9

—No sabía que la situación fuese tan acuciante.

—En el informe que redacté la semana pasada lo escribí bien claro.

—Seguirá en manos de Rojas. Todavía no lo he visto.

—Pues ya te digo, cosa de muy pocos meses. Es insostenible. Con esto del cierre nos habéis tomado por el pito del sereno, Gerardo.

—Yo no ordené el traslado de las barras de la número cuatro.

—El mal ya está hecho.

—Y la solución no será fácil.

—Hombre, tú verás. Ya me explicarás dónde metemos nuestras últimas barras. En condiciones normales ya habrían sido sustituidas. Siguen en el núcleo porque alguien ha decidido que esto se acabó y porque la piscina está llena.

—¿Por qué demonios no me llamaste, Fernando? Si lo hubiera sabido...

—No me salgas con estas, Gerardo. La orden me llegó por mensajería especial y firmada por Rojas. Se supone que él no mueve un dedo sin tu aprobación, ¿no es así?

—No siempre. No esta vez.

—Pues ya ves, me ha tocado bailar con la más fea. Si me mandan que acepte dos barras de uranio de la número cuatro porque alguien está convencido de que es la central más importante del país, la que ha de mimarse más, la que no puede dejar de funcionar ni un instante, aunque sea al precio de jodernos a los demás..., si nos lo mandan, pues lo hacemos. A ver, ¿por qué coño la cuatro no se puede quedar sus barras, como todo hijo de vecino?

—Se diseñó con la suposición de un centro de residuos externo. La cuatro, a pleno rendimiento, carece de instalaciones para almacenar su propia porquería.

—Pero tiene piscina.

—Llena.

—Que pare.

—Hay mucha gente interesada en lo contrario. [Rojas mismo; en cierto modo, yo mismo.] No sé, Fernando, si la situación se complica tal vez será la forma de tomar las decisiones que se han ido aplazando indebidamente. [Como, por ejemplo, abrir de una maldita vez El Nuevo Petril].

—Sí, claro, ellos tienen un año por delante, mientras que a nosotros nos quema la prisa. Y, después, está la segunda parte.

—Lo sé, Fernando, lo sé.

—Me da miedo solo de pensarlo.

—Yo tampoco estoy tranquilo.

—Estuve tentado de ir con el cuento a la prensa, Gerardo, y que saliera el sol por Antequera.

—Coño, Fernando, no lo digas ni en sueños. Menudo escándalo. [Y ya tengo suficientemente complicada la vida como para meter a los diarios.]

—Es que clama al cielo, de verdad. ¿Acaso Rojas es idiota? ¿Y quién es el que lleva la cuatro? ¿Carlos Montero? ¿Qué pasa? ¿De pronto todo dios está olvidando lo que aprendió en la escuela? A ver, Gerardo, ¿no saben estos tíos los riesgos que comporta almacenar barras de alta actividad de una sección inferior al nido?

—Sí, claro. [A este hombre le va a dar un ataque al corazón.]

—¿Que se convierten en inestables? ¿Que pueden vibrar hasta veinte milímetros? ¿Que los brazos de los robots no ajustan con la suficiente firmeza?

—Cálmate, Fernando [que solo nos falta un histérico gobernando el marrón].

—¿Que me calme? Lo que estoy pensando es en dimitir, o en caer enfermo. [Si no lo he hecho ya es porque la central la llevaría la subdirectora, y no le deseo nada malo a ninguna de las dos.] ¿Dónde están ese Rojas y ese Montero? Suficientemente lejos, si se produce una fuga.

—Ni se te ocurra pensarlo, Fernando. Se supone que todos nosotros poseemos el aplomo necesario...

—Que vengan, Gerardo, que vengan, que tengo ganas de verles el aplomo.

—Basta, Fernando. Ellos no están, pero yo sí.

—Siempre sacándole las castañas del fuego a Rojas.

—Lo importante es sacar las tuyas de tu piscina.

—Y rápido.

—Tú llevas días dándole vueltas. ¿Qué salidas ves?

—Lo mejor, llevarlas al extranjero.

—Difícil. Casi imposible. Además de peligroso (se puede enterar todo el mundo, quiero decir) y caro, tenemos agotados los cupos contratados. Sería necesario renegociar los contratos, pero dependemos de Industria y de Asuntos Exteriores. No se puede poner fecha a algo así.

—¿Y con una llamada de alto nivel?

—Eso sería un favor de alto nivel, difícil de pedir y más difícil de devolver. Descártalo si no es una situación de emergencia.

—¿No estamos en una de extrema emergencia, Gerardo?

—Si tenemos unos pocos meses por delante, no. ¿Qué más se puede hacer?

—Trasladarlas a El Petril. Pero ¿por qué mueves la cabeza, hombre?

—No hace falta que te diga que se dedica exclusivamente a residuos de actividad media y baja, no a combustible ardiente recién salido del núcleo.

—Era por oírtelo decir, Gerardo. Pero dime: ¿su situación sería peor que la que ahora tenemos aquí? Guardamos en el armario lo que no podemos tener.

—¿Qué más?

—Devolverlas a la número cuatro.

—Como represalia, bien pensado, pero ahora no tenemos tiempo para bromas.

—No era una broma.

—¿Qué más, Fernando?

—El Nuevo Petril.

—¿Hasta dónde sabes?

—Hasta lo que se ha publicado. Que tenemos una planta de almacenamiento de residuos radiactivos de alta actividad construida y a punto, que por el momento solo acumula polvo.

—Esa solución no sería mala, pero también es complicada. Otra decisión política.

—¿Dónde está?

—¿Conoces El Petril?

—Fui a la inauguración. Nada más.

—Pues es a la vez una instalación independiente pero contigua. Los accesos desde la C42 son los mismos. Construyeron una pista que circunvala los módulos actuales y conduce al edificio de administración de El Nuevo, pero desde el interior del actual también hay paso. Vamos, como si fuesen dos polígonos industriales que se conectan en un punto.

—¿Esta vez tampoco se han decidido por el tren?

—Esa es la principal novedad. Se incluyó en el proyecto casi de forma secreta, y está ejecutado. Para disimular, a medio camino se levantó un inocente almacén de la subsidiaria de mercancías, de uso nulo. Con la excusa añadida de una zona de maniobras, la vía entra en El Nuevo Petril por la parte opuesta a la pista. Está mal que yo recuerde que fue idea mía, pero estuvo peor lo de Rojas, que la hizo literalmente suya.

—Así que dispone de vía.

—Sí.

—Pues parece un mensaje divino, porque mi central también tiene.

—Ya. [¿De qué me quieres convencer? Con gusto aceptarías que me llevara las putas barras cargadas al hombro. ¿Qué crees que vas a conseguir con esa mueca? Eres un sometido, Fernando. Tú recibes una orden de Rojas y, por el hecho de descargar tu responsabilidad, dejas que te endosen un problemón que eres incapaz de resolver. Veo que te has dejado la barba. ¿Para disfrazar tu blandura? Vaya necio estás hecho, Fernando, permitiendo que te jodan de esta manera. ¿No te podías haber inventado una excusa para rechazarlas? ¿O negarte, sencillamente? No. Estás más cómodo en el papel de víctima.]

—Gerardo, ¿estás bien? [Vaya cara se te ha puesto, señor supervisor jefe, oráculo atómico nacional, don preciso, don soluciones, don cardo toda la lana y otros se llevan mi ansiada y merecida fama. Estoy hasta los huevos de vuestros tejemanejes, y este asunto es un estupendo episodio para poner a todo el consejo a prueba. ¿En qué estás pensando, colega? ¿Que tú, en mi lugar, ya habrías solucionado el pastel? ¿O que ni siquiera te habría pasado? Alégrate, milhombres, te brindo la oportunidad de que te luzcas. Que te aproveche el mérito, sobre todo si resuelves la maraña. Y mueve de una vez esos ojos, que parece que se te hayan quedado enganchados en el bolsillo de mi camisa.]

—Perdona, me había quedado embobado [tratando de ponerme en tu papel, y es agotador]. Descansaba la vista y el pensamiento durante unos segundos.

—Claro. [Tu trabajo es tan duro, tus responsabilidades tan altas y los que te rodeamos tan poca cosa que no tienes más remedio que tomarte un respiro de vez en cuando]. Te decía que se podría organizar una expedición nocturna de aquí a El Nuevo Petril.

—Si estuviera en marcha. [¿No escuchas, Fernando? Primer síntoma de la desesperación.]

—Es una situación apurada, Gerardo. Las enviaría al trapero como chatarra. Y después la otra parte: que las podamos sacar de ahí sin percances.

—¿Qué quieres decir?

—Las manos de los robots no ajustan.

—¿Cómo?

—Ya te he dicho que la sección de las barras que nos han endosado de la número cuatro no coincide con la de nuestros anclajes. Bailan.

—Más fácil de recuperar, ¿no?

—¡Cómo se nota que hace tiempo que no estás al pie del cañón! [Y, ahora, te me vas a sulfurar.]

—Oye, oye... [¿Será berzotas? Se mete en el hoyo y ahora se las da de veterano.]

—No te ofendas, Gerardo. Quería decir que no tienes fresca la mecánica de la manipulación. Aquí tenemos unos brazos mecánicos para meter y sacar el combustible gastado de la piscina. Las manos de los robots no se cierran a voluntad. Solo llegan a asir con precisión las de medidas convencionales, como las nuestras.

—¿Y entonces?

—Las bajamos con riesgo y suerte. Aprisionándolas con los dos brazos, más que pinzándolas. La fuerza de la gravedad y la pericia de la jefa de control se ocuparon del resto. Sacarlas es otro asunto.

—¿Ajustes del robot?

—Sí, y ya sabes lo que eso significa. Parada técnica de la central durante un mes. Eso supondría que ya no compensaría volver a iniciar la fisión y aceleraría el cierre de la planta. Necesitamos deshacernos de ellas, Gerardo, porque tengo mis dudas sobre su estabilidad. ¿Te he dicho que tienen margen de vibración?

—Me lo has dicho. Pero, vamos a ver, ¿cómo quieres trasladarlas si no puedes sacarlas [so tonto]?

—Yo no he dicho que no pueda sacarlas. [Listillo. Aprende ahora.] Yo he dicho que el protocolo obligaría a cambiar las manos, y eso conduciría a la parada y al cierre. No te he dicho que la subdirectora y yo hemos estado trabajando [entre otras cosas] para encontrar una alternativa sin necesidad de desconexión, ni de limpieza, ni de entrada de operarios. Hemos conseguido [Elvira lo ha logrado, pero somos un equipo] que un brazo añada unos imanes que suplementan la mano del contrario hasta ajustar el grosor de las malditas barras. Podríamos vaciar la piscina en horas, y desde cualquier ordenador de la red de la central. Perdona. ¿Dígame?

—Señor Redondo, tiene una llamada...

—Te había dicho que no me pasases ninguna llamada, Leo.

—Es que es para el señor Vives.

—¡Ah!, en ese caso... ¿Sabes de parte de quién?

—Del señor López.

—De acuerdo, espera. Gerardo, es para ti. De parte del señor López. [Caramba, Gerardo, ni que te hubiera mentado al ministro. Te has puesto lívido de golpe. ¿Será que han cambiado al ministro y yo no me he enterado?] ¿Quieres la llamada?

—Pásamela. [¿Por qué estoy aceptando? Tengo el teléfono silenciado y me ha vibrado dos veces. No quería cogerlo; sospechaba que podría ser este tío. Y, ahora, ¿qué? Tendré que disimular delante de Redondo. Y de mañana no pasa que hable con el enlace de la Policía. ¿Cómo se llama? Plaza. Baltasar Plaza, me parece.] Dígame.

—Le paso con el señor López, señor Vives.

—Bien.

—¿Don Gerardo? ¿Es usted?

—Sí.

—¿Le importa que le llame don Gerardo?

—Como guste.

—Me parece muy bien. Perdone que le importune en plena reunión con el señor Redondo, pero me tenía usted preocupado.

—¿Y eso? [¿Cómo coño sabe dónde y con quién estoy? ¿Y con qué me sale, además, este chalado?]

—He llamado dos veces y no me ha cogido el teléfono...

—Estoy ocupado...

—Pues claro, don Gerardo, pues claro. Lo entiendo. Pero si comprueba después las llamadas, verá que aparecen los números de miembros de su familia, y no quería que usted se sobresaltara imaginando que había pasado algo malo.

—Me temo que tendremos que buscar otro momento para aclarar esos extremos. [Me cago en todo. Aparece que han llamado Magdalena y la niña. Mantén la calma, Gerardo.] ¿A qué hora ha llamado?

—Veo que lo está comprobando en su aparato. Bien hecho. A las 11.30 y a las 11.36, exactamente.

[Mantén la calma, Gerardo; que se entere Redondo de algo tan absurdo no va a arreglar nada.] ¿A qué hora puedo llamarle?

—Oh, no se moleste. Yo le llamaré. Además, ¿a qué número? Como ve me resulta muy práctico ir cambiando. Práctico y económico.

—¿Esta tarde? [Empiezo a sudar. Redondo lo va a notar. Acaba la conversación, acaba la reunión, llama a todos y serénate. Serénate, Gerardo.]

—No, esta tarde no, don Gerardo, que está usted de viaje y tendrá ganas de llegar a casa y descansar. Tal vez mañana.

[¿Cómo es que conoce mis planes? ¿De qué va todo esto?] Mañana, entonces.

—Tal vez, don Gerardo, tal vez mañana. Entre tanto, relájese. No le entretengo más. Vuelva con su reunión antes de que al señor Redondo le pique la curiosidad. Yo creo que no hace falta que le dé muchos detalles de nuestra relación. Me parece que no lo entendería.

—Claro. [¡Qué cabrón! Soy yo quien no lo entiende. Pero, desde luego, no me voy a explayar con Redondo antes que con la policía.]

—Siempre puede decirle que le llamo por lo del viaje a Viena, para concretar unos detalles...

—¿Cómo...?

—Todo a su tiempo, don Gerardo. Dentro de unos segundos tendrá que retomar su charla con el señor Redondo y necesita recobrar su compostura. Adiós.

—Adiós. Gracias, Fernando. [Coge de una vez el teléfono y deja de intentar leerme el pensamiento, estúpido.]

—Caray, Gerardo, tendría que haber salido del despacho, pero no he caído hasta ahora. [Y un huevo; este es mi despacho.]

—Nada, chico. Total, trabajo. Concretando los detalles de Viena.

—Vaya. [¿Se hace el importante o el misterioso?] ¿Acompañas a Rojas?

—Voy solo. Hace dos años que delega. Por lo visto hay problemas con los vuelos. [Qué más da que se lo trague. Lo importante es que comprenda que no quiero hablar de ello.]

—Me alegro de que solo sea eso. [Como que me lo voy a creer.] Te he visto tan inquieto que temía algo de más importancia.

[No insistas, cabrito, que no es de tu incumbencia.] Será por asociación. Es un viaje que siempre me da mucha pereza. [Y vamos a dejarlo ya.]

—No me extraña [la asociación de un cojón con el otro. Después indagaré sobre ese López]. ¿Por dónde estábamos? [Que no parezca que soy un entrometido.]

—Estábamos sacando las barras con brazos modificados.

—Eso es. Ahora solo falta saber dónde meterlas.

—Déjalo de mi cuenta. Una solución u otra encontraremos. La inspiración viene cuando menos se la espera.

—A lo mejor sacas una buena idea de la reunión de Viena.

—A lo mejor. Nunca se sabe. [Anda y que te zurzan, Fernando.]

—Si de mí dependiera...

—Si de ti dependiera ¿qué, Fernando?

—Pondría en funcionamiento las partes esenciales de El Nuevo Petril con el personal de la instalación actual, y enviaría de inmediato el combustible usado que tenemos. Vaciaría la piscina. De paso resolvería la duda de si cerrar o no mi central. Con un paquete de mejoras, tiene otros veinte años de vida. Al cabo de un par de semanas podrían tener las barras guardadas en los silos.

—Un par de semanas, dices.

—Sí, un par. Si las cosas fuesen por donde deberían ir, sobraría tiempo.

—Vamos a ver, Fernando [pedazo de gilipollas]. Cuando necesitas una provisión de, digamos, bombillas, ¿cuánto tiempo pasa entre que lo decides y tienes tus bombillas en el almacén?

—No tengo ni idea, Gerardo. No me encargo de pedir las bombillas.

—Yo te lo diré, Fernando [querido]. Tres meses, Fernando. Como mínimo. Si la cadena de funcionarios, firmas, expedientes y autorizaciones no falla, tres meses. Si falla, velas. Tu central, como la llamas, es propiedad del Estado. Si perteneciera a las eléctricas, tal vez tendrías tus bombillas en cuestión de días y te desharías de tus barras en semanas. Ten los pies en el suelo [y no me busques las cosquillas].