10

—¿Ignacio? [¿A estas horas?] ¿Qué pasa, Ignacio?

—Nada. Calma.

—¿Ignacio? ¿Eres tú, Ignacio?

—¿Señora Moral? ¿Magdalena Moral?

—¿Qué le ha pasado a Ignacio? [Me va a dar un ataque si no lo aclaro ahora.]

—Nada, señora Moral. Hasta donde yo sé su hijo Ignacio está perfectamente. Créame que yo lo sabría si sucediera algo fuera de lo normal. No se preocupe.

[No entiendo nada.] No entiendo nada. ¿Quién es usted?

—Para más tranquilidad, ahora mismo está cumpliendo su servicio de comedor en el colegio. Lo acabo de ver.

—Pero ¿qué me dice? ¿Está Ignacio ahí? ¿Quién es usted?

—Sobre la segunda pregunta: no, Ignacio no está conmigo, ni yo estoy con él. Creo que lo que hace es muy sacrificado. No. Le he dicho lo que acabo de ver, del mismo modo que usted podría si se conectara a la página del colegio. Tienen diversas cámaras en directo y, con paciencia, su hijo pasará fugazmente ante la del comedor.

—¿Quién es usted? [Todo tiene una explicación lógica. No adelantes conclusiones.]

—López. Llámeme López.

—¿López? [¿Qué nombre me dijo Gerardo? ¿Pérez?]

—Sí, López. ¿No le parece bien?

[¿Qué dice este tipo?] ¿Por qué me está llamando con el teléfono de Ignacio? ¿Qué es lo que busca?

—¡Ah! ¿Eso? No le dé importancia, señora Moral. El aparato de su hijo está en poder de su hijo. En el bolsillo derecho, para ser más preciso.

—Pero...

—No tiene mérito, señora. Acaba de pasar por delante de la pantalla consultándolo y volviéndoselo a guardar. Bolsillo derecho. Es fácil.

—El número...

—Eso sí, señora Moral. Me he tomado la libertad de llamarla ocupando la línea de su hijo...

—¿Cómo...?

—¿Qué importancia tiene el cómo? Bebemos el agua sin obsesionarnos por cómo se ha formado o cómo se conserva. Olvídese de eso. A mí me resulta muy conveniente. Ignacio no sufre ningún perjuicio (excepto un pequeño incremento en la factura), y usted, salvada esta primera ocasión, que comprendo es desconcertante, sabrá que atiende una llamada conocida.

—Dígame ahora mismo qué quiere o cuelgo y llamo a la policía.

—Está en su derecho, por supuesto. De todas formas creo que sería mejor esperar a esta noche y discutirlo en familia.

—¿De qué está usted hablando? [¿Qué clase de absurdo es este?]

—A lo largo del día me he puesto en contacto (qué fea es esta expresión, ¿verdad, señora Moral?) con ustedes cuatro...

—¡¿Qué?!

—¿A qué viene esta alarma? He hablado unos minutos con su marido, don Gerardo Vives. Repítale de mi parte mis disculpas por interrumpir su reunión.

—¿Qué reunión? Mi marido está de viaje. [¿Por qué se lo he dicho? ¿Seré idiota?]

—Precisamente. Esta noche se lo explicará en persona.

[¿Por qué no me ha llamado Gerardo para advertirme?] ¿Qué quiere usted? ¿Por qué me ha dicho que ha hablado con mis hijos?

—Porque es verdad, señora Moral. Mejor dicho, no es exacto. He utilizado aquella expresión tan desagradable, ¿recuerda?, porque con Ignacio no he tenido la oportunidad de charlar. Un mensaje corto y basta. Su trabajo de maestro me infunde mucho respeto y mucha pena al mismo tiempo, y he pensado que con eso sería suficiente para darme a conocer ante Ignacio.

—No se habrá atrevido a molestar a mi hija. [¿A qué categoría perteneces? ¿Ladrón, chantajista, pervertido o loco?]

—¿Molestado? No. Sorprendido, tal vez. Tan solo hemos intercambiado cuatro palabras. Begoña es todavía muy joven, usted lo sabe mejor que nadie, así que he disfrazado mi llamada de error, simulando cierta relación con su padre. Aunque, bien pensado, eso ya no es faltar a la verdad. Cuando ha intentado averiguar más, he colgado. Ningún daño, pues. Puede que haya despertado su curiosidad, pero ya se sabe lo voluble, me atrevería a decir efímera, que es la curiosidad a los dieciséis años, por muy cerca que estén de los diecisiete.

[¿Cómo sabe el muy hijo de puta...?] ¿Cómo sabe...?

—¿Qué más da?

—¡Claro que da! ¿Qué quiere? ¿Qué busca de nosotros?

—Tiempo al tiempo, señora Moral. Ahora, si no le importa, me gustaría hablar de usted.

—¿Qué? ¿De mí?

—Naturalmente. Creí que a estas alturas ya habría comprendido que tengo un interés especial por su familia, por todos y cada uno de los miembros. También por usted. Por su trabajo, por ejemplo. Por su salud...

—¿Por mi salud? [Pero ¿qué dice este hombre? Me siento perdida.]

—No me he expresado bien. Me refiero a su bienestar general en una época que suele ser difícil, más todavía que para los varones...

—Oiga, pare el carro. ¿Me está usted diciendo que un desconocido llama e importuna a mi familia porque está preocupado por mi menopausia, que ha logrado adivinar porque la llevo escrita en la cara?

—Todos sufrimos achaques, señora Moral. Los años no perdonan. Pero es verdad que la naturaleza parece darse gusto en cebarse con las mujeres, sumando inconveniencias exclusivas de su sexo.

—Muy comprensivo por su parte. [Esto es un esperpento. No sé ya ni lo que me digo y, mucho menos, este desgraciado.] Le exijo que me diga qué quiere de nosotros.

—Tranquilícese, se lo ruego. Ya habrá tiempo de soliviantarse. Dígame, ¿cómo está su situación en Sanatea?

—¿Usted sabe que trabajo en Sanatea?

—Empiece a hacerse a la idea de que si tomo interés en su familia es porque he procurado aprender antes. Por otra parte, ya me está usted ampliando la información. Que continúe trabajando en Sanatea ya es una nueva, y es buena. ¿Oiga?

—¿Begoña? ¿Eres tú, Begoña?

—No, señora Moral.

—Usted, otra vez usted.

—Pues claro, señora Moral. Espero que no le importe que ahora la llame desde el número de su hija. He pensado que, como me ha colgado mientras utilizaba el número de su hijo, sería conveniente cambiar.

—No quiero...

—Entendámonos, señora Moral. No me ha gustado nada la forma maleducada como me ha tratado. Convénzase de que durante un periodo, que espero sea corto, les pediré a todos, ¿me ha oído?, a todos ustedes, su colaboración. Cuanto más diligentes y francos sean conmigo, mejor para todos. En especial, para ustedes.

—Pero...

—Sin peros. Le voy a hacer unas preguntas. Espero que me las responda con sinceridad y concreción.

—No...

—¡Señora Moral! ¡Es suficiente! Ni usted ni yo tenemos tiempo que perder. ¿Cómo se llama su jefe?

—No quiero...

—¿Cómo se llama su jefe, señora Moral?

[¿Qué hago?] Marcelo Grimal.

—No me gusta que me mienta. Su jefe se llama Marcelo Ochoa.

—¡Usted lo sabe! [Dios mío, ¿qué significa esto?]

—¿Cómo se llama su jefe?

—Marcelo Ochoa. [Maldito seas.] ¿Para qué me lo pregunta, si ya lo sabe?

—Eso no importa. Limítese a responder. ¿Cuántos años tiene su hijo Ignacio?

—Veintitrés. Tiene veintitrés.

—¿Cuántas sillas hay en la habitación de Begoña?

[¿Qué es esto?] No sé...

—¿Cuántas sillas hay en la habitación de su hija?

—¡Dos! Creo que hay dos. Tendría que haber dos. No sé. Begoña siempre ha querido dos, a pesar de que caben mal en su cuarto. Dos sillas. La que utiliza ella tiene ruedas y brazos; como de despacho, pero muy sencilla. La escogió el año pasado. No se quiso desprender de la de enea, una más pequeña, la que usaba antes. Begoña tiene dos sillas en su habitación.

—¿Cuántas personas tiene a su cargo en el laboratorio?

—Diez.

—Sus categorías. Sus nombres de pila.

—Pero...

—Pronto.

—Juan y Alicia dirigen proyectos. Colaboran con ellos Víctor, Pedro, Laura y Tomás. Las ayudantes son Rosario, Fina, Carmen y Ángeles.

—¿Están todos?

—Sí...

—Insisto: ¿están todos? Haga memoria.

—Lorenzo. Falta Lorenzo. Nos echa una mano con tareas administrativas y de documentación.

—Eso está mejor. ¿Cuántos años tienen los niños a los que enseña Ignacio?

—¿Qué?

—Ya me ha oído usted. Responda.

—Nueve. Once años. No sé...

—Ya se lo confirmo yo. Entre diez y once años.

—Por el amor de Dios, ¿qué quiere usted de nosotros?

—¿Qué tipo de productos investigan en su laboratorio?

—¿Qué quiere de nosotros? ¿Qué daño le hemos hecho?

—¿Qué investigan en su laboratorio, señora Moral?

—Anticoagulantes y antivirales. [Estoy exhausta, confundida.]

—¿Ve como no es tan difícil colaborar? Unas pocas preguntas más y acabaremos por hoy...

—¡Alto! ¿Qué quiere decir con acabar por hoy? [Esto es serio, Magdalena. Has de medir las palabras. Endulza el tono.] No puedo más, señor López, o como sea que se llame. Yo no puedo responder, ni siquiera hablar con usted, si no me aclara este sinsentido, ¿comprende?

—Si ha de servir para que se sosiegue, alternaremos las preguntas. Sin embargo, no olvide que yo juego con ventaja. Por el momento, solo usted podrá quedarse insatisfecha con las respuestas. Empiece.

—¿Quién es usted?

—López. Ya le he dicho que puede llamarme López. Ahora yo. ¿En qué...?

—¡Cállese! [¡No debo hacer eso! ¿Por qué? No sé por qué, pero sé que no debo contrariarlo.] Quiero decir, espere. No es justo. Necesito que me diga algo más que un nombre. Necesito...

—Quién sea yo carece de importancia, así que no vuelva a preguntarme lo mismo. ¿En qué gama farmacológica interviene usted?

—En ambas.

—Pero está especializada en...

—Antivirales y procesos infecciosos. ¿Qué quiere de nosotros?

—Su ayuda. Tan solo un poco de colaboración.

—¿Ayuda? ¿Para qué?

—Para llevar a cabo algunas comprobaciones.

—¡No me está diciendo nada!

—Le digo lo que en estos momentos estimo más útil. Más adelante podremos concretar algunos puntos. Y, ahora, dígame...

—¡No! ¿Más adelante? ¿Cuánto va a durar esta comedia?

—Si por comedia se refiere a esta conversación, poco. Unos minutos y habremos acabado. Si lo que quiere saber es la duración de nuestra colaboración, no puedo complacerla. Es incierto. Ni yo mismo lo sé. Es muy improbable, casi imposible, que sean horas. Ojalá sean unos pocos días, pero no se puede descartar un plazo mayor. En buena medida dependerá de ustedes.

—Pero...

—No. Es mi turno. Atienda bien y responda con cuidado. ¿Qué es lo que desea más en esta vida? Ahórrese contestar que deshacerse de mí. Eso sería una niñería. Tampoco le estoy preguntando a quién quiere más, ni tengo intención de oír que a su familia. No. Imagínese tumbada haciendo ejercicio, tal como estaba hace dos días en el Aqua...

—¿Sabe también...?

—Escúcheme, por favor. Dígame cuáles eran (son, quiero pensar) sus anhelos, sus mejores planes. En cualquier ámbito. Mejor, en todos. En su trabajo, en su matrimonio, en sí misma. Cuanto más verosímil, mejor. Y cuanto más fiel a la realidad, más verosímil. No le estoy pidiendo que improvise. Le pido que ponga en palabras lo que con tanta frecuencia asociaría con su felicidad.

[Se me está rifando. ¿Qué pretende este sinvergüenza? ¿Que le abra mi corazón? ¿Que le confiese que preferiría investigar en la universidad por la mitad de mi sueldo y evitar los vaivenes que se avecinan? ¿Que me frustra que mis descubrimientos, pequeños o no, no sean míos? No me veo diciéndole a un extraño, a un enemigo, por lo que parece, que me haría feliz recuperar mi figura de hace diez años; cinco, incluso. ¿Cómo voy a admitir que daría un brazo por sentirme mejor conviviendo con Gerardo? ¿O que tengo la esperanza secreta de casar bien casada a Begoña, y que cualquiera de mis hijos me dé un nieto cuanto antes? No una nieta, no; un nieto. Aunque, por otra parte, me asusta lo mayor que eso me puede volver de golpe. ¿Le digo que lo que me haría feliz es matarlo? No. Eso me ha dicho que no vale.] ¿Qué quiere que le diga? ¿Espera que pueda responder a algo así en mi situación? ¿Que se lo diga ahora y a usted?

—Inténtelo. Solo tiene que repetir lo que ya tiene presente.

—Quisiera un laboratorio para mí sola. ¿Satisfecho?

—No. Siga probando.

—Ser abuela. Irme de viaje, bien lejos. Tener una aventura. [Pero ¿qué mierda acabo de decir? Me ha salido sin pensar.]

—De modo que le gustaría echar una cana al aire.

—Sí. No. Oiga, déjeme en paz. Déjenos en paz. ¿No puede, por lo menos, dejar al margen a mi familia? ¿No tiene bastante conmigo? ¿Por qué tiene que mezclar a mis hijos? Esa es mi pregunta.

—Para mí su familia es indivisible. Lo lamento. Una última pregunta.

—¡¿Por qué?! ¿Por qué tiene que complicar a Ignacio y a Begoña, que no han hecho nada ni saben nada?

—¿Y usted? ¿Qué ha hecho o sabe usted?

—Váyase a la mierda.

—Creo que los malos modos sobran. Mi interés, mi necesidad, si prefiere llamarla así, no les afecta a ninguno de ustedes cuatro individualmente. Los he escogido solo en tanto que familia. Era una familia lo que estaba buscando, y con unas características muy especiales. Ha resultado que son ustedes. Ni tiene remedio ni es tan grave. Bien, debemos abreviar. Usted todavía tiene que comer y que reincorporarse a su despacho. La última pregunta. Le suplico que no saque conclusiones precipitadas. Le voy a pedir otra información, otra respuesta en la que también habrá pensado docenas de veces antes de este momento. De nuevo le exijo que me dé su opinión ya formada, no que apresure una salida. ¿Me ha entendido?

—No, pero eso a usted le da igual.

—Señora Moral, ¿cómo le gustaría morir?

[Me ahogo. Voy a colgar. No, no voy a colgar el teléfono. Es un asesino y me da a escoger. No, no puede ser. Lo detendrán. Esta noche ya estará enjaulado y me las pagará todas juntas. Quiero verle la cara. Yo no quiero morir. Ni ahora, ni antes, ni después. Poco me importa que sea inevitable, que haya presenciado la muerte de mis padres o haya asistido a cien entierros. No quiero morir. Asqueroso. Eres un asqueroso, López, y ahora, ahora mismísimo, no me das miedo. Solo coraje.] No tengo ninguna intención de morir.

—Una respuesta atractiva. Me gusta. ¿Quiere decir que se considera inmortal, que su fe le promete la vida eterna o la reencarnación, o qué?

—Que no quiero morir. Ni por su mano, chocho asesino...

—¡Espere! ¿Por qué me ha llamado chocho?

[¿Por qué le he llamado chocho? ¿Por qué tengo la sensación de que hablo con un vejestorio enajenado? Se ha molestado, eso está claro. Es susceptible a algo. Bendito sea Dios. En la desesperación sirven hasta las alegrías minúsculas.] Por nada.

—¿Y bien? Me decía que no quería morir ni por mi mano...

—Ni por la de nadie. Es igual. No quiero morir. Me resigno a desaparecer: algo rápido, tan rápido que no le quede lugar al dolor del cuerpo ni al de la voluntad. Me avengo a desaparecer, pero no a morir. Morir es una vulgaridad.

—Me ha gustado hablar con usted, señora Moral. Tengo la esperanza de que, al final, nos entenderemos. Pronto tendremos otra oportunidad de conversar, y la primera ocasión de actuar. Le sugiero que esta noche, cuando discutan en familia mi intrusión y sus consecuencias, no se apresuren a decidir nada. Por supuesto que no voy a ser yo quien les prohíba buscar una supuesta ayuda o vocear nuestro trato a los cuatro vientos. Ustedes ya son mayorcitos para saber qué les conviene más. Su destino, que es colaborar conmigo, no lo va a cambiar nadie. Hasta pronto. Que le aproveche el almuerzo.