24

—¿Señor López?

—Caramba, Ignacio, vaya reflejos. ¿No te ha aparecido como una llamada de tu hermana?

—Claro.

—Cualquiera diría que has logrado discriminar si la línea está intervenida o no. Menudo triunfo. Te felicito.

—No tiene mérito.

—Por supuesto que sí. Me temo que tendré que revisar mis métodos.

—Ya le he dicho que no tiene mérito. Sencillamente mi hermana jamás me ha llamado a estas horas. Son las ocho menos cuarto de la mañana.

—Lástima que solo sea eso, hombre. Hubiera sido un reto tenerte pisándome los talones. Por teléfono, quiero decir.

[Lo estoy intentando, cabrón, pero voy a ciegas. Todavía no he podido meterme ni en la red de la compañía.] Ya ve que no es más que dar palos de ciego.

—No cejes, Ignacio. Sigue probando. ¿Has conseguido entrar en los sistemas de las operadoras?

—No. [¿Para qué voy a decir una cosa por otra?]

—¿Has visitado alguna vez el portal restringido que tienen en común?

—Primera noticia.

—Pues te voy a dar una pista. El primer acceso lo tienes que hacer desde dentro. Acércate a alguna de las sedes hasta que estés al alcance de su conexión inalámbrica. Lo demás, con tus conocimientos y tu aptitud, es pan comido.

—Lo tendré en cuenta. [El muy mariconazo se permite el lujo de orientarme. Cagondiós, qué ganas te tengo.]

—Así que, de todos modos, esperabas mi llamada.

—Más pronto que tarde.

—Muy agudo de tu parte. Tenía ganas de oír tu voz.

—Igualmente. [A ver si aclaro algo más de ti].

—Para tus chavales tú eres un hombre hecho y derecho, mientras que a mí me suenas como un muchacho.

—¿Cómo me lo tengo que tomar? ¿Me ofendo?

—Para nada, Ignacio, para nada. Tan solo observaba lo fácil que es convertir algo absoluto, como la edad, en relativo. Por cierto, ¿te he interrumpido?

—Estaba rellenando los pesebres del palomar antes de irme a trabajar. [¿Qué pasará si soy yo el entrometido?] ¿Le gustan las palomas, señor López?

—Ni me gustan ni me dejan de gustar. Prefiero los gorriones, por ejemplo.

—¿De veras?

—Son unos animalillos simpáticos, ¿no te parece?

—¿Es su animal preferido? [¿Qué pelotas estoy haciendo?]

—Me parece que no tengo un animal preferido. O... tal vez sí.

—¿La serpiente?

—Espero que no te hayas levantado con el pie izquierdo, Ignacio. Hay quien podría tomarse por la tremenda lo que has dicho. No yo, por supuesto. Hasta cierto punto no vas descaminado. Yo pensaba en el ser humano.

—Es verdad que algunos son como sabandijas.

—Sería mejor decir unos cuantos más que algunos solo. De hecho, todos sería más correcto.

—Eso es que ha conocido a pocos, y todos con los instintos torcidos. Al final uno acaba contagiándose. [¿Saltará?]

—Afloja un poco, Ignacio. Por si te sirve: soy difícil de ofender, y aún más complicado es herirme. Lo que no quita que me aburran las groserías. Añádele que es poco ortodoxo que un niño hostigue a un viejo tratando de aleccionarlo, por muy ineficaz que sea su acción.

—Lo que está bien y lo que está mal no depende de los años.

—Bastante más de lo que te imaginas. Si no tienes suficiente memoria para revisar tu infancia, repasa las nociones que manejan los críos que instruyes. ¿O debo decir educas? ¿Cuántas veces en una sola semana te dedicas a inculcarles principios? ¿Crees que les van a durar toda la vida? Recogiendo tu teoría del contagio: estate atento a no infantilizar tus razonamientos. El día de mañana...

—¿Qué es para usted el bien y el mal, señor López?

—¿A qué hora te has levantado, Ignacio? No puede ser que recién comenzado el día te ofusques con semejantes ideas.

—¿Qué es el mal para usted, señor López?

—No digas bobadas, Ignacio. Vamos a...

—¿Cree usted que está bien lo que nos está haciendo?

—¿Nos?

—Anteayer hablé con mi madre.

—¿Te dijo que había hablado con ella?

—Precisamente por eso. Me lo preguntó a mí. Yo le dije que no. Ella me dijo que no. Los dos nos mentimos.

—¿Y cuál es mi responsabilidad?

—Es su culpa. Nos está haciendo daño.

—No sabes lo que es hacer daño. Esto no es hacer daño.

—Está usted tratando con todos nosotros.

—Últimamente hablo con mucha gente. Demasiada. ¿Y qué?

—Nos miente. Nos confunde. Nos derrota.

—Sin duda tienes un mal día.

—No me trate como a un inferior o como a un retrasado.

—Actúa en consecuencia. ¿Te han pedido ayuda tus padres o tu hermana por mi causa? Di.

—No, pero...

—¿Los notas angustiados? Más de lo habitual, quiero decir.

—Sí, porque...

—Porque tu padre tiene problemas en el trabajo, y porque tu madre tiene problemas por el trabajo. Por eso. En cuanto a Begoña, sus zozobras se asemejan un tanto a las tuyas, y tienen que ver con el amor.

—Nos estamos convirtiendo en marionetas.

—No me digas. Y estoy coartando vuestra libertad.

—Exactamente.

—Bueno, así hemos limitado la cuestión. Ahora ya podemos decir que una buena parte de tus dolores de cabeza están causados por la ignorancia.

—¿Cómo se atreve?

—¿Sabes cuántas formas hay de entender la libertad, Ignacio? ¿Lo sabes? ¿Quieres que te recite veinte de ellas para que comprendas que solo comparten el nombre? ¿Conoces a dos sujetos que, de verdad, lo que se dice de verdad, se refieran a lo mismo cuando se la ponen en la boca? ¿No comprendes que fingen entenderse porque para las menudencias cotidianas les basta? Pues bien, Ignacio, antes me has acusado de haber cercenado tu libertad. ¿Cuál de todas? ¿Todas? Basta de sandeces.

—No tiene derecho a callarme así.

—¿Derecho? ¿Has dicho derecho? He aquí otra noción lo suficientemente maleable como para que quepa lo que se te antoje.

—¿Por qué no desaparece, señor López? ¿Le parece esta pregunta lo suficientemente concreta para su paladar?

—Menos mal que pareces regresar de los cielos a tocar la tierra con los pies. Pero, para que veas que te puedo empatar, te voy a responder con una de tus palabras grandilocuentes: la fatalidad. ¿Conoces alguna aproximación cotidiana a su significado? Lo que no se puede evitar. Es una fatalidad sufrir un ataque al corazón en la flor de la vida mientras uno pasea por la orilla de la playa. Es una fatalidad abordar un tren que va a descarrilar. Lo es también nacer con un rostro agraciado.

—Me dan ganas de...

—Antes de decir algo de lo que te puedas arrepentir, reflexiona. Y, antes de reflexionar, ve bajando de la azotea. Te voy a incomodar un poco, hombre, a ver si recuperas unos gramos de cordura. Baja ahora mismo de la azotea. La leche que has puesto a calentar ha hervido, se ha derramado y ha apagado la llama, pero el gas sigue fluyendo desde hace... dos minutos, para ser exactos.

—¡¿Qué?!

—Así, hombre, así. Mueve un poco las piernas y dale una tregua a la cabeza. Por fortuna te has dejado el portátil lo suficientemente cerca como para que la cámara se haya chivado.

¿Te parece una fatalidad razonable? Así, eso es, abre bien las ventanas. No te preocupes, no ha pasado nada.

—Por su culpa, maldita sea. Si no me hubiera llamado...

—¡Cómo no! Ya ha hecho su aparición el «si». Si esto, si aquello. Nuestros maravillosos condicionales, esa palabrilla que nos sirve para excusarnos, para repartir culpas, para jugar a localizar las causas exactas de las cosas. ¿Quieres que juguemos a los síes? Hagámoslo con acontecimientos recientes. Eso, prepárate un café.

—¿Quiere uno? Lo noto tan pegajosamente cerca que creo que colgar no bastaría para acabar esta conversación.

—No tomo café. Y no cuelgues. Vamos a cruzar unas palabras más por teléfono. Tenemos tiempo.

—Me voy dentro de nada.

—Será suficiente. ¿Estás bien aquí?

—Sí.

—¿Ha mejorado la relación con tu amiga Lucía?

—¿Y a usted qué le importa?

—Sabes de sobra que solo yo decido qué me interesa. Por otra parte, te he planteado la pregunta consciente de lo obvio de la respuesta. He tenido la oportunidad de oír un par de frases y leer algún comentario de Lucía sobre vosotros, y estoy seguro de que lo vuestro tiene futuro.

—Me ha robado usted hasta la intimidad.

—No volvamos al camino equivocado, querido Ignacio. La intimidad es otra de aquellas entelequias en las que nos gusta creer. La intimidad no es que no te oigan ni te miren, sino que no te importe o no sepas que te observan o te escuchan. ¿Pierdes la intimidad si besas a Lucía ante la mirada de Matías? ¿Se escandalizan tus palomas si te oyen soltar tacos? Por cierto, ¿qué tal Matías? Original nombre para un perro. ¿Le gustó?

—¿Por qué me pregunta lo que ya sabe?

—Así se construyen la mayor parte de las conversaciones, Ignacio. A base de convenciones sociales, de hablar por pasatiempo. Debemos respetar algunas tradiciones. ¿Te gustó a ti el perro?

—Sí, claro. Carece de malicia.

—Eso, para cualquiera, es más fácil de decir que de demostrar. Advertirás que has trastornado a Lucía.

—¿Trastornado? Ya será menos.

—No, en serio te lo digo. Pronto te lo voy a probar. Pero antes, dime, ¿no ha cambiado tu vida para bien? Más independiente, menos pobre, más amado, mejor instalado. ¿Qué no hubieras dado hace una semana por lo que tienes? Pasa por el espejo antes de salir, Ignacio.

—¿Cómo?

—Al meterte en el palomar te has llevado un par de plumas. El efecto en tu cabeza es demasiado extraño como para ir a trabajar así. Bueno, muchacho, pues vamos con el si. ¿Y si un amigo te hubiera facilitado por un módico favor todos estos cambios? ¿Lo llamarías enemigo? ¿Lo maldecirías?

—No lo sé.

—¿No lo sabes? Más claro, Ignacio: ¿y si no te hubiera llamado? ¿Y si no te hubiera propuesto lo que te propuse? ¿Y si...?

—No me va a convencer razonando.

—Estupendo. Mejor. ¿Te acuerdas de la amiga de Lucía que se trasladó? Aquella que inauguraba casa y con la que tuviste que competir el pasado sábado por la presencia de Lucía. Margarita se llama. Se tienen mucha confianza. No, Ignacio, no apagues todavía la máquina.

—Me tengo que ir.

—En ese caso ya te lo encontrarás a la vuelta. Nada, unas fotos de la chica con su marido y su hija de un año. Para que te hicieras una composición de lugar.

—No se tome tantas molestias. Ya me hago una idea.

—Antes te he dicho que has hecho mella en Lucía, pero parecías incrédulo. Aquí tienes cuatro palabras intercambiadas por ellas.

—No, oiga, señor López, yo no...

—Todavía me pica, traidora. Mira que no venir...

—¿No has visto la foto de Matías? Mírale los ojitos y me ahorraré las aclaraciones.

—No, si es muy mono...

—¿Mono? Mono es mi coche, Margarita. Matías es un amor.

—Estrenas de todo, Lucía.

—No sabes lo mejor. Estreno otra cosa.

—¿Qué?

—Novio.

—¡No!

—Estoy que no vivo.

—O sea, que te regala un perro, me dejas plantada, cenas románticamente con él y te buscas otro. Estás muy desmelenada.

—Interrumpo la grabación un momento, Ignacio. No sé si quieres seguir mientras te encaminas al trabajo, o no.

—¿A eso se llama impresionarla? ¿Irse con otro al cabo de...? ¿De cuándo es la grabación?

—Ayer lunes, por la noche.

—Lo único que me consuela es que junto con mis ilusiones se hunden sus planes, señor López. Ya ve usted que sus promesas han quedado en nada.

—Te precipitas en las conclusiones, Ignacio. Escucha.

—¿Desmelenada? Colada, dirás.

—¿Enamorada, tú? Hacía mucho tiempo que no te oía decir algo así. ¿Quién es el afortunado? ¿Te lo ha encontrado Matías?

—No lo adivinarías nunca.

—Seguro que no, Lucía. Tus antojos tienen demasiadas curvas para mí.

—Adivina.

—¿Te burlas de mí? ¿Qué quieres, que te empiece a recitar nombres para probar suerte? Bueno, pues Pedro, Antonio, Guillermo, Jorge...

—¡Ignacio!

—¿Te das cuenta, Ignacio? Impresionaste a Lucía.

[¿Por qué ha vuelto a cortar este tío? Joder, mataría por seguir oyendo. He de lograr que siga sin que se note que lo estoy deseando.] Sin duda tiene una explicación. Lucía estaría de pitorreo con su amiga.

—¿Quieres escuchar un poco más? ¿Tienes tiempo?

[¡Qué jodido es el cabrón! Me tienta pero me obliga a bajar la cabeza. Bueno, pues la bajo.] Siempre voy por la calle con auriculares.

—Supongo que eso significa sí.

—¿Ignacio? ¿Qué Ignacio? ¿El mismo Ignacio?

—Otro Ignacio, Margarita.

—¿Otro? ¿Cómo es posible que te líes con dos Ignacios seguidos?

—Es que me lo han cambiado.

—Basta de marear a tu pobre amiga, Lucía. ¿Has cambiado de novio o no?

—Es que sí y no, Margarita. Ignacio es otro. Me trata de otro modo, me mira de otro modo...

—Te folla de otro modo...

—Eso también, vale, de acuerdo, lo admito. No sé, chica, como si hubiera encontrado un manual de cómo tratarme.

—Mimándote.

—Más que eso. Es que, si me apuras, te diré que menospreciándome. No, no, olvida eso. Distanciándome. O distanciándose. Algo así.

—Como no te expliques algo mejor...

—A mí me costó todo el domingo entenderlo. El muy sinvergüenza, después de la noche que pasamos, alegó una comida en familia y se me sacó de encima. Cariñosamente, pero adiós. Como si pudiera vivir sin mí, vamos. Ahora he descubierto que eso me afecta.

—Querrás decir que te pone cachonda.

—Una cosa no quita la otra. Yo estaba acostumbrada a un Ignacio moscón, impaciente. No me gustan los hombres lapa, Margarita, ya me conoces. Desde el sábado hemos cambiado los papeles, joder, que ahora soy yo la que suspira por tenerlo cerca, por verlo en el trabajo o por que me llame.

—Bueno, pero al final os arrimasteis, ¿no?

—Tres de los buenos.

—¿Tres? ¿Tú? ¿Tres?

—Si quieres te digo las horas exactas, y lo que duraron.

—No hace falta, que me deprimo. Que, desde que encargamos a la cría, ya no tengo el mismo cuerpo ni las mismas alegrías.

—Quita, quita, que eso no tiene nada que ver. Oye, ¿te querrás creer que Ignacio no se adelantó ni en desabrocharme un botón?

—Bueno, Ignacio, no me equivocaba.

—Podría ganarse la vida como consejero sentimental [granuja. Tendría cola. Magia manejando vidas].

—Sería curioso, sí. Ignacio, vamos a nuestros negocios.

—Ya me extrañaba a mí. Aunque cometió un error con el trato anterior. Me sació tanto que ya no sé con qué me puede tentar.

—No te preocupes por eso. Solo hace falta disponer de imaginación o de información. Usando ambas siempre se consiguen nuevas oportunidades. ¿Qué prefieres saber antes, lo que te pido o lo que te doy?

—¿Me hará caso?

—No necesariamente, pero no lo preguntaba para acatar, sino por curiosidad.

—Ya le he dicho que estoy intrigado por saber qué me puede ofrecer. Ya tengo más, mucho más, de todo lo que me interesa. Mucho más de lo que esperaba. Lo tiene difícil.

—Mi intención es empezar por tus obligaciones, pero también deseo complacerte. Te voy a ofrecer el destino.

—¿Nada más? Usted no se anda con chiquitas. El destino, dice.

—Un cacho, por lo menos. Para ser más preciso: suponte que alguien está enredando con tu destino. Te voy a dar la oportunidad de decir la última palabra y decidir.

—Eso y nada es lo mismo. [¿Por qué no me deja oír un poco más a mi Lucía? Quiero un poco más de jabón. Es una novedad tenerla detrás, y no delante.] Por eso que vende no sé qué me puede pedir. Nada. Todo.

—Entre todo y nada..., dejémoslo en casi nada. Una insignificancia.

—Ya me conozco sus menudencias.

—Un pequeño favor. Es un favor porque lo harás, o no, voluntariamente, y antes de conocer la remuneración. Es pequeño porque esta, en comparación, es desmesuradamente alta, pero también se llaman pequeños a los favores que se piden a otro a pesar de que la acción la podría llevar a cabo uno mismo.

—Muy interesante. Así que lo que me va a pedir lo podría hacer usted solo, sin mi participación.

—Así es.

—Pero no me va a aclarar por qué no lo hace, y me deja tranquilo.

—¿Quieres la verdad? Aquí la tienes: ¿cómo, si no, te podría devolver el favor?

—Así que lo que a usted le mueve es ayudarme, o favorecerme, o premiarme, más que obtener algunos servicios extravagantes.

—Ahora mismo se podría interpretar así.

—Ahora mismo, dice usted.

—Todo muda, Ignacio. Mira tu vida. Por cierto, es tarde. Siéntate en uno de los bancos y abre tu portátil, por favor.

—Usted...

—Por la hora que es, estarás atravesando la avenida. Está llena de asientos. Así. Estupendo. Conéctate a tu banco.

—¿Qué?

—Sí, hombre, a tu oficina bancaria. Donde cada mes te ingresan el salario, ¿no? Eso es. Veo que tienes una conexión rápida. Eso está muy bien. ¿Notas algo?

—Que soy rico.

—Tanto como rico...

—Jamás había visto doscientos mil. Si este es el favor que le tengo que hacer, quedarme con esta pasta, puede que nos entendamos.

—Bromeas, ya lo sé. Ni te hacen falta ni los aceptarías. No. Lo que te pido es que ahora mismo transfieras esa cantidad a la cuenta de tu padre.

—¿Me lo dice de verdad? [Cagondiós, este cabrón me volverá loco.]

—Naturalmente.

—Merezco una explicación. [¿De dónde viene este dinero?]

—No te molestes en averiguar el origen del dinero. El pequeño banco del que proviene es extranjero y dudo que el nombre te diga nada. Además ha atravesado cuatro países y seis entidades financieras diferentes antes de llegar a tus manos.

—Se lo vuelvo a repetir: exijo explicaciones.

—Hace un rato ya llegaste a la conclusión de que me relaciono también con tus padres, a pesar de que no lo vayáis pregonando. Todos lo sabéis pero mantenéis la discreción. Es la mejor actitud. Bien, pues ahora necesito que me hagas este servicio para completar una... transacción pendiente con tu padre. No te pido que le vacíes la cuenta, aunque me consta que podrías, sino que se la llenes. Ten en cuenta que él dispondrá de veinticuatro horas para rechazarla, lo mismo que tú, si se diera el caso. Así te sentirás más tranquilo.

—¿Por qué no lo hace usted directamente?

—No te voy a repetir la teoría del pequeño favor. Si no te sirve, también te puedo dar razones de trazabilidad. Ahorrarás problemas a tu padre si actúas como último puente.

—Prefiero hablar antes con él. Si esta noche...

—No, Ignacio, las cosas se deben hacer en el momento adecuado. No te he llamado a estas horas por casualidad. No contaba con una conversación tan prolongada, así que tenemos el tiempo justo.

—Pues no creo...

—Mira, Ignacio, te recuerdo que hay una contrapartida importante. Muy importante, a mi juicio. Así que te propongo lo siguiente. Comienza el proceso de transferencia. Para que veas que te lo pido de buenas maneras, te voy a abrir yo mismo la primera ventana. Podría seguir yo solo, pero quisiera que tomases la iniciativa.

—Como siempre, me tiene cogido [por los huevos].

—Hay quien dice que el ejercicio de la libertad consiste en amoldarse de buen grado (e incluso querer) a lo que tiene que pasar de todos modos. Es igual. Tienes el número de cuenta guardado, ¿verdad? Eso es, muy bien. Ya casi estamos. ¿Llevas encima la relación de claves? Si no, recuerda que te las enviaste al correo para tenerlas siempre a mano.

—Me hace sentir desnudo, señor López. Y no son necesarias las claves. Firma digital.

—Muy práctico. No mucho más seguro, pero menos engorroso. Vamos allá. Estás a un botón de completar la transferencia. Mantente preparado. Yo voy a cumplir con mi parte. Vas a oír mi compensación. Si lo que escuchas te parece lo bastante relevante, aprieta el botón. Trata de ser consciente de qué podría pasar si no hubieras tenido la oportunidad de saber... lo que vas a saber. ¿Entendido?

—Muchas preparaciones y demasiadas advertencias. ¿Hay para tanto? [Si lo que busca es engañarme, lo ha conseguido desde la primera vez que supe de él.]

—Tú verás. Aquí nos despedimos. Cuando acabe la grabación, completa el proceso. Ahí cortaré la comunicación. Adiós, Ignacio.

—Me dejas admirada, Lucía. Tú, enamorada.

—Casi me jode, no te creas. Mi tía me dijo una vez que los sentimientos, si cambian, se empujan.

—Tu tía es la hostia, supongo, pero cualquiera la entiende.

—Pues es exactamente lo que me está pasando. Hace diez días los sentimientos de Ignacio por mí me oprimían, hasta el punto de pensar en dejarlo. Hoy la cosa ha cambiado; es como si mi ardor lo hubiera enfriado.

—Le das demasiadas vueltas.

—No me lo saco de la cabeza. Me he obsesionado con no perderlo. Quiero retenerlo a toda costa.

—Ten cuidado, Lucía. No caigas en lo que le reprochabas y que casi os pierde. Afloja.

—Ya sé que no tiene sentido, pero qué le voy a hacer. Ya lo he decidido. Lo quiero para mí aunque lo pierda, Margarita. Así de hondo me ha dado.

—Lucía, chica, me estás preocupando. ¿Le vas a proponer matrimonio o qué?

—Me lo voy a follar siete días seguidos, aunque sea a la hora del patio.

—Bueno, eso está bien. Seguro que lograrás hacerlo tuyo.

—Seguro. Ni se lo he dicho ni se lo voy a decir, pero he dejado de tomar las anticonceptivas. Quiero que me haga madre y quiero convertirlo en padre.