20
—Coño, Gerardo, me has asustado. ¿Qué tal el viaje?
—Bien, el viaje ha ido bien. [Hasta un poco antes de tomar el avión de vuelta, cojonudo. Hasta ese momento, cojonudo.]
—¿Qué ha pasado, pues, para convocar a tu abogado, o a tu amigo, ya no lo sé, en el aeropuerto, a estas horas de un sábado? Si es por el transporte, mira: está lleno de taxis.
—Lo siento, Manolo, pero necesitaba hablar contigo.
—Y supongo que no me lo podías decir por teléfono.
—Cada vez me fío menos de los teléfonos.
—Ya me contarás también eso. Te noto raro. Oye, ¿has ido solo a Viena? Acostumbrabas a ir con tu secretaria, esa señora con cara de subteniente.
—No, no, como siempre. Este año ha ido la secretaria nueva, pero se ha quedado dentro. Me ha dicho que la pasaba a recoger su novio, o un amigo, no sé. [No era buena idea despedirnos en tierra. Y es verdad que esperaba a no sé quién. Y yo no quería que un tío lenguaraz como tú atase cabos antes de oírme a mí.]
—¡Ah!, eso no lo sabía. Seguro que habrás salido ganando, porque aquella..., ¿cómo se llamaba?
—Milagros.
—¡Eso, doña Milagros! Arrugada como un pergamino, si no me confundo de cara. ¿Y la nueva?
—¿Qué pasa con la nueva?
—[Has saltado como si te pincharan con una aguja. Ay, Gerardo, que estás hecho un calavera. A ver con qué me vas a salir.] Que cómo se llama, Gerardo. Eso preguntaba.
—¡Ah!, Pablote. Beatriz Pablote. Y, antes de que me lo preguntes, te informo de que tiene treinta y pocos, sabe inglés, francés y alemán, y un cutis incomparablemente mejor que doña Milagros. ¡Qué! ¿Eh? ¡Qué! ¿De qué te ríes, Manolo?
—De nada, Gerardo, de nada. Se diría que estás un poco nerviosillo.
—[Joder, ¿para qué he hecho venir yo a este? ¿Para explicarle lo de Beatriz o lo de López? ¿O las dos cosas? ¿O ninguna? Hace tres horas estaba deseando tener un confidente. Ahora creo que me contento con que me lleve a casa sin tener que dar la dirección.] Perdona, chico. Estoy un poco alterado.
—No me digas que te has liado con la secretaria. [Lo peor que puede pasar es que me deje aquí plantado, como ya me hizo otra vez que le canté las cuarenta. Pero, si no, desahogarse siempre va bien, y a mi estos chismorreos me encantan.] Es igual, Gerardo, olvídalo. Disculpa la metedura de pata. Hala, venga, que tengo el coche aquí mismo.
—[No merece la pena disimular.] Sí. [Joder, y voy y lo digo. Me había jurado llevarme el secreto a la tumba y antes de pasar un día ya lo he largado. Estoy nervioso. Es eso.]
—¿Me lo dices de verdad?
—Sí. Y no te pares, Manolo, que estoy destemplado.
—El coche está a la altura de la segunda columna. Entonces, ¿es que estás a mal con Magdalena?
—¿A malas con Magdalena? ¿Qué tiene que ver?
—Hombre, Gerardo, ya sé que sois una pareja moderna, pero no hasta ese extremo. Me has dicho que le has puesto los cuernos a Magdalena, ¿no? Pues de ahí que te pregunte si el matrimonio va mal.
—[No lo había pensado. No, no va mal. No especialmente mal]. No, no va mal. [Lo que pasa es que Beatriz está como un bizcocho.] Lo que pasa es que he caído en la tentación. [Más mentiras. Mentiras a Magdalena, mentiras a Cornicabra, mentiras a mí mismo. Solo le digo la verdad a López, por lo visto.] Ha sido un arrebato. [Arrebato se opone a plan, y estaba bien planeado. Los horarios, el hotel, las habitaciones. Yo tenía pensado hasta cuándo abordarla. Hasta cuántas veces abordarla. La fantasía es la fantasía.] Joder, Manolo, ¿todavía no te has cambiado este cascajo?
—Ni por muchos años. Mientras él aguante, yo aguanto. Es el cariño, que crece con los años. [Toma patada en el páncreas, Gerardo, para que aprendas a ser fiel a quien te es fiel] ¿No te das cuenta de que hay algo más que la velocidad y que la carrocería brillante y el capricho por lo nuevo?
—No necesito sermones, Manolo. Venga, arranca, si es que tu enamorado con ruedas no te deja tirado, y a mí contigo. [Solo me falta que se me despierten los remordimientos.]
—Toma nota: a la primera. ¿Y qué te parece el ruido del motor? Como una máquina.
—Es como estar debajo del capó. Se oye muy bien: alto y claro. Venga, Manolo, vamos tirando. Tengo ganas de salir de aquí.
—¿Quieres calefacción?
—Pon. [Aunque el corazón, donde noto más el frío, no me lo va a caldear.] Estoy apurado, Manolo.
—Enseguida se te pasará. Aire frío no tiene, pero lo que es caliente...
—Tienes tú la preferencia, Manolo.
—Es verdad, pero lo veía tan lanzado...
—¿Qué harías tú ante un chantaje?
—¿Qué estás diciendo?
—¡No me mires, Manolo! ¡Mira hacia la carretera! El colmo sería tener un accidente en esta tartana. Joder, si hasta el cinturón va flojo.
—Más flojo va el de los aviones, y no circulo tan rápido.
—Cuidado con ese rojo, que se va a matar.
—¿Cuánto?
—¿Cuánto qué?
—¿Cuánto te han pedido?
—¿Cuánto me han pedido de qué?
—Joder, hombre, ¿pero no me has dicho que te están chantajeando?
—No, Manolo, yo te he preguntado qué harías tú en ese caso.
—Así que es una pregunta retórica.
—Copón, Manolo, estate pendiente de conducir, no de mi cara, que nos la vamos a pegar.
—Jamás he tenido un accidente, Gerardo. No me ofendas.
Los únicos golpecitos que tiene los he hecho, o me los han hecho, aparcando. Bueno, ¿te están atornillando, o no?
—No. [Yo creo que eso es verdad. En un chantaje no se pide poco a cambio de, comparativamente, mucho.]
—¿Entonces?
—¿Te vas a meter por el centro o por el cinturón?
—Me da igual.
—¿Por dónde estará más despejado?
—¿Y a mí qué me cuentas? Esto no lo hago cada sábado.
—Pues cógete el cinturón. Ya será mucho que a esta hora y para entrar en la ciudad...
—A ver, Gerardo, ¿de qué estamos hablando? ¿Del chantaje que no te hacen o del coche que no conduces?
—¿Qué harías tú? [Esto no es bastante para que me dé una opinión. Pero no me atrevo a decírselo todo. Además, haría preguntas que no sé responder. ¿Cómo darle verosimilitud?]
—No te entiendo, Gerardo. Así que no te puedo ayudar.
—Me siento vulnerable. [Ya que se me ha escapado lo de Beatriz, tiraré por ahí.] Suponte que alguien supiera mi desliz... No hace falta ir por en medio de dos carriles, Manolo.
—¿Con tu secretaria?
—Eso.
—Pero ¿te ha amenazado alguien o no?
—No.
—Pues olvídate.
—Quisiera estar preparado.
—O me estás ocultando algo, o no me lo dices todo. Una de dos.
—Si yo te pido todo tu cartapacio sobre Vicente Patilla, pongamos por caso, ¿me lo darías?
—Joder, Gerardo, ¿regresas de Viena o de territorio jíbaro? ¿Te has vuelto loco? Por supuesto que no.
—¿No?
—No. Claro que no. Y si insistes, te dejo tirado en el arcén y llamas a una grúa para que te remolque.
—¿Y si te ofrezco mil billetes, Manolo?
—Me estás poniendo nervioso, y si me pongo nervioso, me desconcentro, y si dices estas cosas, necesito mirarte a la cara para saber si estás de carnaval o enajenado; y desconcentrado y mirándote podemos tener un accidente.
—Está sonando la banda de rodadura, Manolo. Y, oye, ¿qué luces llevas? ¿De posición o de cruce?
—No me cambies de tema.
—Diez mil billetes. ¡Cuidado, Manolo, cuidado con ese coche!
—¡Hostia puta, Gerardo! ¿Me estás sobornando? ¿Eh? ¿Es eso? ¿Después de tantos años de amistad me haces esto? ¿Me obligas a cambiar los planes de llevar a Irene al cine y me convocas aquí, como a un chófer, para humillarme? Me has decepcionado, Gerardo, no me esperaba...
—Los papeles de Patilla a cambio de no soplarle a Irene lo tuyo con Rocío. [Ay, madre mía, cómo va a reaccionar] ¡Cuidado, que nos matamos! ¡Cuidado, cuidado con la barrera! Coño, Manolo, que aquí parados no nos podemos quedar, y a mí me están esperando en casa.
—¿Tú crees que a mí no? Venga, ahora te puedo mirar a la cara como a un enemigo. Ya puedes inventarte una buena excusa para que no te arroje al paso de un camión.
—¿Serías capaz?
—De eso y de mucho más si me enfrento a un cabronazo.
—Perdona, Manolo, pero necesitaba que probaras algo similar a cómo me siento. De verdad que lo lamento.
—Y no me estás ofreciendo dinero.
—No, claro que no. ¡Diez mil billetes por cuatro contratos y media escritura! Vaya ruina. Por diez mil te exijo, al menos, la lengua de ese tío.
—Ni le piensas ir con el cuento de Rocío.
—¿Tan poco me conoces, Manolo? ¿Cómo te iba a hacer una putada semejante? Siempre presumes de matrimonio feliz, y me alegro.
—¿Cómo lo has sabido?
—¿Lo de Rocío?
—Y lo otro.
—¿Qué es lo otro?
—Que voy corto de líquido.
—[López.] Lo de tu criada, hace cosa de unos meses, puede que un año. [También esta trola se la debo a López.] Bebimos demasiado en el círculo, sobre todo tú. Te pusiste picante, ¿sabes? Yo creía que chuleabas de alcoba con Irene, y vas y acabas colando el nombre y la descripción de las curvas de la chacha.
—No recuerdo nada parecido.
—[Lo sobrenatural sería lo contrario.] Para que veas lo malo que es el alcohol. [Tengo que reconocer que López acertó: ni sombra de sospecha. Eso le pasa por empinar el codo y ser un faldero. Yo no empino el codo.]
—¿Y el dinero?
—Lo he dicho porque sí. [Porque López me ha dado tu debe y tu haber. Pobre Manolo. A tus años, a tus vuelos, y con apuros.] No sabía que fueses justo. [Hasta hace unas horas, por lo menos.]
—Pues me he descubierto. Creía que me estabas leyendo el alma. Vaya sabadito que me estás dando. ¿Qué estás haciendo?
—Extendiendo un cheque.
—¿Por qué?
—Por diez mil.
—Digo por qué, no por cuánto.
—Mira, Manolo, somos amigos. Ya me lo devolverás. O no. Tanto da. Tómalo como pago diferido por servicios que me has hecho a buen precio. [Solo taparás la décima parte de tu agujero, pero te dará un respiro.]
—Un par de semanas.
—Lo que haga falta. [Y procura quitarte el vicio de invertir en bolsa con dinero prestado, o acabarás embargado o enjaulado.]
—Un negocio que no ha salido como esperaba...
—Es igual, Manolo, lo que sea. Lo importante es que te recuperes [y, de algún modo, me aconsejes].
—Y lo de Rocío ya se acabó.
—No me tienes que dar explicaciones, Manolo. [Y mejor no me digas mentiras, que estoy más cargado de información de lo que tú te imaginas.]
—Hace seis meses que tenemos otra criada y no nos vemos.
—[No os veis en el dormitorio de tu mujer y tuyo, mamón. Ahora te sale más caro el capricho.] Me alegro. [Me alegro de comprobar que las falsedades circulan con rapidez en las dos direcciones.] Me alegro por Irene y por ti, quiero decir.
—Vaya par.
—Ya te digo. Venga, pongámonos en marcha otra vez.
—Voy.
—¡Espera, hombre, deja que pase ese!
—Debes de tener a Magdalena completamente amargada. Eres un pesado.
—Para nada. Conduzco yo, y listo. Bueno, Manolo, ¿te vas haciendo a la idea? Quiero decir, ¿comprendes que me sienta presa fácil?
—Joder, Gerardo, te podrías dedicar a mafioso. Me has apretado las tuercas a base de bien.
—¿Y si alguien me lo hiciera a mí?
—¿Con lo de Beatriz?
—Con lo que sea.
—Cada uno sabe hasta dónde puede aguantar.
—¿Qué estarías dispuesto a sacrificar para que Irene siga en la inopia?
—Coño, cualquiera diría que la tengo engañada con todo y en todo momento, porque...
—Te estás pasando del límite de velocidad. [Y, efectivamente, la burlas en potencia todos los días, y en acto los martes y los jueves.] No te escabullas. ¿Qué estarías dispuesto a hacer?
—Me estás asustando, Gerardo. Desde luego, el mismo día se enteraría Magdalena de lo tuyo con la secretaria. Donde las dan, las toman.
—No seas berzotas, Manolo. Por ejemplo, ¿serías capaz de dar información confidencial sobre algún cliente?
—Depende. No lo sé. Joder con tu viajecito a Viena. Antes me gustabas más.
—¿Un informe completo sobre mí?
—Estás jugando conmigo, Gerardo, y eso no está bien. Me preguntas si traicionaría a un amigo para salvar mi matrimonio. Eso no está nada bien. Si quieres buscarte otro abogado, dímelo a la cara y...
—Vamos, Manolo, solo por la confianza que te tengo me abro así. ¿Qué, pues? ¿Qué harías en ese caso?
—Y yo qué sé, Gerardo. Jugar al ratón y al gato, supongo. Tratar de llenar tres hojas con vaguedades y tu fecha de nacimiento, ganar tiempo, reunir fuerzas y confesarme a Irene. No lo sé. Dímelo tú.
—Si me quieres demostrar que esta cafetera supera los cien, ya lo has logrado. Afloja, que es de ochenta.
—No me cambies de tema.
—Soy yo el que pide consejo.
—A sus órdenes, mi cliente.
—Vamos a otro caso.
—¿Adonde dices?
—Que te quiero plantear otra situación.
—No, si a este paso me entrará mal cuerpo.
—Suponte que un amigo tuyo necesita dinero. Yo, por ejemplo.
—Oye, lo de los diez mil...
—Conduce, calla y atiende, Manolo. Yo lo necesito y tú quieres echarme una mano, pero no lo tienes.
—No hace falta que me lo recuerdes. Pero es verdad que te querría ayudar.
—Cincuenta.
—¡¿Cincuenta mil?!
—Casco urbano, Manolo. Límite a cincuenta.
—Oye, Gerardo, de verdad, si quieres me bajo, conduces tú y yo me centro en asimilar todas las salidas que tienes esta tarde. O noche, que se está haciendo la hora de cenar.
—Sigue, sigue tú, que un físico sería incapaz de hacer avanzar esta tartana. Se necesita un abogado.
—Joder, encima me vacilas. Bueno, vale, quiero prestarte y no puedo. ¿Qué más he de imaginar? ¿Una huerfanita? ¿Un dragón?
—Te lo he dicho al principio, Manolo. Esto es serio. Alguien te ofrece el dinero para socorrer a tu amigo. [Todavía me suenan en las orejas las palabras de López y mi incredulidad.]
—Eso es un detalle. Un buen amigo de amigo. Porque hoy tienes la mente calenturienta, Gerardo, que, si no, sospecharía que un hada buena te ha facilitado los diez mil que me has prestado. Acaba ya. Seguro que el amigo que te ayuda a socorrer al tercero querrá algo a cambio.
—Sigo tu idea. A cambio te pide..., digamos..., un dictamen legal. Algo sencillo, que te lleve poco tiempo.
—No entiendo el conflicto, Gerardo. Parece que me entrabas con un ejemplo de chantaje. Después has derivado a lo que tenía trazas de soborno, y ahora terminas con un cuento rosa donde todos comen perdices.
—¿Lo harías?
—Eso lo hago a diario, majo, aunque desgraciadamente no por diez mil, ni para rescatar a un amigo. Me descubres una bicoca. Ojalá conociera a alguien así.
—¿Patilla no paga bien?
—Patilla da mucho trabajo. ¿Ahí se acaban tus dudas?
—Más o menos. [López me llamó; me alarmo. Estamos a punto de embarcar. Beatriz se estaba poniendo tierna. Me acojono con la certeza de que me va a amenazar con descubrir el pastel. Un pastel muy dulce y que me ha durado muy poco. En vez de eso compadrea conmigo y se muestra indulgente con las debilidades humanas. Enseguida me sale con lo de Cornicabra. Sus deudas. Sus dificultades. Se lo hace venir bien para descubrirme a la querida: «Los hay que institucionalizan su infidelidad, como su abogado y una chica muy joven, Rocío Blesa, montando piso y mercería, como antes». Eso me dijo. Poco más o menos. «¿No le gustaría ayudarlo, señor Vives?» Me hace ver que, aparte de la amistad, las vinculaciones de interés también son importantes, y tener obligado a Manuel Cornicabra no es malo en ningún sentido. «¿Qué hay mejor que un amigo, señor Vives? Un amigo agradecido.» Y Beatriz formando ya en la cola de embarque. Entonces me propone el trato. Yo le facilito una copia del informe que redacté hace un año sobre El Nuevo Petril y él me lo paga con el dinero suficiente como para echar un cable a Manolo.]
—¿Qué te pasa ahora, Gerardo? De pronto te has quedado callado, y hoy te temo más que a un rayo.
—Estamos llegando. [Y yo he aceptado.]
—Por fin.
—¿Quieres entrar en el aparcamiento y tomar algo en casa? [Y al cabo de dos minutos más le he enviado el fichero desde mi correo y él me ha invitado a comprobar que la transferencia estaba ingresada. Me temo que sabía de antemano que me doblegaría.]
—Me voy pitando con Irene. Hay que cuidar a la parienta. Paro aquí mismo.
—Pon los intermitentes, hombre, si es que la carroza lleva. [«Convoque al señor Cornicabra en el aeropuerto y hable con él. Le hará feliz, y usted se quedará más tranquilo.» Pero no me he quedado más tranquilo.] Gracias por el paseo, Manolo.
—Recuerdos a Magdalena y a los chicos.
—De tu parte. Lo mismo digo.
—Gerardo.
—¿Qué?
—Que muchas gracias por el préstamo. Me has hecho un gran favor en el mejor momento. Y gracias a tu hada buena.