11
—Repítemelo. Palabra por palabra.
—Os lo he dicho ya cien veces.
—Una más, Begoña. Por favor.
—Pero, papá, que no he grabado la conversación. Que le habías hablado de mí. Eso, seguro que me lo ha dicho. Y que era muy buena chica, o muy guapa, o no sé. Algo así.
—Su voz, ¿te resultaba familiar?
—¿A mí? ¿De qué?
—Yo qué sé, Begoña. Familiar, conocida; si la habías escuchado antes.
—Ya entiendo lo que significa, mamá. No, no me sonaba. ¿Y a ti?
—¿Y a mí qué?
—A lo mejor tú sí que sabes de quién era. Eres mayor y has escuchado a más gente que yo. ¿A quién se parecía?
—¿Tú has visto el desparpajo que tiene tu hija, Gerardo?
—Esto es serio, Begoña. ¿Te ha parecido joven o viejo? ¿Tenía acento? Lo que sea.
—Ni joven ni viejo. Normal. Viejo.
—¿Viejo?
—También vosotros, por teléfono, tenéis voces mayores. Lo que pasa es que ya estoy acostumbrada.
—Mecachis, Begoña, cómo eres.
—Y acento extranjero.
—¿Sí? ¿De dónde?
—¿Y a mí qué me explicas?
—Así no vamos a ninguna parte.
—Bueno, mamá, ¿qué quieres que haga? Han sido dos momentos, y tampoco sabía que tenía que poner tanta atención. Además, con lo que dices que has llegado a hablar tú seguro que le adivinas hasta el número que calza.
—Bueno, niña, menos guasa conmigo, que bastante me ha afectado. No sé por qué últimamente la tomas conmigo.
—¿Yo? Hostia, mamá, eres tú la que me agobia.
—Sin palabrotas, Begoña.
—¿Ves?
—¿Estás segura de que era el número de papá?
—Hostia, Ignacio, ¿tú también? Que tengo el número guardado. ¿Lo quieres ver?
—Es que eso es lo que no me cabe en la cabeza, Ignacio. ¿Tú te lo explicas?
—Desde luego no sé cómo lo hace, padre, pero no es magia. Tampoco sabía que fuese posible hacerlo, pero está bien claro que puede. Interviene, interfiere, pincha. No sé, pero suplanta. Aunque me parece que eso es lo de menos.
—Estoy con Ignacio en eso, Gerardo. La cosa es que nos llama, tanto da desde dónde. ¿Para qué enciendes el ordenador, Gerardo?
—A ver, Ignacio, enséñame esa página.
—Poco hay que ver. Aquí la tienes.
—Coño, sí que parece auténtica.
—Entra, papá.
—¿Qué dices, Begoña? Yo no tengo acceso.
—¿No? Creía que eras el que mandaba.
—No se trata de mandar, hija. Esta es la puerta de acceso remoto a una planta de almacenamiento. No son los archivos del consejo.
—Prueba con el tuyo, Gerardo, a ver qué pasa.
—¿Es una broma, Magdalena? Solo faltaría que pudiera. ¿Qué quieres, que empiece a mover bidones radioactivos desde el comedor de casa? ¿Cómo justificaría haber accedido?
—¿Te parece poca excusa todo lo que nos está pasando? Anda, prueba.
—¿Tú qué dices, Ignacio?
—Bueno, por lo menos serviría para ver cómo reacciona el sistema en el siguiente paso.
—Venga, pues. De perdidos, al río. Pero aquí piden dos contraseñas. Repetiré la mía, ¿no?
—Nanái. No te da permiso. Ya veo que el programa de identificación no lo ha hecho un aficionado.
—¿Sí? ¿Por qué?
—No sabría explicártelo en pocas palabras, Begoña, pero con el bloqueo del sistema ya tengo bastante. Una hora para el siguiente intento.
—¿Así que ahora papá no puede volver a probar? ¿Y si se equivoca?
—Es un acceso delicado. No da margen de error. Por eso las contraseñas no están enmascaradas.
—¿Qué?
—Están a la vista, Begoña. ¿No te has fijado que no salían los asteriscos?
—Y el tío pedía que entraras, y le enviaba el mensaje de mi parte.
—Ya te he dicho que firmando mamá no colaba.
—Bueno, Ignacio, ¿podrías?
—¿Me estás pidiendo que lo intente, padre?
—No, hijo, creo que no. Solo quería saber si ese tipo pedía un imposible.
—Ya.
—¿Podrías?
—No lo sé.
—¿Quieres decir que tal vez?
—No lo sé, padre. Hay algunas fáciles, y otras más difíciles.
—Pero, cómo, ¿es que alguna vez has reventado algún acceso?
—Sin practicar no se aprende. Y no te me escandalices, que eso es corriente. Aquella vez que nos quedamos sin conexión te intentaste colar en la red de los vecinos de arriba.
—¡Papá!
—Probé un par de veces, y para nada, Begoña. Tenía una cosa a medio hacer y llevaba prisa. A ver, Ignacio, ponme un ejemplo de fácil.
—La del Ayuntamiento. Es de chiste. O la de tu banco. De subnormales.
—¡Ignacio!
—Mi afición es abrir la puerta, no pasearme por dentro. No me sermonees, madre.
—Dime una difícil.
—Las de las compañías telefónicas. Suelen tener a gente competente.
—Pero las abriste.
—Una. Las otras se resistieron. Lo probé una semana y me harté. Ahora estoy muy ocupado.
—¿Esto es lo que enseñas a tus alumnos, Ignacio?
—No sigas por ahí, padre.
—Pero es que lo que sabes no es corriente. Podrías...
—Cagondiez, padre. ¿Ni con lo que nos ha caído te puedes contener? Me voy a la cama. Estoy cansado. Ya me informaréis mañana de lo que hayáis decidido. Buenas noches.
—Eres un caso, Gerardo.
—¿Por qué?
—Ahora cada día le tocas la fibra.
—¡Qué fibra ni qué ocho cuartos! Es que me comen los demonios. ¿Tú has visto? A Ignacio se lo rifarían, con lo que domina, y ahí lo tenemos, perdiendo el tiempo.
—Ignacio no está perdiendo el tiempo, papá.
—Tú no te metas en esto, niña, y procura hacer un buen bachillerato y escoger bien la carrera.
—Pues ser maestra de párvulos no me disgustaría.
—¡Acabáramos! Sobre mi cadáver, Begoña.
—Pero, Gerardo, ¿qué dices?
—¿No has oído a la niña, Magdalena? Pero ¿qué es esto? ¿Una familia como debe ser o una escuela de magisterio? ¿Por qué no nos dedicamos también tu y yo a hacer de maestros de escuela, mujer? Venga, entre todos montamos un colegio.
—Vale ya, Gerardo, no te burles más.
—Pero ¿es que ninguno de mis hijos se va a dedicar a algo serio?
—Pues me hago actriz.
—Lo que sea, hija mía, pero hazte a la idea de que, en esta casa, el cupo de maestros ya se ha sobrepasado. Tendrás que pensar en cualquier otra profesión.
—Gerardo, vamos a dejarlo, que tenemos otras cosas en la cabeza.
—¿Qué le digo al señor López si me llama, mamá?
—Nada, no le vas a decir nada, porque tu teléfono me lo quedo yo.
—¡Ni loca!
—¡Niña!
—Pero, mamá, que no puede ser. ¿Cómo voy a salir sin teléfono? ¿Cómo llamo o me llaman? ¡Menuda mierda...!
—Magdalena, tú serás la primera que querrás tener a Begoña localizable. Vamos a hacer otra cosa. Te voy a dar el que yo he comprado esta tarde. Quería probar con uno limpio, pero mejor que lo uses tú. Tiene saldo y está a punto. Toma, Begoña.
—Pero, papá, ¿qué es esto? ¿Dejarás que tu hija vaya por ahí con este trasto? ¡Si tiene botoncitos! Esto ya no lo lleva nadie. Y azul, encima.
—Vamos, Begoña, serán dos días. Déjame anotar el número. Magdalena, guárdatelo tú también. Al menos sabremos que desde este teléfono nos hablará Begoña.
—¡Hostia! ¿Y mis amigas? ¿Adónde me llaman?
—No seas ordinaria, Begoña. Dos días. Y no vayas dándole el número al primero que pase, que luego lo tiene que utilizar tu padre y tus novios se llevarían una mala impresión. No te me enfades, que es broma.
—Mañana te acompañaré yo al colegio. ¿La puedes recoger tú, Magdalena?
—No me hagas esperar, Begoña. Estate ahí a la hora en punto.
—Mañana había quedado...
—Cámbialo, hija, por favor. Durante dos días vamos a tomar precauciones y a abrir bien los ojos. ¿Estamos?
—Vosotros mandáis, como siempre. ¿Por qué no llamáis a la policía y ya está, y yo podría hacer vida normal?
—Eso es lo que tu madre y yo vamos a discutir cuando te vayas a tu habitación.
—Vaya indirecta, papá.
—Que descanses, hija.
—Buenas noches, Begoña.
—Buenas noches. Y no os preocupéis demasiado.
—[Lo que se tiene que agachar esta niña para darme un beso. Estoy segura de que ya ha pasado del metro ochenta. Y eso que la pediatra me dijo que ya había crecido todo lo que tenía que crecer. La pediatra. Vaya. Le sacará una cabeza. Begoña se nos ha hecho una mujer y apenas me he dado cuenta.] Ya ves qué buenos consejos nos da nuestra hija, Gerardo. Y qué guapa nos ha salido.
—Qué extraño. Lo último que ha dicho me ha sonado adulto, por primera vez.
—Ya es una mujer.
—Por muy alta que sea no consigo hacerme a la idea de que crezca. Será la deformación de padre. Me ha chocado la despedida porque no correspondía a la imagen que tengo de ella.
—Tendrás que acostumbrarte, y deprisa.
—[Me costará. Durante el desayuno le alargo la mantequilla o las tostadas, como he hecho toda la vida: «Come, mi pequeña Begoña, que así te harás mayor» y, de golpe, veo a una desconocida. No, una desconocida no. Veo a mi Begoña levantarse con el plato a medias, y me dispongo a recriminarle que está en época de alimentarse, y la veo con ropa nueva, o nueva para mí, con sus piernas largas, tan largas, sus caderas, su moda de dieciséis años pensada expresamente para lucir. Su cintura de avispa (¿por qué cada día tiene que ir enseñando el ombligo a todo el mundo?) y más pecho que Magdalena. Me costará acostumbrarme. No entiendo que sea carne de mi carne.] Perdona, me he quedado absorto. ¿Qué vamos a hacer, Magdalena?
—No lo sé, Gerardo. Llamar a la policía, por ejemplo. Supongo que eso es lo mejor. Pero tú no estás convencido. [Yo, tampoco.]
—No. Para empezar, mi trabajo. Quiero decir, mi relación con la Policía por mi trabajo. Una persona normal lo denunciaría y se quejaría de que no le harían suficiente caso, o que no se moverían lo bastante. Yo temo lo contrario. Que por un sonado me monten (nos monten) un numerito de padre y muy señor mío. Que nos intervengan los teléfonos, nos pongan escolta, nos mareen todo el día y me cambien la agenda.
—Especialmente eso. Que te cambien los planes. [Cómo no. Los planes laborales del señor son sagrados.]
—No sé por qué lo dices en ese tono, Magdalena [que parece que lamentes que tenga grandes responsabilidades. No todos podemos ser como tú, o como Ignacio, sin ir más lejos]. Hasta final de año, por lo menos, lo tengo muy complicado. Normalmente lo principal es preparar el viaje a Viena, que no es poco y, para que veas, eso ahora lo tengo en segundo plano, con los dolores de cabeza que me da la número seis [y sus putas barras].
—¿Y qué tiene que ver con la Policía?
—Salta a la vista, mujer [que a veces parece que se te embote el razonamiento]. Si un policía suma centrales nucleares y amenazas, a ver qué le va a dar.
—¿Nos han amenazado?
—No, claro que no, pero ese sería el resumen que haría. Así de dotados están. Alarma segura, patosos por en medio, órdenes de zopencos. No es forma de trabajar.
—A pesar de todo, ¿no sería mejor prevenir? [¿A pesar de tener que verte rodeado de seres intelectualmente inferiores, pero con pistola?]
—Sí, claro, prevenir. Puede que tengas razón [con una probabilidad de uno a diez mil]. Vamos a suponer que los pongo al corriente [porque no me atrevo a confesarte que esta mañana me había jurado que llamaría a ese Plaza]. ¿Qué les decimos?
—Que nos amenazan, según tú.
—No tergiverses mis palabras, Magdalena. Te he dicho que lo de la amenaza sería como lo sintetizaría el común de los policías [cortos de entendederas]. A ver, mira, busco el teléfono de ese Plaza y levanto el auricular. ¿Qué le digo?
—¿De quién hablas?
—Plaza es el enlace de la Policía con el consejo. Las veinticuatro horas del día. Ahora estará con la parienta, mirando la tele. ¿Qué le diríamos?
—Que nos ha llamado un iluminado. [Ya estoy viendo que tienes muy pocas ganas de decírselo a nadie. Espero que no tengamos que arrepentimos.]
—Detalladamente, Magdalena. Vamos a hacer bien las cosas. Explícale la situación a alguien que no sabe nada del asunto y que ni nos conoce.
—Que hemos recibido cinco llamadas de un desconocido.
—¿Cinco?
—Bueno, cuatro y un mensaje. Dos a ti, el mensaje a Ignacio y una a cada una de nosotras dos. La mía, doble. Las llamadas siempre emitidas desde nuestros teléfonos.
—¿Qué cara crees que pondrá? ¿Qué cara crees que pondrías tú en su lugar?
—Suena extraño, es verdad.
—¿Qué pruebas tenemos?
—El mensaje a Ignacio.
—Firmado por ti.
—Yo siempre firmo con mi nombre.
—Dudo que eso impresione a Plaza o a tipos como él, pero en fin. Tenemos tu mensaje. ¿Qué más?
—No es mi mensaje. [Qué retorcido eres a veces, Gerardo.]
—Lo que tú digas. ¿Qué más?
—Las llamadas que hemos recibido. ¿Te parece poco?
—Si para nuestros aparatos las llamadas procedían de la propia familia, lo mismo dirá el registro de las compañías. Pero sigue.
—A Ignacio le han pedido que reviente el acceso a la planta estatal de residuos.
—Formalmente se lo has pedido tú...
—Y dale.
—Y la petición era acceder, no colarse.
—Vamos, Gerardo, ¿a quién quieres engañar?
—No es eso. Trato de hacerme cargo de la situación. No nos han amenazado.
—Lo último que me dijo se parecía bastante.
—¿Qué último?
—Que había escogido a nuestra familia y que no podíamos hacer nada para evitarlo. No resulta demasiado amigable.
—Oye, a mí todo esto me gusta tan poco como a ti. Lo que trato de defender es que, ahora, avisar a la Policía no va a servir sino para empeorar la situación. Ha dicho que no debemos pedir ayuda, ¿no? Pues vamos a hacer caso. No ha pasado nada, excepto unas llamadas extrañas. No nos ha exigido nada. Tampoco se trata de ninguna rencilla del pasado...
—¿Qué? [¿Por dónde me sales ahora?]
—No, me refiero a que este individuo ha salido de la nada, no del túnel del tiempo...
—No sé de qué estás hablando, Gerardo.
—Joder, Magdalena, pues no sé cómo decirlo más claro. Estaba descartando en voz alta el caso de que alguien ofendido en el pasado volviera a ajustar las cuentas.
—¿Tú tienes de eso?
—Todos tenemos de eso. Incluso los que no lo saben. A ver si te crees que entramos en esta vida con guantes blancos y que pasa el tiempo y siguen impolutos.
—¿Así que sospechas que ese López puede ser alguien a quien hayas perjudicado en el pasado?
—Pero ¿qué castillos en el aire te estás levantando, Magdalena? Yo he dicho justo lo contrario [y ya me estás sacando de quicio]. Hasta he perdido el hilo.
—Que nos quedemos callados y esperemos el siguiente paso de ese López.
—Así que, ¿estamos de acuerdo?
—Qué remedio. [Después de lo que hemos hablado tengo más ganas de contárselo a la policía que antes.] Tampoco hemos llegado a ninguna conclusión sobre si este tío es así o asá, o de aquí o de allá. ¿Tú te has fijado si utiliza el plural?
—¿Qué?
—Sí, hombre, si utiliza el yo o el nosotros. No sé por qué se me ha ocurrido preguntarme si es uno o varios.
—Importa poco, hazme caso. La semana que viene ni nos acordaremos. Anda suelto mucho loco, y nos ha tocado uno de ellos. Un tío joven, disimulando la voz, con pasta, con tiempo libre para perder y hacer perder. Aún será un conocido de Ignacio, de esos que se hacen en la Red sin haberse visto las caras en su vida. Y solo. Seguro. [Aunque no sé por qué tan seguro. Lo digo para tranquilizarla y, de propina, para tranquilizarme yo. No me he fijado si hablaba por uno o por varios. Diría que uno, pero lo que ha hecho, ¿puede ser cosa de una persona? ¿Por qué me han parecido diferentes las dos llamadas?]
—¿Cómo puede estar tan informado, Gerardo?
—¿Tan informado? [Me hago el ignorante por inercia, o por cubrirme la retirada, porque si hay algo que me preocupe en todo esto es justamente cómo ese sujeto sabe tanto.]
—Sí, Gerardo, sí. Parece que me hagas hablar a propósito. ¿Cómo conoce la destreza de Ignacio? ¿Cómo averigua que a determinada hora estoy a punto de comer, o que hay problemas laborales en Sanatea? ¿Cómo te puede localizar en medio de un viaje? Quiero decir, ¿cómo sabe que estás donde estás?
—¿Cómo voy a adivinarlo?
—Pues eso es inquietante y, ahora que lo vuelvo a pensar, podría ser causa suficiente para llamar a la policía.
—Me hablas de dos pesadillas. Una: estar a la espera de que nos llame un desconocido que está como una cabra, aunque inofensivo. La otra: embarcarnos en un sinfín de gestiones, molestias e incertidumbres; la principal, que tampoco tenemos la garantía de que López nos dé tregua.
—Lo que llega a saber de nosotros no me parece tan inofensivo.
—Vamos a ver, Magdalena. Lo que Ignacio es capaz de hacer con un ordenador no es un secreto. ¿No crees que por la propia naturaleza de su habilidad lo debe de saber una docena, un centenar o un millar de otros como él repartidos en medio mundo conectados a sus máquinas y que comparten aficiones? Respecto a tu comida, hombre, qué quieres que te diga, era el mediodía, y tampoco cuesta llamar un día, preguntar por ti, «ay, ha salido a comer, ah, ¿sí?, ¿a qué hora la puedo encontrar?». No parece comprometido. Sobre los problemas laborales de Sanatea, tres cuartos de lo mismo. Atiende: el otro día, en el círculo, éramos menos de quince personas en el salón principal. Oye, pues un mínimo de tres estábamos al corriente. Calcula. Lo de localizarme a mí no tiene mérito, por el móvil. Saber que estaba en la número seis ya es harina de otro costal.
—Si esto no es casual, puede que lo demás tampoco.
—Ahora estaba pensando... ¡Pues claro! Un día lo tengo que probar. Mira, suponte que alguien llama al consejo preguntando por mí. Está de viaje, ¿de parte de quién? Se inventa cualquier cosa y le pasan con mi secretaria. Beatriz es un poco pava, ya lo sabes.
—Eso me dices siempre, aunque como bien recordarás no la conozco [cosa que siempre me ha dejado con la curiosidad insatisfecha. Me has presentado a medio consejo, por arriba y por abajo, pero con la tal Beatriz solo tres palabras de cortesía y por teléfono. Prefiero pensar que es coincidencia].
—No te pierdes mucho [y salgamos de este tema]. Mi nombre, mi cargo y mis funciones principales están colgadas en el organigrama de la página del consejo. Si estoy de viaje, ¿dónde, si no a una central? Me apuesto lo que quieras a que si López tira el anzuelo y pregunta «¿Está en la número dos?», a Beatriz le falta tiempo para rectificarle y, de paso, ponerle en la pista correcta. Reconozco que esta mañana me ha impresionado no solo que supiera mi paradero, sino que estaba reunido con Fernando Redondo. Ahora veo que no era tan difícil. ¿Con quién iba a reunirme yo, si no era con el director? ¿Con el ordenanza?
—Ya. [Ya, Gerardo. No pierdes ocasión de resaltarte el tronío.] Me dejas más tranquila. [Por muchas explicaciones que me des, y por verosímiles que sean, no me saco de encima la mala espina.]
—No acaba ahí. La seis es estatal. Los cargos directivos aparecen en el boletín oficial. Tomándose un par de molestias, ese López puede presumir de omnisciencia, cuando solo es aplicado. [Hablando, hablando, casi me he convencido de que no hay nada extraordinario en todo el asunto y que hemos estado exagerando. Casi.]
—Así que ¿está todo explicado?
—Cuando menos se puede descartar que sea un villano con superpoderes o un enviado de Dios enfurecido.
—No veo que quepan las bufonadas en esta situación, Gerardo.
—Venga, mujer, solo intento convencernos de que no es nada del otro jueves.
—Entonces, ¿qué?
—[¿Sinceramente? No lo sé. Sí sé que me intranquiliza pensarlo; por eso intento evitarlo. Me siento vulnerable. Por mí, por ti y por los chavales. Pero ahora no me puedo permitir el lujo de elucubrar. Por lo tanto, urge que también a ti te lo saque de la cabeza]. ¿Cómo quieres que lo sepa? Solo veo la explicación del enajenado obsesivo, alimentado por un exceso de películas y fantasías. Tenemos que confiar en que se cansará antes...
—¿Antes de qué?
—¡No lo sé, Magdalena! [Sí lo sé, lo que iba a decir, pero no te lo voy a decir.] Antes de dos días. [No te voy a decir: antes de que se dedique a concretar lo que él llama colaboración.]
—No eres sincero. Te lo noto. [Te leo el pensamiento. Ibas a decir: antes de que se ponga violento, o antes de que pase a la acción. Antes de que lamentemos no haber puesto remedio.]
—No seas pejiguera, Magdalena. [Algo tengo que improvisar, no vaya a darle el amén si me callo.] Si te empeñas, te diré que lo que busca ese tipo es asustarnos para impresionar a Ignacio y conseguir un par de servicios.
—¿De qué estás hablando, hombre de Dios? [Cuando se ve acorralado, este hombre es capaz de defender la primera estupidez que le viene a la cabeza.]
—Piénsalo un momento. [Creo que no va a ser difícil dar consistencia a eso que me ha venido de sopetón.] Ignacio ha sido el único que ha recibido un encargo. Hace un rato se lo has oído a él mismo: es capaz de colarse hasta en la base de datos de un banco. ¿Cuántos no pagarían por hacerse con esa llave, o tratarían de coaccionar a quien la posee?
—No me asustes, Gerardo.
—No seas así, mujer. Si he acertado y es eso, es el momento de alegrarse y respirar hondo. Es un sarampión de nuestros días. La nueva faceta de los chorizos que ha habido en cualquier tiempo, ahora revestidos de la modernidad informática. Por una foto, una descarga, una conversación o un mensaje incómodo o, como parece ser nuestro caso, una pericia algo oscura pero evidentemente valiosa.
—Suena muy razonable, Gerardo. Lástima que no me lo creo.
—[Yo, tampoco. ¿Qué esperabas?] Ni falta que hace. No tengo por qué haber acertado. Tan solo intento dar una explicación, no «la explicación». [Y me estoy cansando de tanto probar. O cortas tú, o corto yo.]
—[Mejor lo dejamos. Me sé de memoria lo que significa ese rictus en la boca de mi marido. Mañana...] ¡Qué susto! Creía que había apagado el maldito teléfono. A ver. Mensaje. Mira, Gerardo, tu hija ya ha estrenado su teléfono nuevo: «Buenas noches». ¿Qué hago? ¿Se lo agradezco o la regaño por el susto?
—Dale un beso de mi parte. [No sé qué sería de nuestras vidas sin estas pequeñas satisfacciones. Mucho López y mucha llamada, pero no dejo de pensar en la número seis. Eso sí que es un problema nacional, coño, y no otras cosas que no pasan de paparruchas. No sé qué voy a hacer. Antes de hablar con el ministro he de tener preparada una solución; mejor: dos. Mañana convocaré a la directora de El Petril para hacerme...]
—¡Gerardo! El mensaje no lo ha escrito Begoña.