre la policía.
—¿Sobre la policía? [Este hombre tiene la virtud de confundirme.]
—Exactamente. Su marido le dijo una vez que tiene, por su cargo, un acceso privilegiado a la Policía y a Inteligencia. Je, je. Perdóneme la risa. Lo de «inteligencia» siempre me ha sonado fachoso. En fin, lo que le decía sobre sus ventajas. ¿Lo recuerda?
—Sí. [¿Cómo no lo voy a recordar? Es lo primero que vamos a hacer, llamar, en cuanto vea a Gerardo. Antes de cenar.]
—Pero no hablar con Baltasar Plaza sería muy irregular.
—¿Qué? [Magdalena, concéntrate. Ya no entiendes ni a López, que es un pobre desgraciado. No: un hijo de puta. Por eso me cuesta más.]
—Sí, observe. Baltasar Plaza es el nombre del enlace policial. Una vez al mes, por lo menos, llama a su marido y a otros altos cargos del consejo para recoger novedades. Tengo guardadas las últimas conversaciones del señor Plaza con el señor Vives. ¿Desea oírlas o se fía de mi palabra?
—No quiero oírlas, pero no deduzca la alternativa.
—Veo que sigue tensa. No se lo reprocho.
—Solo faltaría [grandísimo canalla].
—En fin, sigamos. El policía siempre aprovecha para insistir en que su trabajo atañe a los miembros del consejo y a su entorno, especialmente su familia. ¿Me sigue?
—Supongo. [¿Adónde quiere que le siga? ¿Al Infierno?]
—Con eso quiero resaltar que lo que usted quiere denunciar tendría que canalizarse a través de Plaza. En la última conversación con su marido, para enfatizar su disposición, lo conminó a llamar incluso si perdía el perro. El señor Vives respondió que no tenían perro, pero Plaza no captó el retintín, y siguió insistiendo en que estaba ahí para todo. Me temo que a usted el señor Plaza le parecería algo obtuso.
—Lo puede conjugar en futuro inmediato: me va a parecer. Y me da igual si es obtuso o plano. Vamos a denunciarlo de todos modos.
—Es usted muy beligerante. Cualquiera aprobaría su actitud dadas sus circunstancias. En todo caso veo que comprende que tendrían (o tendrán, según asegura) que pasar por ese individuo. Así será más sencillo seguir con mis observaciones.
—Mi hija y mi marido me esperan.
—No se preocupe. El vuelo de su marido acumula un retraso de veinticinco minutos, así que, entre unas cosas y otras, espérelo en casa a las nueve. A Begoña, para que esté tranquila, le he enviado un mensaje desde su número, señora Moral, aumentando el retraso unos minutos más por lo mal que está el tráfico, cosa que es una verdad como un templo.
—Está usted en todo.
—En todo lo que puedo. Bien. Como ya tiene decidido confiarse a Baltasar Plaza, creo que sería bueno que conozca, digamos..., su perfil. ¿Sabía usted que es un tipo ambicioso?
—Hay cosas peores. [Usted es la prueba viviente, aunque no me atrevo a decirlo en voz alta. Con motivo o sin él, tengo miedo.]
—Entiendo su comentario, y lo pasaré por alto. El destino que ocupa este policía puede ser un trampolín o una fosa. No hay muchas ocasiones para lo primero, así que suele ser lo segundo. Un empleo pacífico y discreto. Por otro lado, y eso es lo que he oído de labios del propio Plaza, un caso interesante le daría la visibilidad que necesita.
—No sé qué tiene que ver conmigo.
—Ustedes podrían ser su trampolín. Dentro de unos meses se convocan unas plazas de subcomisario, y Plaza persigue una de ellas.
—Cada uno persigue lo que puede.
—Claro. Tiene razón.
—¿Qué persigue usted? [¿Pregunta arriesgada, ridícula, prohibida? Durante unos instantes me haré ilusiones de haber recuperado la iniciativa.]
—Ya tendremos oportunidad de discutir mis aspiraciones, o mis necesidades, para hablar con más propiedad. Más adelante. Con tiempo. Como usted me recordaba hace poco, su familia la espera.
—Para hablar con el señor Plaza.
—O no. Eso es cosa suya. En tal caso, prepárese para un cambio de vida.
—¿De qué está hablando?
—Hace unos meses me tomé la molestia de poner a prueba al señor Plaza y sus métodos. Hice un par de llamadas al hijo de uno de los consejeros. Lo suficiente como para que el padre lo consultara con el enlace. Fue un experimento interesante. A pesar de que desde que Plaza se hizo cargo yo me limité a observar y a escuchar, nuestro policía decidió aislar al joven durante tres semanas (perdió sus primeros exámenes en la universidad, el pobre), intervenir los teléfonos de la familia y los de algunos de los amigos del chico y también ordenar el seguimiento del padre durante semanas.
—Eso ya lo sabrá mi marido.
—No trascendió. Milagrosamente, no trascendió. Aunque, más que milagrosamente, no se supo nada porque no hubo nada por descubrir. Medidas precautorias, las llamó el señor Plaza. Trate de recalcular las consecuencias en su caso.
—No le sigo. [O sí. O no quiero seguirle.]
—Trate de imaginar que ustedes informan a ese policía (por lo demás, a cualquier otro) acerca de las..., ¿cómo llamarlas?..., conversaciones que he mantenido con cada uno de ustedes. Suponga que, puestos a ser veraces, todos detallan nuestro toma y daca. Es irrelevante, me dirá usted, y yo estaré de acuerdo, pero aquí no estamos tratando de lo que pensamos nosotros, sino de cómo reaccionará nuestro señor Plaza. Yo creo que oscilará entre la gran extrañeza y la gran alarma. De modo que, a la vista de sus hábitos profesionales, cabe esperar una gran respuesta.
—Es lo que estoy deseando. [Creo que es lo que estoy deseando.]
—Permítame que lo ponga en duda.
—¿Es que usted también es capaz de saber lo que deseo o dejo de desear?
—Solo por experiencia en la vida. Y por la falta de datos que usted padece, por supuesto.
—Y, naturalmente, me va a explicar qué significa eso sin necesidad de que se lo pida.
—Es preciso. En primer lugar, tengo los años suficientes como para saber que la voluntad de los adultos es casi tan veleta como las de los niños. No crea...
—Encima me llama ingenua por querer perderlo de vista... o de oído.
—Iba a decirle que no creyese que buscaba menospreciarla. El cambio de opinión parece estar grabado a fuego en el ser humano.
—Sí, claro, es obvio. Ya ha conseguido tranquilizarme. ¿Puedo serle parcialmente franca? Me mata usted con sus misterios, sus peticiones, su saberlo todo y, ahora, con sus trivialidades. [Otra vez temo haberme pasado de la raya, pero es que este desgraciado puede conmigo.]
—Aguarde unos momentos. No es ninguna obviedad. He dudado de que desee las consecuencias de comunicar mis llamadas a la policía porque a usted le falta información.
—Claro, claro, información que se va a apresurar a darme.
—Marcelo Ochoa va a ser despedido.
—¡¿Qué?!
—Para sustituirle como director técnico, se barajan dos candidatas: Marta Ortiz, jefa del Laboratorio de Aplicada, y Magdalena Moral, jefa del Laboratorio de Básica, que es usted.
—¡Pero qué dice! ¿Cómo lo sabe?
—No volvamos a las andadas, por favor. La información que fluye por los pensamientos es gozosamente inasequible. Lo que circula por cualquier otro medio está al alcance de casi cualquiera. Le ruego que dé por bueno lo que le diga. Lo contrario me aburre y me enoja. Cuando le vaya a soltar alguna mentira, prometo avisarla.
—¿Cómo van a deshacerse de Ochoa, con lo que representa?
—Está quemado; eso lo sabe hasta usted.
—No es cierto. [¿Cuantísimas veces se me ha pasado por la cabeza?]
—Como guste. La preferida, ahora mismo, es usted.
—[Con lo que me está cayendo encima y este tiparraco es capaz de hacerme salivar con la imagen de convertirme en la directora técnica de Sanatea.] Todavía me cuesta más creer eso. [Ahí va una pura mentira. Viva la humildad, pero cualquier equipo de selección me preferiría a mí antes que a Ortiz. Para dirigir técnicamente el laboratorio o para cualquier otra cosa].
—No es todo.
—[Ahora ya no puedo parar. Necesito saber más. Disimulando, pero necesito saber más.] Que, sin duda alguna, me va a seguir explicando aunque le pida que se calle. [Mierda de farol. Mierda de farol. Como se eche atrás, me trago el teléfono.]
—No. Puede que le haga caso.
—[¡Joder! ¡Joder, no!]
—Interpretaré ese silencio como un resquicio de duda. Le explicaré algo más, pero antes suponga que lo que le puedo decir tiene un precio: el expediente de la pentabutamina.
—[Joder, sería capaz de llevárselo en persona para sonsacarle, pero no puedo caer tan bajo. ¿Podré morderme la lengua, por lo menos?]
—Era un suponer. Confiaré en usted. Le voy a descubrir un par de cosas más. Cuando acabemos esta conversación le quedarán treinta minutos para llegar a su casa. Aprovéchelos para decidir si me envía lo que le pido, o no. ¿Le parece bien?
—Siga.
—Los dos laboratorios se van a fundir en uno. A lo sumo.
—¿A lo sumo?
—Sabe usted de sobra que la situación actual de Sanatea es inestable.
—[Mi gozo en un pozo. Directora técnica de una empresa en trance de desaparición.] ¿Van a liquidarla?
—No, no. No me he explicado bien. Me refería a la incertidumbre en la postura de BernaFarm.
—[Va, viejo hijo de puta, va, si has empezado tú solo, acaba tú solo de una maldita vez.]
—Lo más probable, a día de hoy, es la fusión. La compra, mejor dicho.
—Entonces, lo de a lo sumo, ¿por qué?
—En pocas palabras: si Sanatea se mantiene independiente, caben dos posibilidades. Un único laboratorio dirigido por la que no haya sido elegida como directora técnica.
—[No es malo el premio de consolación, pero, indudablemente, no me merezco trabajar a las órdenes de Marta Ortiz. Una faena.] ¿Y si no?
—También se contempla comprar patentes y distribuir fármacos sin investigación propia. En este caso se necesitaría relevar a Ochoa como director técnico, pero se amortizarían todos los empleos de investigación, incluida el de la jefa restante de laboratorio. Eso significaría que quien ganase se lo llevaría todo. La no elegida no se quedaría en la empresa.
—¡Imposible! [Virgen del Amor Hermoso, esto es una bomba.]
—A no ser que ampliasen el Departamento Comercial.
—[Sí, hombre, el colmo. Yo haciendo el artículo a estúpidos bisoños engreídos y a las órdenes de Luisa. Antes me dedico a la ganadería]. Todo me suena a fantasía. [Y, por ello, me lo estoy creyendo palabra por palabra.]
—Todavía hay más. Mucho más.
—[Y yo que le he colgado el teléfono. Tanto da si es ángel o demonio quien nos suministra lo que queremos.] No sé qué más puede haber.
—Que Sanatea permanezca independiente es lo menos verosímil. Supongo que comprenderá que BernaFarm tiene ya un director técnico: Louis Bonefane.
—[Dios, todos a la puta calle. ¿Qué voy a hacer? Qué vergüenza.] —En palabras de uno de los directivos de BernaFarm, hay muchos puntos a favor y otros tantos en contra de la adquisición de Sanatea. ¿Sabe cuál es el punto a favor número siete?
—No. [Por no decirle: ¿cómo mierda voy a saberlo? El muy miserable me lo está haciendo sudar.]
—Sacarse de encima a Bonefane.
—No le entiendo.
—En todas partes cuecen habas. También en Suiza hay quien cae en desgracia, quien es indolente o quien se anquilosa. A juicio de los mandamases de BernaFarm, Louis Bonefane reúne todos esos dones.
—Pero, entonces...
—Entonces la directora técnica de Sanatea se convertiría en directora técnica del grupo, multinacional, resultante. ¿Qué le parece?
—Necesito digerir tantas novedades. [Dios, eso sí que es un plato atractivo. Joder, si hasta me ha dado un escalofrío.]
—Una tarea de altos vuelos, gran responsabilidad, gran prestigio...
—Me hago cargo. [Me cuesta hacerme cargo, pero así, de sopetón, me entusiasma el paisaje.]
—Y, aunque adivino que no es su principal preocupación, el cargo conlleva una generosa remuneración.
—Ha adivinado bien [pero no me importaría, por una vez, pasar la mano por la cara a mi querido Gerardo].
—Solo le diré que el señor Bonefane se lleva a casa, cada mes, dos veces y media lo que cobra su marido, el señor Vives. Así se puede hacer una idea cabal.
—Ya veo. [¡Cómo cambiarían algunas cosas! Además, con los chicos ya mayores (porque Begoña ya está hecha una mujer, por mucho que la mire como a una niña), ya es hora de que piense en mí. Siempre me ha tocado ir a remolque de Gerardo y de los niños, pero ahora han desaparecido los impedimentos. Me gusta el panorama. Me gusta mucho.]
—Si se produce la adquisición, los laboratorios de Sanatea se desmantelarán y se integrarán en los de BernaFarm, que son considerados más potentes.
—Así que, otra vez, quien gana lo gana todo; y quien pierde lo pierde casi todo.
—Exacto. Ahora solo me queda subrayar un par de aspectos sobre los que hay que tomar una decisión. A la información anterior hay que añadir un plazo: desde pasado mañana, cuando se reúne el consejo de administración de Sanatea, hasta dentro de cincuenta días, cuando se celebra la junta de accionistas de BernaFarm. Cincuenta días decisivos para usted. Para usted y para todo aquel que trabaja en Sanatea, se entiende, así como para no pocos de BernaFarm, como el señor Bonefane.
—Comprendo.
—Usted y su colega, o rival, sufrirán un duro escrutinio.
—Eso supongo. [Si verdaderamente solo depende de las capacidades objetivas de ambas, ya me puedo encargar las nuevas tarjetas de visita.]
—Usted verá si es el mejor momento para tener unos cuantos policías revoloteando a su alrededor, haciendo preguntas aquí y allá.
—[Demasiado pronto me había olvidado de que estoy tratando con un sinvergüenza.] Lo tenía usted preparado.
—No. La mayor parte de los acontecimientos escapan a nuestro control. Parece mentira que no lo sepa. Me he limitado a aportarle algunos datos.
—Muy sibilinamente dosificados.
—Muy relevantes. Eso también lo podría decir. Hasta el punto de que le vuelvo a pedir que pague como modesto precio diferido el expediente que le he solicitado. Reflexione sobre todo ello. ¡Ah!, en el camino de vuelta tome la AP-12 y evite la ruta por la que ha venido. Ahora la autopista está tranquila y tendrá un viaje plácido.
—Muy atento.
—Me he permitido encargar algo de cenar para ustedes tres. Así, cuando llegue, tendrá más tiempo para los suyos y para pensar. Adiós, señora Moral.