17
—Me alegra oírlo, Begoña.
—Gracias a usted, señor López. Jamás se me habría ocurrido que a Enrique le ilusionaría tanto el regalo.
—¿A que presume con él?
—Cosa mala. Hasta se acercó el dueño de la sala para mirarlo.
—Así que quedaste bien.
—¿Bien? Mejor que bien. Además mi amigo y yo estábamos un poco..., ¿cómo le diría?..., distanciados, y el regalo lo suavizó todo.
—Lo celebro de verdad. Los jóvenes no podéis malgastar el tiempo en desavenencias. Aunque son inevitables para todos, os merecéis reducirlas, o retrasarlas.
—Quería llamarle para darle las gracias, pero no sabía dónde.
—No tiene importancia, pequeña. Ya ves que acabamos teniendo la oportunidad de hablar. Y seguiremos hablando y colaborando en el futuro.
—¿Qué quiere decir?
—Mira, tú vas a ser la primera en saberlo. Tanto tus padres como Ignacio hemos intercambiado favores, del estilo del que tú y yo tuvimos entre manos, y todos los miembros de la familia habéis conservado el secreto.
—¿De verdad?
—¿Tú dijiste algo a alguien?
—No, porque...
—Claro, porque era innecesario.
—Sí, pero...
—Pero ahora los vínculos con tu familia se amplían. Y más que deseo que se estrechen. Por eso te llamaba.
—No le entiendo.
—Quiero que continuemos con el intercambio de favores.
—Oiga, señor López, me parece que no es una buena idea. ¿O es que también quiere saber la música preferida de mis padres?
—No, Begoña. Me puedo hacer una idea. Es mejor cambiar de objetivo.
—Mire, ya le he dicho que lo del taco para Enrique fue estupendo y todo eso, pero no me parece bien que tengamos que seguir haciendo tratos.
—¡Qué exacta has sido, Begoña! Tratos. Eso es. Un interés a cambio de otro. ¿Qué otra cosa es la vida, sino una sucesión de ellos?
—Bueno, pues nada, señor López. Tal vez más adelante...
—¿No hay nada que te interese, Begoña?
—Creo que nada que usted pueda darme.
—Pues no sería la primera vez.
—Mil gracias otra vez, pero me estoy poniendo nerviosa y es mejor que lo dejemos aquí. Ya se lo explicaré todo a mis padres; ellos ya se encargarán de compensarle.
—Acabas de decir que no crees que tenga nada que ofrecerte. Yo estoy convencido de que sí.
—¿Qué?
—Una vez te dije que oigo muchas cosas. Muchas más de las que me gustaría, y bastantes más de las que soporto.
—Sigo sin entenderle, señor, y mi hermano está esperándome abajo, así que, con su permiso, me voy a...
—¿Ves a lo que me refiero? Es un calvario estar tan informado, créeme. Si no, yo aceptaría resignado tus excusas y buscaría otra ocasión para convencerte. Desgraciadamente, me consta que Ignacio está subido a una silla colocando las cortinas nuevas que está desempaquetando tu madre, justo a su lado, y ambos, claro, están en el piso nuevo que tu hermano ha alquilado en Almonte.
—¿Cómo...?
—Cambia el adverbio, Begoña. Pregunta dónde. Sé que estás sola, pero, para tu tranquilidad (innecesaria, te lo juro), te diré que estoy en Boadil, a unos ciento diez, kilómetros de tu casa. ¿Conoces Boadil? Una ciudad de provincias, gris, que está creciendo más y más rápido de lo debido. Estoy lejos, vamos. Dentro de media hora tendrás a tu madre en la cocina calentando la cena.
—Pero mi padre está...
—Está en Viena, sí. Ayer venía un breve en un diario en el que recordaban esa reunión tan curiosa a la que asiste. Sobreponte, Begoña. Estás sola y estás hablando por teléfono con un..., digamos, conocido de la familia que está muy lejos, aunque sabe cosas que te pueden interesar.
—No veo qué puede ser.
—Suponte que un amigo, un amigo muy querido, necesita tu ayuda. ¿No acudirías a proporcionársela? ¿No lo harías?
—Normal. Si está en mi mano.
—¿Estarías dispuesta a hacer cualquier cosa?
—No le entiendo. ¿Qué quiere que haga? ¿A quién puedo ayudar?
—¿Sabías que Enrique tiene un hermano mayor?
—¿Qué tiene que ver usted con Enrique?
—Nada. Dime, ¿lo sabías?
—No. Creo que no.
—Francisco Javier. Se llama Francisco Javier Luján.
—¿Cómo lo sabe?
—A estas alturas tendrías que comprender que eso no tiene importancia y, además, que es cierto. Francisco Javier tiene dos años más que Enrique.
—¿Y qué?
—Ambos son buenos chicos, por lo visto. Sin embargo, el mayor tiene cierta tendencia al desorden. Está en un lío.
—¿Qué lío?
—Enseguida te lo resumo. Pero, además, Francisco Javier tiene la mala costumbre de apelar al que tiene más cerca para sacarle de apuros. Enrique acostumbra a ser su primera opción como salvavidas. ¿Me comprendes?
—No.
—Pues vamos a los detalles. Al hermano mayor de Enrique le gusta el juego. Cartas, apuestas, carreras. Todo aquello que acentúa las posibilidades de ganar le tienta. Hasta ayer disfrutaba de uno racha de suerte.
—Me alegro. Y a mí, ¿qué?
—¿Te has visto hoy con Enrique?
—¿Qué le importa a usted?
—Me importa poco. De no ser porque su problema te afecta, ni me habría inmutado. Métete esto en la cabeza, Begoña: tengo gran apego a tu familia. Respecto al resto de los mortales, solo pongo mi atención en los que, de una forma u otra, os incumben. ¿Me estás entendiendo?
—No, no le comprendo. ¿Qué pasa con Francisco Javier?
—Ayer perdió una suma elevada contra un individuo de mala reputación, que tiene fama de buen pagador y mejor cobrador.
—¿Cuánto?
—Mil quinientos.
—¡Uf! Si llego a cien ya sería mucho. No podré ayudar.
—La urgencia de ayudar suele ser proporcional a la cercanía de la desgracia y a la inminencia del suceso.
—Pero ¿qué está diciendo?
—Te digo que el acreedor tiene por costumbre amenazar con partir la cara no del deudor, sino de alguien próximo al moroso, y que ha dado un plazo de dos días. ¿Más claro? Si el tipejo no cobra el lunes, irá a por Enrique. Espero que tenga un buen seguro dental.
—No me lo creo. Todo esto me lo dice para meterme miedo.
—Indudablemente persigo conmoverte, pero, por desgracia, es cierto. Además, me limito a comunicártelo. Creo que juego a tu favor. Tal vez hubieras preferido no saberlo, visitar a Enrique en el hospital y acostumbrarte a su nuevo aspecto.
—¡Cállese! Es horrible. No me creo ni una palabra. ¿Por qué Enrique no me ha dicho nada?
—En primer lugar porque no se ha enterado hasta el mediodía, cuando Francisco Javier ha constatado que ninguno de sus colegas le puede sacar del apuro. Entonces acude a su hermano pequeño. Por otra parte, ponte en situación: ¿correrías a llamar a Enrique en caso de necesidad para pedirle dinero, o te consumiría la vergüenza?
—Enrique sabrá cuidarse solo.
—Ojalá. Desafortunadamente, como bien has observado, está solo. Los matones suelen ir en grupo para evitar imponderables.
—Seguro que Enrique tendrá dinero. [Pero ¿qué gilipolleces estoy diciendo? Lo peor que tiene Enrique es que no tiene un puto duro.]
—Puede que sí, y puede que fuese una casualidad que el otro día tuvieras que pagar tú la segunda bebida.
—Pero... [Hostia puta, ¿por qué sabe...?]
—Por otro lado, Enrique no es tan disoluto como su hermano, y más desde que te conoce. Tras enterarse de lo que se avecina, ha seguido con sus intenciones y se ha gastado casi todo lo que tenía en una pulserita de plata que tiene intención de regalar a una chica de la que está locamente enamorado.
—[Enrique, Enrique, ¿qué hago? ¿Qué quieres que haga?]
—Yo creo que Enrique se está debatiendo entre decírtelo o no. Razonará que ocultártelo es una muestra de desconfianza. Es de suponer que, habiéndole hecho un regalo valioso, puedas tener lo suficiente como para sacar del trance a su hermano. Pero en estas situaciones suele prevalecer la vergüenza.
—Vergüenza, ¿de qué? ¿Y por qué no vende el taco?
—Malvendido no da para tanto, Begoña. ¿Y acaso no sentirías escrúpulos de vender un regalo de Enrique o de pedirle una fortuna para tapar los vicios de Ignacio? A él le pasa lo mismo. Es un buen muchacho..., con el hermano equivocado.
—Todavía no me lo creo. [Sí que me lo creo. Y me hace mucho daño. ¿Me los va a ofrecer este hombre? ¿A cambio de qué?]
—Creo que te acaba de entrar un mensaje, Begoña. Léelo. Yo ya conozco el texto, así que no hace falta que me lo repitas.
—[«Llámame. Enr.»] No me lo creo. [Dios, pobre Enrique. Debo ayudarle.] Lo ha escrito y me lo ha enviado usted, como hizo con mi hermano. [Tengo mucho miedo. Estoy cagada de miedo.]
—No seas maniática, Begoña.
—No sería la primera vez.
—Eres una chica despierta. Te lo voy a presentar de otra manera. Nosotros seguimos discutiendo un poco sobre este asunto y tratamos de llegar a una solución. Inmediatamente después llamas a Enrique y así sabrás a qué atenerte. Si es cierto lo que te digo, podrás hacer algo más que consolar a tu amigo.
—¿Y si no es cierto?
—No hace falta examinar este supuesto, y vamos...
—¿Y si no es cierto?
—Mira, pequeña, estás lo bastante bien educada como para no interrumpir a un adulto. No obstante, ya que insistes, te diré que sería un sinsentido malgastar mi crédito. No es la primera ni será la última vez que hablamos, y necesito que estés convencida de que, cuando te llamo, no oyes a un mentiroso. Otra cosa, tal vez, pero no miento.
—[No entiendo ni la mitad de las cosas que dice. Y la otra mitad me pone la carne de gallina.] Y usted me va a dar los mil quinientos.
—Con una condición, claro.
—Claro. [Le voy a decir que no, sea lo que sea. Mejor afrontar lo que de otro modo ha de venir. Se lo pediré a papá. O a mamá. Lo que sea, pero no puedo soportar la idea de abandonar a Enrique.]
—Si no estoy equivocado, hoy llega tu padre. Considerando la hora del vuelo, cenará en familia. En su maletín encontrarás muchos papeles, pero al menos uno de ellos es de color rosa.
—No siga. No pienso hacerlo.
—Eso es decisión tuya. Yo me limito a mostrarte las condiciones del trato. Tomas ese papel de color rosa...
—No voy a robar a mi padre, porque...
—¡Basta de chiquilladas, Begoña! Tú escucha, después reflexiona y, finalmente, haz lo que tengas que hacer. Tomas el papel, lo escaneas, lo envías por correo electrónico a tu hermano...
—¿A mi hermano?
—Exacto, a tu hermano. Ya me ocuparé yo...
—Pero ¿tiene acceso al correo electrónico de mi hermano Ignacio?
—¿Hace falta que te repita lo mucho que escucho? Te decía que lo envíes, y así podrás devolver el papel a su sitio.
—¿Y si no hay papel rosa?
—Lo habrá, no te preocupes. Para tu tranquilidad te diré que ese documento no contiene oscuros secretos. Es un vulgar formulario de gastos.
—Si es tan poca cosa, ¿para qué lo quiere?
—Principalmente como símbolo de que eres capaz de cumplir lo pactado.
—¿Y el dinero? [¿Por qué pregunto semejante cosa? Como si ya hubiese decidido obedecer a este hijo de puta.]
—Eso es comportarse con sentido común. Si a lo largo de mañana domingo haces lo que te he pedido, pasa el lunes por la recepción del colegio para recoger el desayuno. Tendrás a tu nombre un bocadillo (seguro que el buen jamón te gusta) con tres billetes de quinientos en el envoltorio. A la hora del recreo podrás arreglarle el día a Enrique con tu presencia y con su salvación.
—No podré hacerlo. [Es imposible. ¿Cómo voy a traicionar a mi padre?]
—Para que puedas decidir con toda la información posible, puedes abrir tu correo. Verás uno con Ignacio como remitente. Me he tomado la molestia de acceder a las fichas policiales del acreedor de Francisco Javier y de dos de sus secuaces. Así, con las fotos y los historiales, tendrás más elementos de juicio.
—[Esto es insoportable.] Usted lo ha organizado todo.
—Únicamente he aprovechado para advertirte de las circunstancias. Yo no he inspirado ni he fomentado la afición al juego del hermano de Enrique. Ni conozco a los maleantes con los que se relaciona (por cierto, Begoña, parecen muy brutos). Tampoco creo que yo tenga nada que ver con tu predilección por tu compañero de estudios.
—Aun así...
—No lo miras bajo el prisma adecuado, Begoña. Pregúntate si hubieras preferido ignorarlo todo hasta que Enrique, a lo mejor, te hubiera puesto al corriente. Suponte que hoy o mañana te lo revela. ¿Qué hubieras estado dispuesta a hacer por protegerlo? ¿Qué actitud crees que adoptarían tus queridos padres si les pidieras a ellos el dinero? Reconoce conmigo que, a lo sumo, llamarían a la policía, lo que liaría más las cosas. La revancha se aplazaría y se agravaría.
—Eso usted no lo sabe.
—He dicho en el mejor de los casos. En el peor, y más probable, lo que harían tus padres sería prohibirte acercarte a Enrique o a su entorno. Finalmente podrías lograr aquel cambio de colegio que pediste.
—¿Por qué no intervienen los padres de Enrique? [¿Qué importa eso? ¿Qué voy a hacer? Mamá estará a punto de llegar.]
—No me he preocupado por informarme hasta ese punto, pero ¿qué más da? Tampoco es tan difícil imaginar el distanciamiento de unos padres con un hijo asilvestrado. Además, rengo entendido que los padres de Enrique son un poco especiales. ¿Nunca te ha comentado nada tu amigo?
—No.
—Enrique es un joven bueno y discreto.
—¿Cómo voy a justificar el dinero ante Enrique? [¿Lo estoy dando por hecho?]
—Yo creo que eso carece de importancia. No se lo tienes que dar a tus padres, que podrían alarmarse, sino a un amigo querido pero que sabe poca cosa de ti. Tampoco está en condiciones de hacerle ascos a nada, sean tus ahorros o el resultado de una colecta popular.
—Entonces...
—Entonces ya hemos hablado bastante, y ya conoces los pros y los contras. En resumidas cuentas: papel rosa contra rescate de Enrique. Tú sabrás.
—No creo que lo haga...
—Todavía tienes un rato para pensar sola. Tu madre está a punto de enviarte un mensaje advirtiéndote de un retraso de media hora.
—Todavía no me creo que Enrique...
—Este terminal que usas es pobre, Begoña. Ni siquiera te avisa de otras llamadas que recibes. Me temo que Enrique ha intentado hablar contigo varias veces, y te ha encontrado comunicando.
—¿Qué? ¡Hostia puta!
—Con un poco de suerte te habrá dejado unas palabras en el contestador. Adiós, Begoña. Espero que tomes la decisión correcta.
—¿Oiga? ¡Oiga! [Hostia puta, hostia puta, hostia puta.]
—Tiene un mensaje nuevo, recibido hoy a las 19.35: «Begoña, soy yo, Enrique. Esto..., bueno, no cogías el teléfono, y necesitaba oírte. Ya te volveré a llamar más tarde. Ahora tengo que hablar con Francisco Javier otra vez... Francisco Javier es mi hermano, ¿sabes?, y mientras dejo el móvil cargando. Esto..., ¿qué te iba a decir? Bueno, tú no te preocupes... Quiero decir, vamos, que me ha salido un problemilla y estoy intentando solucionarlo, así que esta noche no sé si podremos vernos. Eeeh..., bueno, luego te cuento, que necesito hablar contigo. Bueno, un beso. Te quiero, Begoña. Adiós. Otro beso».
—[Hostia, qué nervioso parece, pobrecillo. ¿Cómo voy a dejar que le rompan la cara? No, si todavía tendré que estar agradecida con ese cabrón por avisarme y darme el dinero por tan poca cosa. Supongo que es poca cosa. Joder, o traiciono a papá o apalean a Enrique. Vaya menú] ¿Espe?
—Hola, Bego. Joder, tía, no paras quietecita con esa mierda de teléfono que tienes. Que llevo media hora...
—¡No me rayes, Espe!, que no tengo el día fino, porque...
—¡Yo sí, tía! ¡Ya la tengo!
—¿Que la tienes? ¿Qué es lo que tienes?
—La regla, joder, la regla. La muy puta se me ha retrasado una semana, pero ya está aquí. Por fin.
—Me alegro, Espe.
—Imagínate yo. No sabía si ponerme una compresa o bebérmela.
—Pero qué guarra eres, tía.
—Sí, sí, guarra. Aliviada es lo que estoy. Una semana con la cabeza como un balón, tía, que, sin querer, se me venían a la mente hasta nombres para el niño.
—A ver si aprendes, joder.
—¿Que si aprendo a joder?
—Hostia, Espe, hoy estoy que muerdo, así que no me jodas. Digo que a ver si aprendes a tomar precauciones para follar. ¿Me entiendes ahora?
—Bueno, tía, tampoco hace falta ponerse borde. Y, desde luego, a partir de ahora condón hasta en la lengua. A ver, chica, y a ti, ¿qué te ha pasado? ¿Se te ha corrido el rímel?
—Vete a la mierda, Espe. [¿Por qué leches he colgado, si lo que necesito es hablar con alguien? ¿Qué hago, la llamo yo o...?] ¿Espe?
—Joder, tía, ¿se ha cortado o me has colgado?
—Perdona, oye, pero es que estoy muy nerviosa.
—¿Qué pasa?
—Es que no te lo puedo decir.
—Ah, ¿no? ¿Secretos conmigo? Creía que éramos amigas y que nos lo podíamos explicar todo, tía. Ahora sí que me dejas fría.
—Es que el secreto no es mío, Espe.
—Bueno, como quieras. Si necesitas una oreja, aquí está la mía, pero si no sé nada tampoco te podré ayudar.
—Ya lo sé, tía. Es que... [¿Y si se lo digo sin decírselo del todo?] Oye, Espe, ¿tú crees que se puede hacer algo malo para conseguir otra cosa buena?
—Oye, Bego, antes de seguir: ¿me quieres tomar el pelo o algo así? Porque si es eso...
—En mi vida he hablado más en serio, Espe.
—Pues no sé qué decirte. Si no tengo más datos...
—Oye, Espe, si te pidiera prestado dinero, todo lo que pudieras, para algo de vida o muerte, ¿a cuánto llegarías?
—Esta noche, cuando nos veamos, te puedo pasar sesenta... y tres. Es todo lo que tengo.
—Joder...
—Si te esperas a mañana, pidiendo aquí y allá, seguro que puedo llegar a cien, o pasar de cien. Por mucho que necesites, seguro que con eso te apañas.
—Oye, suponte que necesito... [¿Qué digo? ¿Quinientos?] ochocientos.
—¡Ochocientos! Pero Bego, tía, ¿en qué te has metido?
—En nada. Es solo un suponer. Para que te hagas a la idea.
—Ah, pues en ese caso tanto me da ochocientos que ocho mil. Son fajones igual de imposibles para mí.
—Si tuvieras oportunidad de robar esa cantidad para dármela, o mejor, para dársela a alguien que quisieras mucho, por el que lo darías todo, ¿qué harías?
—Hostia, Bego, vaya preguntas haces. Me tendría que encontrar en la situación. ¿De verdad necesitas que robe ochocientos?
—No, hostia, solo es un suponer.
—Pues yo ya empezaba a cavilar a quién pegar el palo.
—¿Y si para conseguir el dinero tuvieses que... [¿Qué le digo para que lo entienda sin que lo entienda del todo?] que hacer un favor?
—¿Un favor? ¿Te refieres a un favor favor?
—No, hostia puta, Espe, no quiero decir eso; esto es serio, tía.
—Pues habla un poco más claro, Bego, que voy perdida.
—¿Tú serías capaz de...?
—¿De qué, Bego, de qué?
—No, mira, te lo pregunto de otro modo. Suponte que mi padre necesita una cantidad de dinero, y a mí me ofrecen dármelo, para poder ayudar a mi padre, si hago algo malo.
—Pero ¿el qué? ¿Lo que quieras, siempre que sea malo?
—Hostia puta, Espe, la regla te ha espesado el cerebro.
—Bueno, oye, si no te entiendo, ¿qué quieres que haga?
—Atiende. Imagínate que podría ganar el dinero si..., si..., si robo un examen del colegio.
—¡Aguanta! ¿De qué?
—¿Cómo que de qué?
—Pues de qué asignatura, Bego. Compórtate y pásame una copia, o ni que sea alguna pregunta.
—Por última vez, Espe, esto es grave. Robar el papel está mal y además es arriesgado. ¿Lo harías?
—Yo creo que sí, Bego. Vamos, seguro. Hay que ayudar a un padre, y si encima te luces en una prueba, sin esfuerzo...
—¡Olvídate del puto examen! ¿Y si te pidieran robar algún papel importante que tenga tu padre en casa? [Estoy gilipollas. Acabaré explicándole hasta las jodidas llamadas de López.]
—Vamos a ver, Begoña. Dejaré de lado que en tu ejemplo hay que pagar y hay que robar al mismo, o sea, al padre. Tampoco me detendré en hacerte ver que los únicos papeles importantes que tiene mi padre en casa son los libros de crucigramas.
—Pero...
—Déjame acabar, Bego. Ni aunque me dieses pelos y señales del enredo en que te encuentras, podría sentir lo mismo que tú. Pero sí sé que si me tengo que ensuciar las manos y hasta los codos por alguien muy querido, lo haría sin dudar ni un instante. Lo primero es lo primero. Después ya vendría el tiempo de deshacer el mal que se ha hecho.
—Te quiero, Espe.
—Y yo a ti, tonta del culo.