6

—Esto está buenísimo, Ignacio.

[Habrá que seguir la corriente.] Y que lo digas, Magdalena. Te felicito por la verdura, hijo.

—Oye, ¿de dónde has sacado estas alcachofas? Las pocas que se empiezan a ver en esta época siempre son una pena. [Ahora me dirás que de tu querido Almonte. ¿De dónde, si no?]

—Las he comprado en Almonte, madre. Todavía quedan algunas huertas y algunos campesinos siguen atreviéndose a vender cuatro cosas directamente, con las cajas metidas en un portal.

—Y, la judía, tierna, ¿eh? [Con más hilos que un costurero, pero tierna.] Hasta tu hermana se come lo suyo.

—Es para no hacerle el desprecio, mamá. Me gusta esta tanto como la que tú haces. O sea, nada.

—Vamos, Begoña, intentemos tener una cena en paz.

—¿Qué nos has preparado de segundo, Ignacio?

—Nada, padre. Bueno, fruta. Por la noche no es sano hartarse. [Y menos con tu barrigón, que espero que no sea hereditario.]

—Bien dicho, Ignacio.

—Sí, hijo mío. La verdad es que con este platazo de verdura ya me he quedado a gusto. Yo solo lo preguntaba por cortesía, por saber si nos ibas a regalar con una creación o con dos. [No creo que captes el sarcasmo, hijo; lo que daría yo por un par de manitas de cerdo tostaditas.]

—Pues si no hay nada más, hermanito, yo me voy a zampar unas chocolatinas. [A ver si me saco el mal sabor de boca.

Porque quiero a Ignacio y por no dejarlo en evidencia. Por eso me lo he comido. Si no, de qué.] ¿Alguien quiere?

—No.

—No, y tú tampoco deberías comer, Begoña. [A pesar de que te lo puedes permitir, hija mía, mientras que yo no sé cómo esconder las cartucheras.]

—No, gracias.

—Ah, hija, ya que vas a la cocina enciende la cafetera. Que hoy tienes mejor cara, Begoña, hija mía. ¿Vas haciendo buenas migas con ese chico que te gustaba?

—¡Mamá!

—Déjala, mujer, que siempre estáis igual.

—Pero si lo único que hago es interesarme por sus cosas. ¿Qué tiene de malo?

—Me comeré el chocolate en mi habitación. Buenas noches.

—Buenas noches, Begoña. Esto es lo que tiene de malo, Magdalena.

—Que descanses, hija, y procura no ser tan susceptible. [Y ten seso cuando te veas con chicos; a tu edad ya no son tan chicos, y no estoy para berrinches.]

—Buenas noches, Ignacio.

—Que duermas bien, Begoña. Dentro de un rato te ayudaré con ese problema que me decías.

—Vale.

—Ahora os traigo el café. Voy a fregar los platos.

—No hace falta, Ignacio. Ya lo haré yo mañana, que ahora no tengo ganas.

—Ignacio, escúchame. Un pajarito me ha dicho que te vas de casa. Bueno, Magdalena, no me mires así. Supongo que no era un secreto de Estado. ¿Es verdad eso? [A ver si me explicas cómo seguirás tirando.]

—Claro. [Por ahorrarme tus aires de grandeza me largaría hoy mismo.] ¿Qué tiene de particular?

—Eso, Gerardo, ¿qué tiene de especial?

—Yo solo me intereso. No es una cosa corriente que un hijo se lance con lo puesto.

—Tengo un salario decente, padre, mejor que muchos. [Una miseria, para lo que hago, pero no te voy a dar el gusto de lamentarlo.] Aunque, desde luego, no es como el tuyo. Ni siquiera como el tuyo, madre.

—Oye, Ignacio, que yo no he dicho nada de eso. No me malinterpretes. Además, tú eres muy joven, y lo importante es progresar. [Aquí te lanzo otra puya, hijo; ya comprobarás cómo se incrementa tu paga con los años.] ¿Has encontrado piso?

—Estos días he estado mirando unos cuantos. Hay uno a medio camino entre la escuela y la estación que no está mal.

—No me habías dicho nada, Ignacio. ¿Qué tal es?

—Es que no está decidido, madre. No es muy grande, pero tiene luz. Me lo guardan unos días. Quiero acabar de pensarlo. [Y convencer a Lucía de que lo compartamos; el espacio y los gastos, por lo menos.]

—Pero ¿de alquiler o de compra? [Hoy tengo el día mordaz, coño.]

—De alquiler, padre. ¿Tú crees que estoy como para embarcarme en una compra?

—¿De alquiler? Pero eso es tirar el dinero, Ignacio. Es de dominio público. [A veces, parece que no seas hijo mío.]

—Tu padre es demasiado vehemente, Ignacio [Gerardo, Gerardo, si con las miradas no tienes bastante, te voy a pegar una patada en la espinilla que verás si te comportas], pero piénsalo. Hoy no es muy diferente un alquiler de una hipoteca.

—¿Habéis oído hablar de una cosa que se llama entrada? ¿Y de otra que se llama préstamo a veinte o a treinta años?

—Bueno, Ignacio, pues ya hemos llegado al cabo de la calle. Me parece de perlas que hagas tu vida, pero eso no está reñido con el hecho de que tengas familia. Tu madre y yo te echaríamos una mano gustosos. Sabes perfectamente que conservamos el piso de los abuelos, que está a tres pasos de aquí. [Coño, Magdalena, me cago en tu padre por la patada, pero no vas a evitar que diga un tercio de lo que quiero decir.] Y podríamos reclamarlo para ti en poco tiempo. Queda a cuatro paradas de la zona universitaria; a lo mejor, te podrías animar a completar tu formación. [A empezarla, te tendría que decir, pero no quiero armarla.]

—Mira...

—No, no, déjame terminar. [Joder, Magdalena, en vez de intentar frenarme a base de pataditas, podrías colaborar en convencer a tu hijo.] Ignacio: perteneces a una generación que está condenada al cambio laboral y a seguir formándose durante toda la vida. Sería un anacronismo que, precisamente tú, le anclases en tu magisterio, formándote a base de cursillos de veinte horas sobre técnicas de respiración y manualidades de macramé. Tú vales más.

—Oye...

—Espera. Espera. Solo te pido que dediques unos años más a aprender un poco más; algo más. Tú has escogido la profesión de enseñar. Muy bien. Justamente por eso tendrías que apreciar mi opinión. Gana conocimientos, gana altura. Tienes condiciones, Ignacio. Te conozco. Nos has dado muestras de sobra. No entendemos que te quedes así [sí, Magdalena, te incluyo; me lo tienes que agradecer], que te conformes con esto. Y no tienes por qué avergonzarte de poder utilizarnos de trampolín.

—¿Has acabado, padre?

—No, Ignacio, no he acabado. Si te emperras en tus trece, dentro de cinco años decidirás comprar el piso (u otro similar) en el que habrás tirado a la basura meses de alquiler, te acostumbrarás a votar en las municipales de Almonte y te sabrás de memoria todos los ladrillos y todas las caras del colegio. No te digo nada sobre de aquí a veinte.

—¡Gerardo! Creo que, por hoy, ya has dicho bastante. [Y la franqueza no exculpa a un bocazas.]

—¿Has acabado ya, padre? [Antes tenía la intención de dejarte por imposible, pero has logrado inflarme los huevos, gilipollas.]

—Te lo digo por tu bien, Ignacio. El tiempo pasa muy...

—¿Por qué hace más de tres años que no me invitas al círculo, padre? ¿No admiten a los mayores de edad?

—Creí que no te interesaba. Podemos ir cuando tú...

—¿No será que te avergüenzo, padre?

—Pero ¿qué sandeces dice tu hijo, Magdalena?

—Ignacio, por favor, vamos a dejarlo. Has ofendido a tu padre. [Yo me lo he preguntado cien veces y nunca me he atrevido a pedirte explicaciones.] Y tu padre habrá sido más o menos afortunado en sus consejos, pero, al fin y al cabo, estamos obligados a darte los que nos parezcan más sensatos. Yo [mal que me pese] respeto tus planes, ya lo sabes, pero una cosa no quita la otra. Estamos viendo que el paso que vas a dar es irreversible, y tu padre te ha vuelto a colocar ante los ojos [esos ojos más claros todavía que los de Begoña] lo que podemos poner a tu disposición para que tengas más opciones para elegir. Yo no te voy a decir que muchos envidiarían tu lugar [no te lo digo porque te lo acabo de decir, y porque es cierto], porque cada cual es como es. Gerardo, ponme a mí dos dedos también. [Así mañana podré echarle las culpas al alcohol por ser tan ligera de verbo.] No te lo voy a decir, Ignacio. A cambio, haz un esfuerzo por ponerte en nuestro lugar.

—Me pides un grandísimo esfuerzo, madre.

—La insolencia no es ningún argumento, Ignacio. [Creía que una cosa así solo tendría la desfachatez de lanzársela a su padre. Hoy no voy a dormir.] Piénsalo, hazme el favor. Tenemos una vida desahogada. No nos falta de nada. Puede que pequemos por exceso: algunos gestos superfluos, muchos objetos innecesarios. Bien. No nos han regalado nada, Ignacio. ¿Por quién crees que nos hemos partido la espalda? Por vosotros dos. Por Begoña y por ti. No, mírame, Ignacio.

—Déjalo, Magdalena. Más no podemos hacer. Hemos cumplido con nuestra obligación. Es tu vida, Ignacio.

—Por fin lo has entendido, padre. Ah, y me alegro de que finalmente tú también hayas hablado claro, madre: no es bueno reprimirse las opiniones. Estaréis pensando que no tardaré mucho en volver cabizbajo para tomaros la palabra, que añoraré vuestros coches, vuestros pisos y vuestros ahorros. Esperad sentados. Solo os pido que no os cebéis con Begoña para resarciros. Procuraré mudarme cuanto antes. Buenas noches.

—Pero ¿tú has visto, Magdalena? Pronuncia su última palabra y nos deja aquí como si fuésemos dos de los chiquillos con los que batalla. Bueno, y ahora no te pongas a llorar, mujer.

—Es que... [Estoy cansada; por eso lloro.]

—Venga, cálmate. Toma y sécate. Vamos, así está mejor. Acábate esto. No hay para tanto. Y solo te repito lo que tú siempre me recuerdas.

—Estoy blanda, eso es todo...

—Nos hacemos mayores, Magdalena. Pero todavía tenemos muchas penas por aguantar.

—Eso, hombre, anímame.

—Cuando menos tenemos a nuestros padres muertos y enterrados.

—Menudo consuelo.

—No poco, Magdalena. Podemos dedicarnos a los hijos... y a nosotros.

—A nosotros... [Estoy cansada.]

—Sí, mujer, también nos corresponde disfrutar. [No sé exactamente cómo, pero nos lo merecemos. Me lo merezco.]

—¿En qué sociedad vivimos, Gerardo, que yo, a mis años, me tenga que preocupar por conservar mi trabajo? Si no es porque mi cuerpo me jura que envejezco, diría que tiro atrás.

—¿Sabes algo más? [¿Algo más que yo no sepa?]

—¿Más? Más habladurías. Eso es lo que sé. No hay derecho a que mi vida dependa de quien no conozco y de lo que está fuera de mi alcance. Me siento desvalida [y furiosa].

—Manuel Cornicabra me habló de la operación. [Eso no es mentira.]

—¡Ah! ¿Sí?

—Asesora a uno de los accionistas de Sanatea.

—¡Qué me dices!

—Lo pequeño que es el mundo. Un tal Patilla.

—¿Patilla? Vaya, qué casualidad. Su nombre va y viene en boca de unos y otros.

—¿Y eso?

—Una parte de la plantilla quiere enviar una comisión para convencerlo de que no venda. La otra, lo contrario.

—¿Y tú?

—No sé qué decirte. Tanto da.

—¿Tanto da?

—He estado hablando con Ochoa.

—Vaya por Dios. Tu jefe es pájaro de mal agüero.

—Y parece que no vender ya no es garantía de tranquilidad.

—No lo entiendo.

—La mayor parte de los accionistas de Sanatea quieren deshacerse de la compañía. Si no son los suizos, serán los alemanes, o los norteamericanos. Lo más probable es que nuestra situación, tal como está, no dure más que irnos meses.

—¿Tantas prisas?

—Ochoa me ha explicado que la propiedad de Sanatea cambió de manos, por herencia, hace tres o cuatro años.

—Pero eso ya lo sabías.

—Pero lo que no sabía es que llevan todo ese tiempo a la greña. Unos cuantos quieren vender; otros, mantener. Han llegado hasta los tribunales.

—¿Y vosotros no lo habíais notado en la empresa?

—¿Sorprendente, verdad? Lo cierto es que no tanto. Yo, cuando entré, ya no conocí a los fundadores. Traspasaron la gestión a profesionales. Suerte de Augusto Calvo, el gerente, o consejero delegado, como sea que lo llamen, que lleva cerca de veinte años dirigiendo el negocio y nos ha tenido al margen de las pataletas de los propietarios.

—Entonces decidirán lo que recomiende este hombre. ¿De qué es partidario, de vender o de no vender?

—Calvo se jubila a final de mes.

—Caramba, qué oportuno.

—Cumple setenta. Además Ochoa me ha dado a entender que ha acabado harto de contener a unos y a otros. De ahí que ahora se precipite todo y que no sea más que una cuestión de tiempo, poco tiempo, que todo aquello cambie de arriba abajo. No sé, Gerardo, estoy un poco asustada. [Pavor es lo que siento ante la incertidumbre. Me mata el no saber qué mierda pasará conmigo.] Me mata el no saber qué pasará conmigo.

—Vamos, Magdalena, tú eres muy buena en lo tuyo.

—Aunque fuese verdad: ¿de qué me sirve una habilidad que ya no se utilice en la empresa?

—Tu valía no se puede desaprovechar [a pesar de que el talento despilfarrado se está convirtiendo en un rasgo de familia]. Pero cálmate, Magdalena, no vuelvas a llorar. [No me hagas esto, mujer, que no sé qué hacer con las lágrimas; ni las mías ni las ajenas.]

—Perdona...

—Tampoco es el fin de los tiempos. En el peor de los casos tenemos medios.

—¡No me vengas con los medios! Yo no soy Ignacio. No lodo se reduce a medios. No sé estar ociosa. Soy una buena investigadora. No quiero dedicarme a redactar prospectos o a presentaciones comerciales de productos que han desarrollado otros. No tengo treinta años. Ni siquiera cuarenta.

—Ahora todo se te hace una montaña, pero...

—Pero ¿qué?

—A ver, Magdalena, coño, sosiégate, que perdiendo los nervios no vas a conseguir nada [nada más que hacerme perder los míos.] Espera, por lo menos, hasta que se aclare la situación. Tampoco hay para tanto.

—¿Que no? Ya me gustaría verte en mi situación [desprovisto de tu plaza inamovible, de tus funciones intocables y de tu sueldo sagrado]. Te podría reconfortar con el tiempo que podrías dedicar a Begoña, o a tus tertulias en el círculo. O con las perspectivas de volver a venderte en el mercado laboral, o conformarte con completar expedientes administrativos, estampando sellos y rellenando casillas vacías, en vez de supervisar a los supervisores del consejo.

—Si voy a ser yo quien pague los platos rotos, espera al menos a que se rompan. Cuando estalle el drama, si se produce, yo te consolaré, pero sufrir ahora no merece la pena. Tampoco hay nada que puedas hacer, así que esperemos acontecimientos. [Ya no me miras hundida, sino ofendida. Algo es algo. Te prefiero enojada a deprimida.]

—Supongo que te das cuenta de que eso es hablar por hablar. [Me gustaría saber si me quieres ahorrar un sofoco o te lo quieres evitar tú]. Eres tú el primero que especula y cavila sobre las consecuencias de lo que todavía tiene que pasar. Te recuerdo que hace un rato has tenido un nuevo episodio con Ignacio y su porvenir de protagonistas.

—Hoy ha sido un día muy largo, Magdalena. ¿Nos ponernos a dormir? [¿Y nos callamos de una maldita vez?]

—Me parece que me quedaré un rato despierta. Veré alguna serie. Cualquier cosa que me distraiga [porque el señor ya ha dado por concluida la entrevista y tendré que conformarme con autocompadecerme]. Que descanses, Gerardo. Procuraré no despertarte.

—No te preocupes [que ya estoy acostumbrado]. Buenas noches.

—Apaga la luz, por favor. Con la de la mesita tengo bastante.

—¿Así está bien? [Te vas a quedar ciega.]

—Sí, muy bien. [¿Cómo va a estar? Te he pedido que le des a un interruptor, no que me prepares el jarabe de la felicidad.]

—Ah, Magdalena.

—Dime.

—¿Le has dado mi número de móvil a alguien últimamente?

—¿De tu móvil?

—Sí, el particular. No el del consejo, sino el mío.

—Ay, Gerardo, no sé de qué me estás hablando.

—Coño, Magdalena, yo uso dos teléfonos, el propio y el del trabajo. No me dirás que te coge de nuevas.

—Hombre, sé que usas dos, pero no me acuerdo de ninguno. Para eso está la agenda del teléfono. Los tengo los dos guardados.

—No, si no hace falta que lo jures. Siempre me acabas llamando por el que no toca.

—Será que es el que tienes encendido, Gerardo. No sé. Procuraré enmendarme. No sabía que fuese tan importante. [Tus nimiedades sí que cuentan.] En todo caso no he dado ninguno de tus teléfonos a nadie recientemente, que yo recuerde.

—¿Tampoco conoces a ningún López?

—¿López?

—Sí, López, López. No es un apellido complicado [pero, si quieres, te lo puedo deletrear].

—Veo que tus nervios también están destemplados. [Y, cuando te pones así, mejor cierras los morros y te das media vuelta.] Y no, no conozco a ningún López ni he dado ninguno de tus números de teléfono a ningún López.

—Pues no sé...

—Deduzco que te ha llamado un tal López a tu número privado.

—Precisamente.

—Y no se había equivocado.

—Imposible. Ha preguntado por mí.

—Bueno, ¿y qué te ha dicho? [Ahora mismo me importa un rábano lo que te haya dicho o dejado de decir, pero si hemos llegado hasta aquí no me queda más remedio que preguntar.]

—Que me volvería a llamar pronto.

—No lo entiendo.

—Yo tampoco.

—Pero vamos a ver, Gerardo. ¿Me estás diciendo que un tipo te llama: «¿Es el señor Gerardo Vives? ¿Sí? Al habla López. Que mucho gusto y que le llamo de aquí a unos días»?

—Suena absurdo, ya lo sé. Pero no ha sido muy diferente.

—Bueno, Gerardo, no ha habido sangre ni violencia. Es lo que tú llamarías una pequeñez. Supongo que no te preocupará...

—No, qué va. Únicamente que ha sido muy extraño...

—Algo más te habrá dicho.

—Que estaba muy interesado en mi trayectoria, en mi trabajo, o algo así.

—¿De verdad? Tienes hasta admiradores. Pero tú le habrás preguntado quién es.

—Claro. Me ha respondido vaguedades. Que no nos conocíamos, pero que ya tendríamos oportunidad. Es cuando me ha dicho que me volvería a llamar.

—Bueno..., ¿y qué?

—Que me volvería a llamar coincidiendo con mi visita a la número seis.

—¿Qué?

—Pasado mañana me voy a revisar la inspección a la central número seis. Ya te lo había dicho, ¿no?

—No, Gerardo, no lo sabía.

—¿Estás segura?

—Hostia, Gerardo, al final me haces renegar. Si te digo que no, es que no. Se lo habrás dicho a ese López en vez de a mí.

—No tiene gracia. Esa información la conoce muy poca gente.

—Y que lo digas.

—Coño, Magdalena, lo siento. Creía que lo sabías. Apenas lo decidí hace dos o tres días.

—¿No puedes devolverle la llamada?

—Número oculto. Y, ahora, estoy más mosqueado. Creía que tú le habías dado el número, pero si ni siquiera estabas al corriente de mi viaje... Y los chicos, menos.

—¿No puedes hacer averiguaciones? En la oficina...

—Sí, los de la Policía e Inteligencia nos cuidan mucho, pero es poco lo que les podría decir. Además, lo primero que harían sería pincharme el teléfono y endosarme una sombra. Ponerme vigilancia, quiero decir.

—No sé qué decirte, Gerardo. ¿Te ha explicado algo más, o has notado algo más? ¿En su voz, por ejemplo?

—No. No sé. Parecía extranjero. O una máquina. O alguien muy mayor. Puede que las tres cosas a la vez, pero no era una grabación. Me seguía la conversación.

—O se lo dices a la policía, o esperas la próxima llamada.

—Seguro que tiene una explicación. Esperaré a que vuelva a llamar, o, mejor, que no llame más. Buenas noches.

—Buenas noches, Gerardo.