34
—¿Begoña?
—¿Es usted?
—Sí. ¿Estás sola? ¿Puedes hablar?
—Sí, he salido sola. Esperaba su llamada. Si yo he de ser la primera...
—Bien pensado. Un día no da mucho de sí y queda mucho por hacer. No he querido llamarte antes, ni en casa ni en clase. Demasiado forzado.
—Mejor así. Pero dentro de un cuarto de hora he quedado con mi amiga Espe. Usted ya la conoce. ¿Sigue hablando con ella?
—No, Begoña, aquello fue circunstancial. Parecía buena chica. Algo ingenua, pero de buena pasta. Le resulta fácil olvidar. Dudo que recuerde nuestra conversación.
—Pues eso, me espera.
—Tenemos tiempo. ¿Has desayunado ya?
—No tengo apetito.
—Comprendo, pero a tu edad hay que ser regular con las comidas, porque...
—Ya tengo a mi madre para aconsejarme sobre eso.
—Es verdad, discúlpame. No quiero meterme donde no me llaman...
—¿Se está usted oyendo, señor López?
—Empecemos otra vez. ¿Cómo acabó la velada?
—¿Anoche, quiere decir? Mal. Ya se lo puede imaginar. Más discusiones, malas caras, mal humor. Después, demasiado silencio. Nos ha fastidiado bien. No sé si se ofenderá, pero es lo que siento.
—Pronto se acabará. Pronto se acabará todo.
—¿Qué tengo que hacer?
—Un par de cosillas...
—¡¿Dos?! ¡Usted dijo una cada uno!
—¿Estás segura? Tanto da. Son sencillas, ya verás.
—¿Puedo negarme?
—Ya conoces las condiciones. Pero no seas pesimista, mujer, que enseguida estamos. Entra en la cafetería que tienes al lado. Dispone de un par de ordenadores.
—¿En La Petrolera? No quiero tomar nada, pero...
—Ocupa el ordenador del rincón y pide lo que te apetezca.
—Oye, esa máquina no va muy bien. Si quieres, ponte en la otra. Además, la pantalla no luce como debería.
—Está bien esta, gracias.
—Como quieras. ¿Qué vas a tomar?
—Un café con leche. Y un bollo de crema.
—Voy.
—Ya está.
—Vamos a compartir el control del ordenador. ¿Sabes dónde está Kizilsu?
—No.
—Es la capital de Kirguistán.
—Puede que si me hace alguna pregunta de química... [que sea sencillita].
—¿Y Dusambé?
—¿Qué?
—Dusambé es la capital de Tayikistán.
—Estupendo, ahora me quedo más tranquila.
—Tu ironía no va desencaminada. La distancia amortigua las sensaciones.
—Lo que usted diga.
—Tienes en la pantalla un mapamundi, para que te sitúes. Dónde estás tú y dónde están esos países. Bien lejos, ¿verdad?
—Eso parece. Oiga, señor López...
—Aquí tienes tu café con leche y tu bollo.
—Gracias. Oiga, señor López, ¿qué tengo que hacer?
—No te impacientes. ¿Sabías que hay ciertas hostilidades entre Kizilsu y Dusambé?
—No le entiendo. ¿Qué quiere decir «hostilidades»?
—Que están a la greña. Peleados. ¿Lo sabías?
—¿Usted qué cree?
—No, supongo que no. ¿Te importa quién se imponga? ¿Quién gane?
—No. Ni pizca. Si no sabía ni que existían, ¿cómo voy a preferir a uno?
—Muy bien argumentado, Begoña. En ese caso se puede decir que eres perfectamente neutral. La persona idónea para reparar una injusticia.
—¿Qué es esto?
—¿Lo que tienes en pantalla? El centro de radares y control balístico de Kizilsu. Un nombre muy rimbombante para algo tan primitivo, pero estos países de segunda siempre acaban con materiales de segunda mano de países de primera.
—No entiendo nada.
—Ni falta que hace. Lo importante es que... dentro de un instante..., ahora... Ahora te habrá aparecido otra pantallita. Te pide una confirmación, ¿verdad?
—Sí.
—Pues acepta, Begoña.
—Ya está.
—Muy bien. Con eso hemos creado una apariencia de aproximación de algo que vuela desde Dusambé hasta Kizilsu.
—¿Y qué?
—Ahora viene la represalia, Begoña. Esta vez la incursión es fingida, pero Dusambé lo ha hecho con frecuencia en el último año. Lo que pasa es que Kizilsu es algo descuidado, y además un poco cobarde, así que tú vas a echarles una mano, respondiendo como es de ley. Volvamos a la pantalla del centro de control.
—Ya le he dicho que no se entiende nada. Ni una letra.
—¿Ves los números del uno al siete en la parte inferior de la pantalla?
—Sí.
—Dispara dos de ellos.
—¿Cómo que dispare?
—Son los interruptores de siete misiles de corto alcance. Vejestorios, pero ya te he comentado cómo está el mercado.
—¿Y por qué voy a disparar?
—Como respuesta. Ya te lo he explicado.
—Ni loca.
—Evita los dos últimos. Apuntan a centros de población. Los otros, a instalaciones militares.
—¿Me está hablando en serio?
—Suponiendo que despeguen, lo más probable es que no causen demasiados daños. En la hora local de Dushanbe los cuarteles suelen quedarse vacíos. Son de lo que no hay.
—Pero ¿y si alguien resulta herido?
—Improbable. Por otra parte, piensa que estás actuando como la mano de la justicia. Decídete. Aún tenemos otro asunto que discutir. Más agradable, espero.
—[Todo esto es falso. Apretar dos botones falsos y deshacerme de él. Quiere creer que me domina. Mejor darle gusto.]
—Considera que hay una contrapartida. Recuerda lo que pactamos ayer.
—¿Cuáles son los que pueden causar menos daño?
—¿A personas, quieres decir? Si no han cambiado el uso muy recientemente, el dos y el cinco apuntan a polvorines. Suponiendo que arranquen, que vuelen, que no pierdan el rumbo y que hagan diana (y que exploten, claro), el efecto sería muy espectacular, pero más verbenero que nocivo. Al contrario, sería una forma de neutralizar unas porquerías que en manos de Dushanbe pueden hacer mucho daño.
—¿Dos y cinco, dice? [Hostia, fíjate la hora que es. Ya me puedo buscar una buena excusa para Espe. Acabemos de una vez.] Ya está.
—Perfecto. Muy bien. Mano firme. Suave, joven, inocente y firme. La firmeza de la despreocupación, se podría decir.
—¿Hemos acabado?
—Casi. No te querrás ir de vacío, ¿a que no? Lo que queda es un suspiro. ¿Te resulta familiar el nombre de Nebula?
—¿Nebula? ¿Se refiere a la peli?
—Estás más puesta en cinematografía que en geografía.
—La estrenan la semana que viene.
—Da la impresión de que tienes ganas de verla.
—¿Ganas? Cola desde el día antes es lo que vamos a hacer todos.
—¿Todos? ¿Todos tus amigos?
—Todo el mundo está deseando verla. ¿En qué planeta vive usted?
—No lo sé, hija mía. En uno que no me acaba de gustar. Volviendo a Nebula, ¿sabías que tienen una página colgada?
—La veo casi cada día.
—Entra.
—¿Ahora?
—Claro, ahora.
—¡Hostia, hay un pase privado esta tarde!
—A las cinco en punto.
—En el Atenea.
—No sé dónde está. No conozco demasiado bien tu ciudad.
—En la planta superior de la estación Central. Pero es una sala pequeña.
—Eso sí que lo sé. Doscientas treinta y una plazas de aforo.
—¿No hay forma de comprar una?
—¿Sabrías qué hacer con una docena?
—¿Qué hacer? Convertirme en la tía más popular de los alrededores y ganarme once favores de los que se devuelven lentamente.
—Te he conseguido doce invitaciones. Fila diez, centradas, buenas localidades. Puede que veáis rostros conocidos. Llevad el cuaderno de autógrafos.
—No puede ser.
—Quería despedirme de ti lo más felizmente posible. Cuando acabemos, entra en tu correo. Imprime los vales y tendrás, además, la excusa perfecta para tu amiga Espe. La habrás hecho esperar por una buena causa.
—Muchas gracias. Es fabuloso, señor López.
—Me alegro de haber sido de alguna ayuda. ¡Qué lástima...!
—¿El qué es una lástima?
—Nada, cosas mías. A todos se nos dividen los afectos en un momento u otro. Bueno, Begoña, si todo va bien esta será la última vez que hablamos. Conocerte, aunque haya sido solo tu voz, ha sido muy emotivo.
—[Que te zurzan.] Sigo sin entender qué le pasa con nosotros...
—Olvídalo. Ya pasó. Disfruta de la película. Disfrútala con tus mejores amigos. Como tu vida. Adiós, Begoña.